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El idioma secreto

Foto: Eleonora Ghioldi
La felicidad absoluta pareciera utópica. Lo es. Un buen poema sería, en todo caso, un instante de dicha que, por instantánea, apenas es posible de asir para la memoria. Leyendo a Selfa Chew siento que me aproximo peligrosamente a ese vértigo lo que me hace deducir que allí hay poesía, verdadera poesía. Mejor aún: que hay una poeta que no escribió para hacer feliz a un lector sino a la poesía misma; alguien que escribe para dar felicidad a las palabras animándolas con su pluma: “(…) Sé que sabes que morimos con la sobra equivocada,/ que el eclipse, intertextual,/nos sucede a toda hora.” (“Eclipse”)
Pero la dicha de escribir, de la que inevitablemente mana la dicha de leer, arrastra un dolor profundo aunque desvinculado del ego; el dolor universal que abarca la devastación presente y futura y a la que ningún poeta, visionario por naturaleza, puede mirar en lontananza: se lo apropia o no hay poesía. Cuando Selfa se conduele por las víctimas de Hiroshima o por los niños de Bagdad, su lamento proyecta al cuerpo destrozado del otro, de los otros; cuando evoca el exilio de sus antepasados este se confunde con el de ella misma y su familia: resulta evidente que se está percibiendo a sí misma, en el justo y terrible instante de escribir la palabra exilio, como desterrada y dolorosamente ajena al lenguaje que le sirve de vehículo, el español en este caso, que por bien que lo domine solo ha tomado prestado, o así lo considera ella. Emplear el castellano, más que práctico, es parte de una estrategia poética: es el cantonés disfrazado de castellano, un idioma privado y exclusivo de ella, y en ese idioma dual Selfa Chew se procura y nos procura , además de una alegría estética, el dolor-placer de recordar el idioma originario, el de la curiosidad infinita, el de las primeras sílabas, el que la habitó de niña y supo reconocer por intuición; la niña cuyo primer recuerdo la remonta a un restaurante de chinos y a galletas de la suerte: “Veo la penumbra y sus palabras cortas/ como las galletas adivinas/ que ahora dan en restaurantes chinos (…) Pero mi madre dice es imposible/ que yo entendiera los avisos del abuelo:/ yo no hablaba aún y él/ sólo cantaba cantonés.” (“Chio Sam”).
Selfa Chew vio la primera luz en la ciudad de México el 27 de agosto de 1962 pero pasó su infancia en Chihuahua. Su padre nació en la frontera norte, específicamente en Tamaulipas, hijo de padre chino quien inculcó en Selfa un gran amor por sus orígenes, mientras que su madre es originaria de Oaxaca, de la sierra mixteca: “Crecí clasificada como china (en la escuela, en el vecindario, en el camión, en la oficina de inmigración), no como mexicana. Ya que mis tíos chinos siempre estuvieron cerca de nosotros pudimos conservar nuestros nexos con la cultura y la comunidad china. Cuando viví en California recibí la misma clasificación, no se me consideraba mexicana o latina o hispana, sino asiática”, explica la poeta. Son estos los latidos iniciales de una poética que pareciera en contradicción consigo misma, plasmada en su hasta ahora único libro en este género, Azogue en la raíz (EON, 2005); poesía que es occidental y oriental; que es china y japonesa; que es mexicana y fronteriza; que lo mismo recrea rascacielos que desiertos. Azogue en la raíz es un libro personal desde la portada y las ilustraciones de interiores, realizados por la autora misma, que además de un infinito registro de voces, modismos, acentos y culturas parece no concebir el ejercicio literario al margen del arte pictórico. La poesía, para Selfa Chew, es imagen y, en cierto modo, juego de infancia válido de perpetuar en la adultez, si bien confiesa no haberse inscrito en un taller de creación literaria sino hasta entrados los 30 años: “Mi padre fue un amante de la lectura –explica, nostálgica- y creó en mí la necesidad de leer. No recuerdo a mi papá sin un libro en la mano; la literatura fue una prioridad en su vida. En todas las casas en las que él vivió las paredes estaban formadas por libreros repletos y en el suelo había pilas de libros que yo disfruté siempre. Fui una niña con una gran pasión por la lectura por lo que Tolstói, Dostoyevski, Sinclair Lewis, Zolá, Hemingway, Yáñez, Mao, Lin Yutang, Fuentes, Borges, Cortázar, Marx, Khayam, Rulfo y muchos otros escritores pasaron por mis manos, tal vez demasiado temprano, tal vez en forma caótica y sin ninguna dirección pero siempre con la alegría de leer. Soy admiradora de Gertrude Stein y de Jean Rhys, me gusta Emily Dickinson, recientemente me entusiasma Orhan Pamuk.”
Aunque no hay constantes temáticas en la obra poética de Selfa, se percibe un interés que habrá de motivar el que sería su segundo libro: Mudas las garzas (EON, 2007), un dolor social que traspasa al dolor personal; que hace de la voz poética un mural donde los desterrados del mundo pueden reconocerse sin cortapisas. Y el dolor personal, aún agazapado entre líneas, se refleja solo en el de los demás, asumido este como compromiso, como propio. Los poemas autobiográficos de Azogue en la raíz, se manifiestan desde las emociones de quien dialoga con la poeta, más que desde la poeta misma y muy raras veces la voz poética recurre a la interioridad como vía de expresión. Imposible referirse a Selfa Chew sin aludir al abuelo del café de chinos, a la mujer de Lomita Beach, a la pintora Egla, a la suicida Caroline, a Michael Rowley, “el comunista más rubio que conozco”; a Jimmy el dibujante, ¡a Eulalio González, “Piporro”!, a la tía Cata, a Nakamura y a un infinito etcétera. Ahondando en el alma de cada personaje, outsiders en su mayoría, es posible asomar al alma de una poeta para quien subir una escalera representa un viaje y el erotismo hierve en una taza de café. Nada en esta poesía polifónica y multicultural remite a ninguna a otra; tampoco conserva ecos de un instante en particular pues un solo verso evoca a varios: “(…) cuando llueve ya es paraíso/ hablar entre el humo/ y los zapatos besando el lodo (…)”
¿Cómo fue la infancia de Selfa Chew en la frontera norte de México, en el Estado de Chihuahua para ser precisos? Para empezar, cuenta, llegaron a instalarse con muy pocos recursos y fueron bien recibidos por una comunidad asiática donde a los chinos no les daba la gana distinguirse de los japoneses ni de los coreanos por la simple razón de que para los mexicanos formaban parte de una misma mixtura y como tal hubieron de funcionar: “Para sobrevivir el clima extremo del norte, Ciudad Juárez tenía todavía grandes campos de alfalfa, de algodón por lo que tuve una infancia entre rural y urbana. Tuvimos muchos altibajos económicos y enfrentamos todas las dificultades de una familia que se sostiene gracias al trabajo de la madre en la maquila. También disfrutamos de los privilegios clasemedieros que la profesión de contador público le trajo, en ocasiones, a mi padre una vez que llegó a vivir con nosotros. Después mis padres tuvieron una librería que también funcionó como una pequeña escuela de comercio por un tiempo y en la que pasábamos horas y horas leyendo los libros que no se vendían.”
Mudas las garzas, cuyo título evoca un verso del poeta medieval (1465-1534) Yamasaki Sakan (“Mudas las garzas/Trazarían en el cielo/Una línea de nieve.”), perpetúa la babel sentimental de Azogue en la raíz pero enfatiza el dolor en tercera persona. ¿Novela? ¿Crónica? ¿Reportaje? Baste señalar que se trata de un libro hermoso que reúne un coro de voces vivas y muertas, unánimemente nostálgicas, que compartieron la experiencia del exilio y la persecución. Cosa curiosa: Selfa desciende de chinos y sin embargo su interés se centra en la persecución y detención de japoneses en territorio mexicano durante el gobierno de Manuel Ávila Camacho: “Creo que debemos enfrentarnos a cada persona, a cada comunidad sin ningún prejuicio racial o nacional -señala la autora-. La experiencia de los japoneses en México es diferente a la experiencia de los japoneses en Corea, o en China, o en Estados Unidos. Creo también que la injusticia se debe denunciar siempre, independientemente de la nacionalidad de víctimas y victimarios.”
“Yo sufrí cuando leí los expedientes de los japoneses en México-continúa-. Cada uno me contaba una historia dolorosa en la que identifiqué padres, hermanos, esposas, e hijas, todas ellas personas cuyas vidas estuvieron a merced de grandes intereses políticos y económicos. No hubiera podido dejar que pasara desapercibido este crimen. Además la familia Nakamura es una extensión de la mía, o la mía de ellos, por lo que no se me ocurrió jamás pensar en ellos como posibles enemigos, sino como mis semejantes. He recibido grandes muestras de esa solidaridad y es un honor tener la oportunidad de retribuirla, aun cuando no se trate de las mismas personas o comunidades.”
Lo menos importante de Mudas las garzas es definir a qué género pertenece, del mismo modo que poco importa que sea una descendiente de chinos identificándose con el dolor de refugiados japoneses. El libro es, a un tiempo, denuncia y poesía, porque el hecho abordado, la cacería de japoneses por soldados estadounidenses en territorio mexicano, entraña la poesía que necesariamente arrastra toda dignidad pisoteada y sin embargo indestructible. Porque después de Hiroshima nadie puede negar que Japón es una cultura en la plenitud de su dignidad poética, esa que solo el dolor masivo hace aflorar en las venas del poeta. Leyendo estos testimonios recogidos por Selfa Chew, esa dualidad heroica y estética (o el heroísmo hecho arte) se vuelve flor y arte ante nuestros ojos. Por desgracia, crece asimismo la certeza de que no siempre fuimos el pueblo amistoso y cordial que nos han hecho creer que somos por naturaleza, y de que el gobierno mexicano ha estado subordinado, en mayor o menor medida, a los caprichos del de Estados Unidos cuya soldadesca invadió flagrantemente nuestra frontera a la caza de ciudadanos japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, y esto incluía a japoneses nacidos en México o nacionalizados, es decir, compatriotas nuestros: “¡Si nosotros éramos mexicanos! No queríamos otra cosa que ir a la escuela, jugar a la roña, a los encantados. Pero sé que dejamos un hoyo allí donde nacimos, una cicatriz que tal vez no haya cerrado nunca (…) nuestros vecinos lloraron, escribieron cartas y exigieron que nos devolvieran a Tijuana, hicieron saber que nosotros no hacíamos daño a nadie. Todo inútil, jamás regresamos.”
Selfa entrelaza estas desventuras, entreveradas con documentos oficiales, con la historia de la joven Sadako que se traslada a “ese exótico país” llamado México donde la aguarda el hombre al que la han prometido en matrimonio, un compatriota suyo dedicado al comercio que no solo es poco afectuoso sino además la explota como dependienta sin salario. Otro inmigrante japonés, Asato Kahogura, no tarda en reparar en la bella y melancólica señora Tanada que limpia los estantes. Asato no tardará en advertir la infelicidad de Sadako y se dedicará a tratar de hacerla sonreír. De esta historia de amor, sencilla pero bellamente narrada, se desprenden unos cincuenta testimonios de viva voz de implicados, algunos de los cuales jamás pudieron regresar a México. En informe fechado el 30 de septiembre de 1942, en Navojoa, Sonora, el Inspector 304 detalla: “(…)un indio tarahumara me dijo que el doctor (Manuel Díaz se hacía llamar) era “buena gente”, que siempre se dedicaba a estar pintando paisajes y curando enfermos (…) que los pajaritos que pintaba el súbdito nipón eran planos de diferentes partes de la sierra, pues como es casi imposible viajar en lomo de mula por esa región por carecer hasta de veredas (…) habiéndose dejado instrucciones tanto al Presidente Municipal de Temuris, como al de Wasapan y Chinipal, también a los Comandantes de los Escuadrones de Reservas en estos lugares, que buscaran al tal doctor Manuel por toda esa sierra (…)”
Selfa considera modestamente que al empezar “demasiado tarde” su profesionalización en la escritura, quizá nunca alcance la madurez y calidad deseadas, aunque escribirá por siempre porque está hecha de escritura. Actualmente trabaja una novela sobre su hermano recientemente fallecido, Pedro, un judicial de dos metros que amaba los conciertos de cello -y, por cierto, estudió para ingeniero agrónomo porque amaba la tierra, sobre todo a los campesinos- y, según Selfa, “torturaba” a los demás policías leyéndole versos de su hermana, “y hoy Pedro soy yo, este espíritu líquido, tembloroso, que sigue buscando en expedientes de hojas largas y secas la verdad de Pedro.”
Selfa Chew es doctoranda en Historia y profesora de Literatura Hispanoamericana e instructora de historia de los Estados Unidos en la Universidad de Texas y coordinadora del Congreso de Literatura Mexicana Contemporánea. Actualmente radica en El Paso con su esposo y dos hijos pequeños.