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Cuaderno de silencios


“En mi cuaderno cuadriculado me conté muchas cosas sucedidas en ese tiempo, pero nunca dije su nombre. Escribía a escondidas, en un espacio precario porque siempre era posible que una nueva limpieza general de la casa lo descubriera. Disimulaba el cuaderno en un gabinete con llave, debajo de otros cuadernos viejos, de libros para niños que ya no leía, de unas zapatillas de ballet…” (El lenguaje de las orquídeas, Tusquets, México, 2007)
La personaje-narradora sin nombre de El lenguaje de las orquídeas, de la escritora mexicana Adriana González Mateos, fue seducida a los trece años por su tío favorito, hermano mayor de su madre. Trece años. La edad de los diarios secretos, de los recaditos con corazones, del rechazo a las calcetas, de los rubores traicioneros, del pulso temblón. Ni siquiera era de esas niñas que pudiéramos llamar precoz, y aunque no se describe físicamente resulta fácil visualizar a la muchachita que holgadamente se desplaza en bicicleta y se encierra en su habitación a leer los libros que le acercó su abuela materna: Lo que el viento se llevó… ¡completito!… Las mil y una noches, Los tres mosqueteros…, “Juntas –narra la protagonista –amábamos a esas heroínas capaces de montar a caballo para enfrentar los peligros, envenenar a un carcelero, seducir a un héroe inconveniente, burlarse de las estúpidas que se quedan en casa obedeciendo y se pierden la mejor parte del libro.” (p. 63). Todo eso terminará de manera abrupta. Cortado de tajo. Quien es empujado a la adultez desde la elevada cumbre de la infancia termina por crear una barrera entre sí mismo y la gente de su edad pues se han cancelado los temas de conversación y se impone el silencio del que ya tiene cosas serias que callar. El incesto divide en dos al objeto del abuso: el que es y el que fue. Al primero hay que esconderlo, a como de lugar y aparentar que se sigue siendo el mismo, que no pasa nada. Que la vida es una fabula. Ojalá el abuso fuera tan ruidoso, tan sangriento, tan grandilocuente como una niña en bici arrollada por un camión, accidente con que se abre la narración.
La niña, claro, se convertirá en escritora, quien sabe si gracias al acendrado hábito inculcado por la abuela o porque descubrió que la palabra escrita enfrenta al escritor con sus propios fantasmas y le ayuda a explicarlos, a veces a entenderlos y hasta transformarlos.
Los libros, decía, eran el mundo de la niña, los libros y la bici… y de pronto una mirada, un apretón, una caricia debajo de la falda… la mano fría del tío, ese al que aprendió a respetar; la mano de la segunda persona más confiable de su mundo, después de su abuela. Sólo tiene trece años, no olvidarlo. Las caricias del tío borran de su mente las aventuras de los tres mosqueteros… las penurias de Scarlett O´Hara que nunca pierde el sombrero y padece hambre sin despeinarse… Los paseos en bici no serían los mismos a partir de este instante. De pronto su mundo cotidiano era sustituido por otro, uno solo suyo y de su amante, donde el resto del mundo no existe y al que anhela retornar una y otra vez, aún cuando ese amante gentil se transforme en el adulto que más controla, que más exige. Le exige, incluso, escuchar en silencio y sin interrupciones sus experiencias mundanas, con mujeres adultas. A los trece años se tiene ya noción de lo bueno y de lo malo, tal vez hasta el criterio para elegir y la niña eligió mal quizá por no saber discernir la sutil diferencia.
Es cuando ella cobra real conciencia de lo malo que empieza a entender…. A entender cosas verdaderamente dolorosas de sí misma y de su familia… que el estupro de su tío fue, ante todo, el acto alevoso de quien está habituado a satisfacer sus caprichos, por nimios que sean (y la sobrinita fue lo nimio)… descubre la niña adulta que en sus manos está lograr el perdón de sí misma, el único que importa, porque los demás… ¿Quiénes son los demás? La madre ni siquiera recuerda que su hija le ha confesado que ella y su tío… Y es que, como escribe ella reiteradamente, Las niñas no tienen importancia. Todas las familias decentes lo saben y le darán la razón. Paradójicamente, al adquirir conciencia de la marca del incesto en su cuerpo pero sobretodo en su alma, y de lo que el incesto ha hecho con su vida, la niña adulta recobra la inocencia perdida: “Veinticinco años después puedo colocarme frente a una fotografía tomada en mi cumpleaños número catorce, comprobar que no he cambiado. Quizás un experto extraordinariamente atento (no mi mamá) hubiera notado que mi inocencia, mi ingenuidad se acentuaban, como si, casi al descuido, mi ángel de la guarda me hubiera rozado con la punta de sus alas.” (p. 27)
El deber de una adulta que ha sido lastimada de niña, es devolverle el valor a esa niña que nunca tuvo importancia para su familia… y posiblemente sea ese el verdadero tema de El lenguaje de las orquídeas. Eso y no el incesto, tópico que se presta lo mismo a la escabrosidad que a la cursilería. Adriana González Mateos estaba muy consciente de esto al momento de tomar el toro por los cuernos: “Es difícil decir esas cosas-me confiesa Adriana-; y para mí ese era el reto, construir una historia que diera lugar a nuevas preguntas, que se pudiera contar de otra manera, básicamente. La misma historia exigía narrar ciertas escenas sexuales, ¿cómo narrarlas sin que resulten de mal gusto? (estamos hablando de una niña de trece años y de un hombre de cuarenta, que además es su tío) y que al mismo tiempo pueda dieran cuenta de muchas otras cosas que forman parte de una relación de este tipo, como la violencia. Fue todo un trabajo de encontrar la manera justa de contar las cosas.”
Pocos días antes de que cayera en mis manos esta magnífica primera novela de Adriana González Mateos, reconocida cuentista ganadora del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 1995 con el libro Cuentos para ciclistas y jinetes (Aldus, 1996), acababa de leer un ensayo del escritor francés radicado en México, Philippe Ollé-Laprune, donde con la agudeza que lo caracteriza contrastaba el afán autobiográfico e intimista de los autores franceses con el pudor de los mexicanos que nunca se atreven a reconocerse personajes de sus propios libros: “(…) ninguna literatura ha conocido tan de cerca esa intrusión del “yo” como la francesa –escribe Phillippe -. Llama la atención la ausencia del “yo” en la producción literaria latinoamericana en general y en la mexicana en particular (…) Para los narradores mexicanos, en general, es más importante el dominio de lo imaginario o la lectura personal de la realidad que el viaje y al mundo subjetivo del ser como el que propone la obra autobiográfica.” (“Yo” no es “otro”, Desorden aparente, Aldus, 2007, p. 19). Y de pronto se me aparece Adriana con esta novela sencillamente desgarradora, reconociéndose la niña de su novela. Ni pervertida ni víctima patética, solamente una niña seducida por su tío. No hacía mucha falta, en realidad, pues esa voz cálida, deslizante, vibrante, poética y de una inteligencia avasalladoramente tierna (sobre todo eso) es la voz de Adriana, escritora mexicana que escribe como francesa; que remite a Marguerite Duras pero, sobre todo, a la enigmática Annie Ernaux (a la que increíblemente todavía no ha leído, aunque reconoce influencia de la Duras); una escritora que habla, sí, sobre un incesto, pero un incesto no menos grave que la técnica casi quirúrgica con que el tío va minando la autoestima de la niña, escasa de por sí a los trece años, haciéndola sentir que si bien ya no es niña, como mujer no vale nada. ¿Qué es peor? La palabra amor, aquí, sale sobrando, y qué bien… bien por la niña que habla franca y abiertamente de su deseo, de su violento despertar sexual, sin justificarse en un sentimiento amoroso, ni siquiera de admiración. Esa crudeza vuelve más compleja esta situación pues tampoco el tío recurre a las triquiñuelas de todo hombre maduro para deslumbrar niñas… ni una sola promesa de amor, no digamos ya de protección. No hay necesidad de mentir para seducirla. La seduce y ya. Ni un solo lugar común empaña la relación de los hechos. La niña ni siquiera le hubiera creído, e igual se hubiera entregado. Ella lo sabe. El lector sabe. La relación sexual se da con la más absoluta espontaneidad, sin que la niña se hubiera sentido verdaderamente atraída por ese tío casado con una señora guapa pero aburrida, padre poco entusiasta de dos hijos. No existe ninguna razón visible para que ese hombre que ha amado a tantas mujeres guapas y sofisticadas haya acorralado a su sobrina en un juego que pudo haberla destruido si la niña no decide a tiempo recuperar la autoestima que le ha arrebatado. Ni él mismo lo entiende, qué la arrastra hacia aquella niña que, por muy hermosa que fuera, era una niña, todavía… y era su sobrina. Aquello acaba porque tiene que acabar… pero no completamente. No pues la niña crece con la convicción de tener una cuenta pendiente con aquel hombre convertido en venerable ex diplomático que ya peina canas. La mujer en que se ha convertido aquella niña buscará entonces ajustar cuentas, deshacer aquel implícito pacto de silencio que involucra a toda la familia. A través del tío saldará la deuda que su familia tiene con ella. Descubrirá que todo este tiempo el tío ha intentado encubrir su delito ante sí mismo con todos recursos sicológicos inverosímiles, como convencerse de que la niña tenía 16 y no 13 años. “El jamás se habría reconocido en la palabra abuso. Me reprocha la distorsión: ¿no es verdad que yo lo seduje a él? (…) Buscara lo que buscara en mí, mi cuerpo parecía estorbarle y había que quitarlo de en medio. Yo era testigo de su violencia desde una distancia congelada, incapaz de interponer un diálogo.” (p.p 95 y 97).
Pero, ¿qué es el lenguaje de las orquídeas? ¿Qué lenguaje puede ser ese? La orquídea que recién le han obsequiado a la niña adulta se vuelve razón de sus reflexiones cuando sin querer la lastima y experimenta una súbita identificación con la flor. Se mira reflejada en ella que, más allá del bien y del mal, ajena por completo al sentimiento de culpa, resiente el daño y sin embargo calla… con un silencio, sí, culpable. Es entonces que la niña adulta se sitúa en el lugar del tío: ¿qué decirle a esa orquídea para compensar el daño irremediable hecho a sus raíces? La respuesta es el silencio. El lenguaje de las orquídeas es el silencio.
Insisto: no me sorprende que Adriana sea la niña de su relato. Pero la mujer que tengo ante mí, pequeña y hermosa, todavía niña en cierto modo, dueña de la sonrisa más dulce e inocente que recuerdo, refleja cierto añejo dolor que la nimba de un aura por demás enigmática. Adriana me mira con fijeza al confiarme que no sufrió el proceso de escritura de esta novela, antes bien, fue algo placentero, tanto que retomará el género novelístico: “La historia me persiguió muchos años, pero cuando me sentí a escribirla fluyó con una naturalidad asombrosa. La escribí en una época en que tenía mucho tiempo para escribir y la terminé muy rápido. Pero detrás de eso había muchos años de estar pensando y reacomodando cosas. Sí, hubo mucho dolor previo a la escritura… y hay momentos de la narración por supuesto muy dolorosos; detalles, inventados o no, que me parecían demasiado fuertes, que me impresionaban, pero al irla escribiendo fui descubriendo muchas cosas que no había captado antes y se transformó en un proceso muy agradable. Fue muy agradable poderla escribir sin tanta traba emocional, mirándolo todo cada vez más desde afuera.” La niña adulta de El lenguaje de las orquídeas, que también relata su propio proceso de la escritura de los hechos, lo explicaría de la siguiente forma: “El placer de escribir era la sensación de estar sola en un sitio donde podía ver mis pensamientos; como si pudiera tocarme a través de la rejilla de la cuadrícula convertida en súbita ventana. Era una manera de correr, de estar lejos de mi casa…” (p.p 70 y 71) La anomalía amorosa y el secreto; la repulsión como ingrediente intruso de la pasión y la ingenuidad quebrantada o aparente están presentes también en la cuentística de Adriana. Su lenguaje entrelaza lo poético y lo tierno con lo grotesco y lo terrible. Asombra la forma en que paulatinamente transforma un lenguaje ligero y coloquial en algo casi hermético… en un lenguaje de orquídeas.
Adriana González Mateos nació el 5 de marzo de 1961 en la ciudad de México. Narradora y ensayista. En este género ha obtenido el Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas en 1996 y ha publicado el ensayo Borges y Escher Un doble recorrido por el laberinto (Aldus, 1998). Obtuvo también el Premio Nacional de Traducción Literaria por La música del desierto, de William Carlos Williams, en colaboración con Miriam Moscona. Actualmente es profesora investigadora en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Cuentos suyos se han publicado recientemente en las antologías Un hombre a la medida (2005) y Cuentos violentos (2006), publicadas ambas por Cal & Arena.