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Flores extrañas

“No fue un suicidio: quienes aman la vida se suicidan; quienes aman la muerte se dejan morir…”, diría Natalie Clifford Barney a propósito de su gran amor, la también escritora Renée Vivien (La poète Renée Vivien: evolution d’ une mystique).
Renée Vivien parecía contradictoriamente dotada tanto para la tragedia como para la dicha extrema. Se le dio a elegir uno de dos caminos y torció hacia su izquierda, quizá por así convenir a su temperamento histriónico. Nacida el 11 de junio de 1877 bajo el nombre de Pauline Mary Tarn, en Paddington, Inglaterra, en circunstancias de privilegio, en razón al menos de fortuna económica, tuvo una infancia feliz pese a la notoria inclinación de su madre hacia su hija menor, Antoinette, por ser la bonita, no obstante que, según constatan los retratos de la época, Renée era muy bella, de figura espigada y cabellos y ojos color avellana. Las hermanas, no obstante, se adoraban y Antoinette era parte indispensable del entorno feliz de Renée. El primer revés lo conocería a los nueve años, con la repentina muerte de su padre. Criada hasta entonces en París junto con su hermana, las niñas se verían forzadas a regresar a su natal Inglaterra por la que Renée, entonces Pauline, experimentaba poca afinidad. Empezó por tanto a manifestar conductas antisociales, normales para una chiquilla que se acaba de quedar sin padre y que ha sido arrancada del que ha sido su hogar, pero Mary Gillet Bennet, su madre norteamericana, reaccionó de forma harto insólita, tratando de despojar a la pequeña de su parte de la herencia alegando que sufría trastornos mentales. Apenas era una niña y Renée ya estaba en el ojo del huracán de la codicia de su madre. Por fortuna, unos magistrados asumieron la custodia de la niña quien recibiría su herencia apenas cumplir veintiún años, en tanto permaneció bajo custodia de cariñosos padres adoptivos. Lo primero que haría la joven heredera al cobrar, sería regresar a París y adoptar, antes de publicar algún libro, el nombre de Renée que significa renacida. Pero antes de su partida hizo algo que nos permite vislumbrar su naturaleza bondadosa: perdonar a su madre y asignarle una pensión, por lo que Renée mantendría su vínculo con la mujer que trató de despojarla, llegando a viajar juntas a Japón.
Inmensamente rica, joven y bella, Renée parecía dispuesta a comerse el mundo a puños y si bien viajó y se cultivó muchísimo, se vería seriamente limitada por una timidez excesiva y una acendrada ingenuidad que la hacía correr aterrorizada ante cualquier insinuación masculina. De pronto el mundo le pareció horrible, inmoral, injusto y peligroso y quizá hubiera terminado encerrada por propia voluntad en un convento si no irrumpe en su vida Natalie Clifford Barney. En su extraña novela, Se me apareció una mujer (El Cobre, Barcelona, 2006, traducción de Susana Cantero) relata en forma poética, con tintes míticos, su primer encuentro con aquella a quien nombraban La amazona debido a su amor por la equitación que la hacía vestir casi a diario pantalones de montar, y que en la ficción de Renée se llama Lorély, especie de jeque femenino que tiene a su disposición un harem de muchachitas, del que el personaje narrador, la propia Renée, pasa a formar parte sin restricciones. Natalie era tan deslumbrantemente hermosa como la describe Renée, con una leonada melena de un rubio platino y unos enormes ojos azul-grises que centelleaban como dagas más que como joyas: “(…) Tú eres el sufrimiento maravilloso que hace despreciar la felicidad”, le diría a Natalie (p.25). Llama la atención la perenne vinculación de Renée entre amor y sufrimiento, y ella supo, en el preciso instante en que Natalie le fue presentada por Violet Schilleto, su mejor amiga, que aquella sería la fuente de sus padecimientos amorosos. Violet era una joven extremadamente recatada y hasta de temperamento religioso, por lo que ignoramos cómo pudo involucrarse con Natalie, quien ya entonces, a los veinte años, uno menos que Renée, gozaba de fama de pervertida. En la biografía de Natalie, escrita por Suzanne Rodríguez, se afirma que Natalie no sintió interés por Renée-Pauline a simple vista, tímida esta hasta la pusilanimidad, sino hasta que advirtió que aspiraba, como ella misma, a ser escritora y poseía exquisita formación, superior incluso a la propia. Pero a Renée le importaba un comino ser presentada en sociedad (pudiera decirse incluso que era la sola idea la aterraba). Lo único que quería era ser dejada en paz para dedicarse a escribir. Se negó incluso a contratar una chaperona, pues una joven decente no podía darse el lujo de vivir sola. Hasta la propia Natalie tenía a su servicio una señora que cubría esa función y debió encantarle que Renée defendiera su independencia a tal grado, por lo que de inmediato la invitó al Palais de Glace a lo que, extrañamente, Renée no se rehusó. Acudieron juntas a aquel elegante recinto ubicado en los Campos Eliseos y, bajo la paciente guía de Natalie, Renée aprendió a patinar y hasta saboreó sus sentones de principiante. Natalie, no obstante ser apenas un año menor que ella, le brindó el trato maternal que nunca tuvo por parte de su propia madre. Experta seductora de mujeres (había seducido a la mismísima Liane de Pougy, la más hermosa y cara cortesana de París, que escribiría también una novela inspirada en su affair con la norteamericana rubia), supo de inmediato como envolver a la frágil Renée en sus hermosos tentáculos, tratándola con amabilidad casi infantil, explotando su propia apariencia de ángel, haciéndola reír con bobadas. No pasaría mucho tiempo antes que la propia Renée invitara a Natalie a su pensión donde terminarían retozando en idílico escenario de lirios blancos que parecía especialmente montado para su primer encuentro erótico: una simbólica pérdida de la virginidad para Renée, que jamás conocería varón pues ni siquiera sentía simpatía por el sexo opuesto, como no fuera hacia el sensible Charles Brun, quien sería el maestro privado de literatura de ambas herederas: “¿Acaso ha amado alguna vez una mujer a un hombre? Me cuesta concebir semejante aberración… El hecho de plegarse al yugo masculino se me aparece como algo monstruoso, una pasión contra natura…” (Se me apareció…, p. 82).
Y si bien los verdaderos problemas no empezaron sino hasta la publicación del primer libro de poesía de Natalie, que se adelantó un poco al que sería el primero de Renée, sus relaciones íntimas, que de entrada no fueron contempladas con suspicacia (¿cómo pensar mal que dos angelicales criaturas tomadas de la mano?), se tornaban cada vez más conflictivas debido a las reiteradas infidelidades de Natalie que, como la Lorély de Se me apareció…, se divertía seduciendo a muchachitas tan virginales como la propia Renée. Y Renée quería, necesitaba a Natalie solo para ella. El que la rubia desechara rápidamente a sus conquistas no representaba alivio alguno para la muy espiritual (y monógama) Renée: “Un estertor, y aún otro estertor, y un último estertor… yo había dejado de existir. Era un alma despojada de su cuerpo, una masa informe y confusa, sin límites y sin consistencia que flotaba, sin tener más sensación que tiritar de desnudez (…) Una plegaria flotaba en medio de aquel vacío consciente de sí mismo: “¡Una personalidad! ¡Un cuerpo! ¡Un nombre! ¡Oh! ¡Volver a ser alguien! ¡Ser lo que fui, aunque ya haya olvidado quien fui!” (…) Sombra… Y la nada. (Se me apareció, p. 89) Natalie tenía un mundo fuera de su intimidad con Renée: era una rica heredera norteamericana, asediada por mujeres… y por hombres, con los que se daba el lujo de coquetear descaradamente (y esto le era a Renée todavía más doloroso que verla cortejando a muchachitas, no obstante que sabía que Natalie no experimentaba la mínima atracción hacia los hombres: era su ego el que la impulsaba a asumir ese comportamiento), mientras que para Renée, fuera de la escritura, solo existía Natalie. Su profesor, Charles Brun, un heterosexual que no experimentaba el menor espeluzno hacia los besuqueos entre sus dos alumnas, fue el único confidente varón de Renée. Le escribe en una carta desde Ben Harbor que siempre estaban (Natalie y ella) dando almuerzos, organizando bailes, visitando a personalidades influyentes y tomando el té “con deplorable frecuencia”, cuando lo que ella deseaba era apartarse de ese torbellino de seda junto con Mademoiselle Barney. A favor de Renée hay que decir que mientras Natalie se desaparecía sola o con un par de cortesanas, aquella se consagraba a la escritura.
Tras la aparición del primer libro de Natalie, Quelque portraits-sonnets de femmes, donde pretendió emular a Safo, ilustrado con primorosos retratos de sus virginales amigas, Renée entre ellas, de la autoría de Alice Pike, madre de Natalie quien nunca percibió nada turbio en el ensalzamiento de los pechos de las amiguitas de su hija. La publicación, sin embargo, desató un escándalo de enormes proporciones que hizo al iracundo padre de Natalie, Albert Barney, arrastrarla por la dorada cabellera por una de las principales calles de París. Renée huyó junto con su amiga del escándalo hacia Estados Unidos y aprendió la lección: publicaría sus poemas sáficos bajo el seudónimo masculino de René Vivien. No solo no hubo escándalo en torno a la publicación del primer libro de Renée, Etudes et préludes (1901), sino que los críticos se volcaron en alabanzas para con el joven monsieur Vivien, llegando a calificarlo como “el nuevo Baudelaire”, lo que mató de risa tanto a Renée como a su musa. Renée Vivien, hay que decirlo, era poeta muy superior a Natalie, cuya prosa es mucho mejor que su poesía. Renée era, sin duda, una gran poeta, no obstante que su obra está impregnada de lo que Pierre Löuys (1870-1925), íntimo amigo de Natalie, describiría atinadamente como: “una malevolencia imaginaria que ronda por ahí y la espera”. Por entonces, oculta aun en su seudónimo masculino, Renée realizó un sincero esfuerzo por comprender la filosofía de su amada y hasta inició una entrañable amistad con Eva Palmer, una de las virginales amantes de Natalie, con quien compartió la pena amorosa que les era mutua pues mientras Renée y Eva conversaban largo y tendido sobre sus sentimientos hacia Natalie, esta se evadía en alguna aventura amorosa. Casi al mismo tiempo que Natalie anunciaba su matrimonio con Freddy Manners-Sutton (que nunca se efectuaría), Renée recibía noticias de la enfermedad mortal que había postrado a su querida amiga Violet, por lo que hizo maletas y abandonó a Natalie en Cannes para retornar a París. Al enfrentarse con aquel cuadro, Renée se sentiría corroída por un sentimiento de culpa con el que se autoflagelaría el resto de su vida: “Se castigó a sí misma por haber escogido siempre a Natalie, en lugar de a Violet, sin tener en cuenta los sentimientos de su antigua amiga. Cuando Pauline (Renée) comparó la pureza de su amiga de la infancia con la sexualidad agresiva de su amante, sintió vergüenza”, escribe Suzanne Rodríguez en la biografía de Natalie Barney (Circe, 2003, traducción de Beatriz López-Buisán, p. 164). Este episodio quedaría plasmado en Se me apareció una mujer, donde Violet recibe el nombre de Ione: “Caí de rodillas. ¿Ante quien, ante qué y por qué? No lo sé. Me arrodillé simplemente ante algo que estaba por encima de mi dolor y que yo no comprendía…” Renée cuidaría devotamente de Violet, quien moriría en sus brazos. Tras la pérdida de su amiga, la poeta se instalaría en la planta baja del número 23 de la Avenida du Bois, en el mismo edificio donde viviera de niña al lado de Violet y la familia Schilleto. Durante los siguientes dos años vivió consagrada a su escritura, sin sacar a los críticos de su error respecto al sexo del autor al que ensalzaban, aunque era la depresión y no un afán por ocultarse lo que la mantenía recluida. A ese periodo corresponden sus obras Cendres et opusieres, Brumes de fiords, Évocations, Sapho y Du vert am Violet, que muchos críticos consideran lo mejor de su producción poética. Solo escribiría una carta a Natalie, fechada el julio de 1902, donde le agradecía el haberla ayudado a conocerse a sí misma: “Tú me trajiste flores extrañas que yo no había conocido…”
Pero Renée regresaría a los brazos de Natalie, y su relación adquiriría tintes apoteósicos. De hecho fue Natalie quien corrió en pos de su amiga apenas enterarse de que había caído en las garras de la baronesa Hélène von Zuylen de Nyevelt, célebre lesbiana a la que nadie molestaba quizá en virtud de su condición de viuda respetable y madre de un hijo ejemplar, aunque incluso se presentaba disfrazada de varón, con todo y bigote, en diversos antros. Natalie no podía creer que su tierna amiga estuviera en poder de semejante matrona (que más que amante fue una madre para la solitaria Renée). No fue fácil atraer de nuevo a Renée, monógama por naturaleza y firmemente dispuesta a serle fiel a su protectora. Natalie llegó al extremo de llevarle serenata a Renée bajo el balcón de la habitación que compartía con la baronesa y se insultar públicamente a esta que siempre reaccionó con ecuanimidad, y no paró hasta prácticamente secuestrar a Renée, con la que terminó vacacionando nada menos que en la isla de Lesbos, donde vivieron los días más felices de su vida, acaso los últimos días verdaderamente dichosos para Renée. Escribieron en abundancia sus respectivas obras y proyectaron fundar una nueva sociedad sáfica, aunque la fiesta concluyó cuando un telegrama a nombre de la baronesa anunció sus intenciones de alcanzar allá a Renée. Esta partió entonces dejando a Natalie atrás, no sin antes prometerse que volverían a reunirse en París… pero si bien Renée estaba dispuesta a terminar formalmente su relación con la baronesa, volvería a ser atormentada por las culpas, esta vez por haber abandonado a Hélène que había cuidado de ella con tanta ternura.
Renée regresa con Hélène quien la recibe como a un cachorrito extraviado, asumiendo nuevamente el papel de madre de aquella chica confundida y esmirriada. El caos terminaría por reinar en el alma de Renée tras la publicación de su cuarto libro, Se me apareció una mujer, donde se decide a firmar como Renée Vivien. Bastó agregar la “e” para que se descubriera que el nuevo Baudelaire era en realidad una maritornes, por lo que los laudos se transformaron en burlas crueles. Profundamente afectada, Renée decidió nunca volver a publicar, lo cual no significa que haya dejado de escribir, si bien se rumora que publicó un par de obras teatrales bajo el seudónimo de Paul Riversdale y solo sus amigos más íntimos tuvieron acceso a los escritos que se publicarían post mortem. Abandonaría una vez más a Hélène, esta vez al descubrir que sostenía relaciones con otra mujer y correría en pos de incierta aventura con una musulmana educada a la francesa, Turkah Pasha, esposa de un diplomático turco que nunca sospechó nada. Pero todo terminó cuando a este lo movieron hacia San Petersburgo y durante algún tiempo Renée y Turkah mantuvieron ardiente correspondencia que cesaría misteriosamente. Renée, cada vez más delgada y demacrada, es acogida nuevamente por la baronesa que no logra contener la furiosa carrera de la chica contra sí misma. Luego de un breve periodo de promiscuidad que la dejó más vacía y culpabilizada, Renée pretendió quitarse la vida con una sobredosis de láudano. Tras sobrevivir al intento, se dedicó a drogarse y alcoholizarse sin tregua. A los 32 años se vería forzada a apoyarse en un bastón para caminar como resultado de un derrame cerebral. Cuando el 10 de noviembre de 1909 pidió le llamaran un sacerdote para bautizarse como católica en honor a Violet, Renée ya era un cadáver viviente de 30 kilos pues se había negado a comer durante meses, aunque para entonces todavía no se acuñaba el término anorexia. Renée no perseguía la delgadez, sino la muerte. Finalmente, el 18 de noviembre de 1909, a los 32 años, abandonaría este mundo en brazos de la baronesa. Para cuando Natalie resolvió hacerle una visita a la mujer que más tarde confesaría había sido el amor de su vida, el portero la recibió con la noticia de que mademoiselle Vivien llevaba diez meses de muerta y sus restos reposaban en un precioso mausoleo neo-gótico que había hecho construir la propia baronesa, y donde quedaron grabados los siguientes versos de Renée Vivien, traducidos más tarde al inglés por Natalie:

Aquí está la puerta que he atravesado.
-¡Oh rosas mías, y espinas, ambas mías!-
¿Qué me importa ahora el Pasado?
¿Quién duerme y sueña cosas divinas?
Mi alma embelesada, liberada del aliento mortal,
olvida todas las luchas anteriores,
tras haber perdonado, gracias a su gran amor por la Muerte,
el crimen de todos los crímenes…, llamado Vida.