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Guardiana del Edén

Escribir duele. Entume la mano. La sangre corre caliente por el brazo, sube al corazón; las palabras surgen enojadas…
LC

Viéndola parece mentira que solita haya desafiado a los demonios: frágil hasta lo etéreo, mirada entre cansada y dulce, nimbada por insólita aura de paz. Lo primero que pensé al conocer a esta mujer de expedita sonrisa fue que sería capaz de abarcarnos a los mexicanos defraudados en un abrazo y consolarnos, pasando por encima de su propio miedo… porque el valiente lo es en la medida que se reconcilia con su miedo. Sólo quien se ha familiarizado y comprometido con el dolor de los demás puede mirar en la forma en que lo hace esta posmoderna heroína que ha expuesto públicamente a unos magnates pederastas que controlaban una red internacional de pornografía infantil… y ha vivido para contarlo. Armada solo de palabras y de verdad, Lydia asegura no trabajar con la violencia sino con la paz. Me dice también que últimamente ha aliviado su alma leyendo a Eduardo Galeano, y me lo dice con la tranquilidad de quien no tiene deuda alguna con la justicia, mucho menos con la vida.
Lydia Cacho Ribeiro nació el 12 de abril de 1963, en la ciudad de México, aunque radica en Cancún, Quintana Roo, donde dirige un centro de atención a mujeres víctimas de la violencia doméstica (CIAM) que fundó hace dieciocho años, trabajo que, asegura con un aleteo de sus asombrosas pestañas, le fascina. Aquí ha aprendido que la justicia existe, después de todo, pues el 99% de los casos han tenido un feliz desenlace, y cuando no, ha ayudado a las víctimas de empezar de cero en países lo bastante lejanos para ser alcanzadas. Hija de una portuguesa de nombre Paulette que realizó trabajo de campo en los ámbitos más sórdidos y peligrosos, entre “chavos banda”, Lydia aprendió que la mejor manera de darle significado a la propia vida es contribuyendo a la felicidad y bienestar de los demás. Lo anterior la llevó a ejercer el periodismo de derechos humanos, sin descuidar su labor al frente del centro ni su pasión por la literatura “que me persigue desde el Colegio Madrid”. La fusión de ambas pasiones desembocó en la escritura de la novela Muérdele el corazón (Plaza & Janés, 2006), originalmente publicada por Demac bajo el título Las provincias del alma (2003), es decir, se trata de un trabajo previo al reportaje Los demonios del Edén, mismo que la ha hecho acreedora al XIV Premio Nacional de Derechos Humanos Don Sergio Méndez Arceo y a la admiración unánime de miles de lectores en el mundo, pero también a la persecución de políticos como Mario Marín, gobernador de Puebla, que hizo arreglos para su encarcelamiento en complicidad con el poblano Kamel Nacif, amigo y socio del pederasta por ahora encarcelado en Arizona, Jean Succar Kuri, empresarios ambos de origen libanés. Escribiría Blanche Petrich en La Jornada del 14 de febrero de 2006, refiriéndose a la divulgación de la grabación de la llamada telefónica en la que Marín y Nacif se ponen de acuerdo para destruir a la periodista, depositada en la recepción del citado diario por manos anónimas: “Nacif Borge, con voz rasposa y lenguaje vulgar, refiere a lo largo de las conversaciones cómo, mediante amistades y contactos dentro del Cereso poblano, “recomendó” que encerraran a Lydia con “las locas y las tortilleras” para que fuera violada cuando ingresara a prisión; cómo se obviaron los trámites legales de notificar a la periodista del proceso que se seguía en su contra, “porque si no, no llega a la cárcel”
Más adelante, continúa Blanche Petrich, dando voz a Lydia, quien más que detenida fue prácticamente secuestrada: “En cuanto ingresé al Cereso me pasaron a un área de revisión. Una custodia joven me ordenó desnudarme completamente. Fue muy humillante, pues no había puerta y solo un plástico nos dividía de donde estaban los judiciales. Hacía mucho frío y empecé a estornudar. De pronto me dijo la celadora: “¿Usted es de la tele, verdad? Tenga mucho cuidado, porque la van a violar”. En su espanto, Cacho sólo acertó a preguntar: “¿Cómo?” Ingenuamente, la policía entendió literalmente la pregunta. “Pues con un palo”. Pero le recomendó: “No se preocupe, póngase a estornudar, hágase la muy pero muy enferma para que me la pueda llevar a la enfermería”. En ese momento entró al área la jefa en turno de custodias. “Me di cuenta –relata Lydia Cacho- que intercambiaron señas y miradas. No se me va a olvidar nunca el nombre de esa mujer. Entre las dos me tomaron de los brazos y empezamos a avanzar por un corredor. Al fondo había tres custodios hombres. Se adelantaron y empezaron a forcejear con las custodias, tratando de llevarme a otro sitio. Ellas resistieron, la jefa les dijo que iban por medicina y luego me entregaba con ellos. Corriendo alcanzamos la puerta de la enfermería. Una vez ahí adentro me aseguraron que no me entregarían, me tranquilizaron, me dejaron descansar y cumplieron su palabra de mujer. No dejaron que me violaran.” Lo anterior demuestra el grado de vulnerabilidad de los periodistas mexicanos ante los poderosos (México ocupa el segundo lugar, por debajo de Colombia, de crímenes contra periodistas) que parecieran gozar de impunidad absoluta; demuestra asimismo la clase de demonios a los que se enfrenta Lydia y a quienes la propia Constitución, contra lo tan cacareado por la demagogia oficial, protege al no establecer garantías para el oportuno ejercicio de la libertad de expresión de los periodistas que, cuando no asesinados, son encarcelados bajo el cargo de “difamación”.
Lydia, que goza por lo pronto de libertad condicionada, ve publicada su novela Muérdele el corazón, donde aborda la historia de Soledad, una mujer infectada de VIH Sida por su esposo. Lydia construyó este personaje con retazos de muchas mujeres, contaminadas la mayoría por su propio cónyuge, a las que ayudó, alentó y orientó. Que incluso murieron en sus brazos pues Lydia propició además la creación de un albergue para enfermos de VIH, dado el desprecio con que siguen siendo tratados en la salud pública. Soledad deja de ser Soledad… deja de ser una mujer, un ser humano, para transformarse en “cama número siete”: “(…) Ya las enfermeras de la clínica habían comentado que es política del Seguro dar antirretrovirales, pero no hay presupuesto federal para el tratamiento específico del sida. Según una de ellas, al gobierno no le conviene que se mueran pronto los pacientes, mantenerlos vivos resulta muy costoso (…) Tal vez tengan razón; aunque resulta un poco simplista la causa por la que no entregan antirretrovirales en las clínicas del gobierno, en lo personal creo que es más bien porque no hay una política pública realista sobre la cantidad de personas que viven con el virus de inmunodeficiencia, o con sida. Si los del Conasida me preguntaran si hay sida en mi hogar, ni loca que lo admito públicamente. A lo mejor por eso en nuestro país no hay estadísticas, porque si las hubiera tendríamos que confrontar la realidad, y la negación es un activo nacional.” (p.p 76 y 77).
Soledad es el ama de casa promedio. Esposa de un hotelero de Cancún, maestra de primaria, madre de un niño y de una niña. Su vida transcurre en una tranquila domesticidad, algo que pudiera llamarse “felicidad”, hasta que una serie de síntomas fisiológicos la colocan ante la brutal realidad: su esposo le ha sido infiel y le ha transmitido el virus del sida. Lejos de ser un caso aislado, la realidad es que las amas de casa han pasado a encabezar las estadísticas de portadores del virus en América Latina, por encima de drogadictos, homosexuales y prostitutas. El virus se ha instalado en la sagrada intimidad de la familia, dejando a su paso un reguero de huérfanos y propiciando una nueva generación de bebés que nacen contaminados. El machismo, aunado a un analfabetismo sexual que nuestras máximas autoridades parecen empeñadas en perpetuar al vetar la educación sexual en las escuelas, es la explosiva mezcla que continuará deshaciendo familias enteras.
Ante tan terrible circunstancia, Soledad inicia la escritura de un diario a través del cual no sólo se desahoga sino que reflexiona, cada vez más profunda y profusamente, respecto a sí misma, a su situación y a quienes le rodean, como su esposo (que no alcanza a desarrollar la enfermedad); su suegra feminista, que feminista y todo no logró desviar a su hijo de las influencias de un medio ambiente que insiste en hacer creer a los varones que pueden practicar impunemente su sexualidad; Carmina, su querida mejor amiga, que concluirá el relato por ella, y sus dos hijos que presencian la consunción de una madre otrora atlética: “(…) No escribo este diario para trascender, como los autores de quienes les hablo a las y los alumnos; escribo para sobrevivir, para mantener esta frágil mente equilibrada, para no dejar a las ideas perderse en la vorágine de la depresión que está guisándose en mi alma. Escribo para no morir. Para saber que aún no he muerto.” (p. 56).
Lejos del melodrama, Muérdele el corazón (el título es un verso de Jaime Sabines) muestra el proceso de maduración y conscientización de una mujer que, paradójicamente, se fortalece conforme su cuerpo se va corrompiendo. Soledad se percata de circunstancias que no la inquietaron mientras estuvo sana, su verdadera posición dentro de la sociedad, familia y la pareja. Ha adquirido la madurez necesaria para perdonar a su esposo, quien por otra parte pasará de ser un personaje odioso al más conmovedor, y es que, como la propia Soledad comprende finalmente, Carlos ha sido víctima como ella misma; víctima de una sociedad que ejerce la doble moral y nos regatea información en nombre de un catolicismo torcido que ha engendrado más demonios que ángeles: “(…) la sapiencia producto de la educación formal y religiosa puede ser un lastre para la tolerancia (…)” (p. 73). Soledad, por otra parte, adquirirá consciencia de la marginación social hacia los “diferentes”, concretamente los y las homosexuales, al experimentar en carne propia la discriminación que le cierra todas las puertas, sobre todo en el aspecto profesional. El desconocimiento latente de este mal da pie a una serie de prejuicios y creencias ridículos, como suponer que la sola presencia de un seropostivo puede resultar contagiosa. Todo lo anterior lleva a Soledad a leer a Marcela Lagarde, importante autora feminista mexicana de quien la propia Lydia se declara discípula y amiga. Tanto Soledad como Carlos adquieren consciencia de género; ella, a través de sus lecturas y conversaciones con otras mujeres conscientizadas como Carmina quien, como la propia Lydia, saca fuerzas de la indignación, y su maravillosa suegra, quien es justamente quien la introduce a la lectura de Lagarde; él, a través del sufrimiento infringido a su compañera y sus equívocas nociones de masculinidad y la exigencia social de ostentación de la misma. No se trata de un castigo (como lo considera la dama redentora, salida de la nada, de donde vienen los que carecen de vida interior, que insiste en visitarla para leerle la Biblia) sino de una lección. Finalmente, los hijos aprenderán a través del dolor, que si bien es la vía menos deseable es, a fin de cuentas, una oportunidad para no repetir errores: “¿Quién sabe qué decirles a dos criaturas tan pequeñas acerca de la muerte, del sida, de la monogamia, de los condones en el matrimonio?” (p. 91).
Lydia ha visto a mujeres morir de sida… a niñas asustadas ante las amenazas de un hombre que dijo ser su benefactor y terminó violándolas, prostituyéndolas y filmándolas: “No es un caso fácil –me confesó Lydia durante nuestra primera entrevista-. Vivimos en una sociedad adormilada que no mueve un dedo y este problema involucra a decenas de niños de hasta cinco años, mayoritariamente mujercitas; a policías y a políticos corrompidos, y a redes de narcotráfico y pornografía infantil. No es la trama de una película en cartelera, es un drama real.” Los demonios del Edén es un libro que arranca lágrimas de indignación, incluso gritos; que pinta de cuerpo entero a una sociedad que se ensaña con las víctimas y justifica a los violadores en nombre del dinero y el poder. Los niños y niñas que tuvieron el valor suficiente para señalar a su corruptor, Jean Succar Kuri, así como a su “distinguida clientela” entre quienes figuraban políticos y empresarios, incluso señoras respetables, fueron señaladas a su vez en las calles de Cancún y tildadas de “putas”. Junto con Lydia, el ángel que ha hecho algo más que prestarles el hombro para que lloren sobre él, han sido víctimas de toda clase de vejaciones. Ella, mientras aguarda el siguiente movimiento de los enemigos que han pretendido callarla por todos los medios, trabaja en su siguiente proyecto periodístico donde expondrá los mecanismos a través de los cuales unos empresarios mexicanos se dedican a vender personas, concretamente mujeres colombianas, venezolanas y cubanas que trabajan principalmente en los table dance de Monterrey y que sin duda le acarreará nuevos enemigos. No obstante lo anterior, Lydia confiesa que lo que en verdad desea es escribir una novela sobre el amor… como si no hubiera expuesto su vida justamente por eso, por amor.

Lee las últimas noticias sobre el caso Lydia Cacho en el periódico La Jornada
http://www.jornada.unam.mx/2006/09/14/008n1pol.php