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La sirenita al revés

Esta es la autora que los lectores eligieron para encabezar la Trenza conmemorativa No. 250
Como al Sirenita, pero a la inversa, (las escritoras) cambiamos nuestras piernas por tener una voz (donde aparece voz, cambiar por cualquier frase maliciosa).
E.F

Hay un instante en la vida que no por fugaz deja de marcarnos para siempre, y es eso en que, siendo niños, o creyendo que lo somos, nos miramos al espejo y con estupor enfrentamos al intruso que seremos de ahí en adelante. Casi no hay tiempo para reconciliarnos con el adulto en que nos hemos convertido, irremediablemente más próximos al demonio que a los ángeles. Algunos no nos recuperamos nunca, quizá por eso escribimos. Otros retienen en la memoria esa mezcla de asombro y hostilidad que, con suerte, se convierte en flirteo con uno mismo al paso del tiempo. Espido Freire hizo de ese instante literatura, y cada uno de sus libros, desde el primero hasta el más reciente, Los mileuristas (ensayo cuya edición mexicana publicará Ariel a finales de 2007), se caracterizan por esa preservación de la perplejidad que se experimenta solo una vez. Hasta aquí, no adopta aún el nombre con el que trascendería en varios idiomas. Tiene solo 19 años y escribe su primera novela. Seguro ni imagina que está a punto de hacerse famosa, aunque lo intuye. Cuatro años más tarde, a los 25, será el escritor más joven en ganar el codiciado Premio Planeta, quitándole el título a Antonio Prieto que era unos meses mayor al momento de ganarlo en 1955 con la casi olvidada Tres pisadas de hombre. Su enigmático nombre de pluma, creado a partir de los apellidos materno y paterno, da la vuelta al mundo: Espido Freire.
Nació el 16 de julio de 1974, en la ciudad de Bilbao, España, pero creció en Llodio, Álava, también del País Vasco, en el seno de una familia gallega. Aunque afirma que sus heroínas nada tienen que ver con ella, me permitiré jugar con la posibilidad de que la incursión en la música de la protagonista-narradora sin nombre de Diabulus in música (Planeta, Barcelona, 2001), es la propia Espido cuando todavía nacía como tal. Imagino a la niña morena y delgada, de ojos más desmesurados que de costumbre, llegando a su primera audición acarreando voluminosas trenzas. Solo tiene once años. Ha ido porque su maestra se lo recomendó, explica la madre, muy formal, a nombre de la muchachita que, como todas las heroínas de Espido, deja que otros hablen y decidan por ella. ¿Por qué presiento que también esta señorita Espido sintió pudor cuando la maestra de vocalización le exigió abrir la boca para revisarle el paladar, pues tenía dos muelas rellenas? Pero la maestra no hizo la menor alusión a las muelas. Se limitó a dictaminar: paladar gótico y muy marcado. Seguro, como la narradora de Diabulus, Espido no sabía que acababa de desviar el curso de su infancia: de aquí en adelante cero helados; adiós a los resfriados que tanto ayudan a la hora de querer desengancharse de la escuela… incluso las ensaladas, tan necesarias en esa etapa del desarrollo, quedarían proscritas (sin duda, lo que menos echaría de menos). Cero cigarro, aunque era demasiado joven para fumar. ¿Pudo una nena de once años abjurar a todo esto por propia voluntad? Como bien dice la narradora de Diabulus…, nada hay que los adolescentes respeten menos que la ópera… bueno, sí, una adolescente que canta ópera: un absoluto bicho raro a la que sus compañeros de clase no perciben como artista sino como bufón: “Se canta como se sangra. No existen más trucos: sin sangre, sin alma, el mejor oído, la disciplina feroz, la técnica más depurada, se estrellan como las notas, contra el vacío. Quien canta se enfrente a una enfermedad terminal, a una hemofilia. Es por tanto, una enfermedad sagrada, una enfermedad de reyes, como la locura; se venera a quien es capaz de sacrificarse en aras de la belleza, del servicio de los demás, del arte (…) Mi sacrificio debió hallar gracia a los ojos de los dioses, y asintieron, sonriendo. Entonces comencé a sangrar.” (p. 65).
Quiero, necesito creer que la escritora Espido Freire es la misma chica que empezó a menstruar mientras vocalizaba frente a un despiadado pianista ajeno a tan trascendente proceso al interior de la privilegiada garganta de la niña. Sus enormes ojos color canela y su escritura reflejan nítidamente a la niña injertada en un mundo de adultos… de adultos despiadados, capaces de introducir vidrio machacado en las zapatillas de la primera bailarina.
A los once años, se dice (aunque la narradora de Diabulus cuenta catorce al momento de recibir su primera gran oportunidad), hizo una gira artística con la compañía de Joseph Carreras (también conocido como José Carreras). La narradora de Diabulus, atacada por impulsos cleptómanos que pudo ser producto de la ansiedad o del deseo inconciente de ser echada, empieza a robar chucherías que solo una niña –que con peluca polveada interpreta a la correveidile en una ópera de Mozart- puede interesarse en robar: un pañuelito, un paraguas con forma de rana, un broche de mariposa. La reacción de las adultas de la compañía es implacable. La privilegiada garganta de la niña debió cerrarse. A los quince años encuentra refugio en la escritura, aunque, seguramente, como la narradora de Diabulus, escuchará de vez en cuando la última cinta que grabó interpretando a la hija de Jefté en Lamento de Ariadna: “(…) Una sirena puede entregar su voz a cambio de las piernas que le lleven al príncipe, pero ha de conservar la cabeza en su lugar. En las antiguas leyendas, las hadas poseían un hueco en la columna vertebral: un espacio que demostraba que no eran reales, que en ese vacío debía haberse alojado un alma. La voz de la sirena era su alma. Cuando calló, fue una princesa más. Yo callé. Entregué mi voz a cambio de encontrar la paz.” (Diabulus in musica, p. 95). No sería raro que tras asimilar lo peor de los adultos, la pequeña Espido declarara, como la heroína de su relato Pájaros: “(…) Ni siquiera tengo demasiado claro en qué momento descubrí que resultaba muy sencillo olvidarse de lo correcto…” (Todo un placer, Elena Medel, editora, Ed. Berenice, Zaragoza, 2005).
En este tomarse el arte con seriedad cuando otras niñas aún loquean, así como en la naturalidad con que asimila la lectura de los clásicos, totalmente al margen de ciertos experimentos fatuos de autores de su generación, Espido Freire pareciera una muchacha de otra época, de otro mundo: se adapta al pasado con la misma facilidad que al futuro, sin despegar los pies del presente. Una chica muy de su tiempo que, con la misma gracia con la que se mete sola en las callejuelas londinenses, se escabulle, lágrimas de espanto, de un grupo de skin heads que la siguen hasta su pensión en Postmouth mientras la acribillan con insultos racistas: “Yo continué mi viaje sin problemas, pero asocié siempre el nombre de Postmouth con el olor a sudor y a pescado podrido del barrio chino, y con la consciencia brutal, estremecedora, de mi propia fragilidad. Algún tiempo después, las peleas entre skins y españoles acabaron con heridos y dos muertos en Brighton.” (Querida Jane, querida Charlottte, Punto de Lectura, Suma de Letras, Madrid, 2005). En este sentido, el de la múltiple temporalidad de sus textos, se asemeja a uno de sus ídolos literarios: Borges (aunque declara admirar asimismo a Homero y a Shakespeare).
El que las historias de Espido Freire transcurran en tiempos paralelos que confluyen en un ahora, o en un presente que alude al pasado, no es producto de la casualidad: así piensa y actúa la escritora, que por más que parezca arrancada de un cuadro de Dante Gabriel Rossetti y sus modos sean tan engañosamente dulces y tímidos como los de una dama inglesa del siglo XIX, es de trato desenfadado y risueño. Le echan en cara retratarse con actitud de torturada dama gótica cuando así es ella. A su belleza prerrafaelita y largas ondas cobrizas cayéndole por la espalda, agreguemos que se expresa con la corrección de una escritora decimonónica sin por ello resultar pedante, en lo absoluto. Al mismo tiempo se declara, sin los pudores propios de sus coterráneas, feminista, “como toda persona debería ser, pero no vuelco ningún tipo de ideología en mis novelas. Si acaso puede seguirse mi modo de pensar en mis artículos.”
Pero esto no es exactamente así, y dudo que Espido no se percate de ello. Sus heroínas, cierto, distan de pronunciarse al respecto. Todas son niñas obedientes y continúan siéndolo en la edad adulta; se sienten cómodas siguiendo las reglas aunque algo en su actitud permita vislumbrar cierto hastío. Acaso el que se permitan pequeñas licencias como engañar a sus novios con hombres harto más interesantes. Las decisiones trascendentales solo las toman a instancias de una figura de autoridad… como la heroína de Diabulus in musica…como la propia Espido, que no buscó editor para su primera novela, Donde siempre es octubre, que sería la segunda en publicarse (Seix Barral, 1999), que escribió a los 19 años, hasta que un profesor de la Universidad de Deusto, donde se tituló en Filología Inglesa, la animó. La clave podría estar en los personajes secundarios, aunque los críticos y lectores insisten en buscar a la autora en las protagonistas. Irlanda (Planeta, 1998) lleva el nombre no de la narradora protagonista, Natalia, sino de la malvada prima que sin embargo saca del marasmo a la aturdida niña que no sabe pensar por sí misma… lo mismo que la ya adulta Elsa-grande, protagonista de Melocotones helados (Planeta, 1998), que de pronto se topa con la desenfadada Blanca, que bulímica y todo es independiente y dueña de sí, e inevitablemente influye en la llamada Elsa-grande. Se ha insistido en buscar rasgos autobiográficos en la rubia Elsa-grande, que hasta en su aspecto es lo opuesto a Espido, con la autora… pero para mí, que Blanca es la que más se le acerca. Es Blanca y su pavor a enamorarse (similar al de la narradora de Diabulus in musica, aunque manifestado en forma distinta), quien hace reparar a Elsa en circunstancias con esta: “Quienes contaban, quienes ostentaban el poder, los profesores, los críticos, censuraban a las jovencitas que se mostraban ansiosas y promiscuas, que daban demasiadas muestras de descaro, de independencia, de arrogancia. Lo que no impedía que la mayor parte de ellos se involucraran más de lo que debieran con esas mismas muchachas. Secretamente, la mayor parte de ellos temía que en poco tiempo irrumpieran con fuerza y desbancaran a otros alumnos y becarios por lo que ellos habían apostado. Acogían los chismes sobre ellas con gran alborozo. Nadie podría confiar en una profesora con tal pasado. Estaban a salvo.” (Melocotones, p. 237) En tan breves y sencillas líneas queda expuesto el sistema mediante el cual el patriarcado ha mantenido a raya a las mujeres, percibidas como los varones, desde tiempos ancestrales, como una amenaza; como potenciales competidoras cuyas misteriosas artes los ponen en desventaja y a la que deben reprimir a como de lugar.
Desde Irlanda, su primera novela publicada, Espido Freire nos presentaría su característica visión sombría de la infancia, enfáticamente la de las niñas. Natalia es una niña muy correcta que ha cuidado de una hermanita enferma, algo más pequeña que ella, Sagrario, que muere antes de conocer a su príncipe azul, es decir, antes de entrar en la adolescencia. La madre insiste en leer en voz alta el Diario de la hija a la que no deja morir, como una manera de inculcarle su ejemplo a la sobreviviente (claro, ¿qué trazo de maldad pudo haber manifestado una niñita que ha visto postrada en una cama?), cuya virtud de poco ha servido para granjearse el afecto de una progenitora que no da cinco centavos por su capacidad intelectual, “(…) Se extrañan de que te distraigas. Yo ni siquiera esperaba que sacaras el curso adelante” Por supuesto, Natalia habrá de desasirse del fantasma de su hermanita y del dominio de su rubia y carismática prima para graduarse como individuo. Pero sombrías y todo, las infancias relatadas por Espido están pobladas de duendes que hacen crujir los ascensores; de tardíos príncipes azules que se sientan en la banca del parque cuando ya nadie espera por ellos; de leyendas familiares protagonizadas por niñitas desaparecidas y de recetas deliciosas que hacen chorrear los ojos. Pero las princesas de estos cuentos de hadas nunca son fieles a sus príncipes, u de otro rasgo eminentemente feminista: la renuencia a aguardar el primer beso de amor para despertar; la fobia por las diminutas zapatillas de cristal; los inesperados y radicales actos de rebeldía contra su propio cuerpo y la simpatía por las maravillas brujas que usurpan el lugar de las hadas. En su magnífico análisis sobre la vida y obra de Jane Austen y Charlotte Brontë (de la primera reconoce una influencia tardía; la segunda la ha acompañado desde siempre: bástennos las Janes Eyres que protagonizan sus historias), Espido se ve un poco reflejada en la Jane Austen de los años mozos que tocaba el piano y coqueteaba descaradamente con los muchachos y sin embargo se inclinaría por la soledad, por las heroínas sensatas y nobles pero no tontas, nada tontas; la Jane Austen de la ingesta de vino franceses y golosinas al por mayor, y Espido reconoce su debilidad por los postres que disparan la voluptuosidad de Silvia Kodama y la gula de Blanca en Melocotones helados: “Mary (…) la empollona prototípica –escribe Espido, refiriéndose a una de las desesperadas hermanas de Elizabeth, protagonista de Orgullo y prejuicio-, la chica que casi todas las mujeres han sido en algún momento de la vida, tan preocupada por resultar atractiva a los hombres que ha decidido no mostrar ningún interés en ellos y dedicarse al cultivo del intelecto. Por desgracia hace falta algo más que leer para convertirse en una persona inteligente, y la novela termina sin que Mary haya llevado a cabo demasiados progresos.” (Querida Jane, p. 27) Natalia es una huérfana de corazón, una Jane Eyre con una madre cuya alma parece pertenecer más bien a una madrastra o a una celadora de orfanatorio. No así las Elsas de Melocotones y la narradora de Diabulus…, típicamente austenianas, como todas, Espido incluida, hemos sido alguna vez. Solo una heroína austeniana, de finales del siglo XX (porque en el XIX los cánones de belleza exigían sacrificios harto distintos a los de lograr la delgadez extrema), preferiría morir antes que engordar… pero también a dejar los melocotones helados, rellenos de chocolate. Espido ha reconocido públicamente su problema en Cuando comer es un infierno, problema que ejemplifica en Blanca, personaje trágico como todas las mujeres de Melocotones helados, no obstante pertenecer a distinta estirpe: “Sabía, por ejemplo, que Blanca se moría. No por ella, no porque se lo hubiera dicho, por supuesto. Era otra de tantas historias no contadas. Hubiera pasado desapercibido, porque era un declive progresivo, el lento cese del corazón: se había estado matando en cada comida, cada vez que había vomitado tras devorar cualquier cosa que la matara de angustia.” (p. 21).
En el mundo maravilloso, que no mágico, de Espido Freire, donde la realidad es por sí misma desconcertante y fantástica, la bulimia es casi un mal necesario y la propia Espido, que debido al cerco de prohibiciones de su infancia artística se creó una relación patológica con la comida, tuvo que ceñirse al corsé de finales del siglo XX, tal como ella misma señala en Cuando comer es un infierno, donde se proyecta en cuatro bulímicas/ anoréxicas regeneradas. Espido aborda el trastorno con el respeto de quien conoce su poder destructor, quitándole el velo de sofisticación que los medios paradójicamente le otorgan al tiempo que lo combaten, denominándolo como un mal de “modelos”, de “adolescentes”, de “chicas lindas”; una práctica que, entre otras cosas terribles, suele producir infartos. La escritora señala que el origen de los trastornos alimenticios, que empiezan a adquirir dimensión de epidemia mundial, es la falta de respeto hacia la mujer de verdad, la que almacena grasa y años. Pero eso es apenas una parte. La otra consiste en una necesidad de control de la sociedad sobre la conducta femenil a través, primero, de la imposición de cañonéense estéticos poco menos que imposibles y, segundo, esmerándose por detectar a las afectadas para controlar su problema de salud. Pero una vez más, Espido niega que Cuando el amor es un infierno sea autobiográfico: “Lo que aparece ahí-declara- es una visión muy crítica, que es mía, de la sociedad actual, de las soluciones que se están dando, que son insuficientes… Y lo que no he negado nunca es que, como otras muchas mujeres, he pasado por esos problemas”. Quizá es uno de los grandes atractivos literarios de Espido, respecto a las lectoras: que se convierte en espejo de quien la lee, que crea fuertes lazos de empatía entre ella y su lectora y se solidariza con quienes, como ella, han caído en la trampa de castigar el placer y la libertad conquistada por el cuerpo femenino.
Melocotones helados, tercera novela publicada de Espido, sigue siendo la más notable no obstante la innegable belleza lírica de Irlanda, Nos espera la noche y, sobre todo, la muy gótica Diabulus in musica. Melocotones es, a un tiempo, un thriller, una saga familiar y una novela política. Fluctúa entre dos Españas radicalmente distintas, cuyo únicos nexos son la desaparición de una niña y una receta secreta: la España de la guerra civil y la actual, donde se desenvuelven las dos nietas de Esteban, soldado enamorado de dos mujeres, una glotona y otra hedonista de la cocina. Las nietas, hijas de Miguel y Carlos, a su vez hijos de Esteban y la repostera Antonia, han sido llamadas Elsa en honor a la pequeña Elsa, la tía que desapareció misteriosamente siendo una niñita. Pero bautizar a dos bebés con el nombre de una niña desaparecida, acaso asesinada y violada, puede generar ingratas casualidades: Elsa grande, que es una pintora sin grandes ambiciones, más bien modosita, empieza a recibir misteriosas cartas en blanco a las que siguen amenazas de muerte vía telefónica. Defenderse de un enemigo cuya existencia se desconocía hasta ese momento resulta perturbador en exceso. Elsa grande debe ponerse a salvo, aunque para ello deba separarse de su novio de casi toda la vida. Al cabo de un tiempo descubrirá que su perseguidor, o perseguidores, no la quieren a ella sino a Elsa pequeña, su prima, con quien la han confundido. Elsa pequeña es la antitesis de Elsa grande, la chica mala y sin rumbo que, buscando una razón para vivir, termina involucrándose con una secta cuyos miembros visten a la usanza medieval. En este sentido se le reconoce a Elsa pequeña una voluntad de búsqueda y de cambio de la que Elsa grande carece, aunque será orillada a ello por las circunstancias. “La vida no es, como nos han enseñado, una página escrita que nos aguarda- declarará Elsa pequeña, una vez descubrir que se ha hartado de ser un regalo para los hombres y se transforma, en consecuencia, en un peligro -. Cada día, a cada momento, escogemos lo que somos, lo que sentimos y lo que creemos. Nuestras palabras y nuestros hechos no son otra cosa que elecciones. Yo escogí moverme en la delgada línea que separa el bien del mal y cerré los ojos. Entregué a otros mi vida y permití que ellos decidieran qué sería yo.” (p. 189).
Las vidas de las primas corren paralelas a la de Antonia, la abuela, una artista de la repostería, y la de la desaparecida Elsa, una niña que de algún modo se rebela al hecho de que su madre la atavíe como una muñeca y a la que las demás niñas perciben como presuntuosa y cursi. Marginada de los juegos, la niña Elsa buscará la aceptación en amigos imaginarios. Los cuatro personajes, las tres Elsa y la abuela Antonia, pagan el precio de asumir pasivamente los roles que les ha asignado la sociedad: la muñeca, la bella, la hacendosa y la sensata, lo que no significa que, tarde o temprano, terminen rebelándose: dos Elsas pagan con su vida. La otra, la sobreviviente, hace efectivo su clamor de libertad al experimentar una relación lésbica, sin ser lesbiana. Antonia aparenta una muerte tranquila, pero nadie muere en santa paz con una hija extraviada y la certeza de que nunca ha tenido nada propio, ni siquiera una opinión.
Melocotones helados, no obstante retratar los horrores de la guerra, reflejados más en la psique de los afectados que en los aspectos ambientales, recurre al talante de los cuentos de hadas, logrando que los amigos imaginarios de la niña Elsa y los caballeros andantes de Elsa pequeña, invadan el coto de sensatez de Elsa grande. Espido logra narrar historias perfectamente realistas con temperamento romántico. Nada de lo que ahí ocurre está fuera de la lógica, ni siquiera de la posibilidad, pero la narradora descorre sutilmente el velo que esconde los elementos maravillosos de la vida cotidiana. A diferencia de los cuentos de hadas, aquí los príncipes son torpe o prescindibles, y siempre los amantes muertos se impondrán a los vivos porque a las princesas postmodernas de Espido Freire les aterra perder su libertad pero, sobre todo, padecer el profundo vacío que solo un amor frustrado deja en el pecho. Otro gran mérito de Espido Freire consiste en retratar su época reflejada en otras épocas alternas e interpretarla a partir del pasado. Espido sabe como trasladar a literatura el efecto que da nombre a Diabulus in musica, el instante apenas perceptible en el que el diablo se cuela por el intervalo prohibido de una melodía. Pero lo maravilloso, insisto, es la sensibilidad decimonónica con que aborda fenómenos de actualidad que para algunos ingenuos, han perdido vigencia… el amor, por ejemplo.
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