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Animal escribiente








Escribo porque soy un animal escribiente y no puedo dejar de escribir.
D.L

Doris May Tyler era una joven telefonista de Salisbury que leía y escribía sin parar en sus ratos libres. Tenía entonces 18 años pero desde los 15 se ganaba la vida (¡la libertad, más bien!) como recepcionista de una clínica. Aunque uno no tiende a soñar con su propia vejez, tratándose de Doris no sería extraño que durante las horas muertas, contemplándose las uñas sin limar, se imaginara a sí misma como una consagrada escritora, a esa edad en la que puede uno permitirse ciertas transgresiones como acudir a la recepción de un premio enfundada en zapatillas rojas… ¡rojas, rojas como las de una bailarina de flamenco!, afirma estupefacta Elena Poniatowska.
Para entonces, decía, ya la jovencita Doris había sufrido algunas decepciones amorosas –era muy, muy, muy enamoradiza- que la habían empujado a la máquina para escribir novelas de fantasmas. A tan tierna edad había publicado un par de historias de temática sobrenatural en un par de revistas sudafricanas, aunque, como a las mujeres de su generación, primeras en acceder de lleno al ámbito laboral y a la píldora anticonceptiva, le preocupaba lo complejas y difíciles que se habían tornado las relaciones entre hombres y mujeres en estos tiempos, tiempos de guerra, en que lo ideal hubiera sido unir fuerzas: “(…) Pensé que en esto había una temible trampa tendida a las mujeres, aunque todavía no sé en qué podría consistir, pues no cabe duda de la nueva cuerda pulsada por las mujeres, que es la de sentirse traicionadas. Está en los libros que escriben, en la forma en que hablan, en todas partes y en todo el tiempo. Es una nota solemne, llena de lástima por ellas mismas (…)” (El cuaderno dorado, Punto de lectura, traducción de Helena Valentí, México, 2007, p. 715). Desde el primero hasta el último de sus libros, con mayor énfasis en el más reciente, La grieta, la preocupación vital de esta autora es el rumbo que toman las relaciones entre hombres y mujeres, no estrictamente en un sentido romántico o erótico (la tradicional historia de amor es algo incompatible con la literatura de Doris) sino desde una perspectiva sociológica, política y humanística, no exenta de la ironía que suele acompañar el discurso de la parte dominada con respecto a su dominador, si bien en La grieta es un sabio varón, historiador romano, que se obsesiona con un antiguo documento que afirma que los primeros pobladores de la tierra no fueron los hombres, sino las mujeres: “(…) por supuesto que nosotros los varones ocupamos el primer lugar en la historia y que de algún modo extraordinario dimos vida a las mujeres. Nosotros somos los primigenios, ellas nuestra creación. Resulta también interesante atender a las anatomías, la masculina y la femenina. ¿Cómo se explica en nuestra historia oficial, que los hombres no cuenten con un órgano para gestar y nutrir? No se explica…” (Lumen, Biblioteca Doris Lessing, México 2007, traducción de Paula Buffer Dinerstein, p.37)
Nadie imaginaría, viéndola tan sobriamente portada y vestida, un tanto huraña, sí, pero con una correcta melenita color marrón claro y ojillos pardos que se le achinan al sonreír, echando por tierra la primera impresión de formalidad, que aquella joven tuviera una biografía tan, llamémosle, emocionante. A juzgar por su locuacidad dudo que se haya hecho la misteriosa a la hora de revelar detalles personales que la ponían un poco más allá de otras telefonistas peinadas a la moda de los años treinta: nacida en escenarios de la Mil y Una Noches, en Persia, Irán, el 22 de octubre de 1919, hija de un veterano de guerra que, tras padecer amputaciones que lo incapacitaban para la actividad bélica, se retiró con una pensión que le permitió viajar alrededor del mundo con esposa e hija. Contaba Doris May seis años cuando su padre optó por retirarse a Rhodesia, antigua colonia inglesa, hoy Zimbawe, donde transcurrió la infancia y primera juventud de la futura escritora. Pero la tierra cedida al padre de la niña era estéril, prácticamente aislada de la civilización. El señor Tyler no se dio por vencido, lo que pudiera explicar el temperamento inflexivo de la hija. La madre, en tanto, se contentaba con rememorar su dorada juventud victoriana.
La hija optó por refugiarse en la vasta biblioteca paterna. Los libros no contribuyeron a hacer de la muchacha animalillo menos agreste, menos requemado por el sol africano, podría decirse que al contrario: le inocularon la libertad que incluye asolearse y despellejarse y caminar descalza sobre la hierba sin el menor remordimiento. Como las grietas, aquellas mujeres originarias, un tanto perezosas, que conocieron el miedo pero desconocían los prejuicios. ¿A quién puede sorprenderle, dadas las circunstancias, que Doris May terminara militando en el Partido Comunista?
Cursó los estudios elementales en un colegio católico pero terminó abandonando la vida escolar por razones no del todo esclarecidas que podrían ser las mismas de su alter ego, Martha Quest, quien no obstante su notable inteligencia caía enferma cada vez que debía presentar un examen: “(…) A los once años, por ejemplo, había tenido otro examen de igual importancia… pero la semana antes había caído enferma. Se suponía que estaba muy dotada para la música, pero por algún hado fatal jamás podía demostrarlo…porque no conseguía las notas necesarias. La habían preparado para la confirmación tres veces, pero al final habían tenido que aplazar toda la ceremonia… pues al parecer entretanto se había vuelto agnóstica. Y ahora se encontraba con esos exámenes de reválida. La señora Quest había estado hablando de becas y universidades durante meses, mientras Martha la escuchaba unas veces con agrado, pero casi siempre con manifiesta molestia. Una semana antes de la fecha vital, Martha cogió una conjuntivitis infecciosa que se había propagado por la escuela (…)” (Martha Quest, Argos Vergara, Barcelona, 1980, traducción de Francesc Parcerisas).
Me atrevería a afirmar que no eran los exámenes los que enfermaban a Doris, sino la imposición de los adultos que le impedían decidir por ella misma. Como Martha Quest o la Anna Wulf de El cuaderno dorado, tenía pesadillas recurrentes en la que se veía subiendo eternamente una escalera que retrocedía bajo sus pies (las pesadillas y el análisis que de ellas se desprende, son recurrentes en la narrativa de Doris Lessing). El único campo en el que podía permitirse ser ella misma y tener gobierno absoluto sobre su vida, era la lectura. Por desgracia no eran muchas las opciones para que una joven que se decidiera a tomar las riendas de su vida por lo que a los 19 años terminaría contrayendo matrimonio con Frank Wisdom, con quien procrea dos hijos. Dudo, sin embargo, que se haya casado, como Mary Turner, antiheroína de la crudelísima Canta la hierba que escribiría por la misma época, para no ser tan duramente juzgada como una incapaz a la que “algo” le faltaba; huyendo desesperadamente de una infancia desgraciada, marcada por la infelicidad del matrimonio típicamente inglés de sus padres –y por “típicamente inglés”, Doris intentaba decir tener sexo solo para fines reproductivos-. En principio deseó sinceramente una felicidad convencional de mandil de florecitas y muchos gatos a quienes besarles el buche; incluso adquirió la habilidad de sostener un libro con una sola mano mientras amamantaba: “La habitación grande y mal iluminada, tenía ventanas sucias, desteñidas cortinas de raso verde y alfombras raídas. En la verdosa penumbra estaba sentada una mujer joven y corpulenta, con las piernas separadas sin medias, y un niño tendido junto a su pecho. Sostenía un libro en la mano, encima de la cabeza del pequeño; que se movía rítmicamente mientras las manos se abrían y cerraban sobre la carne desnuda. El seno descubierto, grande y flácido, exudaba leche.” (El sueño más dulce, Ediciones B, Barcelona, 2002, traducción de Ma. Eugenia Ciocchini). Al revés de Frances, la templada heroína de El sueño más dulce, que prefiere morir de hambre antes que aceptar el dinero de su suegra “fascista”, Doris no fue abandonada por su marido. Fue ella quien en 1943, agobiada por un sentimiento de frustración, exigió el divorcio y pasó a incorporarse a un grupo de ideas comunistas que, aparentemente, explicarían el rojo de sus zapatos ortopédicos. Enamoradiza e idealista, sin embargo, se casaría al año siguiente con Gottfried Lessing, de quien tomaría su nombre de pluma y con quien concebiría un tercer hijo, Peter, destinado a ser su fotógrafo de cabecera. Se separaría también de Lessing al cabo de cuatro años. Su visión del matrimonio, y de las relaciones de pareja en general, dista de ser idílica, antes bien, disecciona la institución en forma despiadada, la expone como la alianza neurótica entre un hombre y una mujer que no buscan complementarse sino cumplir un deber social, y esto en el mejor de los casos: “(…) Las mujeres poseen una extraordinaria habilidad para aislarse de la relación sexual, para inmunizarse contra ella de un modo que causa en los hombres la impresión de que los han humillado e insultado aunque no encuentren un motivo secreto para lamentarse (…)” (Canta la hierba, Byblos, Barcelona, 2007, traducción de Pilar Giralt, p. 71). En el peor, el matrimonio o la aventura sexual son escenarios que proporcionan a hombres y mujeres el pretexto idóneo para medirse y, si cabe, destruirse mutuamente: “Para las mujeres –escribe Anna Wolf a través de Ella, el personaje de la novela que no consigue terminar –el sexo es esencialmente emocional. ¿Cuántas veces se ha escrito esto? Y no obstante, hay siempre un momento, incluso con el hombre más perspicaz e inteligente, en que la mujer le ve como desde la otra orilla de un abismo: no ha comprendido. De repente, ella se siente sola; pero se apresura a olvidar ese momento, porque, de lo contrario, tendría que pensar (…)” (El cuaderno dorado, p. 273).
Todo lo anterior, demuestra que la obra de Doris Lessing, quien ha acumulado casi una cincuentena de títulos, es en gran medida autobiográfica, aunque incluya una autobiografía oficial en dos tomos titulada Dentro de mí (1994) y Un paseo por la sombra (1997). Según explica al periodista mexicano Miguel Ángel Quemain, quien ya me había hablado de la aparente resequedad de carácter en la autora británica, que sus detractores enarbolan para denostar esa feminidad que impregna su obra sin pudor ninguno: “Lo que uno puede encontrar como histórico es la mirada que un personaje elabora cuando mira hacia atrás, hacia su pasado y las cosas que le sucedieron tienen un carácter colectivo, una forma de particularidad que sólo es posible en determinada época.”
Subversiva desde Canta la hierba, de sus primeras novelas, publicada en 1950, donde narra la pasión amorosa de mujer blanca por un sirviente negro, Doris Lessing tenía todo en contra para remotamente aspirar al Premio Nóbel: comunista declarada al momento de publicar este primer libro polémico; feminista, de cuyo movimiento se convertiría en icono a raíz de la publicación de El cuaderno dorado (1962); crítica del colonialismo inglés, persona non grata durante varios años en Sudáfrica, país del que se le expulsó sin miramientos cuarenta años atrás y hoy la acoge como una de sus heroínas emblemáticas. Comprometida con las causas justas desde el primero hasta el más reciente de sus libros, Doris, que estaba por celebrar su cumpleaños número 88 al momento de recibir la noticia de que había ganado el Único Premio con el que se vanagloriaba, medio en broma medio en serio, nunca sería distinguida, haría pública su decepción del comunismo en 1954 tras la represión de la rebelión húngara y ahondaría sobre la misma en El cuaderno dorado, donde contrapone el idealismo de los neófitos con el cinismo desencantado de los viejos militantes y que, en el caso de la heroína, Anna, contribuye a su esterilidad como escritora mientras que a Doris la llevaría a escribir sus mejores páginas: “ (…) pienso, sin querer: “El verdadero crimen del Partido Comunista británico es el número de personas maravillosas que ha destrozado o convertido en oficinistas polvorientos, secos y quisquillosos, forzándoles a vivir en grupos cerrados a otros comunistas y desconectados de lo que ocurre en su propio país (…) el centro de ideas muertas y secas no existiría sin los brotes de nueva vida que, a su vez, se transforman rápidamente en madera muerta y sin savia (…)”. (El cuaderno…, p. 425). Ese dolor engendraría sus mejores novelas; esas donde, realista a veces, metafóricamente otras, ridiculiza tales tendencias. La buena terrorista (1985) y El sueño más dulce (2002) pertenecen al primer grupo. Memorias de una superviviente (1974), que personalmente considero la mejor de esta racha, al segundo. Dice Doris a Quemain, que si bien no se identifica con el victimismo del moderno discurso feminista, en sus novelas no puede evitar ponerse del lado de las víctimas: “(…) Yo no escribo desde el compromiso político. Me interesa la reconstrucción histórica para decir las cosas que vivimos hoy no fueron siempre así, me interesa también el registro de la opresión, de la injusticia, del sexismo, pero en la literatura adquieren la complejidad a la que se renuncia cuando uno se compromete políticamente (…) Cuando uno escribe, el único frente válido es el de la literatura (…)”
Aunque Doris escribió una exitosa saga de novelas de ciencia ficción titulada “Canopus”, que inició con Shikasta, incursionó previamente en la ficción especulativa con la espléndida Memorias de una superviviente donde recrea un futuro sin esperanza en que los niños albergan precoces instintos criminales y sexuales. Se trata básicamente de la amistad entre una mujer madura, que es la narradora de la historia, y Emily, una chiquilla de trece años que un desconocido deja al cuidado de la mujer. Las heroínas de las más notables novelas de Doris (que podrían ser todas sus novelas) tienen en común un sentimiento de solidaridad, un pronunciado sentido de hermandad, de colectividad… buenas samaritanas, pues, que no siempre, quizá nunca, reciben nada a cambio de sus cuidados maternales, de sus buenas acciones, quizá porque nada esperan: Alice, protagonista de La buena terrorista, asume un, llamémosle, maternaje, sobre una horda de individuos irresponsables que aparentemente comparten su ideal comunista, Jasper en particular, un jovencito homosexual que la mete en toda clase de líos. Algo semejante ocurre con la narradora sin nombre de Memorias de una superviviente, que al mismo tiempo que no se atreve a coartar la libertad de Emily, quien solo demuestra un atisbo de amor por su mascota, el horrible y conmovedor perro Hugo, se mantiene disponible para cuando la mujer-niña necesite el consejo de lo más parecido a una madre que tiene a la mano. Por otra parte, esta improvisada tutora admite a los amigos delincuentes y asesinos de Emily en su saqueado hogar y contempla con talante filosófico, más humanista que arqueológico, las actitudes y actividades de esta horda de caníbales sedentarios que, por algún motivo, respetan la integridad de la mujer madura: “Ver, luego, esta forma de creación en aquel momento, en una época de salvajismo y anarquía, ver este arquetipo de vestido de jovencita, o mejor dicho, este compuesto de arquetipos, ver como esta niña, esta muchachita, había hallado los materiales para sus sueños en las pilas de deshechos de nuestra vieja civilización, los había hallado, trabajado y a pesar de todo, logrado dar vida a sus imágenes de sí misma, aunque con imágenes viejas, indestructibles, y también poco pertinentes…” (p. 59, Ultramar Editores, Madrid, 1976, traducción de Lucrecia Moreno de Sáenz).
En el prólogo de Shikasta, primera de una serie de espléndidas novelas de ciencia ficción, reafirma Doris su libertad para ser tan tradicional y/o experimental como desee y hace hincapié en el carácter realista de las novelas fantásticas, no solo las suyas, donde los autores se permiten, al contrario de lo que los despistados académicos suponen, describir como nadie lo que ella llama “nuestro horrible presente”. Lo mismo podría aplicarse a Memorias de una superviviente que es la hipérbole de una sociedad consumista donde campean los anti-valores que suelen regir las experiencias de maduración de los jóvenes, no porque ellos están mal, sino porque los adultos han pretendido olvidar sus propios errores, idénticos a los de sus descendientes, y ejercer un control absoluto sobre vidas que no les pertenecen: “La realidad es que la gente se desarrolla, para bien o para mal, tragándose entera a otra gente, otras atmósferas, sucesos, lugares. Se desarrolla por admiración. Desde luego que, con frecuencia, de forma inconsciente. Somos la compañía que nos rodea (…) Una niña que llora. El triste sonido perdido de la incomprensión.” (p.p 56, 57 y139). En El sueño más dulce, novela realista, Frances también se asume protectora y cómplice de un grupo de muchachos subversivos, entre los que están sus propios hijos. Enamorada de un comunista que termina dejándola junto con sus críos para casarse con una mujer más “maneable”, Frances mantiene una fidelidad conmovedora y a un tiempo patética para con la causa que su marido más bien ha empleado, como la mayoría de los varones comunistas de las novelas de Doris, a su conveniencia. Como la propia autora, Frances es un ama de casa en apariencia convencional que sin embargo se da escapadas al café Cosmo para escuchar y aprender de las arengas de los refugiados rusos que salpican sus charlas con alusiones a Freud, Jung, Trotski, Bujarin, Arthur Koestler y la guerra civil española, mientras se abren paso por entre el denso humo de los cigarrillos: “(…) estamos cortados por patrones invisibles, tan inevitablemente personales como las huellas dactilares, pero no reparamos en ello hasta que miramos alrededor y vemos su reflejo.” (p. 84).
El cuaderno dorado (Premio Medici, 1976), es semejante hasta de título al Cuaderno vacío de Josefina Vicens y constituye un intenso juego de espejos que involucra a la propia Doris Lessing que narra a Anna, quien a su vez se narra a sí misma y a Ella, protagonista de una novela fallida en la que pretende plasmar y resolver sus propios errores. No obstante torrencial escritura que requiere de cinco cuadernos de distintos colores para dar voz a las diversas mujeres que la habitan (la comunista, la artista, la amante, la madre, la feminista), Anna se lamenta de la imposibilidad para escribir una segunda novela (la primera ha sido un éxito y le ha permitido sobrevivir de sus regalías, cosa que los comunistas no ven con buenos ojos). Esta monumental obra le valió a Doris ser comparada con Simone de Beauvoir (cosa que, por cierto, no le disgusta de todo) y es que, como hace la propia Simone, Doris esquiva deliberadamente el tono de autoconmiseración para hacer hincapié en el lastre sociocultural del que las mujeres no han querido deshacerse del todo, y la forma en que los hombres han optado por instalarse en el cómodo papel de testigos de una revolución sexual que les compete íntimamente, y en esto último, Doris rebasa con creces a Simone.
A Doris Lessing se le había nominado al Nóbel con insistencia, aunque no hace mucho lo obtuvieron escritoras que tiene más de una semejanza con ella: Nadine Gordimer y Elfriede Jelinek. La obra de Doris ha abordado con crudeza el apartheid y el colonialismo, lo que le valió ser catalogada “inmigrante indeseada” en África y en Gran Bretaña, aunque actualmente radica en Londres. Dice Rosa Beltrán: ha puesto el dedo en la llaga: esa sonoridad excesiva del pronombre personal “Yo” (“I”) que según Virginia Woolf constituía el defecto principal de la literatura masculina –esa necesidad del individuo de afirmarse en su independencia y superioridad –es, según Lessing, el mayor obstáculo en las relaciones actuales entre los sexos.” En 2002, la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM publicó en su colección Cuadernos de Jornadas, Un encuentro con Doris Lessing, que reúne una serie de ponencias recogidas durante un evento que el Colegio de Letras Modernas celebró en honor y presencia de esta excepcional autora, con Claudia Lucotti a cargo de la edición. “Recuerdo que, como a los dieciocho años, después de haber leído en Tolstoi sobre la condición de los campesinos, cuando veía como hacían marchar a los prisioneros esposados, custodiados por guardias con pistolas, pensaba si esto se podría haber evitado con una lectura masiva de Tolstoi”, cuenta Doris a Eva Cruz y a Charlotte Broad.
Cuarto diecinueve, es el más frecuentado por los análisis de las investigadoras mexicanas. Susan Rawlings, la inolvidable personaje de este cuento, no sale bien librada de la empresa propuesta por Virginia Wolf en Un cuarto propio. Susan es una mujer, ante todo, inteligente. Por eso elige al mejor marido y asume su maternidad con éxito. Los problemas se suscitan cuando descubre que, más allá de esa misión cumplida a satisfacción de terceros, no tiene nada ni es nadie por ella misma. Ese terrible vacío emocional la empuja a encontrar un espacio íntimo y personal, y lo encuentra en el cuarto diecinueve de un hotel de paso, donde la cita es consigo y no con un amante, como pudiera suponerse, “pues su alma habita el cuarto número diecinueve mientras su cuerpo cumple con lo que se espera de ella en casa”, señala Julia Constantino.
Doris Lessing, para quien la fantasía dista de ser un divertimento, ha publicado recién otro par de novelas de corte futurista para el que, según sus propias palabras, se inspiró en el cuento Hansel y Gretel. En este caso, Mara y Dann (Ediciones B, 2005), dos hermanitos huérfanos huyendo del salvajismo de los adultos a través del congelado continente Ífrik, protegidos por un poderoso talismán. Doris ha sabido adaptar su sabia pluma a los tiempos que corren; ha encontrado una nueva voz, acorde a la de la mujer de la generación en turno, hazaña apenas posible para quien ha sabido aferrarse a la rebeldía juvenil contra “los adultos”, que serán siempre los mismos, no importe a qué época pertenezcan, ni que sean mucho más jóvenes que ella, la rebelde perpetua.
Vieja. Hermosa. Coqueta. Agresiva. Salvaje. Achacosa. Agitadora. Vanidosa. Feminista (así, en cursivas), son algunos de los calificativos con los que se refirieron comentaristas, varones y mujeres, a la Premio Nobel de Literatura 2007 y que, naturalmente, no se les hubiera ocurrido emplear para definir, por ejemplo, a Harold Pinter, o a Gabriel García Márquez y, en general, a ningún Nobel varón. Dicen que cuando le avisaron de la adjudicación del Nóbel, Doris iba llegando del hospital donde había dejado a su hijo Peter, vestida, dicen, con falda vaquera, chaleco y el chongo desgajándose en destellos plateados alrededor del rostro. Dicen que no entendió muy bien lo que le decía aquella pléyade de reporteros pero entró corriendo a su casa por un vaso de agua para aclararse la garganta y poner en orden sus pensamientos. Dicen que al final salió y dijo ante la miríada de micrófonos, grabadoras y cámara digitales, encogiéndose de hombros: “Estoy encantada, pero no sorprendida… ¡ya era hora!, ¿no?...”

El momento en que Doris recibió la noticia del Premio Nóbel