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La tejedora

¿Cuántas Catherines, Elizabeths y Marías habrán desfilado incautas frente a miss Austen, quien fingiéndose absorta en su tejido las escuchaba y observaba con devoción casi antropológica para, apenas quedar a solas, tomar nota de cada chisme, cada rumor, cada ocurrencia, cada encantador gesto en el cuaderno clandestino que extraía de su estuche de costura? Juraría que a nadie se le ocurrió echar un vistazo ahí dentro, cuyo interior sería sin duda tan devastador como el de la caja de Pandora: esa es la ventaja de que te subestimen. A decir de uno de los sobrinos, tía Jane tomaba una serie de previsiones que nunca estuvieron de más… impedir que repararan la puerta principal de la vicaría, por ejemplo, que rechinaba horrible cuando alguien entraba: era su aviso de que debía esconder los legajos, ya sea al interior del estuche de tejido o cubriéndolas con un secante. Imposible suponer que la simpática hija del reverendo George Austen, rosas en las mejillas, dedos ágiles, consagrada al tejido, a sus sobrinos y a hornear pasteles fuera autora de las exitosas Criterio y sensibilidad (1811) y Orgullo y prejuicio (1813), que tanto éxito tenían entre las jovencitas (a reserva, claro, de la vigilancia materna) y cuyo autor firmaba simplemente “By a lady”. Novelas en cierto modo didácticas ya que invariablemente los personajes aprenderán de sus errores y debilidades; donde las jerarquías se diluyen ya que ningún personaje es realmente secundario y cada uno es trazado con esmerado sentido de lo humano porque Jane era, sin lugar a dudas, conocedora harto objetiva de la naturaleza humana a través de la observación. Novelas donde los terribles acontecimientos de la época en que se redactaron (la revolución francesa) no existieron, cosa que cautivaría a uno de sus más asiduos lectores: Winston Churchill; novelas inconscientes de su contemporaneidad con alguien como el marqués de Sade. Como dice Carlos Fuentes en su ensayo de 1970 dedicado a Hèlene Cixous, “La novela como reconocimiento: Jane Austen”, en ellas tampoco hay mineros, revolucionarios franceses o comerciantes londinenses, “porque el autor los desconoce y, al tratarlos, se expondría al fracaso. Y Jane Austen es de los escritores que no fracasan. Pueden fracasar, en su afán totalizador, Dostoievski o Balzac. Jane Austen, no.” (Casa con dos puertas, Joaquín Mortiz, México, 1998, p. 25). Es probable que Jane haya escuchado hablar de sus propios libros mientras tejía deprisa y acompasadamente una docena de bufandas para sus sobrinos, y los comentarios la habrán hecho sonreír complacida, pero nunca enfrentaría a sus lectores y lectoras porque lo suyo no eran los salones sino la seguridad de la salita de estar y el fuego del hogar. Nacida el 16 de diciembre de 1775, en Steventon, Hampshire, sexta de siete hermanos, Jane Austen pensaría como Emma, su heroína más autobiográfica, “(…) nunca seré una solterona pobre; y para la mujer que no se casa la pobreza es lo único que la hace parecer despreciable a los ojos de los que viven holgadamente (…) una mujer soltera con buena fortuna siempre es respetada, y puede ser tan inteligente y de trato tan agradable como cualquier otra persona (…)” (Emma, Planeta, Colección Novela Única, p. 70). A decir de Fanny Austen, otra sobrina de tía Jane, esta no era tan refinada como su talento hubiera permitido esperar. Tanto Jane como Cassandra eran absolutamente ignorantes de lo que tuviera que ver con las modas… y en el caso concreto de Jane su conocimiento del mundo lo obtenía a través de las experiencias de terceras personas.
Basta leer a Jane Austen para suponer que era encantadora y divertida, acaso un tanto maliciosa y dueña, eso sí, de una devastadora ironía que, seguro, dejó fluir solo a través de la pluma pues de lo contrario no hubiera sido tan apreciada en su comunidad. Los retratos de la época reflejan a una chica muy bien parecida, típica rosa inglesa de mejillas arreboladas, todo eso sin contar que su padre gozaba de respetabilidad y fortuna. No fue falta de oportunidades lo que la hizo permanecer soltera. Presiento que Jane se sentía tan plena con su escritura que su máximo anhelo era contar una buena historia, y contarla bien. El poder de su imaginación –pues por más que se inspirara en personajes reales predominaba su imaginación, que de hecho la rebasaba- suplía perfectamente a la realidad. A decir de Carlos Pujol, se supo de dos aspirantes a la gordezuela mano de miss Austen: un irlandés de nombre Tom Lefroy, así como de otro joven que la asediaba en el balneario de Devonshire hasta casi hacerla gritar de indignación, que moriría en la flor de la edad, trastornándola brevemente. Como Emma, la casamentera aficionada, parecía muy ocupada arreglando las vidas de los demás como para pensar en sí misma, siempre sospechosamente entretenida con su tejido y entreteniendo a sus numerosos sobrinos, dieciocho en total, que la idolatraban y a los que prácticamente adoptaría al morir la esposa de su hermano Edward. Definitivamente no fue su fama la que la hizo acreedora a una invitación de la mismísima Madame de Stäel a una de sus célebres tertulias (nunca reconoció abiertamente ser la autora de sus novelas), sino su encanto personal. Por supuesto, miss Austen declinó dicha invitación con su natural gentileza, argumentando acaso un dolor de cabeza… no, algo mucho más original que eso. Ni siquiera parecía demasiado inteligente, para nada lo que los ingleses denominan blue stocking (marisabidilla para los españoles), quizá porque, como sospecha Catherine Morland, la inteligencia solo puede acarrearle desdicha a una mujer. Y sin embargo Jane Austen era muy inteligente. Además, siempre consideró sus novelas un divertimento algo vergonzante, sin imaginar que algún día críticos de la envergadura de Ronald Blythe la denominaría precursora de Henry James y Proust. El mismísimo G.K Chesterton se referiría a miss Austen en los siguientes términos: “Comparados con ella, muchos de los poetas parecen haber sido fabricados (…) Hombres como Coleridge o Carlyle prendieron sus primeras antorchas en las llamas de místicos alemanes o especuladores platónicos igualmente fantásticos; atravesaron calderas de cultura donde personas menos creativas incluso podrían haber ardido en las llamas de la creación. Jane Austen no se inflamó, no se inspiró para ser un genio, ni siquiera lo persiguió; simplemente era un genio (…)” No obstante los encendidos elogios de Chesterton, Jane permanecería infravalorada por sucesivos críticos que no lograron leer más allá de los perpetuos enredos amorosos de sus protagonistas y la afectación y banalidad de sus personajes secundarios, llegando a decir que hubiera sido como Shakespeare, de haber tenido su inteligencia. Jane se dirigió a los críticos de su tiempo, concretamente a través de La abadía de Northanger, los que al parecer, según se entiende, subestimaban, como el mismísimo Henry Tilney, al género novelístico: “Nosotros (los escritores) no nos desampararemos unos a otros; somos un cuerpo herido. Aunque nuestras producciones han llevado más placer, en más cantidad y calidad, que cualquier otra especie literaria en el mundo, ningún género ha sido tan menospreciado. Desde las atalayas del orgullo, la ignorancia, o la moda, nuestros adversarios son casi tantos como nuestros lectores. Y mientras que las habilidades del nonagésimo compendiador de la historia de Inglaterra, o las del hombre que reúne y publica en un volumen una docena de versos de Milton, Pope y Prior, o un ensayo del Spectator, y un capítulo de Sterne, son elogiados por mil plumas, parece haber un deseo casi general de desacreditar la habilidad y subvalorar el trabajo del novelista, y menospreciar obras recomendables por su genio, encanto y belleza.” Hoy entendemos que Jane no se limitó a retratar a la sociedad de su tiempo; a esa afectada clase media, suspirante de ingresar a la realeza. Hizo algo mucho más interesante: exponerla, sin llegar a ridiculizarla, aunque su mirada es, y acaso a pesar de sí misma, incisiva, particularmente en sus escritos tempranos, recientemente reunidas bajo el título Amor y amistad (Alba Editorial, Clásica, Barcelona, 1998, traducción de Menchú Gutiérrez), donde accedemos a una Jane Austen quinceañera, esto es, una miss Austen elevada al cubo que todavía no se imponía límites y seguramente no pensó publicar esos papeles que, dicen, escribió para divertir a su padre… es, por consiguiente, una Jane Austen que descuida las buenas maneras que cultivaría posteriormente como un exuberante jardín: “-Cuando conozco un poco mejor a mi Alice –escribe la Austen adolescente, cubriéndose la boca para sepultar sus risitas -, no se sorprenderá, Lucy, de ver como la querida Criatura bebe un poco más de la cuenta; porque cosas como ésta pasan todos los días. Esta muchacha tiene muchas raras y encantadoras cualidades, pero la Sobriedad no es una de ellas. En realidad, la familia en pleno es un triste ejemplo de borrachos (…)” (“Jack y Alice”) A esa época se remonta también el primer borrador de la más menospreciada de sus novelas, Lady Susan. Indudablemente miss Austen se divertía como una enana mientras sacudía la pluma a la misma velocidad que las agujas de tejer.
Las novelas de Jane Austen son atípicas desde el instante en que destaca en sus heroínas virtudes harto dudosas para la época, como la seguridad en sí misma de Elizabeth Bennet, de Orgullo y prejuicio, o la enternecedora autosuficiencia de Emma: “(…) yo nunca me he enamorado; no va con mi manera de ser o con mi carácter (…) creo que habrá muy pocas mujeres casadas que sean tan dueñas de la casa de su marido como yo lo soy de Hartfield (…)” Elizabeth se quiere lo suficiente para no derrumbarse ante el ostensible desprecio de Darcy que a voz en cuello señala no considerarla lo suficientemente bonita para bailar con ella. Vamos, hasta lo encuentra simpático en su pedantería, casi lo compadece con ternura. Estas heroínas se mantienen graciosamente al margen de las maquinaciones de una madre o tía dominantes, y de amigas y hermanas desesperadas por atrapar marido, y si bien no se identifican con semejante anhelo no vacilan en aportar buenos consejos y hasta trazar estrategias. En realidad tienen cosas más interesantes que hacer, y solo las maniobras desesperadas de sus galanes las orillarán al matrimonio. La relación entre mujeres es uno de los rasgos más destacables de la novelística de Austen, donde la solidaridad y ternura mutuas se sobreponen a cualquier rivalidad o envidia que pueda surgir en el camino. Las mujeres austenianas tienen claro que, de darles a elegir entre el amor y su mejor amiga, ganaría la última opción. En estas relaciones se refleja la pasión de la propia Jane hacia su hermana Cassandra, únicas mujeres entre siete hermanos, siempre procurándose bienestar y solaz la una a la otra. Cassandra, naturalmente, fue la más voraz lectora de Jane Austen y su más benevolente crítica.
Pocos percibieron que la escritura de Jane Austen tenía mucho de crítica social, que no raras veces recurrió a la parodia, la cual llevaría al punto de la maestría en La abadía de Northanger (Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1978, traducción de César Aira), su novela más Austen, no otra cosa que justamente una parodia de las novelas góticas. Seguro no lo advirtieron porque Jane no se permitió caricaturizar a sus personajes, pero lo cierto es que Catherine Morland, heroína de la citada novela, pertenece al mismo árbol genealógico de Don Quijote y Madame Bovary; una lectora confundida entre la ficción y la realidad, víctima de su imaginación: “(…) al criticar a los románticos –dice Chesterton -, esta escritora realista está muy interesada en criticarlos por lo mismo por lo que el sentimiento revolucionario los ha admirado tanto: por la glorificación de la ingratitud hacia los padres y por la fácil asunción de que los viejos siempre están equivocados (…)” Catherine es de las pocas heroínas bobas de Jane (“inocente”, la llama la novelista gótica Margaret Oliphant); diríase que Jane se complace en atormentarla. Evidentemente no le guarda la mínima ternura, aunque le permita terminar felizmente casada con el antipático Henry Tilney, casi una parodia de Darcy. En La abadía…asistimos al periplo de una jovencita que se sueña heroína de una novela de Ann Radcliffe (la que evidentemente Jane ha leído como todas las chicas de su generación y encuentra exagerada); una novela llena de peligros, fatalidades, retratos antiguos, inexplicables portazos y vientos gélidos. Pero nada parece indicar que Catherine viva alguna vez semejantes circunstancias: hija de un matrimonio convencional sin antecedentes demasiado interesantes, sirve de dama de compañía a una señora demasiado buena para su gusto (hubiera preferido ser al menos un poco maltratada) que la lleva consigo a Bath donde conocerá a Isabella, la amiga que siempre soñó, y a Henry, el hombre de sus sueños, aunque no lo bastante peligroso, de quien la distanciará una serie de malos entendidos, perpetrados en su mayoría por el hermano de Elizabeth, John Thorpe, encaprichado con Catherine. Y justo cuando parece que no existe la posibilidad de reivindicarse ante Henry, surge la oportunidad, planteada por la hermana del propio Henry, de que Catherine la acompañe a la abadía de Northanger. ¡Una abadía! Hasta Henry pasa a segundo plano pues lo que más excita a Catherine es la posibilidad de vivir en una abadía de verdad, donde seguramente se verá rodeada de misterios y peligros, aunque cuando cree encontrar un antiguo manuscrito al fondo de un baúl, lo que encuentra son cuentas de lavandería. Conforme transcurre su estancia ahí, la joven pasará de la decepción (ningún mueble es anterior al siglo XV, ni una antigua chimenea y un ejército de criadas en vez de una sola…en las novelas góticas las fortalezas son atendidas por un solo criado) a un terror creado por sus propias fantasías que la llevan a suponer que la abadía alberga a la esposa supuestamente muerta del padre de Henry, “Catherine había leído muchas novelas como para no saber con qué facilidad puede hacerse pasar una muñeca de cera por un cadáver, y fingirse todo un funeral.” (p. 190) Y detrás de la pluma, miss Austen entrega a su heroína a un lecho insomne, donde la aguarda una almohada sacudida por sollozos y humedecida por las lágrimas, “y feliz de ella si consigue una noche de descanso en los próximos tres meses.” (p. 89). Las novelas de Jane, por cierto, distan de recurrir a las almibaradas descripciones distintivas de la novela rosa y que pueden leerse obsesivamente en novelas de autores varones como Samuel Richardson. Su interés descriptivo parece centrarse en los caracteres más que en los rasgos físicos y sus heroínas, más que deslumbrantes, son sencillamente “agradables”.
Recluida en su salita de estar, miss Austen escribiría su primera novela, Orgullo y prejuicio, en 1796, a los 21 años, misma edad de la sensata Elizabeth Bennet, si bien sería Criterio y sensibilidad la primera en publicarse, en 1811 (Orgullo… habría de esperar hasta 1813). Su vida sería la esperada en una chica de su condición social, con eventuales escapadas a Bath y, ¿por qué no?, algún furtivo coqueteo tras las agujas de tejer. El primer golpe fuerte se lo daría la repentina muerte de su amado padre en 1805. A la pena por la pérdida se sumarían dos circunstancias trágicas: una serie de problemas financieros derivados del deceso de George Austen la orillarían a admitir la caridad de sus hermanos, lo que sin duda debió afectarle tras gozar toda su vida de libertad en ese sentido. Por entonces estuvo a punto de ceder al matrimonio con un terrateniente de nombre Harris Briggs-Marchitan, orillada acaso por la necesidad. Se anunció, incluso, el compromiso, pero miss Austen terminaría cambiando de idea y trastornándolo todo, dejando plantado al pretendiente casi al pie del altar. Esa pudo haber sido la razón por la que decidió mudarse a Southampton con uno de sus hermanos; eso o los primeros síntomas de la enfermedad de addison, dolencia de los riñones –si bien algunos estudiosos presumen que en realidad murió de cáncer en un seno- que la llevaría a la muerte el 18 de julio de 1817, en brazos de su querida hermana a quien heredaría los derechos de su obra, habiendo publicado sus libros más conocidos, excepto La abadía de Northanger y Persuasión, su novela más seria, que habrían de esperar una edición póstuma, al año siguiente de su fallecimiento, tramitada por su hermano Henry. Muchos años después, entre 1923 y 1926, se publicarían su inconclusa novela Los Watsons, Fragmento de una novela y Plan para una novela. Es probable, como intuye Carlos Pujol, que no todo haya sido miel sobre hojuelas para Jane; que alguna desconocida pasión la haya hecho temblar alguna vez; que bajo la radical ausencia de dramatismo en su obra se agazape un drama callado que su pudor le impidió compartir con sus lectores. ¿Ocultaba su estuche de costura algo más que un cuaderno de notas? ¿Alguna carta de amor, acaso? Lo cierto es que una de las cosas que más cautiva de Jane Austen es la serenidad de su prosa, el pausado latido de su corazón, como señalara el mismísimo Julien Green: “Un mundo muy tranquilo el de miss Austen. El corazón late pausadamente y no se oye ni un grito, pero hay una emoción oculta bajo esas apariencias de calma y de invariable buena educación.”