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Llorarlo todo, pero llorarlo bien

…con los años ha entendido que la infancia es un lugar en el que necesita sentirse segura…
L.B


Lolita Bosch ama la literatura.
Tal afirmación podría parecer obvia, innecesaria, paja pura, puf. Claro que Lolita Bosch ama la literatura, ¿no?, ¡de lo contrario no sería escritora! Mmmm, no precisamente. No hace mucho escuché afirmar a una autora gringa de best sellers que escribía tanto que no tenía tiempo para leer. Lolita, en cambio, es lectora-escritora. Escribe, intuyo, porque necesita honrar lo que lee, al contrario de otros que escriben para honrarse a sí mismos… y eso no está bien ni mal, simplemente es. Pero Lolita Bosch, decía, ama la literatura y siempre deseó ser escritora. Lo intentó por primera vez a los diecisiete años, pero el compromiso firme, consigo misma, se lo hizo a los veintiocho, un jueves por la tarde, en la avenida Álvaro Obregón de la ciudad de México donde vivió diez años, justo frente al afamado restaurante Los Bisquets: Yo, Lolita Bosch, me juro solemnemente ser escritora…
Se quedó Lolita en “la niña que devora libros”. Hasta podría pintarla: chiquita, con un casquetito de pelo negro, comiéndose a Comala con los ojos que son enormes, redondos. Así, entonces, Lolita llegó a mayor, a los veintiocho y a los treinta y más, sin enterarse, ¡y qué bueno, bravo! No sería la deliciosa escritora que es; la que con hoyuelos en las mejillas nos lleva de la mano por mundos tan variados e infinitos como la colonia Condesa y los mercadillos de piratería recorridos con Uliarda Jaramillo, en la ciudad e México, la Tijuana mítica-mágico-musical de Luis Humberto Crosthwaite; el río Volta a orillas del cual el doctor Gladov-Klass y la hermosa Mónica toman té caliente y hojaldre de manzana o el campo de concentración que, aún conociendo como a la palma de su mano, Piiter Wiesengrund jura desconocer, “él nunca estuvo ahí, aunque lo recuerde”.
Lolita Bosch es la niña que abre sus libros para invitarnos a entrar en ellos. Podría jurar, incluso, que es un poco como su Elisa Kiseljak: “(…) casi nunca usa adornos, es limpia, muy ordenada, y tiene ropa bonita y cosas así. Pero creo que lo más importante en ella, es que siempre trata de que todo lo que hace y lo que desea parezca natural (…) Pasa muchas horas leyendo a solas y ha comenzado a escribir. Tiene un diario y un enfermizo respeto por la intimidad (…) Se enfada mucho cuando alguien se mete en su vida sin pedirle permiso. Porque la verdad es que para ella la vida es mucho más fácil si nadie le dice lo que le conviene (…) Se ha acostumbrado a viajar sola y este tipo de habilidades se notan (…)” (Tres historias europeas, Random House Mondadori, Col. Caballo de Troya, Barcelona, 2005, p. 228).
Lolita Bosch es, pues, una escritora honesta.
Cada uno de sus libros es su primer libro. Nunca sabremos lo que sigue. De lo único que podemos estar seguros, señoras y señores, es de que Lolita nunca dejará de escribir sobre lo que lee y a partir de lo que lee; de evocar a otros autores que la deslumbran (Joyce Carol Oates, Jeannette Winterson, Theodor W. Adorno, Belén Gopegui, Julián Rodríguez, y los mexicanos Frabizio Mejía Madrid, Luis Humberto Crosthwaite y Alma Guillermoprieto) y de que alguna cita de Rulfo figurará, necesariamente, en cuanto escriba: “El día que cumplí dieciséis años, mi padre me regaló una edición anotada de la novela Pedro Páramo, del escritor mexicano Juan Rulfo (…) En la primera página, mi padre escribió con un bolígrafo azul su dedicatoria: si puedes ser un amante sin estar loco de amor, serás un hombre, hijo mío. Era de Rudyard Kipling, una estrofa de su poema “Si” que por alguna razón que nunca he logrado entender, mi padre escribió en francés (…)” (La persona que fuimos, Literatura Mondadori, 312, Barcelona, 2006, p. 70).
Al revés de otros autores que escriben para niños, siendo muy adultos, Lolita es una niña grande que escribe para adultos… y de repente para niños. En 2004 quedó finalista del prestigiado premio Gran Angular de Literatura Infantil y Juvenil con su novela M. Nacida en Barcelona, el 3 de julio de 1970, renacida en la ciudad de México, entre el envolvente canto de sirena de los bisquets recién horneados, acompañados de café natoso, hija del integrante de un grupo musical de culto de los setentas, los Peruchos, ha experimentado vivencias propias de toda joven burguesa e intelectual de principios del siglo XXI: pasiones, miedos, desilusiones… supongo que resacas. Mochila al hombro, sola y/o acompañada (de preferencia, supongo, acompañada), ha recorrido mundo (diría una heroína de Corín Tellado, para confesar su ausencia de virginidad: “he vivido”); ha estudiado mucho y amado más, mucho más todavía… todo ello sin renunciar al amigo imaginario de su infancia, un diminuto dinosaurio amarillo que se le cuela en el equipaje junto con un petate del ejército de Salvación de San Francisco que trae impreso el nombre de un solado, “que yo siempre había pensado que era mexicano”.
La persona que es Lolita, que escribe con un español chilango/gachupín que le ha acarreado alguna crítica no demasiado importante, es como su nombre: niña pero también es grande. Se permite regodearse en lo que no pocos denominarían, no sin cierto menosprecio, aspectos adolescentes del amor… la cartita perfumada… el apretón de manos bajo la mesa… el álbum oculto… el primer beso… las promesas de eternidad… para siempre y nunca jamás… y lo hace con tal belleza que reivindica, por decirlo de algún modo, lo que algunos amargados tacharán de “cursi”.
A eso me refiero cuando digo que Lolita es la persona que fuimos, aunque con mucho más talento y originalidad para titular nuestros álbumes (“Amor y amistad en los hoteles de mala reputación”) y pintar corazones que se desangran poco a poco sobre la inefable copita de champaña: aquella que besaba las cartas para plasmar sus labios color fucsia en el papel, típico membrete de la inocencia… sin faltar el Diario con cerradura a prueba de madres, tías o abuelas entremetidas. El inmenso logro estético, insisto, de esta autora catalana, es que en esas cartas de quinceañera escritas a los casi treinta, aplica sus vastos conocimientos literarios: “(…) Era 3 de enero de 1995 y G. tenía veintiún años y yo veinticuatro (…) Hasta que en septiembre le dijimos a un taxista: tenemos cincuenta pesos. Si nos lleva a un hotel de treinta, los otros veinte son suyos (…) no es cierto que seamos lo que somos capaces de decir. Que solo somos lo que queda.” (La persona que fuimos, p. 91,92 y 93).
Invito al lector o lectora a hacer un alto, aquí, justo donde L. y G. negocian con un taxista chilango. ¿Perciben en ella algo profundamente nostálgico que hace temblar su voz? Porque a Lolita la oímos, no la leemos: está allí, mira, puedes verla con sus enormes ojos húmedos y su sonrisa titubeante pero eterna. Yo la siento dejar la pluma una y otra vez para aliviarse con una taza de café y algo de música. Es increíble, no sé en qué consista (me alegro de no ser crítica literaria). La persona que fuimos puede ser leída como una anticipada visión del rompimiento entre una joven escritora catalana y un muchacho mexicano que vio derrumbarse su escuela primaria durante el terremoto del 85. Pero eso es lo de menos, hombre. La prosa de Lolita, limpísima, cristalina, fluida, suave… murmullo rulfiano, es lo que vuelve memorable la historia de la persona que fuimos, dos que eran uno y optan por el desmembramiento. La anécdota del perrito xoloescuintle, en la que ahonda en Hecho en México, donde nos aclara que la rara mascota, más rara aún que el pequeño dinosaurio amarillo que debe haberse encelado, le fue obsequiado por el escritor Mario Bellatin, es válido y es hermoso más por la forma en que materializa al perrito que por la anécdota en sí. Pero… detengámonos otra vez, justo aquí… ¡aquí…!
Lolita Bosch está ahí, aún cuando, en apariencia, no esté… como en su magnífico libro Tres historias europeas, que reúne tres nouvelles que en realidad conforman un puzzle literario. Tres historias misteriosamente interconectadas que, a su vez cuentan múltiples, pequeñas historias paralelas. Son historias que parecen muy, pero muy lejanos a los escenarios de La persona que fuimos; lejanas, sobre todo, a la persona desmembrada que fueron L. y G., y aún así, llenas de personas que fueron y/o pudieron ser. Escuchamos, además, esa misma voz acariciante, chiquita, y nos sentimos llevados de la mano por la niña con hoyuelos en las mejillas que se ha devorado Comala con los ojos (pero la lleva en el Corazón). Ahí está esa voz que no deja de ser murmullo, ni siquiera cuando nos describe el espantoso sufrir sin llanto de Elisa Kiseljak, violada a los once años por un amigo de su padre: “(…) Y durante catorce años sólo recuerdo lo que me ha dicho el amigo de mi padre cuando el columpio se ha detenido: si dejas de llorar, te regalo una pulsera de plata (…) Y ya no recuerdo nada más. Ya no recuerdo que el columpio se haya detenido. Lo olvido durante catorce años. Si dejas de llorar, te regalaré una pulsera de plata, olvido y dejo de llorar y paso la tarde con mi hermano, hablando de cualquier otra cosa (…)” (“Elisa Kiseljak”, Tres historias…, p. 226).
“Elisa Kiseljak” (Lolita nos pide, por favor, no olvidar este nombre, por favor: Elisa Kiseljak), la historia que cierra el círculo, es, por cierto, mucho más que una historia. Es un instante. Una ruptura. Una lágrima. Para ser más precisos: el momento justo en que una mujer recuerda haber sido violada por un amigo de su padre a los once años. Lo expresa en tercera persona, alternándolo con la primera, porque Elisa Kiseljak no podría describir sin ayuda lo que siente… y sintió. Hay cosas inenarrables. Esta es una de ellas. Y ha pretendido borrarlo de su memoria, y estudiar, y hacer la vida y hacerla sola… y de pronto, a la hora favorita del poeta Lorca, las cinco de la tarde, de un día cualquiera, ¿cualquiera?, Elisa Kiseljak recuerda… recuerda… recuerda… “(…) alguien se coló por mi piel y la cortó desde adentro, ¡rass! Había conseguido olvidarlo lo había olvidado, ¿entiendes?, le grita Elisa Kiseljak sabiendo que no es culpa suya pero es que necesito que me entienda porque no quiero que me encierren en ningún sitio y le digo que ni lo intente porque no estoy loca que lo que sucede es que acabo de recordar algo que me ha puesto un poco nerviosa pero lo prometo que estaré bien y se lo juro y le suplico que no se lo digas a nadie y no llames a mi madre porque ya pasará lo prometo sólo es un recuerdo y ya hace catorce años que ocurrió, ¿entiendes Elisa Kiseljak? ¿me entiendes?” (p.p 216 y 217).
Lolita, que de nuevo nos ruega atentamente el nombre (Elisa Kaseljak) e incluso nos pide, por favor, estar atentos por si Elisa Kaseljak se cruza en nuestro camino y avisarle; Lolita, decía, está allí… y está aquí. Y está en Elisa Kaseljak. Y en la persona que fuimos. No escribe: está. Todo cuanto ocurra en sus libros le ocurre; la hiere, la sacude, la envuelve, la medio mata. Elisa Kaseljak c’est moi. Pero está también en el misterioso doctor Gladov-Klass, de “Pingüinos”, que cura la ceguera de la hermosa Mónica gracias a la asimilación de un proceso mediante el cual los pingüinos se adaptan a la oscuridad al grado de desplazarse en ella como si la vieran. Está en la mucama de la hermosa Mónica, la que, a la muerte de sus señores, se queda sólo con un ejemplar de Madame Bovary… mismo que cada día leía con devoción, doblando cuidadosamente por la esquina la página en que se ha interrumpido su lectura para correr al lado de su niña Mónica. Allí está Lolita, en esa hojita doblada, en esa edición de Madame Bovary que se quedó la mucama, mírenla: “(…) cuando la hermosa Mónica comprendía las cosas, era indefectiblemente una mujer vulnerable.” Del mismo modo que se confunde con la ceguera de Elisa Kaseljak, y se enfunda en su piel de niña adolorida y retorna a su cuerpo para ser de nuevo Lolita y también Uliarda Jaramillo, inseparable de Corina en sus excursiones por los puestos de chucherías… la que frente a Los Bisquets se juró que sería escritora y no supo o no quiso atender a los consejos que le dio su padre, muerto en 1999, y que le hablaba en masculino: que había que ser anarquista y hedonista y aprender a amar sin volverse loco. La que no supo vivir tranquilos, como G. quería.
En “Una: la historia de Piiter y Py”, como en las que componen las tres historias (caso opuesto de La persona que fuimos, donde el leit motiv es asir la memoria), se impone la necesidad de olvidar, de desandar, de borrar pisadas. Los personajes parecen sumidos no en un sueño, sino en una especie de vigilia narcótica en que Lolita habla, otra vez, desde el dolor de los personajes. Cómo Una asocia los ladridos de los perros con los horrores del campo de concentración… cómo Piiter se indigna al ver su propio nombre en la lista de quienes estuvieron ahí y Py insiste en permanecer dentro, enseñoreado de su propia ruina física y moral, la contraparte que Piiter niega y con quien Una debe haberse cruzado en el campo, como con miles de rostros uniformados por la deshumanización, sin poder darle un concreto recado de sus padres: tú no estuviste ahí. Lolita penetra la coraza de las emociones hasta tocar los nervios. Aunque su género es la novela y afirma que no escribiría poesía por nada, su escritura se deja llevar por la premisa de Oliverio Girando: “Llorarlo todo, pero llorarlo bien”: “(…) Sospechaba que el frío del campo le había quedado en el cuerpo, escondido impunemente en los vacíos que dejaban sus huesos (…)” (p. 175).
Lolita Bosch no escribe a sus personajes sino que los filma para que no se olviden de sí mismos. Sus historias transcurren como películas silentes, que no mudas, en las que la cámara registra las expresiones, los gestos y ademanes de los actores, construyendo las biografías de cada uno a través de estos pero también de sus lágrimas y sus secretos. Hablan poco, al contrario de su autora que en sus textos autobiográficos se muestra incluso elocuente. En realidad sus autorretratos también están hechos de gestos y silencios. Se reserva lo cotidiano, lo rutinario y lo vulgar y expone lo más intimo que es su propia vulnerabilidad, esa que solo puede ser producto, ¿lo dije ya? de tanto y tanto comprender. El más íntimo de sus libros, el collage de su vida en México, el que más la vulnera es, paradójicamente, es el que no escribió: Hecho en México que, como explica en el subtítulo, está “hecho con cuentos y textos de otros escritores, crónicas contadas, cartas ajenas y poemas deslumbrantes que yo siempre hubiera querido saber recitar.”
Hecho en México, el más íntimo/ vulnerable de los libros de Lolita Bosch, es producto de su amor por este país; una forma de recapturar instantes vividos a través de la literatura que despertó su amor en plena colonia Condesa: “Me llamo Lolita Bosch –se presenta, en esta antología/collage que no discrimina a Paquita la del Barrio, reivindica a Efrén Hernández, subraya a Carlos Monsiváis y descubre a Heriberto Yépez-, nací en Barcelona, el primer libro mexicano que leí fue Pedro Páramo, el segundo la antología de cuentos de Carlos Monsiváis, titulado Lo fugitivo permanece, luego viví diez años en México, fui alumna de muchos de los autores que aparecen en esta antología y de otros que no están, y en el año 2006, cuando morían Salvador Elizondo y Jesús Blancornelas, lo dejé todo a un lado y me encerré en la ciudad de Barcelona para hacer este libro (...) la preciada ignorancia, la curiosidad literaria y la inercia narrativa que por ahora uso para escribir se la debo a la literatura mexicana y a las lecturas hechas desde México (…)” (p.p 25 y 27).
Actualmente, Lolita Bosch escribe una novela que sucede en Barcelona y habla de cinco generaciones de su familia paterna. Según sus propias palabras: “Me está pareciendo complicadísimo escribir sobre mi ciudad natal (a la que emocionalmente, diría, estoy menos vinculada que a la ciudad de México, y sobre un pasado que he heredado pero del que no me siento parte: es un momento raro en mi escritura…”
Lolita organizó en Barcelona un festival literario titulado como su libro, “Hecho en México”, que se efectuó del 29 de septiembre al 6 de octubre de 2007, al que invitó a los autores vivos que participan en el mismo, así Guadalupe Nettel, Eduardo Rabasa y Ana Colchero, entre otros.
Por cierto: Lolita Bosch es una escritora honesta…
¿Lo había dicho ya?


Entrevista con Lolita Bosch