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El libro que nos lee

Yo puedo poner rumbo
a la aventura. Empiezo
por abrir un libro
que aún no he escrito.
AMN

Leer a Ana María Navales significa leer a muchas autoras que a su vez parecen estar leyendo a Ana María Navales. Su escritura es, esotéricamente hablando, una sesión espiritista que reúne en una misma página a Katherine Mansfield, Dora Carrington, Vita Sackville-West, por no mencionar a Virginia Woolf, presencia intermitente y cicatriz en la vida de cada una de ellas, incluida la propia Ana María Navales Viruete, autora-médium nacida en Zaragoza, España, en 1942, en cuya universidad obtuvo el grado de doctora en Literatura Hispanoamericana, “ha habido en mi trayectoria literaria dos grandes influencias —me confiesa Ana María, de encrespada melena rubia y mirada intensa, leonada —:por una parte, la de los escritores de la América Hispana, puesto que varios años fui profesora de la asignatura de Literatura Hispanoamericana. Aquellos autores han influido en muchas formas mi escritura (Delibes, Aldecoa, Sueiro, Umbral...) y, sobre todo, en mi imaginario literario. Borges es quintaesencia de todos esos nombres. Pero mi segunda gran influencia, primera en el tiempo, es la literatura inglesa como consecuencia de mis estudios de inglés y de unos cursos que hice en Cambridge.”
Pero por otro lado está su poesía, convocadora de estos y otros fantasmas todavía más personales, tan personal como puede ser la infancia de una hija única que forja sus amigas imaginarias; con un padre rebasado por las palabras y una madre que lamenta la excentricidad de su hija, una niña que tiene en las hadas y en los libros sus únicos interlocutores. Esa madre pudo haberle dicho, de haber tenido las palabras de su propia hija: “Lo extraño es que aún quieras/ leer poesía mientras las manos/ se te llenan de mariposas muertas.” (CXLVI, “Contra las palabras”). Autora de una docena de libros en este género, de los cuales realiza una selección bajo el título Travesías en el viento (Poesía 1978-2005) (Calambur, 60, Madrid, 2006), Ana María se distingue en ambos géneros por la sobriedad de su escritura, por su colérica nostalgia, por tener en la escritura misma su obsesión temática, por la muy afortunada elección de las palabras y la engañosa contención del arrebato pasional que se destila gota a gota. Asimismo, su poesía se distingue de su prosa en permitirse licencias que su narrativa, y menos su ensayística, apenas evidencian: subjetividad y referentes autobiográficos. La poesía, sin embargo, no parece representar para esta escritora de silencios un vehículo ideológico ni emotivo. Ella misma se explica en este sentido, desde su primer poemario que se remonta a 1978: “No me importa la plenitud cercana al desvarío,/ el clamor disparando contra las máscaras del orden,/ mi ritmo sin sospecha, el prodigio que me excede./ Dependo de mi ser arrebatado y no me importa.” (V, “Del fuego secreto”, Travesía, p. 41). Los aspectos autobiográficos parten esencialmente de la nostalgia y de la pasión por la escritura que parece haberla acompañado desde muy temprana edad, derivadas a su vez del afán de silencio que puede llegar a ser elocuente como una sinfonía. La poesía es la llave que abre lo no dicho a tiempo y deja salir la vieja voz de la niña. La alusión a las palabras es constante, como si la poeta experimentara la necesidad vital de invocarlas y ceñírselas, más que de escribirlas y nombrarlas: pareciera de hecho que ni las escribe ni las nombra, que las susurra al papel. Los temas de la obra de Ana María Navales, tanto en poesía como en prosa, son la escritura y la literatura y, como señala en alguno de sus versos, no emplea la palabra como instrumento, sino que traspasa la palabra con un dardo de amor: “La vida se destruye en la vida./ Se destruyen en este libro que nos lee,/ ojos abiertos la palabra, en el vino/ que riega la flor de nuestra angustia,/en el amor que se desmaya en lo sublime./Rimbaud, adolescente espejo de la luz,/arde con los versos de esta noche.” (XXX, “Los espías de Sísifo” (1981), Travesía en el viento). El título de uno de uno de sus últimos poemarios, Contra las palabras (2001), pudiera ser elocuente respecto a la lucha perenne de la poeta no para domesticar el lenguaje, sino para resignificar las palabras cotidianas es decir, reivindicarlas, de tal suerte que el poeta no le tuerce el cuello al cisne, sino el cisne mismo quien se inmola. “Palabra”, “amor”, “suspiro”, “silencio” y sobre todo, “tristeza”, adquieren una fisonomía totalmente novedosa al ser radicalmente despojadas de su carácter anacrónico. La poesía de Ana María Navales es una relectura catártica de la poesía amorosa y romántica, por lo que resulta muy atinado el juicio de Ferrer Solá que la ubica justo en medio de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado.
Sobre su antología que reúne veintiocho años de poesía que casi no se advierten pues desde el primero hasta el último libro Ana María se revela como poeta de una pieza que desde sus inicios mostraría coraje, temple y sobre todo talento, comenta con Antón Castro que, como bien señala el prologuista de esta obra, Jesús Ferrer Solá, intenta crear un léxico innovador sin caer en el snobismo: “El lenguaje, con su continuo mal uso, sufre un desgaste que le lleva a veces a no querer decir nada, incluso a decir lo contrario de lo que debería expresar. La labor del creador es purificar el lenguaje de toda su carga espuria, devolverle el sentido originario, reinventarlo o inventarlo cuando la palabra necesaria no se encuentra o no responde ya a lo que queremos de ella.”
La convivencia cotidiana con la literatura del llamado Grupo Bloomsbury, llamado así en honor a la calle que alberga aún a la Hogarth Press, editorial fundada por los Woolf, Virginia y Leonard, ha enriquecido la de por sí refinada escritura de Ana María Navales, derrochada en libros por desgracia no conocidos en México, como las novelas El regreso de Julieta Always (1981), La tarde de las gaviotas (1981) y El laberinto del Quetzal (Premio Antonio Camuñas, 1984) y La amante del mandarín. El primero de sus libros al que tuvieron acceso los lectores mexicanos, Cuentos de Bloomsbury, éxito de crítica y ventas en España, ha sido reeditado por lo menos tres veces. La tercera edición (Calambur Narrativa, 2003), ha sido enriquecida con dos nuevos cuentos que ahondan aún más en la compleja personalidad de Virginia Woolf, si bien el propósito de Ana María es darle prioridad a aquellos miembros no tan conocidos del citado grupo, caracterizado no sólo por las excentricidades sexuales de sus distinguidos miembros -homosexuales casados con lesbianas, triángulos bisexuales, o, como en el caso de la pintora Carrington, locamente enamorada del escritor homosexual Lytton Stratchey y casada con el amante de este, Ralph Patridge-, insospechadas en personajes tan flemáticos, afectados y exquisitos, sino sobretodo por una crueldad recíproca que los llevó a ridiculizarse entre sí a través de sus respectivas novelas, como lo muestra el cuento que abre el libro, “El retrato de lady Wyndham”. Uno de los rasgos más fascinantes de estos cuentos, quince en total, es la habilidad de la autora para recrear a personajes tan apartados de su realidad temporal, que no anímica, hay que decir. Tal es la afinidad de temperamento de Ana María, no solo con la propia Virginia Woolf sino con los autores del resto del grupo (que aunque distintos estilísticamente hablando, se complementan en cuanto a visión creativa e ideología), que logra apropiarse de su esencia, de su intimidad, de sus pensamientos y hasta de sus más peculiares giros estilísticos, pues la mayoría de los cuentos son narrados por ellos mismos: es aquí donde Ana María proyecta su personalísima lectura de los libros que antes la han leído a ella. Justo intercambio.
“(...) en el terreno de la sexualidad, he sido siempre cobarde”; confiesa Virginia a Ethel Smyth, su obsesiva admiradora, en el cuento “Mi corazón está contigo”, uno de los más terriblemente hermosos que componen este volumen. Ana María consigue borrarse por completo hasta cederle el mando a Virginia y darle oportunidad de escribir la carta que nunca se atrevió a escribir (o, mínimo, no envío) y donde da rienda suelta a su mente torturada, a su espíritu menguado, a su extraordinaria capacidad de entrelazar ternura y crueldad desmesuradas, como la propia Ana María. Virginia, la que en un cuento anterior se ha conmovido hasta las lágrimas con la súbita muerte de su rival de oficio, Katherine Mansfield, a la que unía la envidia pero también una mutua admiración, deliciosamente plasmada en el cuento “Kot o la muñeca japonesa” —donde a Katherine se le denomina “señora Murry”, el apellido de su esposo— escribe a Ethel Smyth, compositora, escritora y sufragista que pisó la cárcel en su lucha por obtener el voto para las mujeres, hazaña por la que Virginia no manifiesta gran aprecio —“Después de conocer las tradiciones conservadoras y radicales de las mujeres reformistas, sólo puedo decir que detesto todo lo que se consigue por la fuerza”—, una carta de despedida que es, en realidad, un autorretrato del horror que siente de sí misma. Al mismo tiempo que reconoce la importancia de Ethel en su vida —fue, después de Vita, la mujer a la que más amó—, la ridiculiza en forma atroz, con la franqueza prototípica de un esquizofrénico: “Debes saber que no eres atractiva, Ethel, sino que tu apariencia, tu manera de vestir, tus modales rudos, tus manías, tu excentricidad, provocan risa en la gente. Claro, que tú no oyes sus carcajadas a causa de tu sordera (...)”.
Los cuentos mantienen un cierto orden cronológico (aunque Katherine aparece viva y borracha en el cuento inmediatamente posterior al de “Kot...”), lo que, entre uno y otro personajes, perfectamente reconocibles a pesar de que la autora echa mano de sus apodos o de sus iniciales para nombrarlos, acaso para mantener el encanto de lo ficticio, asistimos a la progresiva transformación de Virginia Woolf que de la genialidad pasa sin transición a la locura, sin que de por medio surja algún destello de sensatez o de cordura. Ana María, informada acaso de la evolución del trastorno esquizofrénico (y no bipolaridad, como leí en alguna parte), retrata nítidamente la mente caótica de la autora inglesa, brincando de la tercera a la primera persona en el cuento mejor logrado del libro (que ya es decir tratándose de una excelente colección de cuentos), ausente, sin embargo, en las dos ediciones previas: “La última carta”. “Matrimonio, locura, guerra, se han unido en una sola palabra: parálisis.” Las voces de Hitler y de Leonardo, el marido devoto y sobreprotector, se confunden con las que de suyo habitan la cabeza caótica de Virginia. La escritura se ha deslindado de dichas voces, haciendo del enjuto cuerpo de la autora una Babel inhabitable. Ana María captura en este cuento el instante en que la escritora decide cortar de tajo no sólo el insoportable dolor de no poder escribir más —“Las palabras huyen o se repliegan en un túnel de difícil acceso (...)”— sino de la carga que cree representar para un esposo al que ama como a un padre y que a su vez la ama como a una hija, sin erotismo y sin pasión sexuada. Sobre esta peculiar relación nos dice en el ensayo “Virginia Woolf, la vida como escritura”: “(…) Ve a Leonardo con el placer de estar juntos y comenta que están leyendo novelas “como tigres” (…)”
En su faceta ensayística, en la que se mantienen la congruencia, la calidad, incluso el talante colérico de su narrativa y el temperamento nostálgico de su poesía, Ana María ha sido distinguida con el Premio Sial de Ensayo 2000 por su libro La lady y su abanico, acercamiento a la literatura femenina del s. XX: de Virginia Woolf a Mary McCarthy (una reunión de sus colaboraciones semanales en el Heraldo de Aragón), nos narra su primer encuentro con el espíritu de Bloomsbury que la llevaría a escribir su espléndido libro de cuentos: “(...) en ese dormitorio aislado y solitario —se refiere a la casa del matrimonio Woolf que tuvo oportunidad de visitar; de los objetos de su pertenencia que tuvo ocasión de palpar, sobreponiendo sus huellas dactilares en las de Virginia —, es inevitable pensar en cómo vivió (Virginia) su condición de mujer y su matrimonio especial con Leonardo Woolf. Yo creo que lo compartieron todo intelectualmente, pero sin entrar una en el espacio psíquico y corporal del otro. Él era en extremo racional, ella era hipersensible, imaginativa, con alma de vidrio.”
Ana María enriquece su investigación con el estudio de otras dotadas plumas femeninas en Mujeres de palabra, de Virginia Woolf a Nadine Gordimer (Sial/ Trivium, 2006) donde repiten Virginia Woolf, Katherine Mansfield, Vita Sackville West, Dora Carrington y Mary McCarthy y se suman Jean Rhys, Djuna Barnes, Dora Carrington, Anäis Nin, Dorothy Parker, Iris Murdoch, Clarice Lispector, Sylvia Plath y la única autora sobreviviente del cuadro de honor, Nadine Gordimer. Nuevamente Ana María hace gala de una objetividad tan desnuda que por momentos pareciera carente de pasión, pero nada más lejos de la verdad: a la crítica le apasiona la obra de cada una de estas autoras, negándose sin embargo a redundar en la victimización de Sylvia Plath y reivindicando la obra de autoras injustamente soslayadas, cuando no olvidadas, como Jean Rhys o Dorothy Parker. Navales no se permite la indulgencia con sus objetos de estudio, y si bien salta a la vista el entusiasmo que la obra de cada una le despierta, sabe muy bien distinguir a la mujer de la autora de tal suerte que no necesariamente la admiración por la obra lleva implícita la admiración por la autora de la obra. En el caso de Iris Murdoch, por ejemplo, brinda prioridad al análisis de su obra por sobre la de su vida privada, no obstante ser esta apasionante (ahí está la magnífica película Iris), pero es un hecho que los libros de esta autora irlandesa rebasan cualquier elemento sensacionalista de su biografía, por lo que la crítica a su obra puede llegar a resultar más emocionante que un análisis de su arrebatada existencia, que continuó siéndolo una vez casada con un tranquilo profesor de Oxford, John Bailey, quien velaría abnegadamente por ella cuando su organismo le juega la mala pasada del alzheimmer. Lo único cuestionable de Mujeres de palabra, y esto nada más por adjudicarle algún defecto, que en realidad no es tal, es la inclusión de Dora Carrington que fue mucho más pintora que escritora. La escritura, para la artista fielmente enamorada del escritor homosexual Lytton Strachey, era más un pasatiempo… tan peculiar historia de amor, sin embargo, no escapa a la delicia que le imprime la pluma de Ana María Navales, de quien me atrevería a afirmar cualquier crítico podría definir con las mismas palabras con las que ella define a Virginia Woolf, tanto para referirse a su poesía como a su prosa: “Escribir para ella era su salvación, el acto de convocar la ausencia, de llenar el vacío, de exigir la aparición de lo que no está y que, sin embargo, existe.”.
Ana María, codirectora de la exquisita revista literaria Turia y acreedora en el 2000 al Premio de las Letras de Aragón del gobierno aragonés, considera que la ausencia de compañeros de juegos la hizo buscar un interlocutor en la página en blanco y experimentar la sensación permanente de que no era ella quien leía sino los libros quienes la leían a ella, así de nítido era el espejo que le devolvía su imagen:“El hecho es que emborroné cuartillas y poco a poco, tal vez porque me dijeron “qué lista la niña”, y estimulada con aquellos elogios, fui escribiendo en vez de simplemente garrapatear, hasta nacer en mí la idea de que tal vez era escritora.”