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Pesada canción nocturna

Al fin y al cabo, he sido ladrona y quiero ser escritora. Cualquier actividad que no sea una de estas dos me parece intolerable.
A.S

Astrágalo se llama al hueso del talón que se le rompió a la jovencita Albertine Sarrazin el 19 de abril de 1957, cuando saltó la barda de la prisión donde purgaba el tercero de siete años de condena: “Mi nariz fue bruscamente proyectada contra las zarzas y quedé tendida en forma de cruz (...)” El astrálago (Editorial Lumen, 1967, traducción de Javier Albiñana) se llama también la primera de sus tres novelas autobiográficas —las otras dos son La fuga y El atajo —que escribió tras su indulto, entre 1964 y 1966, y donde relata su insólita experiencia como fugitiva de la ley y luego como ex presidiaria que se ve en la necesidad de reinventarse para sobrevivir a los prejuicios del mundo exterior. La crítica coincide en que la mejor es la que marca su debut en las letras francesas, aunque encuentro infinitamente superior la última, El atajo: “Mi afición por escribir empezó siendo yo niña – escribirá Albertine en El atajo -, pero jamás discurrió a lo largo de los caminos ordinarios: la inspiración, la imaginación, el silencio, los litros de vino tinto trasegados ante una máquina de escribir de segunda mano, las alfombras de chillones colores de un estudio de tercera clase, destinado a meditar, mientras en total reposo se sorben infusiones, el mundo de las gentes de letras, el severo buró repleto de carpetas, el teléfono y las estatuillas. No, yo no sabía lo que era eso. ¿Imaginación? Carezco de ella. ¿El mundo de la literatura francesa? No lo conozco ni me importa. ¿El material? Papel vulgar, como aquel en que los soldados escriben sus cartas, sobre el que arrastro el Bic, sobre el que se arrastran los dedos y se arrastran las palabras (…)” (p.p 19 y 20)
Albertine, genuino personaje de novela naturalista y escritora de sí misma y de su mundo, disfrutó muy poco tiempo su éxito literario ya que murió al tercer año de la publicación de L´Astragale, sin cumplir treinta años, y todo por una negligencia médica durante una sencilla cirugía del mismo pie, en una clínica de Montpellier. Nacida en Argel el 17 de septiembre de 1937, hija natural de una criada española y de su patrón, un médico militar destinado en Argelia, es cedida a la Asistencia Pública por exigencia de este y adoptada casi de inmediato por un rígido matrimonio francés, con edad suficiente para ser sus abuelos (cuentan cincuenta años al momento de la adopción de la bebé a la que nombran Albertine Damien), quienes años más tarde pretenderán corregir su hiperactividad adolescente recluyéndola en un reformatorio en Marsella. Albertine llegaría a insinuar que se divertía mucho más ahí que en la casa de dos seres que hablaban todo el tiempo de morir cuando ella solo pensaba en vivir. Paradójicamente, lo primero que hace la muchacha de dieciocho años al ser liberada y tras figurar como estudiante ejemplar de bachillerato durante su reclusión, es atracar un banco a mano armada, en complicidad con otras tres jovencitas. A una de ellas se le escapa un tiro y mata accidentalmente a la cajera. Albertine y compañía van a dar con sus huesos a la cárcel, donde a Albertine en concreto se le condena a siete años de prisión bajo cargos de complicidad por robo y asesinato. Incontenible, la futura escritora decide escapar por su propio pie tres años después y, no obstante el lamentable accidente que la deja medio tullida, es asistida en su huida por un salvador incidental llamado Julien, prófugo asimismo de la ley e inspirador, claro, de Cartas a Julien (1971). Julien la oculta en casa de su madre, concretamente en el cuarto de sus hermanos pequeños —que terminan mirando a la invasora de pie destrozado con familiaridad y hasta con simpatía: Albertine experimenta gran debilidad por los niños— y se casará con ella algunos años más tarde, siendo él mismo puesto tras las rejas de nuevo y perdonado al poco tiempo. En la novela El atajo (Editorial Lumen, 1969, traducción de Francisco Muñiz), Julien reaparece con el nombre de Lou, del mismo modo que Albertine, que en El astrágalo se llama Anne, se hace llamar con su sobrenombre cariñoso de Albe.
Tras una serie de ingeniosas evasiones al guante de la justicia, Albertine o Anne se expondrá absurdamente al robar unas botellas de whisky en un supermercado. Anne describe en El astrágalo el ambiente de la cárcel de mujeres de la siguiente manera: “—De cada diez, seis estaban allí por infanticidio—le explicaba a Julien—.Entonces, como de las otras cuatro la mayor parte eran tontas, formábamos un pequeño clan. Durante el trimestre de celda, confeccionábamos camisetas para el vestuario y hacíamos muestras de camisetas para el vestuario y hacíamos muestras de distintas costuras sobre camisería, que pegadas en un cuaderno permitían clasificar a las chicas según lo que hacían saber. Nos pesaban, nos medían, nos hacían tests y luego nos dividían en grupos. Estaba prohibido que este grupo se comunicara con otro. Cada uno tenía su comedor, su sala de juego y su celadora (...) Otras veces era yo la que despertaba a Cine (que en El atajo reaparecerá como Jac), pero me molestaba. Su estantería —porque teníamos estanterías encima de las colchas de cretona, el “estudio”—estaba llena de fotos de sus críos y de su marido. Yo prefería mi cuarto, uno de los pocos que no tenía críos ni hombre (...)
A través de la prosa si se quiere desaliñada pero potentemente descriptiva de Albertine, y que evolucionará de manera notable en El atajo donde ya se permite licencias poéticas y metáforas más que ingeniosas, tenemos oportunidad de conocer de primera mano tres mundos íntimamente vinculados: el crimen, la cárcel y la prostitución. Cada ladrón, puta, policía, padrote o camionero que desfila por El astrágalo es indiscutiblemente real, no puede ser de otra manera puesto que la autora no ha conocido más mundo que este, y muy brevemente el de la soledad y el desamor padecidos en una infancia signada por los gritos y palabrotas del coronel, su padre adoptivo, que ya a los once años la acusaba de puta. A través de Albertine, ella misma prostituta y ladrona, descubriremos no sin asombro que hasta los seres marginales se rigen por códigos morales muy estrictos. Los veremos interactuar en un submundo que difiere muy poco del nuestro; delincuentes, contrabandistas y putas que se enamoran y aman a sus hijos exactamente igual que nosotros (como la Jac de El atajo), con la diferencia de que hablan de sí mismos con descarnada honestidad, desprovistos de las máscaras con que nos guarecemos los supuestamente integrados a la sociedad. Esta característica impregna la prosa a veces irritantemente directa y franca de Albertine. Después de todo retrata el mundo que otros han tenido que imaginar y hasta idealizar, y lo hace desde el centro mismo del dolor, angustia y frustración generados por esa sobrevivencia degradante de quienes se saben objeto de persecución… porque Albertine escribe en la conciencia de que la libertad es un estado fugaz que tarde o temprano le volverá a ser arrebatada y se esfuerza por guardar la sensación del viento y el sol sobre su piel: “… y toda mi vida será así. Será el constante juego del escondite, la felicidad siempre diferida, el amor a solas en el húmedo útero de nuestra madre, la cárcel.” (El atajo, p. 161)
En El atajo, Albe ha cumplido ya su sentencia. Élargissement es el término con el que los presos franceses sueñan ver sellados sus documentos y significa literalmente ensanchamiento, que define a la perfección la sensación de quien de pronto se ve afuera: “(…)Al salir de la cárcel, todo se ensancha de repente, se ensancha el horizonte, se ensanchan los pulmones, todo.” (p. 168). Ya Albe no requiere más de grandes malabares para evadir a la justicia como no sea portar su carnet de presa liberada en la cartera, para lo que pueda ofrecerse. Ronda ya los treinta años y Lou, su marido, permanece encarcelado a varios kilómetros bajo cargos de complicidad y robo a mano armada. Le falta, sin embargo, poco tiempo para recuperar también su libertad y Albertine le guarda una fidelidad en verdad conmovedora, máxime si tomamos en cuenta, número uno, lo atractiva que resulta a los hombres con sus rasgados ojos brillantes de descaro y su sonrisa de niña perversa; número dos, que en la Francia de los años sesentas no se permite la famosa “visita conyugal” y las parejas se conforman con comunicarse a través de cartas puestas contra un cristal: Lou le pide a Albe que le muestre el encaje de su ropa interior, a lo que ella accede sin nerviosismo. Descubre en tanto que la cárcel vive en ella y con ella pues a donde quiera que va parece aguardarla una portera recelosa, una reja, una cadena, un pesado manojo de llaves; que su libertad es más simbólica que física, que sigue bajo vigilancia estricta y cada cosa que haga, particularmente escribir (y ella escribe todo el tiempo, rellenando cuartillas con letra apretada e infantil con una Bic que es casi un personaje más), incluso quedarse hasta tarde leyendo una novela, y ni hablar de la botella de whisky que oculta como un tesoro, será objeto de sospecha en la pensión para ex presidiarias que no es sino una prolongación de la cárcel. Se ve forzada a trabajar o, como ella dice, “penar honradamente” en una tienda de departamentos, despachando la máquina de helados, lo que la llena de frustración pues ya no tiene tiempo para escribir y ni siquiera puede sobrellevar una conversación decente con sus compañeras de trabajo que hacen preguntas demasiado comprometedoras: ¿cómo revelarles que ha pasado los últimos ocho años de su vida en prisión sin que terminen rehuyéndola como a una leprosa?
El padre adoptivo de Albertine, un coronel alcohólico al que ella denomina ex padre hasta en la dedicatoria de El atajo y de quien dice haber heredado su afición a la bebida, recién ha muerto, y su madre, ya una anciana de ochenta años que ha puesto a la venta su casa para retirarse a vivir a un convento, desea reestablecer el vínculo con su hija adoptiva. Lo único que Albertine puede reprocharle a aquella afectuosa anciana es haber accedido sin cuestionamientos a los bárbaros designios del coronel sobre su destino, pero lo cierto es que Albertine la siente tan extranjera en sus afectos que la nombra no sin ironía Mother. No obstante lo anterior, Albe accede a mudarse con ella al convento, huyendo de la atmósfera de la pensión, aunque, por supuesto, el convento tiene también sus tintes carcelarios. Albertine alquila una máquina de escribir por veinte francos al mes y si bien ha intentado explicarle a Mother su propósito de escribir una novela y trascender, esta no es capaz de entender que alguien trabaje sin esperar retribución inmediata, y es que por muy ladrona que Albertine sea, la sola idea de escribir a cambio de dinero le parece un acto mercenario: ella escribe por necesidad, por placer, porque requiere materializar en palabras sus ideas e ideales. Para justificar el alquiler de la máquina, Albertine se dedica a escribir cartas por encargo para las inquilinas del convento y Mother, conmovida ante sus desinteresadas “labores secretariales” termina obsequiándole una sencilla y silenciosa máquina portátil: “(…) ¡Vamos, adelante, a pelear con las puntas de los dedos! Embriagada por esta tarea constante y machacona, mi cabeza se convierte en una caja llena de literatura en desorden, de literatura que debo arrojar fuera de cualquier modo. Y, entonces, tengo la sensación de que vuelvo a existir, de que cada línea que escribo me arranca del absurdo y también arranca de él a Lou. Recuerdo la cárcel, pero ya no la padezco; tengo la impresión de que, riendo, la sobrevuele.” (p. 131).
Pero Albe terminará harta de lo que llama “la canonización del encarcelamiento”; de lidiar con mujeres que rezan por la salvación de su alma pero han olvidado lo que es el amor, al que consideran una especie de premio de ultratumba; harta de la ausencia total de intimidad, de tener que conformarse con empinar alcohol de 90 grados y se marcha a vivir sola a un pueblo donde habrá de poner en práctica eso de lo que dice carecer (imaginación) para reinventarse una biografía. No oculta más su estado civil, pero a la mujer que le alquila una habitación le dice que su marido se encuentra en África. El que acarree consigo una máquina de escribir y se le vea casi todo el tiempo con un block sobre las rodillas, vuelve creíble su aseveración de ser escritora. No lleva ni una semana ahí cuando, como caída del cielo, recibe una oferta de empleo que no ha buscado aún, aunque más tarde descubrirá que Mother ha intervenido en su nombre: escribir crónicas para el diario de la región, algo, por cierto, mucho mejor que despachar helados. Pero la versátil escritora no tardará en desear que suceda algo insólito que altere los nimios eventos que ha de reseñar para el diario local y a los que se asiste “ligeramente borracha”: que los dignos ejemplares de la exposición canina se desboquen furiosos de repente, o que se suscite una riña entre padres de familia durante el festival escolar. Albertine no tardará en sentir que está prostituyendo su pluma y, quizá como una forma de escapar otra vez del aburrimiento y la indignidad, como cuando chiquilla, roba una chuchería en un centro comercial y, al ser sorprendida (¿es posible que tan hábil ladrona sea descubierta en forma tan sencilla?), es remitida de nueva cuenta a la cárcel donde recibe una condena de seis meses que se reducirá a cuatro por buena conducta. Mother, naturalmente, ya no quiere saber nada de ella. Quizá en el fondo era lo que Albe, harta de su ángel guardián, perseguía.
Lou, Julien en la vida real, sale poco después de prisión, casi al mismo tiempo que ella. La descripción de ese momento es hermosísima: “En esta mañana de agosto, trémula de tierna claridad, lo primero que la vida me ofrece es una rosa, una Bacará maquillada como una aurora, en matices anaranjados y violáceos, abierta en lo alto de un largo, firme y grácil tallo que Lou tiende hacia mí, sosteniéndola con tres dedos, en el vestíbulo de la cárcel. Mi marido y la rosa me parecen nuevos y frágiles (…) las palabras son demasiado pesados para ese instante (…)” (p. 167). Inician una vida juntos, al fin, que tendrá sus altibajos: él consigue un trabajo honesto pero mal remunerado y que exige demasiado de su fuerza física, que es mucha (Lou/ Julien es un alto, fornido, bien parecido, de brillante cabellera rubia) y Albe se dedica a cocinarle y lavarle, aunque no tardará en experimentar el escozor de la indignidad al considerar que permitir que un pobre hombre se mate para mantenerla es más criminal que robar. Aunque le cruza por la cabeza la idea de delinquir de nuevo para quitarle un peso de encima a Lou, y de hecho comete pequeños hurtos, Albe opta por revisar el manuscrito de una de sus novelas (no la menciona, pero debe ser El astrágalo) y remitirlo a diversas editoriales, aunque habrán de transcurrir unos seis meses antes de recibir una propuesta de la editorial Madrigall. Ella se refiere a esta, su primera novela publicada, como “su hijo”, hijo suyo y de Lou, que por cierto luce menos esperanzado que ella. La describe también como “la voz de la prisión”, de la que ella es solo su “negro”. El atajo concluye en la aceptación del manuscrito, pero no menciona el enorme éxito de crítica y de ventas de El astrágalo –Albe, de hecho, ni siquiera confía en que su novela logre un mediano triunfo… Lou, menos… lo único que tiene claro, y ese es el final feliz de El atajo, es que la escritura será su único oficio de ahora en adelante-. Casi de inmediato sus editores contratan en paquete La fuga (de la que existe una versión cinematográfica de 1971, La Cavale, dirigida y adaptada por Michel Mitrani) y El atajo, pero Albertine y su esposo Julien Sarrazin, de quien toma el apellido, disfrutan por muy poco tiempo de la fama y la fortuna de la novel escritora, quien morirá el 10 de julio de 1967 en la mesa de operaciones donde, irónicamente, habría de arreglarle el astrágalo. No alcanzó a ver publicados sus poemas (1969) ni sus Diarios de prisión (1976). Para Albertine Sarrazin, escribir era lo más parecido a robar: “Si he preferido ser escritora es porque he querido ser conocida en mi distrito, en mi continente, porque he querido superar mi nada, mis desdichas y mi muerte, porque así mi ser queda modificado y me sobreviviré a mí misma, y más allá de los derechos de autor veo el derecho a robar en el ámbito de la vida de las gentes, el derecho a robarles un poco de su historia, un poco de sus recuerdos, el derecho a recuperar algo del inmenso montón de palabras perdidas en el aire, de existencias ignoradas.” (El atajo, p. 222)