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Bianca alucinatta tutta

Para Francisco Arvizu

Un poema/ como una gran batalla/ me arroja en esta arena/ sin más enemigo que yo// yo/ y el gran aire de las palabras.
B.V

Blanca Varela altera el orden de los factores y este, en su caso particular, altera también el producto. Dios no deja de ser Dios, con mayúscula a veces, pero sometido al capricho de un dios menor que se le revela: la poeta, quien se da el lujo de devorar la Creación de aquel otro y transformar al amor en gusano, y a la flor, en muerte. La poeta no deja de pensar la muerte mientras contempla la belleza, al fin y al cabo, perecedera. ¿Qué es la muerte sino el fin de la belleza? Hasta la más luminosa estrella, eterna en comparación con nosotros, está condenada a sumarse al gran cementerio celeste. La rosa más hermosa, considera la poeta sin impotencia, nació para ser bella por un día y luego ennegrecer, retorcerse y pudrirse. Pero, se pregunta, ¿qué poeta es capaz de capturar esa maravilla fugaz e inmortalizarla? No responde, claro. Pero Blanca Varela ha sabido plasmar para la posteridad ese instante que dura apenas lo que un parpadeo.
Nacida en Lima, Perú, el 10 de agosto de 1926, es tan única en su género que no creo que haya sido deliberado que Octavio Paz se refiriera a ella como “un poeta”, en 1959, cuando el “poetisa” no estaba tan mil visto como hoy. Recurre entonces a la masculinización absoluta: “Blanca Varela es un poeta que no se complace en sus hallazgos ni se embriaga con su canto. Con el instinto del verdadero poeta, sabe callarse a tiempo (…) En sus primeros poemas, demasiado orgullosa (demasiado tímida) para hablar en nombre propio, el yo del poeta es un yo masculino, abstracto. A medida que se interna en sí misma –y, asimismo, a medida que penetra en el mundo exterior -, la mujer se revela y se apodera de su ser (…) ¿Por qué no decir, entonces, que Blanca Varela es, nada más y nada menos, un poeta, un verdadero poeta?”
Perteneciente a una familia de hembras de genio; biznieta de Manuela Antonia Márquez, nieta de Delia Castro e hija de Serafina Castro, poetas celebradas todas ellas. Su madre en particular, llamada en realidad Serafina González, fue célebre por sus textos y canciones humorísticas –uno de sus libros se titulaba Así hablaba Zarapastro- hija a su vez de la poeta y música Delia Castro, parece una mujer sumamente agradable, aunque Blanca, segunda hija de Serafina y, como Dulce María Loynaz, rodeada de hermanos artistas como ella misma, parece haber heredado el temperamento melancólico de su abuela. No sorprenda por tanto que Blanca haya tenido libertad de asistir a la Universidad de San Marcos, en Lima, donde en 1943 cursa Letras y Educación. Ahí coincide con el pintor Fernando de Szyszlo (1925), con quien contrae matrimonio al poco y procrea dos hijos: Lorenzo y Vicente. Recién casados, deciden correr la aventura parisina de los artistas de su tiempo, un tiempo de guerra y soberbia. Octavio Paz será su Virgilio en aquel París inundado de jazz, vino blanco y ron; conduciéndolos hasta la guarida de Sastre y Simone de Beauvoir. Les presenta también a Michaux, Giacometti, Légor, Tamayo y el poeta nicaragüense, siempre con su guitarra a cuestas, Carlos Martínez Rivas. Escribe Paz sobre aquella muchacha de grandes ojos negros que eran el asombro mismo: “No creíamos en el arte. Pero creíamos en la eficacia de la palabra, en el poder del signo. El poema o el cuadro eran exorcismos, conjuros contra el desierto, conjuros contra el ruido, la nada, el bostezo, el claxon, la bomba. Escribir era defenderse, defender la vida. La poesía era un acto de legítima defensa (…) La trampa del éxito, la del “arte comprometido”, la de la falsa pureza. El grito, la prédica, el silencio: tres deserciones. Contra las tres, el canto (…) Y entre esos cantos, el canto solitario de una muchacha peruana: Blanca Varela. El más secreto y tímido, el más natural…” Llama la atención la reiteración del calificativo “tímida”, muy empleado también por Mario Vargas Llosa para describir a esta mujer de sonrisa dolida.
¿Tan tímida la poesía como su autora? Si bien se trata de una poesía secreta que fluye más animadamente entre líneas y va esparciendo montoncitos de alpiste para invitar al lector a seguirle la pista, más que tímida la denominaría callada. Eso, y guardiana de penas, propias y colectivas, que prefiere cubrir con el velo de la metáfora. Blanca escribe, es verdad, en legítima defensa de sus ideales, de sus secretos, de sus lágrimas silenciosas. No por nada en un verso de “Último poema de junio”, afirma que el dolor es una maravillosa cerradura. Y se rebela a ser pública. Que se desnuden de sus pétalos las flores y no su nombre de sus seis letras, “Y así, la flor que fue grande y violenta se deshoja y el otoño/ es una torpe caricia que mutila el rostro más amado.” (Canto villano, p. 184).
Blanca, que reconoce la influencia e injerencia de Paz en su trabajo, honra la enseñanza recibida en el poema de 1960, “El orden de las cosas”, donde la mirada, esa mirada al que el poeta mexicano alude en infinidad de ensayos y poemas, es el eje de la creación poética: “(…) Me acuesto en una cama o en el campo, o al aire libre. Miro hacia arriba y ya está la máquina funcionando (…) El color es ya asunto de perseverancia y de conocimiento del oficio (…) Poner en marcha una nebulosa no es difícil, lo hace hasta un niño. El problema está en que no se escape, en que entre nuevamente en el campo al primer pitazo.” (Canto villano, p. 75). Paz, incluso, animó a la tímida muchacha peruana a publicar su primer libro de poesía (no tenía la menor intención de publicar ni eso ni nada), que originalmente se titularía Puerto supe, pero Paz la convenció de cambiarlo por Ese puerto existe (1949), que es donde la poeta asume un hablante masculino y alude a su tierra de ojos ardientes con un dolor que difícilmente se confundiría con nostalgia: “Todo es perfecto. Estar encerrado en un pequeño cuarto de hotel, estar herido, tirado e impotente, mientas afuera cae la lluvia dulce, desesperada” (“Las cosas que digo son ciertas”, Canto…, p. 45).
Sorprende que la tímida mucha peruana albergue tal fuego, tal ardor, y que sepa expresarlo con tal soltura. Mismos con los que se expresara cuando se permita escribir desde su feminidad… feminidad, hay que decirlo, exenta de manierismo, de sumisión y de concesión. Es la de Blanca Varela una feminidad templada al fuego: interrogante, crítica, renegada, violenta, directa, franca, implacable. Que no se oculta ni se agazapa sino que salta sobre el lector como una pantera. La timidez brilla por su ausencia pero no ese afán de acechanza. No por nada se ufana: “nadie sabe mis cosas”, y sin embargo… ¡Cuánto dolor ancestral destila!... ¡y cómo se defiende de la conmiseración!: “soñé con un perro/ con un perro desollado/ cantaba su cuerpo su cuerpo rojo silbaba/ pregunté al otro/ al que apaga la luz al carnicero/ que ha sucedido/ por qué estamos a oscuras// (…) la luz no existe/ tú eres el perro tú eres la flor que ladra (…)” (“Secretos de familia”, Canto…, p. 132).
Una voz poética como arrancada de la muerte; voz con tal certeza de su mortalidad no puede sino cerrarse a la compasión, como un botón de rosa empeñado en no permitir la intrusión del sol. Por el mero hecho de vivir es una condenada a muerte, como todas las cosas bellas que la rodean. Eso no implique que no experimente simpatía por el perro desollado. El perro, de hecho, es una de las figuras más recurrentes de su poética. De todas las cosas mortales que en cierto modo ya están muertas, es lo único que inflama su ternura. No así las flores, ni las estrellas, ni el amor. La muerte sonríe detrás del pétalo, de cada titilar de estrella, de cada carne que se ama. Le remiten a los hedores del camposanto, los que nadie sino ella puede ver: tumbas, gusanos, moscas. “El jardín es la muerte/ tras la ventana.” (“Parque”, Cantos…, p. 89); “Voy hacia la ventana,/ me asomo al día negro y allí estoy,/ al centro de la tiniebla./ Algo roto, sustancia herida,/ desgarrón luminoso súbitamente borrado,/ calor apartado de los labios, luz ambigua,/ noche de fuego y hielo, silencio/ muro de ecos, ser de espaldas.” (“No estar”, Canto…, p. 97).
¿Es la de Blanca Varela una visión pesimista? ¿Sombría? ¿Alucinada? ¿Por qué ha optado por escribir dando la vuelta a la ventana? ¿Para emular al Dios sordo y ciego que ha emprendido la graciosa huida? ¿Tanto le duele la vida a la tímida muchacha peruana? Adolfo Castañón insinúa que Blanca es algo así como una torturadora. En realidad escribe más con el cincel que con la pluma porque su meta no es la perfección hueca sino la pureza del diamante. Y las palabras perecen bajo la furia del cincel y se convierten en mancha, en grano, en flor. La perfección se la deja a la rosa a quien sin duda su instante de plenitud duele como un parto…. y a la belleza precede la putrefacción. No se trata solo de entrenar la mirada para captar esa belleza fugaz y triste sino de mirar más allá de la rosa, del astro, de la piel del amante. Afirma Castañón: “No abundan en este paisaje los poetas hispanoamericanos que han sabido alcanzar en la desnudez una plenitud, en la severidad seminal riqueza, son pocos los que, como saxígrafos, han sabido florecer en el pedregal. Mencionemos a tres: el español José Ángel Valente, el mexicano Gabriel Zaid, la peruana Blanca Varela.”
Desnudez. Severidad. Florecer en el pedregal. Cuan significativo para entender la poesía de Blanca Varela. La desnudez a la que se alude, claro, nada tiene que ver con abrirse de capa para exhibir el corazón leproso, sino, quiero pensar, en la poca ropa que de suyo caracteriza la poesía de Blanca, tan exacta, tan precisa, tan clara, tan resuelta. Las metáforas escogidas como piedras preciosas no están ahí para brillar sino para significar. Es, entonces, una poesía desnuda, más aún, despojada de adornos: “caminando por la calle/ que un hombre rompe con un taladro/ sentí el horror de la primavera/ de tantas flores abriéndose en el aire// (…) sé que un día de estos/ acabaré en la boca de alguna flor.” (“Flores para el oído”, Canto…, p. 157).
Tras una larga temporada en París, Blanca y Fernando se mudan a Florencia. Luego a Washington donde ella se desempeña como periodista y traductora entre 1957 y 1960. Justo en el 57, Salazar Bondy y Alejandro Romualdo la incluyen en su Antología general de la poesía peruana. En el 60, el matrimonio se traslada de regreso a Lima donde se instalan en un precario estudio construido en una azotea del barrio de Santa Beatriz. Casi es posible imaginar a Blanca seguir a su esposo erguida e incansable por todo el mundo, hasta que el matrimonio llega a su fin al cabo de unos años. Pareciera Blanca un ser que se deja llevar por la corriente barbilla en alto y pluma al ristre. Cada poema encierra experiencias herméticas pero transformadas en color y sonido; instantáneas de su mirada ética, épica, analítica, crítica y presta al asombro: “la carne convertida en paisaje/ en tierra en tregua en acontecimiento/ en pan inesperado y en miel/ en orina en leche en abrasadora sospecha/ en océano/ en animal castigado/ en evidencia y en olvido// viendo la carne tan cerrada y distante/ me pregunto/ que hace allí la vida simulando.” (“Lección de anatomía”, Canto…, p. 203).
Paz califica a Blanca una poeta surrealista, “si por ello se entiende no una escuela, una “manera” o una academia sino una estirpe espiritual.” De acuerdo. No se advierte en la poesía de Blanca una pretensión de pertenecer sino de ser, y lo que para algunos puede ser surrealismo, para ella es una forma de observar, percibir y recrear el mundo. Una forma de someter a sus temores. Otra de las virtudes dignas de destacar en la poeta es esa maravillosa individualidad, esa identidad tan suya que hace de su poesía un planeta y no un satélite. Se sabe de su devoción por Luis Cernuda, pero dicha influencia no resulta perceptible, no al menos al ojo crítico. Construirse un muro propio, observatorio incluido, implica reelaborar el lenguaje a favor de los propios secretos y a Blanca esto se le ha dado con asombrosa espontaneidad. No afirmo que ni ella misma se haya percatado, aunque lo parezca. Me inclino más por pensar que supo hacerlo como si no se diera cuenta de lo que hacía: “Todo nos une y nos separa. Tanto olvido es otra vez descubrirse, evitarse, girar en redondo. Estrella la memoria crece y se devora, y la luz está cerrada y vacía como un estuche inútil donde alguna vez algo brilló hasta consumirse.” (p. 229).
Poco amiga de las entrevistas y de las relaciones públicas; mujer discreta donde las haya, amante del silencio, la intimidad y el fuego del hogar, Blanca Varela ha sido más bien parca en su producción, si acaso una decena de libros de los que se ha recogido lo más significativo en la antología Canto villano, poesía reunida, 1949-1994 (Fondo de Cultura Económica, México, 1996). Si me dieran escoger entre sus libros, sería imposible decidir pues incluso el primero, Ése puerto existe, es de una belleza próxima al instante del florecimiento: un primer libro sin inocencia pero impregnado de la pureza que la caracterizaría de ahí en adelante. No obstante su escasa vida social ha sido distinguida con el Octavio Paz, el Ciudad de Granada, el Federico García Lorca y más recientemente, con el Reina Sofía, que en oportunidades previas ha distinguido a poetas de la talla de Álvaro Mutis, Juan Gelman o Gonzalo Rojas, siendo Blanca la primera poeta latinoamericana en obtenerlo. Delicada de salud como se encuentra, a Blanca no le fue posible estar presente en la premiación por lo que su hijo, Vicente de Szysslo acudió en representación suya. Este premio, ha dicho Mario Vargas Llosa, sorpresa especialmente grata ya que Blanca vivía prácticamente retirada en su natal Lima desde la trágica muerte en un accidente de aviación de su hijo Lorenzo: “Blanca, queridísima Blanca –le escribe Vargas Llosa a su paisana -, yo siempre lo supe, pero qué bueno que en este invierno callado de tu vida cada vez más gente lo sepa también, y te lea, te quiera, te premie y reconozca en ti toda la inmensa sabiduría, talento y humanidad…”