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Ars patetica

Sonia, mejor conocida por el diminutivo Sónechka, lleva años preguntándose qué ha hecho para merecer tanta felicidad, “inmerecida felicidad femenina”. Es tan feliz que no lo puede creer y permanece a la defensiva, a la espera del desastre que demuestre que no estaba equivocada, que tanta felicidad no podía ser cierta. Pero… ¿Cuál es el concepto que de felicidad tiene Sónechka?: estar casada con el tibio Robert Victorovich y ser madre de Tania, una jovencita ninfómana con el pelo duro de peinar. Suficiente para quien se había resignado a nunca casarse ni tener hijos, todo ello en el contexto de la posguerra donde lo único que abunda es el hambre, el frío y las deudas. Antes de eso, la máxima dicha a la que Sónechka podía aspirar era la lectura: “(…) se escabullía cada día y cada minuto de la necesidad de vivir en los patéticos y gritones años treinta y su alma pacía en las vastedades de la gran literatura rusa, a veces descendiendo a los inquietantes abismos del sospechoso Dostoievsky, y a veces emergiendo a las alamedas ensombrecidas de Turguéniev (…)” (Sónechka, Era, LOM, México, 2007, traducción de Cristina Varas Largo, p. 9).
Sónechka no se equivoca: en efecto, tanta felicidad no podía ser cierta, de modo que cuando descubre todos aquellos cuadros en que Robert, su esposo, que es pintor, ha inmortalizado la blancura de huevo de Iasia, la mejor amiga de su hija Tania, entiende que, si alguna vez fue real, su dicha doméstica de cocinas, costuras y retozos a la luz de la luna ha concluido. Admite su derrota con filosofía más que con abnegación. Ya tiene cuarenta años, ha engordado y luce blanda. Regresa a casa y lo primero que hace no es ingerir algún veneno, o cortarse las venas, no: toma un libro del anaquel, La campesina señorita, de Pushkin. Una felicidad caduca pero regresa otra, la más antigua forma de gozo que recuerda y a la que en algún momento renunció para consagrarse al bienestar de su familia: “(…) y aquellas páginas iluminaron a Sonia con la silenciosa felicidad de la palabra perfecta y la nobleza encarnada.” (p. 58). ¿Qué es la felicidad para Ludmila Ulítskaya, autora de Sónechka? ¿Lograr, acaso, metáforas como éstas: “(…) y el pesado cabello rubio (de Tania) formaba un todo, como fundido en resina clara”? Esta es una pequeña muestra del grado de belleza que suele alcanzar el patetismo en la pluma de un novelista ruso, aún en tiempos posteriores a los grandes maestros rusos del siglo XIX. Heredera indiscutible de Tolstoi, de Dostoievsky, de Chéjov… ¡de Gogol!, Ludmila Ulítskaya nos lleva a la cimas de la poesía y la ironía mediante una prosa que, al tiempo que fluye ligera, parece bordada con hilo de seda. Hilvana con astucia de araña una serie de circunstancias esperpénticas y personajes en quienes la bondad desmedida encontrará su contraparte en los más viciosos y groseros caracteres. Elegante en medio de la podredumbre, levanta verdaderos monumentos verbales sobre el más vulgar incidente. “Sabio, sabio es el mundo de la hormiga”, dice Sonéchka. Todo es excesivo en la obra de Ludmila; la dicha y el desastre; el destino y los planes, todo, excepto las palabras que suelen encajar precisas y oportunas. La perfección formal en consonancia perfecta con la anomalía de los mundos recreados.
Cosa curiosa, Ludmila Evgenievna Ulítskaya, nacida en la ciudad de Davlekanovo, en Bashkiria, en 1943, y criada en un departamento comunal, nunca estudió literatura sino biología en la Universidad de Moscú, de donde se graduó en 1967, y se desempeñó durante muchos años como genetista en la Academia de las Ciencias, de donde sería despedida por su disidencia, poco antes de la Perestroika. Lo primero que hizo al abandonar la ciencia fue refugiarse en el Teatro Kámerni (teatro judío) de Moscú, cuyo fundador fue nada menos que Stanislawski y donde se desempeñó como directora y dramaturga, aunque hasta ahora la única lengua en que ha sido traducido su repertorio dramático es el alemán. No imaginaba entonces que terminaría siendo traducida a veinte idiomas, ni siquiera que escribiría novelas de conmovedora belleza. Para cuando empezó a escribir tenía ya más de cuarenta años y su primera novela publicada fue esa pequeña pieza poética titulada Sónechka, originalmente publicada por entregas en la revista rusa Novyi Mir (Nuevo Mundo), en 1992. Por esta novela se haría acreedora al Premio Médici, uno de los más prestigiados en Francia, en 1996 y sería nominada al Booker para Novela Rusa que obtendría con un trabajo posterior: Kazus Kukotskogo (2005), llevada al cine y considerada su obra maestra, que le llevó diez años de escritura y donde presenta una saga familiar de varias generaciones de científicos y biólogos rusos que combinan la resistencia con estrategias para sobrevivir al régimen de Stalin. De más está decir que ocasionalmente se ha visto afectada por la censura y sin embargo no manifiesta la menor intención de abandonar su Rusia natal (ya vivió en Nueva York algunos años y no le gustó).
Su novela, Sinceramente suyo, Shúrik, Premio a la Mejor Novela del Año (Rusia, 2004) y segundo título publicada en español de Ludmila –el primero fue la novela corta Los alegres funerales de Alík (Lumen, Barcelona, 2005, traducción de Víctor Gallego Ballestero), presenta otro caso de bondad patológica: Mientras que Sónechka se refugia en los libros para permitir a su amado esposo devorar a gusto el cuerpo blanco y juvenil de Iasia, convirtiéndose incluso en una madre para esta cuando Robert muere a consecuencia de un derrame cerebral mientras duerme con la joven, Shúrik, también en diminutivo, diminutivo de Alexander, es totalmente incapaz de desairar a una mujer, por fea, vieja o deforme que sea. Ancianas, raquíticas, chimuelas… incluso Zhanna, enanita de circo que es la amante más ardiente de todas. Se trata de un joven particularmente guapo, quizá no demasiado inteligente, criado por una abuela y una madre a las que ama demasiado y con quienes adquiere la compulsión de complacer a las mujeres. En pocas palabras, este Casanova altruista no sabe decir NO: “Así es como, por azar, Shúrik describió la ley del amor más grande y más secreta: en la elección del corazón los defectos poseen una fuerza de atracción mayor que las cualidades, porque son las manifestaciones más brillantes de la individualidad.” (Anagrama, Barcelona, 2006, traducción de Marta Rebón, p. 60).
En cierto modo, Shúrik encarna el conflicto del hombre contemporáneo: el que, al mismo tiempo que se esfuerza por comprender, más aún, por identificarse con el sexo femenino, cosa que logra a las mil maravillas, no logra dejar de lado ciertos temores ancestrales en todo varón, por ejemplo, la de ser incapaz rescatar a las doncellas en peligro, lo que lo lleva a ejecutar verdaderas hazañas caballerescas, como casarse con Lena, embazada de un cubano que ha sido encarcelado en su país e hija de un padre autoritario y violento que podría matarla por esto. Ludmila misma ha declarado que escribió este personaje en un sincero esfuerzo por comprender a los hombres a quienes les ha tocado este mundo donde las mujeres son cada día más agresivas. “Shúrik es una presa fácil en un mundo donde las mujeres ya no aguardan a que el hombre se les acerque sino que van a por él”, expresa la autora en entrevista para Europa Press: “Vivimos un momento histórico muy interesante en el que las mujeres de poder piensan que deben portar una mentalidad masculina, pero Shúrik, como casi todos mis personajes, sabe moverse en la desesperación, no se resigna. Lo importante de esta obra es la metáfora interna que saca a la obra del simple llano plano.” Shúrik, por tanto, más que conquistador de damiselas es objeto de deseo de las mismas. Un objeto pasivo y siempre dispuesto.
No es tanto, entonces, que Shúrik no se sienta eróticamente estimulado por las mujeres con las que se acuesta. Al contrario: una de las maravillas que ha descubierto en el sexo opuesto es que todas, absolutamente, son bellas cuando están desnudas. Ocurre durante su incursión accidental en un estudio de pintores donde los aprendices trasladan a la tela cuerpos femeninos al desnudo, “(…) Después la modelo se levantó y se puso una bata de franela amarilla y burdeos, y Shúrik se dio cuenta de que no era una mujer demasiado joven, era pasicorta y tenía las mejillas gruesas como las de un hamster: se parecía a cualquiera de sus antiguas vecinas del piso comunitario. Eso era, sin duda, lo más sorprendente… ¿Acaso significaba que todas y cada una de esas mujeres descuidadas, tapadas con batas de franela, que entraban en la cocina comunitaria con sus teteras achicharradas, escondían bajo sus batas unos pezones tan impresionantes y unas sombras y pliegues tan fascinantes…? (p. 42). Todo parece indicar que el buen Shúrik ha descubierto el misterio de la belleza femenina, lo que, al mismo tiempo que nos habla de una sensibilidad muy particular, significa que es capaz de excitarse con cualquier mujer desnuda. Pero Shúrik tiene un corazón ad hoc para su corpachón, y a su bondad erótica se aúna su evidente predilección por las mujeres desvalidas, y entre más desvalidas mejor, como la pequeña e insignificante Alia, a la que sin embargo le destroza el corazón (sin proponérselo); la coja Valeria que sueña tener un hijo idéntico a él o la torpísima Svetlana, que casi lo deja inválido. Sobretodo le agradan las mujeres maduras y maternales como Matilda. Shúrik, el nene mimado de una madre y una abuela especialmente posesivas e histéricas, pareciera un Edipo en potencia. En cierto modo lo es. Pero el único amor verdadero, en su caso, es el primero, el que experimenta con una compañera de estudios, no especialmente guapa pero muy inteligente, a la que no sabe como retener cuando anuncia que se marcha a Israel.
Pero los personajes de Ludmila, amén de poético-patéticos, poseen la complejidad sicológica de los personajes dovstoievskanos, gogolianos o tolstoianos. Y ojo: esta virtud no es genética sino adquirida. Conquistada. La prosa de Ludmila Ulítskaya remite a la de los grandes novelistas rusos, no porque sea rusa ella misma sino porque resulta evidente que en ellos encontró los maestros y guías que todo escritor y escritora buscan. En Sónechka, el oasis de libros de su protagonista está conformado, casi exclusivamente, salvo Schiller, por novelistas rusos. No extrañe, por tanto, que la novelista exhiba esa sabiduría cínica respecto a la más recóndita naturaleza del ser humano: ¿Por qué a Shúrik lo excita sentir compasión? ¿Por qué Soniechka aprueba, más que tolerar, que su amado esposo se solace con una muchachita? ¿Será que en el fondo Sónechka agradece quedarse a solas con sus libros? ¿Será que Shúrik disfraza de nobleza su satiriasis? Lo que a los ojos de los demás es un sublime sacrificio, al de los supuestos mártires forma parte de la sazón de la vida: “(…) Pensó con tristeza en su vida, deshecha en todas sus costuras, en la soledad que la atacaba en forma repentina. Después se echó en el diván del cuarto de la entrada, sacó de una caja un Schiller casual y leyó hasta la madrugada -¡quién se iba a dormir con esa lectura!-, Wallenstein, entregándose voluntariamente a la anestesia literaria en la que transcurrió su juventud.” (p. 61).
Tenemos, pues, que la extraordinaria belleza de la prosa y de las historias de Ludmila Ulítskaya es resultado de un casi escatológico conocimientos de los maestros rusos y de la familiaridad con lo verdaderamente humano, que también caracterizaba a aquellos. La perversión del bien, podríamos denominar al curioso síndrome que ataca tanto a Sóniechka como a Shúrik, diminutivos para almas superlativas. La singular obra de Ludmila Ulítskaya, que actualmente vive en Moscú, ha sido acreedora a todos los premios literarios de prestigio en su país y varios más en el extranjero. Recientemente obtuvo los premios Ivánushka al mejor escritor del año por Las mentiras de las mujeres (2003) y el Premio Nacional de Literatura en China (2005).
Lee esta entrevista exclusiva con Ludmilla Ulítskaya en El País
Cortesía de Magda Díaz y Morales