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Pasajes como venas

(…) En la época en que vivía Murasaki Shikibu, los espíritus vivos eran a la vez un fenómeno fantástico y una disposición del espíritu de lo más normal, algo que estaba allí. Pensar en estas dos clases de oscuridad como algo separado era algo que, probablemente, no pudiera hacer la gente de aquella época. Pero para nosotros, que estamos en el mundo exterior han desaparecido, pero las tinieblas de nuestra alma continúan inalteradas. Una gran parte de lo que llamamos yo o consciencia permanece oculta en el reino de las tinieblas, como un iceberg. Esta disociación, en algunos casos, crea en nosotros confusión y grandes contradicciones.
Haruki Murakami
Kafka a la orilla, p. 284

Cristina Rascón Castro tiene las manos grandes y hermosas. Manos genéticamente planeadas para la flecha y el pedernal y para hilvanar collares con conchitas de mar. ¿Qué prodigio de la naturaleza redujo estas manos al tamaño exacto de una flor? ¿Qué mutación maravillosa hizo que se volviera lo bastante pequeña para caber en este diminuto y precioso reino de susurrantes palabritas y pétalos desmoronándose en cenizas? La epopeya hecha haiku. El relato vuelto poema. La escritora… ¿hemiescritora? ¿Alguna sutil diferencia entre una y otra? Hemi significa medio en latín. Cristina es hemiescritora no porque sea medio escritora sino por la dimensión minimalista de su asombrosa escritura que va mucho, mucho más allá de la tan alabada economía verbal. No es cuestión de técnica sino de asimilación de un método de escritura propia de un lenguaje ajeno al castellano y cuya reverencial ejecución ha moldeado estas manos. Son las manos de la hemiescritora las que se amoldan a la escritura y no al revés. Mitad mujer, mitad lenguaje. La hemiescritora no fue creada a partir de una costilla sino de una palabra: hanami. El relato “Autotexgráfico”, incluido en el libro Cuentráficos (Programa Editorial de Sonora, 2006) es el autorretrato en tercera persona de Cristina y el lenguaje que la complementa, que hincha como velas de un barco las venas por las que corren caudalosos pasajes milenarios: “Desde niña soñaba con el día en que sostendría entre sus manos un pesado paquete de hojas, una novela, un libro de cuentos, no lo sabía bien, pero todo era su letra y se veía firmar la última página (…) Es entonces, mientras teclea una historia más descifrable que la de su vida, que se descubre llena de pasajes como venas, llena de un tráfico acelerado de historias y linguas. Es entonces mientras teclea que la tristeza ectofrena. Ahí que el ser explota sin ataduras. El texto grita y gesticula (…) (p.p 7 y 8).
Cristina Rascón nació en Culiacán, Sinaloa, el 2 de marzo de 1976, pero fue registrada en Bacobampo, Sonora y se crió en Ciudad Obregón, Sonora, a donde dice pertenecer de corazón. A los seis años quería ser pianista, pero a los siete descubrió que le gustaba más contar historias: “Inventaba historias que me contaba a mí misma, leía muchísimo y pocos libros me gustaban. Esos los releía y luego escribía algo “mejor” para leerlo en vez de… jajaja.” Hija única y sin embargo amiguera, disfrutaba tanto de compartir sus juegos como de jugar sola. A los 10, 11 años sufría por exceso de perfeccionismo para corregir sus propios textos. En la prepa, de plano, se sintió un personaje que fingía ser Cristina Rascón cuando en realidad era otra, aunque afortunadamente nunca nadie lo notó. ¿Quién era en realidad Cristina Rascón? ¿Una Dama grafómana como las del antiguo Oriente, brillante como la seda y el carbón? A los 18 ya estaba plenamente convencida de su vocación de escritora, pero el clima en el que se desenvolvía, de gente humilde y trabajadora que nada de tiempo tenía para libros, no parecía el óptimo para desarrollar una actividad artística, así que cursó la carrera de Economía en el Tec de Monterrey –a la cual dedica todavía parte de su tiempo- pero sin dejar de escribir relatos a lo largo de aquellos cinco años, aunque para hacerlo tuviera que robarle horas al sueño pues la carrera elegida era muy celosa. “Mi época más fructífera fue en Japón porque tenía más tiempo libre y una de las becas más altas del mundo. Cuando he trabajado como profesora o economista, no he podido generar más que textos esporádicos. Durante esos períodos trato de no desesperar y leer lo más posible, ahorrando para comprarme un bloque de tiempo en el cual me dedique a escribir. Pero creo que con buena organización sí se puede combinar un empleo, que nos guste o incluso apasione, con la escritura de nuestra propia obra. Pero debe ser con un horario y con ingresos adecuados para personas que nos dedicamos a trabajar también en el “tiempo libre” (por cierto, estas cosas las estudia la economía del arte, que me encanta).” Entre sus autores favoritos, Cristina cita a varios japoneses (Kawabata, Mishima, Ishigakirin, Tawara Machi, Murasaki Shikibu y uno que tuvo la oportunidad de traducir gracias a una beca del FONCA: Shuntaro Tanikawa), como también a García Márquez, Borges, Cortázar. Juan Rulfo, Elfriede Jelinek y Luisa Valenzuela.
Hablar de técnica, tratándose de esta joven y exquisita narradora, me parece un querer aterrizarla por fuerza en un espacio academicista donde sus flores se desvanecerían bajo el toque de los que comen y se pasean a costillas de los escritores. Así de frágil, así de exquisita es esta escritura no hecha para la disección crítica. Distinguir a la autora de su lenguaje sería tanto como partirla en dos; escindir a la escritora de la hemiescritora; a la mujer de su texto, a la escritora de la economista, conllevaría una cruenta e innecesaria autopsia porque esas yemas, esos deditos largos y finos escriben para los sentidos, para el espíritu y no para el insensible escalpelo de los académicos. Como si Cristina se hubiera creado una caparazón a prueba de todo lo que no sea la avidez por la belleza. El lector que sus textos exigen deben estar dispuestos a levitar y a soñar, gozar la capacidad de entregarse al vaivén de las palabras, imposibles muchas de ellas; que no tema perderse en la virtualidad de un Japón recreado en pleno desierto de Sonora; jardín virtual entre las dunas que puede cerrarse con el legendario hermetismo de las vaginas de las geishas si no se le aborda con la ternura suficiente: “Un libro gime como cerámica al estallar en el suelo. La mujer ve su rostro envejecido en las imágenes y al asir el hojeo sangran las venas de la mano. Por un instante no siente nada, pero el miedo. Hojas y capítulos le muestran su talante pero ella, entre el dolor que ahora llega y el collage que danza con sus gestos fragmentados, no atina, no avista exactamente los detalles de su antropología. Lo que ve en las páginas es tan borroso y lo que siente tan exacto, tan subterráneo.” (“Violencia intrafamiliar”, Cuentráficos, p. 65).
Cristina habita su propia escritura como pocos escritores, y todos cuantos se me ocurren son, qué ironía, japoneses… Mishima, Kawabata, Murakami….como estos, la hemiescritora sonorense se ovilla en la sinuosidad de los signos que reinterpreta hasta confundirse con estos y gatea ufana por entre los cerezos en flor que tímidamente estallan entre líneas. Así entonces, oscila de la ternura a la violencia con la naturalidad y prudencia de un botón de rosa al reventar, pero ahí están, la crueldad entre mujeres de “Anime animal” y “Hai hai”; la madrota que deshecha sin piedad a sus mujeres viejas y gordas que mascan cacahuates y la gentileza de un ángel de la tradición cristiana que con sus alas acaricia templos budistas. Ahí está en Hanami (Premio Latinoamericano de Cuento Benemérito de las Américas 2005, Universidad Autónoma “Benito Juárez” de Oaxaca, 200), con sus viejecitas que sacan a sus matas a pasear en un carrito y sus estudiantes extranjeras tratando de adaptarse al vértigo de la robotizada civilización de Tokio convertidas en muñequitas Manga. Sobrevivientes que no se hayan en las listas de sobrevivientes y dudan de pronto de estar realmente vivas. Ahí está. El cuerpo de la hemiescritora vuelto palabra, haiku, epigrama: “La noche tembló en mi sudor envinado una y otra vez hasta que el aura nos sorprendió, como nos cae a veces la fecha. Unos capullos siguen cerrados, tiesos, luchando obstinados contra el aire que intenta hacerlos caer o cuando menos, abrirlo. Una alborada de pétalos se estampa en la ventana. Su sonido afelpado, su chocar en el vidrio me llena poco a poco de una paz que se hace grande y pesada, como lo hacía la lluvia en el pueblo de mis abuelos donde me despertaba el olor a café y allá, ramas vacías, árboles flacos. Ya no soy la flor que extiende sus sueños al aire y los abre y los danza.” (“Hanami”, p. 73). Según Cristina, su búsqueda está inspirada por los silencios de Virginia Woolf, la poética de Mishina y el surrealismo de Haruki Murakami.
Poesía. Metáfora. Feminidad. Términos hermosos que sin embargo no aplicaría a la prosa de Cristina que más me remite al canto que al poema; a la hipérbole que a la metáfora; a la fragilidad de un tallo de flor que a uno femenino, porque lo frágil no es exclusivo de la naturaleza de la mujer. También los hombres se ajan, se rompen y se desmoronan como pétalos cuando los toca el ángel del amor imposible, el que adquiere la fisonomía del amante que abandona. La prosa exquisita de Cristina nos remite al hedonismo caligráfico que llevó a Murasaki Shikibu a escribir la primera novela de la historia, es decir, a inventar el género, y a Sei Shonagon, su rival en las bellas letras, a crear el llamado libro de almohada, antecedente de la crónica periodística en pleno siglo XI de nuestra era y cuya rivalidad Cristina ilustra maravillosamente en su primer libro, El agua está helada (Premio Libro Sonorense 2005). Un deleite que lo mismo engendra flores que monstruos; letales muñecas de ojos grandes y cucarachas gigantes atraídas por la descomposición del tiempo. La nostalgia, pareciera decir Cristina, apesta. La inocencia, casi siempre perversa pero de una perversidad sutilísima, pétalos de ceniza. Cristina, insisto, tiene que hacerse chiquitita para no aplastar el mundo creado con tal minuciosidad. Por supuesto, no nos habla del Japón real, no obstante traerlo en las venas y en la mirada, en cuyas pupilas se reflejan diminutas flores, sino un Japón filtrado en sus sueños japoneses, un Japón de maqueta que sin embargo reproduce a escala su exactitud y pulcritud exageradas; su obstinación por cronometrar y robotizar el caos. Un mundo de espaldas al nuestro, donde el caos nos engulle cotidianamente. Su mirada de flor no es, por cierto, la misma de otra autora obsesionada por Japón, la belga Amélie Nothomb, que narra con singular humor su infancia nipona como hija de un embajador europeo en el reino del sol naciente. Cristina mira Japón con ojos grandes, volviéndose parte de él, acercándolo al desierto de su infancia, fascinada y horrorizada, palpando signos con dedos ciegos que se inevitablemente se manchan de ceniza: “(…) Hojear de revistas como aleteo de colibríes, libros forrados en papel beige y misterioso, manga pornográfico, dedos arpegiando microcelulares internéticos (…) Dare? Ningen nano?- pregunta la niña de la animación, pregunta una y otra vez: ¿Quién soy? ¿Qué soy? ¿Humano? Su aguda vocecita se ha clavado en mi memoria: ya no sé su es recuerdo ajeno, propio o injertado…” (“Metrópolis”, p.p 50 y 51).
Cristina, cuyos proyectos literarios tienen que ver exclusivamente con el género cuentístico, se reconoce cafeínomana y firme creyente de la literatura sin pobreza, es decir, de que se puede ser escritor y aspirar a una vida cómoda, bien remunerada, “Creo en la economía para la toma de decisiones y en las letras para la toma de la vida misma. Soy a-política y a-religiosa porque no le voy a ningún partido ni a ninguna iglesia, pero creo en la acción ciudadana y en la espiritualidad. Quiero ser escritora, cada día y todos los días. ¡Tengo que leer muchísimo más!”