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Consumirse en la escritura

“El amor tiene un triunfo y la muerte tiene otro, el tiempo y el tiempo después. Nosotros no tenemos ninguno. Alrededor nuestro sólo hundirse de estrellas. Destellos y silencio. Más la canción por encima del polvo después nos superará.”
Invocación a la Osa Mayor (fragmento)

Aunque Ingeborg Bachmann señala el día en que las tropas de Hitler invadieron su natal Klagenfurt como el que la hizo conocer el dolor, sospecho que no es así exactamente. Cuando sus entrevistadores sugieren que Malina, su única novela, es autobiográfica, Ingeborg responde las más de las veces con evasivas, aunque alguna vez acepta que la parte autobiográfica se asienta en los espantosos sueños de la narradora. El protagonista de dichas pesadillas es su padre, al que acusa de haberla seducido, pero las palabras no acuden a su boca y al tiempo que lanza su acusación silente, la madre barre presurosa la suciedad de la casa. A continuación vemos a la narradora como toda una princesita, despidiéndose de sus libros entre reverencias: “(…) Buenas noches, caballeros, buenas noches, señor Voltaire, buenas noches, Príncipe, que descansen ustedes bien, poetas desconocidos, felices sueños, señor Pirandello, mis respetos, señor Proust. ¡Querido Tucídides! Por primera vez me dan las buenas noches esos caballeros, yo intento mantenerlos a cierta distancia para que no se manchen de sangre. Buenas noches, me dije Josef K.” (Malina, Akal Literaria, Madrid, 2003, traducción del alemán: Juan J. del Solar Bordelli).
Leyendo Malina, las dudas e imágenes acosan al lector que se ha zambullido en las pesadillas incestuosas de la narradora. Para empezar, resulta difícil de creer que dicha novela (aunque albergo mis reservas respecto a denominarla novela) haya sido escrita por una prestigiada poeta, autora de dos magníficos libros de poesía -galardonada por el primero de ellos, El retraso consentido (1953), por el renombrado círculo Gruppe 47. El segundo, Invocación a la Osa Mayor, es el más conocido en nuestro idioma-, que termina renunciando radicalmente a la poesía. No era indispensable, claro, que Ingeborg repudiara el género que la dio a conocer en aras de consagrarse a la narrativa. Ella misma no sabe explicar tan contundente decisión (porque fue una decisión) de abandonar la poesía para siempre: “la escritura de la prosa me hizo descubrir que me resultaba imposible escribir poesía (…)… ya hace mucho que salí (…) Yo dejé muy pronto de escribir poemas y después todavía hubo algunos rezagados (…) pero ya sabía que se había acabado (…) Hay que saber cuando se debe terminar.” Ante sus entrevistadores, que porfían en dirigirse a ella como poeta, Ingerborg marca su territorio, negándose rotunda a hablar en términos de renuncia o resignación, mucho menos de mudanza. La poesía se le acabó. Punto. No está renunciando a nada pues se mantiene más activa que nunca en el terreno de la escritura. Su desconcertante Malina, al que califica como “un único libro largo”, poco se parece a una novela, menos a un poema. Es un libro que niega la poesía y forcejea por no ser novela. Es la proclama de libertad de una hija rebelde ante dos padres: el biológico, un director de escuela secundaria, y el simbólico, que es la literatura misma. Cansada acaso de la perfección formal de su poesía, la autora quema sus naves y se queda del otro lado del canon: “(…) realmente no habrá más poemas si antes no me convenzo de que deben volver a ser poemas, tan nuevos que correspondan a todo lo experimentado hasta entonces. Escribir sin riesgo… eso es contratar un seguro contra una literatura que no paga.”, declara ante un (imagino) azorado Kuno Roeber, en enero de 1963 (Debemos encontrar frases verdaderas, conversaciones y entrevistas, UNAM, Traducción: Ana María Cartolano, México, 2000).
Nacida en Klagenfurt (Carintia), el 25 de junio de 1926, Ingeborg Bachmann habría de caracterizarse por una escritura radical que la pinta, a pesar de sí misma, como un ser excéntrico y a la deriva que nunca se sintió parte del mundo palpable y manifiesta una dolorosa aunque valiente conciencia respecto a su no pertenencia. De ahí que haya reelaborado un discurso que la representara ante el mundo “de los otros” y la distinguiera de su propio espacio temporal que fue el llamado Grupo 47 entre quienes destacan Paul Celan, Heinrich Böll, Günther Grass e Ilse Aichinger. Ingeborg Bachmann no consigue identificarse con lo que llama “sentimiento austriaco”, lo que no significa que no lo haya reflexionado a cabalidad, mejor incluso que otros autores que no titubearon en reafirmarse austriacos. Ella es un maravilloso ejemplo de que el idioma en que se escribe muchas veces es fruto del azar y no necesariamente ubica geográfica o temporalmente a un autor: “Hubo un preciso momento que arruinó mi infancia. La entrada de las tropas de Hitler en Klagenfurt. Fue algo tan aterrador que mis recuerdos comienzan con ese día, con un dolor muy prematuro y tan intenso como tal vez jamás he vuelto a sentir. Naturalmente no entendí todo eso como lo hubiera entendido un adulto. Pero esa terrible brutalidad que se percibía, ese bramar, cantar y marchar… el surgimiento de mi primera angustia mortal. Todo un ejército llegó a nuestra silenciosa, pacífica Carintia.” En Malina, la narradora se considera afortunada porque cuando llegó a Viena en 1945, para realizar sus estudios universitarios, no fue violada por los ocupantes rusos y/o norteamericanos: “(…) ya no tenían ganas de violar a las vienesas y cada vez se veían menos americanos borrachos; éstos, además, eran muy poco cotizados como violadores, por lo cual se hablaba mucho menos de sus hazañas que de las de los rusos (…) Desde chicas de quince años hasta las ancianas, se decía (…)” El empleo más significativo para la joven Bachmann fue el ejercido en la radiodifusora Rot-Weiss-Rot, de las fuerzas de ocupación americana, donde se desempeñó como locutora y libretista y le aportó enorme éxito y el acceso automático a sus grandes contemporáneos que terminarían siendo sus entrañables amigos, como Henrich Böll. Ya entonces, a través de sus dos primeras obras radiofónicas Un negocio de los sueños y La familia de la radio, se perfilaban los que serían sus temas: la narrativa de los sueños, cuyo afán interpretativo tiene un trasfondo político más que psicológico, la problemática relación hombre/mujer, que Ingeborg consideraría el principio del fascismo y la reflexión un tanto pesimista sobre el papel de la mujer en el mundo: “(…) Una sola mujer tiene que vérselas ya con demasiadas excentricidades, y nadie le dice antes a qué fenómenos patológicos deberá adaptarse; podríamos decir que toda la postura del hombre frente a la mujer es enfermiza, y enfermiza de un modo muy peculiar, al punto de que ya nunca podrá liberarse a los hombres de sus enfermedades. De las mujeres podría decirse a lo sumo que están más o menos marcadas por el contagio del que son víctimas, por una simpatía con el sufrimiento.” (Malina, p. 272). En 1953 se mudaría a Roma, donde escribiría lo más sobresaliente de su producción narrativa, empezando por Malina. Entre 1958 y 1963 viviría una relación amorosa con el escritor suizo Max Frisch (1911-1991), con quien viviría también en Frankfurt y a quien la une una profunda afinidad estética, en cuanto al cuestionamiento que realiza Frisch contra la burguesía suiza y su ingenioso desmontaje del héroe suizo por antonomasia en Guillermo Tell para el colegio..
Ser autora en lengua alemana justo entonces no era fácil, vamos, no era para enorgullecerse siendo el alemán la lengua de los dioses vergonzantemente tirados de su pedestal, de ahí la urgencia del llamado Gruppe 45 por desmanchar su vehículo de expresión pues un mundo nuevo requiere de un lenguaje nuevo, e Ingeborg es, sin duda, la que más lejos llegó en ese afán por reivindicar la literatura germana, empezando por especializarse en germanística para recuperar sus gloriosas raíces. No obstante lo anterior, la joven Ingeborg Bachmann, que acudió a matricularse en la Universidad de Viena sin estar segura de que regresaría íntegra a su pensión, acaso debido al nerviosismo, ni siquiera se había decidido entre Derecho y Filosofía y optó por asistir simultáneamente a ambas facultades. Ese mismo verano realizó sus prácticas en un tribunal del distrito, aunque terminaría doctorándose como filósofa con una controvertida tesis contra Heidegger, de la que se declararía arrepentida más tarde (no se sabe si por la calidad del texto o por haber reconsiderado sus planteamientos). Su mayor influencia, tanto en esta área como en el ejercicio narrativo, donde la veta filosófica está más que clara, es Ludwig Wittgenstein, cuyos escritos se reeditaron gracias a los esfuerzos de la propia Ingeborg. Del citado filósofo lo que más deslumbra a la joven Bachmann es su cuestionamiento al lenguaje que ella misma pondría incesantemente en práctica, lo que la llevaría a decir junto con Wittgenstein: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. No extrañe entonces que los relatos de Ingeborg, incluido Malina, representen mundos cerrados en sí mismos, obedientes no a las leyes de la lógica sino a la de los sueños. Esto y la hondura filosófica es lo que emparienta a Malina con los relatos reunidos en Ansia (Siruela, 2005, traducción de Ana María de la Fuente) y los relatos largos El caso Franza y Réquiem por Fanny Goldmann (Akal, 2001, traducción de Kovacsis), presentadas como “novela inacabada” la primera y “borradores de novela”, la segunda. Cada circunstancia, cada acción es contemplada y desarrollada desde una perspectiva enteramente filosófica, como en Malina, el simple acto de polvearse la nariz o delinearse los ojos: “(…) el gesto de sumergir la borla en una polvera o de hacer un trazo pensativo con el lápiz para delinear constituyen la única realidad. Surge así una composición, hay que crear una mujer para un vestido de casa (…)”
La narradora de Malina se mueve entre dos mundos en apariencia incompatibles que ella logra conciliar: el de una mujer que no se atreve a salir sin maquillar ni peinar a la calle, que colma los ceniceros de colillas retorcidas y se siente irremediablemente atraída por hombres vulgares (un mecánico, por ejemplo) y una escritora que necesita darle un sentido existencial y literario a todo eso. Puede uno vislumbrar a la mujer rubia desmoronándose a palabras mientras se mesa los cabellos espesos entre un teclazo y otro; entre un cigarrillo y otro: la escritura es caótica, despojada de metáforas y envuelta, no obstante, en símbolos y más símbolos que constituyen atmósferas oníricas más que poéticas. Digamos, más próxima a Freud que a Rilke. Malina, de hecho, hubiera representado un banquete de cardenal para el padre del psicoanálisis: “(…) solo oigo, con mayor intensidad, una voz que acompaña las imágenes y dice: incesto. Es inconfundible, y sé a qué se refiere”, dice el yo a Malina, al que suponemos tercero en discordia en la relación entre la narradora e Iván pero resulta ser su alter ego, su doble masculino. La perspectiva es muy interesante, en especial a la luz de los actuales estudios de género que entre otra cosa debaten sobre la potencialidad de los escritores para hablar desde el punto de vista femenino, y viceversa. De entrada, Iván, el amante por quien la narradora invierte tiempo para pintarse las uñas, cocinar, hacer de niñera de sus dos hijos y practicar ajedrez, parece despreciar a Malina, lo que resultaría obvio en tanto Malina se nos presenta como el “rival” de Iván. Pero la cosa cambia considerablemente cuando caemos en cuenta de que Malina vive en la narradora, es decir, es esa parte masculina a la que Virginia Woolf refiere en Un cuarto propio y que Ingeborg vuelve explicita en este relato. La crítica feminista ha cuestionado a la narradora de Malina su buena disposición para desempeñar el papel tradicional de la mujer, acaso porque no habían captado dos detalles de vital importancia: la voluntad de ironización en torno a la relación hombre/mujer, sobre la que la propia Ingeborg ha dicho: “El fascismo es la primera relación entre el hombre y la mujer (…) No creo que la relación entre el hombre y la mujer sea problemática solamente ahora, debió de serlo ya desde tiempos remotos, pues de lo contrario no nos hablarían de eso tantos libros, empezando por la Biblia (…)” (entrevista con Karol Sauerland en mayo de 1973). Por otra parte está el hecho de la ironización de los roles masculino y femenino, particularmente en la relación amorosa, tiende a ser el ingrediente básico de todo texto con intencionalidad feminista, aunque Ingeborg, como las mujeres de su tiempo, todavía lo pensaban dos veces antes de proclamarse feministas: “Para mí-le dice a Ilse Heim, en 1971- no hay que preguntar por el papel de la mujer sino por el fenómeno del amor… cómo se ama. Esta mujer (la narradora de Malina) ama de un modo tan extraordinario que nada puede corresponder al que está del otro lado. Para él (Iván), ella no es más que un episodio de su vida; para ella, él es el transformador, el que cambia el mundo, el que lo embellece. Quizá le resultaría raro si justamente una mujer que siempre ganó su dinero, se pagó su estudio, trabajo siempre, y siempre vivió sola dijera que no apoya la emancipación total. Para mí, la mujer pseudomoderna con sus molestas habilidades y su energía ha sido cada vez más extraña e incomprensible (…) El amor es una obra de arte, y yo no creo que haya muchos seres humanos que estén capacitados para ella.” (las cursivas son mías).
No es casual entonces que Malina, la que Ingeborg denomina su autobiografía espiritual y psíquica, lleve como título el nombre de su yo masculino. Pareciera tratarse de una mujer más bien tímida, ensimismada y nerviosa, con un tortuoso mundo interior y una desubicación reflejada en la desigual estructura de la novela que presenta ciertos pasajes, como el del fetichismo de un cartero condenado a prisión por haber almacenado como tesoro cientos de cartas que nunca entregó pero mantenía selladas, en los que se advierte un regodeo, una obsesión por determinado tema que explora hasta las últimas consecuencias. La narradora siempre quiere agradar. No al lector (lo que no impidió que Malina se convirtiera en un best seller en Europa), nunca al lector, porque su escritura es muy íntima, solipsista, sino a quienes la rodean: primero a Iván… a los hijos de Iván… pero antes se ha desvivido por agradar al padre onírico que la tortura en pesadillas. Al único que no pretender agradar, además del lector, es a Malina, a su yo masculino que representa la razón, el intelecto, el jugador de ajedrez. La narrativa de esta relación transcurre paralela a la recreación de una ciudad, Viena, por la que el yo experimenta una ambigua emoción amor/odio que llega a ser tan intensa que orilla a la narradora a mudarse a Roma, desde donde le será posible contemplar a su ciudad a la distancia, sin que la pasión la ciegue, sin experimentar culpabilidad por escribir en acicalado alemán que Viena es la ciudad propicia para la prostitución universal: “ (…) me crié en la frontera italiana y escuché hablar italiano en mi casa (…) su bien vivo en Roma, llevo una doble vida, pues en el momento en que entro en mi estudio estoy en Viena y no en Roma.”, declarará en 1969. En Malina, sin embargo, reconocerá que no se trata de una ciudad en particular (Viena representa, creo yo, una infancia desdichada… el recuerdo no del primer beso, sino de la primera bofetada: el chico del que Ingeborg se enamoró en la adolescencia correspondió a su rendición con un golpe en el rostro); se trata más bien de un estado de ánimo que permea la narración total: “(…) el resto del mundo en el que he vivido hasta ahora –siempre con pánico, la boca seca, una sensación de ahogo en la garganta (…)” La ciudad que tan meticulosamente recrea en Malina, con sus cafés, sus calles y callejuelas, sus ríos, fluctúa dependiendo el estado reflexivo y/o anímico de la narradora… puede ser hermosa, incluso mágica, pero también decadente y terrorífica. Viena y Carintia, ciudad donde según la leyenda San Jorge mató al dragón, son los escenarios omnipresentes en las evocaciones de Ingeborg Bachmann, que, paradójicamente, nunca escribió sobre Roma, sede de su contento. Carintia es el escenario de la niña que descubrió la escritura a los diez años, aunque su interés de origen fue la composición musical, en especial la ópera –Ingeborg llegaría a escribir libretos para la ópera El joven lord, de Henz Werner Henze, lo que explicaría la enorme semejanza estructural (que no temática y mucho menos estilística) entre Ingeborg y su más notable relevo, la Premio Nóbel de Literatura Elfriede Jelinek, también muy compenetrada con la partitura y con quien comparte además la profunda desazón por el sentimiento austriaco, aunque Ingeborg lo manifiesta a través de la melancolía y una ironía nacida más de una sensación de haber sido traicionada que del resentimiento, que sí es el caso de Elfriede. Se lee en Malina: “… podría pasarme días y días caminando por esa Viena muerta y cada vez más calurosa, o quedarme aquí metida, esto y ausente, mi espíritu está ausente (…) aquí el espíritu está ausente en todas partes (…) He regresado a mi país, que también está ausente (…)”
Por poco que sepamos de la vida íntima de Ingeborg Bachmann; por renuente que haya sido a tocar el tema del erotismo y la sexualidad en sus textos, están las pesadillas que son lo más íntimo que puede conocerse de alguien. En sus múltiples entrevistas –al parecer no era remilgosa para hablar con jóvenes periodistas, a quienes incluso dejaba hablar mucho más que ella –se sabe de su voracidad por fumar que ocasionaría su repentina y terrible desaparición. Algunos pasajes de su narrativa, especialmente de Malina, resultan sencillamente aterradores por lo que parecen tener de aviso respecto a lo que sería su muerte: “¿Entiendes? Mis cartas inflamadas, mis invocaciones inflamadas, mis deseos inflamados, todo ese fuego que he llevado al papel con mis mano quemada… temo que todo pueda convertirse en un trozo de papel carbonizado.” En el relato “La caravana y la resurrección”, incluido en Ansia y otros cuentos, se lee: “Sólo en el lugar en el que el niño empezó a arder hay una llama pequeña, en medio de la oscuridad inmensa que ha absorbido la luz crepuscular”. Sus declaraciones están salpicadas de alusiones al fuego y al infierno como metáforas de su predilección. La cualidad devoradora, rugiente y devoradora del fuego la intriga y fascina, del mismo modo que a Virginia Woolf intrigaba y obsesionaba el agua.
Ingeborg Bachamann murió el 17 de octubre de 1973, durante un incendio en un cuarto de hospital en Roma donde convalecía al parecer por una depresión nerviosa. Todo indica que sucumbió al efecto de algún sedante con un cigarrillo prendido entre los labios. Mucho se ha especulado en torno a esta muerte absurda. La idea del suicidio me parece un tanto descabellada, aunque su propia literatura pareciera estar anunciando sus intenciones, ¿quién querría morir calcinado?
Aunque, pensándolo bien: es preferible morir calcinado que vivir perpetuamente en llamas: “(…) Dios ha muerto. Te tapa la boca con su mano implacable para que no puedas gritar, y hace que el viento te golpee el pecho, los ojos y la frente, y el cigarrillo se apaga antes de que tu grito salga de tu garganta.” (“La caravana y la resurrección”, Ansia y otros relatos).
El premio literario más prestigiado de Klagenfurt lleva su nombre.