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Rebelión en el harén


Fatema Mernissi ha dado en el clavo: la diferencia básica entre musulmanas y cristianas, consiste en que el velo de las segundas es invisible. El velo, sabemos bien, es la restricción impuesta a las mujeres en el Islam, símbolo de sujeción a la dictadura patriarcal y durante todo este tiempo hemos sido lo bastante ingenuas para vanagloriarnos de nuestra “liberación” y compadecer a nuestras hermanas veladas, pero… ¡oh sorpresa!: “Mientras los ayatolas consideran a la mujer según el uso que haga del velo, en Occidente son sus caderas orondas las que las señalan y marginan (…) Las musulmanas nos sometemos al ayuno solo durante el mes del ramadán, pero es que las desgraciadas occidentales tienen que estar a dieta los doce meses del año. Quelle horreur! (…) (El harén de Occidente, Espasa, Planeta Colombia, traducción de Inés Belaustegui Trías, p. 245). El ayatola de nosotras, las occidentales, es, pues, la anorexia… y nuestro extremismo, la moda.
Más de uno ha expresado su sorpresa ante el hecho de que esta feminista y socióloga musulmana que compartiera el Premio Príncipe de Asturias con Susan Sontag en 2003 haya optado por permanecer en su país de origen, alejada de los privilegios y libertades de las que tanto nos jactamos en Occidente, aunque leyéndola, particularmente El harén de Occidente, se despeja la incógnita. Nacida en Fez, Marruecos, en 1940, nada menos que al interior de un harén, Fatema no comparte nuestra noción de “libertad” ni entiende nuestro raro afán por divorciar la belleza de la inteligencia, virtudes que, según la cultura musulmana, no pueden existir por separado: “A diferencia de los califas –escribe Fatema-, como Harún al-Rasid, que confundían belleza con educación sofisticada y que estaban dispuestos a desembolsar sumas astronómicas para contar siempre con alguna jarya (esclava) inteligente en sus harenes, la mujer ideal de Kant es la que no abre la boca (…)- y cita textualmente a Kant: “A una mujer con la cabeza llena de griego, como la señora Dacier, o que sostiene sobre mecánica funciones fundamentales, como la marquesa de Chatelet, parece que no le hace falta más que una buena barba.” (p. 107). Pero su horror hacia la esclavitud de las occidentales, a quienes se impone la pasividad de las ideas como norma de belleza, alcanzará el cenit cuando, curioseando en los grandes almacenes de Nueva York, Fatema descubre que sus caderas no caben en la talla más grande disponible en la boutique, la 38 (equivalente al 7 ó 30 mexicano): “Al sufrir dicho estado de congelación como objeto pasivo –continúa Fatema, apoyándose en sus lecturas del feminista Pierre Bordieu –cuya mera existencia depende de la mirada de su poseedor, las mujeres accidentales de hoy, con estudios y formación, se encuentran en la misma tesitura de las esclavas de un harén (…) ¡Gracias Alá por ahorrarme la tiranía del harén de la talla treinta y ocho! (…)” (p. 251).
Fatema Mernissi aterriza en Occidente para desmentir los mitos en torno a las musulmanas (la propia Oriana Fallaci exhibió su ignorancia cuando las denominó “cretinas” por “dejarse esclavizar”), también para reflejarnos a los occidentales o cristianos en el espejo crítico de su mirada. Espejo, hay que decirlo, no opaco sino lleno de ternura y simpatía por sus congéneres oprimidas por la dictadura de la talla treinta y ocho. Su novela Sueños en el umbral, memorias de una niña el harén (Quinteto, Muchnik Editores, 2002, traducción de Ángela Pérez) derriba una a una las creencias occidentales sobre lo que es un harén, que en la vida práctica no es otra cosa que una comuna donde conviven varias familias emparentadas directa o indirectamente. Ya en la década de los cuarenta, cuando Fatema nació, la tradición del señor que acumulaba cuantas esposa le fuera posible mantener empezaba a caer en desuso, por lo menos en Marruecos. Yasmina, la abuela materna de Fatema, convivía con diversas co-esposas, no así la hija de esta y madre de Fatema, quien no sólo era la única mujer en la vida de un esposo que la veneraba, sino que además abominaba con toda su alma la poligamia masculina. La madre de Fatema soñaba para sus hijas una vida emocionante y feliz, y “(…) una mujer feliz es aquella que podía ejercer toda clase de derechos, desde el derecho a moverse hasta el derecho a crear, competir y retar y, al mismo tiempo, sentirse amada por hacerlo (…)” (p. 84). El mecanismo del hogar de Yasmina, no obstante, resulta mucho más civilizado y práctico que el que impera, por ejemplo, en América Latina, donde el adulterio y la violencia intrafamiliar son pan nuestro de cada día. La solidaridad entre co-esposas resulta ejemplar para una sociedad como la nuestra donde se fomenta la rivalidad y la competencia femenina. Estas mujeres que suponemos retrógradas y reprimidas no compiten entre sí, se embellecen mutuamente en los hamman o “baños públicos”, exclusivos para uso femenino. Todo lo anterior no significa que estas mujeres no soñaran con traspasar los muros de su prisión, porque por más armonía y risas que hubieran dentro, el hogar de Fatema era exactamente eso, una prisión férreamente custodiada, no por eunucos sino por un portero casado y con cinco hijos (las mujeres, por cierto, envidiaban a la esposa de este porque salía a trabajar). Se idealizaba incluso los privilegios de las mujeres occidentales, de quienes se tenía noticia a través de las imágenes de Greta Garbo y Claudette Colbert: “(…) Yo crecería en un reino maravilloso –decíase la pequeña Fatema, con los tupidos rizos peinados en trenzas y enfundada en un vestido y zapatitos occidentales – en que las mujeres tendrían derechos, incluida la libertad de abrazar a sus maridos todas las noches. Pero aunque Yasmina lamentaba tener que esperar ocho noches para yacer junto a su esposo, añadía que no debía quejarse demasiado porque las esposas de Harun-al Rasid, el califa abasí de Bagdad, habían tenido que esperar novecientas noventa y nueve noches, porque él tenía mil jaryas, o esclavas” (p. 43).
Las mujeres que desfilan por Sueños en el umbral; las abuelas, la madre, las tías, las primas, las esclavas, son de una inteligencia abrumadora y sensual, y todas, sin excepción, se complacen en cometer pequeños o grandes actos subversivos en los que muchas veces participan los niños y hasta los jóvenes varones, como montar obras teatrales edificantes sobre heroínas de la cultura islámica, todas transgresoras y revolucionarias, como por ejemplo la feminista egipcia Huda Sha’ raoui, muy hermosa por cierto, que se arrancó el velo en 1919 para manifestarse junto con sus seguidoras contra los británicos y exigió la aprobación de una ley que determinara como edad mínima los dieciséis para contraer matrimonio (ella fue casada a los 13). Esta heroína, creadora de la Unión Feminista Egipcia hizo ver a otras naciones árabes que recién habían adquirido su independencia, la pertinencia del sufragio femenino y la participación política de las mujeres. Increíblemente, el país pionero en la inclusión de las mujeres en la política y en admisión las universidades, fue Turquía, como bien apunta la propia Fatema en El harén de Occidente: “(…) El porcentaje de alumnas inscritas en carreras de ingeniería en países musulmanes como Turquía y Siria era el doble que en los países europeos de mayor tradición democrática, tales como el Reino Unido y Egipto es mayor que en Canadá o España (…)” (p. 35) A pesar de la Shari’a, ley inspirada en el Corán e impuesta por los extremistas en el mundo islámico, mujeres como Benazir Bhutto en Pakistán, Toncu Schiller en Turquía o Megawatti en Indonesia han sido erigidas presidentas y primeras ministras, algo casi impensable en gran parte del mundo occidental y libre. Las turcas pueden votar desde 1921. Trece mujeres habían sido elegidas para el Parlamento en 1935. En medio de todo esto, es importante dejar claro que la opresión de la mujer no es distintiva del Islam, sino del extremismo. Toda musulmana es educada bajo un fuerte sentido de igualdad que, como bien apunta Fatema, constituye la virtud fundamental del Islam. A las musulmanas no se les enseña a esperar al príncipe azul como a nosotras, sino a trabajar desde el intelecto para merecerlo. No recuerdo haber leído una mejor definición del feminismo universal que esta: “(…) Para que pueda iniciarse el diálogo hay que saber confrontar al otro e insistir en que se conozcan y respeten los límites. Cuando se aprende a disfrutar de los vaivenes del diálogo se pueden gozar de situaciones en el que el resultado de la contienda no está fijado de un modo rígido ni se conoce de antemano quién ganará y quién perderá…” (p. 64).
Una de las mayores diversiones dentro del harén, particularmente para Chama, la tía divorciada de Fatema, es desafiar al pobre hombre de la entrada que con sus manazas debe capturar constantemente a las prófugas, procurando no lastimarlas. No solo no debe dejarlas salir solas, además se le encomienda escoltarlas cuando salen a la calle para que los intrusos no reparen en los largos cuellos y anchas caderas de las Mernissi, belleza de la que la madre de Fatema tanto se ufana, particularmente desde que su marido le empezó a leer al feminista egipcio Qacem Amin, quien aseguraba que la razón por la que los hombres insisten en esconder a sus mujeres es que les tienen miedo porque su sola belleza les provoca vahídos. La tía Chama sencillamente no tolera el encierro y alberga sueños de grandeza y libertad que comparten con la pequeña Fatema. La teoría de Chama es que un montón de mujeres atadas a un árbol por las trenzas son capaces de arrancarlo de raíz. Por otro lado está tía Habiba, presa irremediable del hem (especie de melancolía exclusiva de las mujeres que las deja pensativas), quien no obstante ser la cara opuesta de Chama aporta una inolvidable lección para Fatema: “(…) una mujer podía ser absolutamente impotente y aún así dar sentido a su vida soñando con volar (…)” (p. 157). La reclusión, lejos de atrofiar la inteligencia de estas mujeres, les brindó la oportunidad de consagrarse a la reflexión y a la imaginación. Las volió conscientes de sus alas y del poder que otorga el desplegarlas. Cada una de ellas, y muy particularmente Fatema, dejó florecer a la Scherezada que ardía en sus corazones. Escribe en El harén de Occidente, cuyo título original es Scheherezade goes best: “Schrezade enseña a las mujeres que la única arma eficaz que poseen es desarrollar la capacidad intelectual, adquirir conocimientos y ayudar a los hombres a despojarse de su necesidad narcisista de imponer una heterogeneidad simplificada. Para que pueda iniciarse el diálogo hay que saber confrontar al otro e insistir en que se conozcan y respeten los límites.” (p. 64). El harén, pues, poco tiene que ver con las orgiásticas fantasías de Ingres y Delacroix; no hay odaliscas regordetas y desnudas, fumando hachís, correteando o entregadas al solaz etílico o erótico, prestas a los caprichos de su señor. Hay, en cambio, mujeres en pantalón jugando a la pelota en los patios y caracterizando vampiresas en obras de teatro domésticas y subversivas.
Fatema Mernissi es, además, una de las más grandes autoridades en estudios coránicos del mundo. La totalidad de su obra está encaminada al estudio sociopoético de las musulmanas, tanto heroínas como intelectuales y mujeres comunes. En El harén político (1987) destaca el importante papel de las nunca citadas esposas de Mahoma, tan desdeñadas como nuestras heroínas bíblicas, mientras que en el libro de entrevistas Marruecos a través de sus mujeres (1991) destaca historias de campesinas, saurinas, obreras y criadas. Otro tema muy recurrido en su literatura es la necesidad, en el marco de la globalización, de establecer un intercambio cultural entre naciones, partiendo de la figura de Simbad, como en Un libro para la paz (El Aleph, 2004). Como deja asentado en su discurso de recepción del Príncipe de Asturias: “En la civilización del cowboy el extranjero siempre es el enemigo porque el poder y la gloria proceden del control de las fronteras; en la de Simbad, sin embargo, el diálogo con el extranjero enriquece.” Aunque estudió ciencias políticas en La Sorbona, Fatema Mernissi ha desempeñado toda su labor académica en su natal Marruecos. Es doctora en sociología por el Institut Universitaure de Recherche Scientifique de la Universidad Mohamed V de Rabat, de la que actualmente es docente. Se desempeña asimismo como asesora de la UNESCO. Su nombre figura en el Grupo de Sabios para el Diálogo entre Pueblos y Culturas.