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Hija de la rosa

Vivian Abenshushan (cuyo bello apellido de origen sefardí significa “hijo de la rosa” y es nombre también de un famoso diccionario hebreo) pertenece a esa elite que decide hacer de lado las preocupaciones materiales para consagrarse al oficio peor pagado pero más fascinante del mundo: la escritura. Pero, ¡atención!: no estamos hablando de escritura en sentido ortodoxo, esa que todavía resulta identificable para la mayoría de la gente, sean o no lectores (novela, cuento, poesía, ensayo), sino de Escritura al margen de género, más hija, en todo caso, de la filosofía que de la literatura.
Vivian es, pues, una autora “rara”, por entero kiekaardiana, de las que salen a dar largas caminatas para pensar mientras aparentan mirar el cielo o contemplar a su perro correteándose la cola (esto, sin duda, le generará alguna reflexión nada desdeñable, como por ejemplo, ¿con qué compensan los seres humanos la ausencia de un rabo al cual perseguir?); de esos y esas que contemplan el devenir del mundo, más con la razón que con la emoción (aunque esta se filtre de pronto por un diminuto intersticio y le produzca algún arrebato luminoso) y se acoplan a él en un loco afán por desentrañarlo y explicarlo; de comprender cual es su propia misión/ dimensión, si es que la hay, o si no, ya de plano, autoadjudicársela, y pocos son los lectores que toleran les sean explicadas las cosas que creen entender, peor aún, que consideran dominar y hasta poseer por formar parte de su cotidianidad. Parece, pues, una chica distraída. No, no lo es en lo absoluto. Al menos no para su rico mundo interior al que permanece anclada, alerta y fiel.
La verdad, y esta sale a relucir leyendo los lúcidos/ lúdicos ensayos de Vivian Abenshushan, uno no ha entendido un ápice de la trascendencia que puede haber en una habitación desordenada, en el placer de rascarse la cabeza o en la compulsión por el zapping y la razón por la que somos susceptibles a indigestarnos con las imágenes pero sin darnos cuenta. No es, pues, una escritura redituable en el terreno económico. Vivian jamás será best seller, no al menos mientras la lectura no vuelva a ser percibida como descubrimiento de un mundo, como deslumbramiento perpetuo, que fue precisamente como la abordó Montaigne, padre del Ensayo (y el ensayo surge del asombro de estar vivo). Todo descubrimiento, claro, entraña de principio miedo, dolor, decepción. Reconoce por tanto que la línea atribuida al personaje-narrador de su cuento “Ningún rapto es pasajero”, incluido en su libro El clan de los insomnes (Tusquets, 2004), es por completo autobiográfica: “(...) vivimos en el subempleo, la inestabilidad angustiante del free lance, y hay temporadas en las que ninguno de los dos logra cazar nada (...) nos hacen falta influencias, buenos contactos en las editoriales (...).”
Nacida en 1972, en la Ciudad de México, Vivian obtuvo el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 2002, con el antes citado libro, primero de su producción para mayores señas y compuesto por cuentos que venía trabajando desde su época de estudiante de Letras Hispánicas en la UNAM. Cabe señalar que los espléndidos cuentos de Vivian tienen un penetrante tono ensayístico y filosófico que delatan su pasión por Cioran y Shopenhauer, por tanto, el resultado es un híbrido arriesgado pero interesantísimo que, previo a la obtención del mencionado galardón, hizo exclamar a alguien que mejor se dedicara a otra cosa. Otra cosa, en este caso concreto, es justo lo que Vivian hizo: dejar de preocuparse por los convencionalismos, en cuanto a la concepción prototípica del género cuentístico. Se enfrenta sin aspavientos a las reglas tácitas de los debe ser que no contemplan ni la imaginación ni la voluntad de subvertir los géneros en autores que, como la propia Vivian, requieren de vías de expresión muy personales para volcar lo que quieren, necesitan decir y para quienes no encuentran en los discursos establecidos el vehículo requerido. Lo que queda en estos casos, es, o la ruptura radical y la consiguiente invención de un género propio (como ocurriera con Borges), o la subversión de los géneros ya establecidos. En el caso de la autora que nos ocupa, pudiéramos decir que se ha inclinado por la primera vía y experimentado con la segunda. No se trata, pareciera decirnos Vivian, de perseguir una veta inexplorada, el hilo negro de lo improbable, no. Se trata, antes bien, de recuperar la esencia misma de la literatura; de, sensatamente, imitar la asombrosa libertad con que los clásicos se embarcaron sin rumbo hacia una Ítaca que sabían existía aunque no la hubieran descubierto aún: “(…) La escritura, en mi caso, operó como un remedio irónico: sólo a fuerza de intoxicarme con una sobredosis de mal gusto, logré expulsar de mí las insaciables pretensiones del impudor, el deleite de confesar por escrito, como en la adolescencia de toda la casta literaria, el desconocimiento que se tiene de uno mismo y de los otros.” (“84 en la escala de Burton”, Una habitación desordenada, DGE, El equilibrista, UNAM, p.p 50 y 51).
Es precisamente en uno de los ensayos incluidos en su libro Una habitación desordenada, que topamos con una serie de instantes que pudieron haber hecho de Vivian Abenshushan una autora-isla; “chica mala”, la llamó algún critico misógino, porque “malas” son aquellas que optan por caminar su propio camino al margen de lo que piensen los demás, y eso incluye la noción muchas veces equívoca de literatura de género. Vivian detesta que la inviten a “mesas de mujeres”, pero como declaró precisamente en una mesa redonda compuesta por escritoras: “Desde que comencé a escribir he declinado sistemáticamente las invitaciones a cualquier cosa que parezca mesa de literatura de mujeres o literatura femenina, incluso las entrevistas que tocan el tema porque se ha convertido en una muletilla cómoda para periodistas, incluso escritores, que aleja a los lectores de un concepto mucho más amplio de lo que es literatura.” Así entonces, tenemos a una autora alérgica a cualquier tipo de etiqueta.
Es en sus ensayos, que no en sus cuentos, algo más impersonales, donde descubrimos a la niñita que para llegar hasta sus padres por las mañanas, tenía que abrirse paso por entre los libros, “tortugones empastados”, que estos habían estado leyendo la noche anterior y parecían amurallar su sueño. Ante semejante situación, la pequeña Vivian empezó por ver en los libros no a sus amigos de la infancia, sino a los “animales óseos” que le impedían introducirse entre mamá y papá: “La influencia de mis padres ha sido definitiva —explica Vivian, moviendo sin cesar unas alargadas y expresivas manos— Mi madre, Socorro Cano, trabajó para Octavio Paz y hasta hace poco fungió como editora en el Fondo de Cultura Económica, donde permaneció 25 años. En mi casa siempre hubo libros... libreros con 5000, 6000, y creo que ya papá (Isaac Abenshushan, el insomne a quien está dedicado su libro de cuentos) completó los 9000 títulos. Hay una compulsión lectora en él, y aunque no fui una niña ratón de biblioteca, al ver que papá centraba por horas y horas su atención en ese objeto, sin moverse más que para pasar las páginas, me hizo ver que había en los libros una fascinación secreta.”
Vivian es de las pocas, si no la única, que se da el lujo de introducir en sus ensayos a Juana, la señora de la limpieza, sin por ello parecer que está banalizando. Simplemente, para ella Juana es importante, no solo por ser la señora que impide que su desorden se le venga encima y la sepulte, sino porque Juana es un ser humano y a Vivian lo humano le importa, le importa mucho. Por supuesto, la alusión a la habitación desordenada se vincula a la noción de habitación propia, de Virginia Woolf. Ella misma lo señala en su ensayo. Pero esta es una forma más contemporánea de invocar la famosa habitación que, una vez conquistada por su ocupante escritora, presenta otro tipo de problemática: el íntimo caos que solo una misma es capaz de descifrar: “(…) Poner las cosas de su sitio es, entonces, una forma de esconderse (…) en mi caso, el desorden siempre sobreviene, ocurre, acaece; me atrevería incluso a decir que es.” (p.p 22 y 23).
Vivian redondea la idea anterior en su ensayo “Leer en la cama”: “Creo que, más allá de mi temprana intrusión en la cama de mis padres, en la infancia nunca viví esa familiaridad entre la lectura y las cobijas (hasta que) una hepatitis tremenda (…) me atacó a los catorce años, durante las vacaciones de verano (…) me curé de la hepatitis sin ningún contratiempo pero había contraído otra enfermedad: la literatosis, como (la) llamaba Juan Carlos Onetti- un escritor que se pasó la vida en la cama-(…)” (Una habitación desordenada, p.p 81, 83) Fue el padre de Vivian quien la llevó a los libros; quien le permitió introducirse en su grandiosa biblioteca y familiarizarse con aquellos que habrían de ser sus mejores amigos, pese a lo reacia que de principio se mostraba a compartir el amor de su padre con aquellos “animales”. Y no es que quienes se aficionan a la literatura se refugien del miedo a vivir, como comúnmente se piensa: se aprende a temer, a respetar y a resignificar la existencia propia a través de la experiencia humana de terceros con quienes, al fin y al cabo, compartimos la calidad de seres humanos, ergo, somos propensos al amor y a la muerte, las dos caras de una misma moneda que es la literatura.
En menor o mayor grado, los seis relatos largos de El clan de los insomnes reflejan esa necesidad de vencer el miedo a vivir. Ese, considero, es el hilo conductor de sus historias, concretado a través del insomnio, esa rebelión del cuerpo que se niega a desconectarse de la realidad, a ser vulnerable: “(...) y ahora recuerdo que en algún lado leí que el hombre es un animal que ríe, porque es el único que sabe que habrá de morir. Su risa es la manifestación indirecta de su miedo.”, parafraseando a Giovanni Pappini. Inmersa en la zozobra y el subempleo, Vivian reconoce que ella misma escribe para vencer al miedo, “la risa nace frente a la ruptura de la lógica —dice muy seria, como es ella: seria y profundamente reflexiva —: la risa es, justamente, una manera de vencer el miedo ante lo que no puedes comprender”, razón por la cual, el humor es otro elemento latente en su narrativa, aunque sea este un humor que exige cavilación, reflexión. Los cuentos de Vivian pueden resultar terroríficos al reflejar nítidamente el mundo inenarrable de una realidad alternativa a la del sueño sin sueño.
El insomnio, confiesa Vivian, es una constante en su vida, más extraordinario aún, es una condición elegida por ella misma, no como en el caso de sus personajes, despiertos en contra de su voluntad. “Me gusta escribir por las noches, quizá porque mi madre transcribía los textos de Paz a esa hora, y mi padre, por ponerse a leer hasta la madrugada, se habitúo a dormir de tres a cuatro horas diarias. Mis ideas empiezan a fluir naturalmente a las 2 o 3 a.m, y estoy familiarizada con el silencio más profundo y con el sonido del primer avión que cruza el cielo alrededor de las 5:00 a.m.”
Vivian confiesa (y lo subraya en sus ensayos) que su relación con la academia no es del todo amistosa. “Me parecía que leer un poema de Baudelaire, a través de la lectura que haría un estructuralista, es la forma más rápida, de condenarlo, de destruirlo, entonces me alejé lo más pronto posible de la academia, donde pensar por uno mismo parece un pecado.” Lamenta, como lamentan los grandes ensayistas y muchos lectores de esos grandes ensayistas, que un género tan entrañable, acaso el único que permite al autor hablar desde sí mismo, estrictamente sobre su visión particular del mundo sin tener que escudarse en personajes que hablen por él, haya sido deformado en su propósito original, el de Montaigne, por ciertos académicos que no se sienten autorizados para opinar si no es a través de la opinión de terceros, de terceros autorizados, además, sin contar que, como la propia Vivian escribe en “Contra el ensayista sin estilo”, que el ensayo es el trayecto, no la llegada (las cursivas son mías); que nada tiene que ver con el mero comentario que ciertos reseñistas insisten en hacer pasar por reflexión, rasgo fundamental en la estrategia del ensayista: “(…) Es una desgracia que un género que había sido practicado en México durante décadas con tanta singularidad, sentido del humor e inteligencia haya entrado en un proceso de degradación tan penoso y no despierte hoy el interés ni de los editores, ocupados más bien en los vaivenes del mercado, ni de los lectores, que han perdido la confianza, cansados ya del basural de los suplementos semanales y las revistas (sin contar) el desapasionamiento académico que santamente ha renunciado a sus propias ideas, para reiterar con esmero y tibieza la de otros (…)” (p.p 104 y 105). Reconoce, sin embargo, haber tenido maestros extraordinarios, mencionando en primer lugar a Juan Villoro, cuyo taller de cuento era de lo más estimulante, “había hordas de alumnos en su clase, algunos de pie.” También recibió clases de Salvador Elizondo, que en su primera clase se limitó a escribir una palabra en el pizarrón, Joyce, diciendo a continuación que esa era toda la literatura, y de Huberto Bátiz, que por entonces dirigía el hoy extinto suplemento Sábado del diario Unomasuno: “aunque Bátiz era un profesor aterrador, que nos hizo llorar en muchas ocasiones con sus críticas devastadoras, me descubrió la verdadera cara del ambiente literario, me hizo ver que los escritores no eran tan puros como yo suponía, sino capaces de sentir envidia y hacer la grilla. Trabajé algún tiempo con él, en su suplemento, y ahí me di cuenta de que la escritura no exigía buenas calificaciones, que si me quería probar como escritora debía abandonar las exigencias académicas.”
Fanática desde muy pequeña de Woody Allen, Vivian empezó escribir cuento y ensayo al mismo tiempo, de ahí que parezca fusionar ambos géneros, como el que abre su libro, “Homenaje al Doctor Zorosky”. Sus ensayos, al contrario de sus cuentos, muy breves. Así pues, Vivian es capaz de escribir cuentos de humor sobre situaciones serias y ensayos profundos sobre cosas triviales.
Actualmente está enfrascada en la escritura de su primera novela, “caóticamente, sin mucho rumbo todavía”, ha colaborado en las revistas Letras libres, Paréntesis y Tierra Adentro, ha sido becaria de Jóvenes Creadores del FONCA en dos ocasiones (fue durante la segunda, en 2001, que concluyó la redacción de El clan de los insomnes). El jurado del Gilberto Owen 2002, compuesto por Pablo Soler Frost, Luis Humberto Crostwaithe y Juan José Rodríguez, alabó “su buen uso del lenguaje y conocimiento de finos recursos narrativos, unidad de estilo y malicia literaria.” Es directora de la editorial independiente Tumbona Editores y desde 1999 trabaja en el laboratorio de Literatura Desaforada.

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