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El lenguaje del rebozo

Para Claire Joysmith

Escribir es hacer preguntas. No importa si las respuestas son verdad o puro cuento. Al fin y al cabo y después de todo, lo único que se recuerda es el cuento y la verdad se desvanece.
S.C

Sandra Cisneros es, me parece, una autora de extremos, lo cual no debiera asombrarnos en vista de esa ausencia de nacionalidad que tiende a atribuírseles a los chicanos. Poeta y novelista. Publica primero una nouvelle que habrá de elevarla por las nubes, La casa en Mango Street (Alfaguara, 1995, traducción de Elena Poniatowska y Juan Asencio) y luego una monumental saga familiar, Caramelo (Seix Barral, 2002) de la que nos hace ver Liliana Valenzuela, su traductora o “coyote cultural” como en broma la llama Sandra, es mucho más compleja de lo que parece, en primer lugar, porque echa mano de variantes de dos idiomas que son el español y en inglés: “Mucha gente se pregunta por qué Sandra escribe en inglés y no en español, pero ella va mucho más allá del idioma pues lo mismo domina el inglés de Shakespeare que los españoles que se hablan en la frontera y en el D.F, y hasta el náhuatl, y realiza todas las combinaciones posibles.” Sandra, por su parte, ha dicho que pretendió reproducir tan fielmente como le fue dado la forma de hablar de los mexicanos: “Los diálogos en inglés los construí con sintaxis castellana y sujeta a los modismos mexicanos y uno se da cuenta, aún leyéndolos en inglés, que el personaje está hablando en español, y un español muy particular”. El español, dice en Caramelo, era el lenguaje formal, el que se hablaba entre niños y adultos porque entre niños solo hablaban inglés. No obstante el éxito y enorme interés que despertó entre los académicos estadounidenses que consideran que Sandra ha inventado un idioma propio, ella vive frustrada porque los mexicanos no la leen igual; porque no pueden entender que, independientemente de que escribe no inglés porque “en español me faltan balas”, su literatura se identifica y compenetra con lo mexicano: “México es como un amante al que le escribo largas cartas de amor que nunca me contesta.”
Sandra nació en Chicago el 20 de diciembre de 1954, hija de padres mexicanos, oriundos de Guanajuato. Su padre fue veterano de la Segunda Guerra Mundial y, a decir de ella misma, siempre la trató como una princesa por ser la única niña. Tercera de siete hijos, estudió literatura en la Loyola University of Chicago y escritura creativa en la Universidad de Iowa. Su primer libro publicado en 1980 fue el poemario Bad Boys, al que seguirían en el mismo género, My wicked, wicked days y Loose woman, así como la colección de historias Women hollering creek and other histories (Random House, 19991) y el libro para niños Hair/Pelitos. Las familias que describe en sus dos novelas no se diferencian de las nuestras: niños por montones, abuelas muy activas en la crianza de los nietos; aspiraciones clasemedieras que pueden rayar el exceso; familias que se esfuerzan por encajar en el estilo de vida americano y nombren a sus hijos Elvis o Byron (¡Menos mal que no pueden pronunciar Shakespeare!). Sandra, pues, ironiza sobre los inconvenientes de no ser mexicanos ni gringos sino un raro híbrido al que no aceptan aquí ni allá, al tiempo que llora por los indígenas desechados en su propio territorio y los mexicanos insultados con un ignominioso muro. Ella, suma de mexicanidades solo factible de asumir y practicar cuando se vive en el limbo, con la piel de una hermosa tonalidad caramelo, “Un color tan dulce, que duele de tan sólo verla”. Sólo la frontera entre realidad y nostalgia es capaz de lograr líneas como esta: “Un anochecer en la Ciudad de México lleno de estrellas como los vidrios rotos sobre los muros del jardín, y una luna de jaguar mirándome y cruzando el cielo de vidrios rotos la zapatilla de cristal de mamá volando, volando, volando.” (Caramelo, p. 90).
Pese a que sus padres no eran grandes lectores, cuenta Sandra, su madre solía llevarlos a ella y a sus hermanos a la biblioteca pública cada fin de semana. Examinando los ficheros con ansiosos deditos, topó la niña con una manoseadísima tarjeta que le hizo ver que aquel libro, The little house, de Virginia Lee Curten, debía de ser buenísimo. Supo entonces que quería ver su nombre en una tarjeta así de manoseada, que quería ser escritora: tenía diez años. Tanto ella como su hermano se enamoraron del librito aquel y convinieron en apoderárselo, “de plano le dijimos a la bibliotecaria, que era muy linda, que lo habíamos perdido. Nuestro padre nos daba cinco centavos semanales, el ejemplar costaba 12, así que lo pagamos en cómodos abonos”, ríe. The little house era la historia de una casita en medio de una ciudad que se va modernizando y expandiendo, hasta que el metro termina por pasarle encima. Sandra considera que el libro las apasionó a su hermano y a ella porque acababan de mudarse de barrio por centésima ocasión, “y es horrible ser new kid”. Probablemente sea el origen de La casa en Mango Street, donde Esperanza, la niña protagonista, arma la historia de su familia a través de viñetas de un álbum familiar: “Dice la historia que ella (la bisabuela) jamás lo perdonó (al bisabuelo). Toda su vida miró por la ventana hacia fuera, del mismo en que muchas mujeres apoyan su tristeza en su codo (…) Heredé su nombre (Esperanza) pero no quiero su lugar junto a la ventana.” (p.p 15 y 16). La decisión de las mujeres (abuelas, madres, hijas) es determinante en las dos novelas de Sandra. Invariablemente se rebelarán ante sus circunstancias, aunque no necesariamente repudiando sus deberes domésticos que las abuelas en particular ejercerán con majestuosa dignidad, “(…) la obligación de la mujer es dormir para que pueda levantarse temprano con la estrella de la tortilla (…)” (p. 36), pero sí poniendo en su lugar a hombres abusivos e infieles. “Una persona independiente, que nos necesita o quiere, inspira nuestra admiración, y la admiración es una pócima de amor (…)” (Caramelo, p. 239).
Escribir se volvió el secreto de Sandra niña, narradora de ambas novelas (aunque en Caramelo la llamen Lala). Leer, no tanto. “Era niña muy sola –dice –y muy muy chillona, cualquier cosa me hacía llorar. Sigo siendo igual, y me alegra.” Cuando se la matriculó en una escuela de monjas empezó a experimentar un cierto rechazo hacia su vocación, “No sabía como ser escritora. Mi modelo era esta (señala un cuadro de Sor Juana), ¡pero no quería meterme a monja! De cualquier manera estaba decidida a ser escritora y ni siquiera sabía que existiesen las librerías pues los libros los sacábamos de la biblioteca y suponía que eran propiedad del estado.” Fueron las monjas, a quienes la ocurrente Sandra denomina desesperate housewives of God, las que la sacaron del closet, “en realidad me sacaron a escobazos como a un rantoncito de debajo de la cama”, y la hicieron publicar sus incipientes poemas en una revista. Ignoraba Sandra que aquello la haría ganar dinero. Su plan era ser maestra de secundaria… y sí, emplear sus ratos libres para seguir escribiendo. A los 28 años obtuvo una beca por $2,500 dólares que nunca esperó ganar. Con ella cubrió sus deudas con la universidad y compró un boleto de avión Nueva York-Atenas porque había visto en las películas que los escritores se van a Europa… pero seguía sin entender como hacerse escritora a pesar de escribir sin tregua… pero renuente a encerrarse en un convento. Asegura haber tenido otra crisis vocacional cuando, siendo maestra de un instituto para estudiantes muy muy pobres empezó a preguntarse para qué podría servirles la poesía a aquellos jóvenes desventurados: “Empecé a preguntarme, ¿para qué sirve la poesía en una comunidad tan castigada como la latina? Pese a todo seguí escribiendo y lo que escribí entonces se emplea como material de lecturas en institutos como aquel… y estoy muy contenta…”
De regreso a EU, a la edad de 30, decidió aceptar un trabajo en San Antonio para no tener que volver a Chicago donde le aguardaban los arrumacos paternos, “y es que esperaban que fuera a cenar todos los domingos… ¡y los domingos era mi día de escribir!” En San Antonio no solo esquiva el compromiso familiar sino que se consagra a la escritura, particularmente al obtener alguna beca que le permite ausentarse de seis meses a un año, “me concentré tanto en ser escritora que no tuve tiempo para ser madre”, dice, no sin cierta nostalgia. En 1991 su libro de relatos El arrollo de la llorona fue designada entre los mejores del año por el New York Times y mejor título de ficción por Los Angeles Times y obtuvo el Pen Center Award, el Book Club New Voices Award y el Lanzan Literary Award. En 2002, dieciocho años después de su exitosa Mango Street, publica la extraordinaria Caramelo cuya escritura le lleva cerca de nueve años, siendo nominada al prestigiado Orange Prize en Inglaterra. A decir de la propia Sandra, empezó a escribir esta “falsa autobiografía” (no tan falsa en realidad) cuando descubrió que su padre había tenido una hija antes que ella, con una mujer que no era su madre, “¿Por qué será que el abuelo no exigió que papá cumpliera con su obligación para con la lavandera? ¿Sería porque ella era indígena? México glorifica su pasado indígena, pero la situación contemporánea es otro cuento. Los indios son quienes hacen los peores trabajos y ocupan el último peldaño de la jerarquía social. Basta con ver la televisión mexicana para ver que todas las estrellas mexicanas son tan blancas como en Hollywood. Los mestizos interpretan el papel de los indios aún en las telenovelas. No sé de ningún indio que interprete a un indio, y cuando hay un papel para un indio es un papel secundario de sirviente o de la India María que ridiculiza a los indios. En México, el peor de los insultos es llamar a alguien “indio”.
Caramelo es la historia de tres generaciones de los Reyes, familia de reboceros mexicanos, aunque parte de la infancia de Lala, nieta de la autoritaria matriarca, Soledad, su abuela paterna. A diferencia de Soledad, que vive en México, a Lala le toca nacer en Estados Unidos aunque frecuentemente se pasa del otro lado para visitar a la abuela, “El olor a diesel del tubo de escape, el olor de alguien tostando café, el olor a tortillas de maíz calientes junto con el pat-pat de las mujeres haciéndolas, el ardor de los chiles cuando los asan en tu garganta y en tus ojos. Algunas veces un olor en la mañana, muy fresco y limpio que te pone triste. Y un olor en la noche cuando las estrellas se abren blancas y suaves como un bolillo recién horneado (…) Cada año que cruza la frontera es lo mismo: mi mente olvida. Pero mi cuerpo siempre recuerda.” (p. 34). Lala habla siempre desde los sentidos, desde la memoria de la piel que retiene colores, olores y sabores, fusionándolos: el sabor tiene olor; el olor tiene sabor. Es la voz de una niña dividida entre dos culturas para la que todo es generalmente incomprensible pero muy divertido. Quizá el hecho de no comprender del todo justifica que se exprese permanentemente en metáforas. No se siente en lo absoluto afín a la abuela que dispone sobre su educación y sobre sus trenzas; no hasta que descubre en su abuela una niña huérfana de madre y abandonada por su padre que aprendió a forjar rebozos antes que trenzas. Es Soledad fuente de riqueza y de historias de la familia Reyes: “(…) cuando Soledad era todavía demasiado pequeña para trenzar su propio cabello, su madre murió y la dejó sin el lenguaje de los nudos y los rosetones de seda y la artisela, del algodón y los secretos teñidos de mengikat (…)” (p. 120).El rebozo provee a su usuaria de un lenguaje lleno de significados poéticos y también obscenos, para el que no existen palabras. Leyendo la forma en que Sandra “traduce” el lenguaje del rebozo, no puedo evitar pensar que el idioma en el que escribe no es ni español, ni inglés, mucho menos spaninglish, sino el lenguaje del rebozo: “(…) si una mujer remoja el fleco de su rebozo en la fuente cuando va a traer agua esto significa: “Estoy pensando en ti.” O, como cuando envuelve el rebozo como una canasta y pasa por enfrente de su amado y deja caer su contenido por accidente, si una naranja y una caña de azúcar ruedan hacia abajo, quiere decir: “Sí, te acepto como mi novio”. O si una mujer le permite a un hombre que recoja la punta izquierda de su rebozo, está diciendo: “Quiero huirme contigo” (…) (p. 135).
Actualmente Sandra vive en San Antonio, Texas, con su novio, en una notoria casa color morado que la hizo entrar en controversia con sus vecinos y hasta en pleitos legales en 1997, “el morado es un color histórico-argumentó la escritora- solo alcanza unos cuantos años atrás hasta las pirámides y se encuentra en los códices nahuas.” Asegura no estar dispuesta a volver a invertir nueve años de su vida en la escritura de un libro pues ya tiene cincuenta años, así que ha regresado a la poesía.