
y la comunidad judía como las mujeres.
A.R
La principal lección de la Maestra Adrienne Rich: las feministas hemos vivido engañadas, creyendo que la apertura de los campus universitarios, que por cierto le costó a Susan B. Anthony (1820-1906) 100,000 dólares en 1881 –fue lo que exigió a las mujeres el consejo administrativo de la Universidad de Rochester, Nueva York a cambio de su admisión, y Susan encabezó la colecta que parecía imposible –era la victoria, cuando en realidad es apenas el principio. Adrienne, graduada por cierto de Radcliffe, un “anexo” de Harvard, no tardó en descubrir hasta qué punto la educación oficial, diseñada por y para hombres blancos, sajones y protestantes (WASP), podría representar un espejismo para las educandas cuyo precio a pagar sobrepasaba los 100,000 recaudados por Susan, a costa por cierto de su propia salud: alinearse a la ideología WASP sin cuestionarla, esto es, renegar de la propia feminidad de tal suerte que su potencial no fuese objeto de sospecha o escepticismo. De este modo, la universitaria se habitúa a valerse de armas típicamente masculinas para abrirse paso en el competitivo ámbito profesional, lo que muchas veces implica ejercer las mismas políticas misóginas de sus colegas varones. Esta realidad, continúa Adrienne, nos fuerza a las mujeres a reeducarnos, es decir, tomar el conocimiento técnico y práctico de las aulas pero sin abandonar una visión crítica respecto a los procedimientos de enseñanza. En tanto, nos informaremos por nuestra cuenta sobre ese sector invisible en los programas académicos de los hombres blancos: las mujeres que hicieron posible nuestro acceso a la vida pública, política y laboral… y eso incluye a esos grupos femeninos doblemente marginados: las Negras (Adrienne siempre lo escribe con mayúscula) y las lesbianas, a quienes las feministas blancas y heterosexuales olvidaron incorporar desde el principio en su grito de rebeldía. Es entonces que así como las blancas/ heterosexuales se ganaron a pulso muchos terrenos vedados para ellas, sin aguardar a que los varones les cedieran el paso, así, las segregadas del movimiento feminista original se han ido incorporado, sin permiso, luchando por su cuenta, conscientizando a sus hermanas blancas y heterosexuales respecto a que un movimiento como el feminista no puede estar consolidado mientras se incurra en los mismos errores del colonialismo al que combaten: Se incita a la mujer cuota a que se perciba digna de ello y excepcionalmente dotada, diferente a la mayoría de las mujeres, y en consecuencia a distanciarse de la amplia condición femenina y, de esa forma, las mujeres “comunes” acaban de verla alejada, quizá incluso como más fuerte que ellas mismas (…) Las mujeres diferentes a ella –mujeres pobres, de color, camareras, secretarias, amas de casa en el supermercado, prostitutas, ancianas –se convierten en invisibles; pueden representar también, de forma extrema, lo que ella ha dejado o desea dejar atrás.” (“¿Qué necesita saber una mujer (1979)”, Sangre, pan y poesía, prosa escogida 1979-1985, Icaria/ Antrazyt, 176, Barcelona, 1986, traducción de María Soledad Sánchez Gómez).
Adrienne Rich nació el 16 de mayo de 1929, en el seno de una acomodada familia judía de Baltimore. Aunque tuvo una infancia feliz en la que no se le regatearon los libros ni los deportes, ya a edad muy temprana manifestaba excesiva preocupación por ciertos rituales sociales que no comprendía, por ejemplo, por qué era de mala educación denominar “judío” a un judío; por qué a los negros se les debía nombrar negroes y por qué nigger era un insulto; por qué su madre le exigía reprimir su mal genio cuando hasta William Blake le cantaba a la manifestación de la ira. Hija de un eminente patólogo judío, Arnold Rich, de quien heredó la pequeña estatura y el cabello rizado, y de una delicada dama sureña y protestante, es decir, gentil, no-judía, que se esmeraba en alisarle el cabello y darle una educación que incluía lecciones de piano (la señora Rich era una pianista frustrada, del mismo modo que la abuela paterna de Adrienne era una escritora malograda), y el arte de “fascinar” a los hombres, cuestión que bien poco le interesaba a la joven Adrienne, más entusiasmada por devorar poesía. Un día, hurgando entre los álbumes escolares de su padre, descubrió que este se había educado en escuelas militarizadas para caballeros-cristianos-y blancos-del Sur, y de pronto comprendió por qué su madre consideraba de mal gusto la palabra judío y mejor recurría al ridículo eufemismo “Gente de fe judía”, pues de ese modo el doctor Rich, como otros judíos asimilados al sistema WASP podía alegar no ser practicantes. Adrienne lloró al descubrir que su padre había aprendido a renegar de sí mismo, forzado por sus padres que también optaron por borrar su procedencia y su historia. Fue la cuestión racista, sufrida en su propio núcleo familiar, lo que la llevaría de la mano hasta la teoría feminista pues ella misma, como mujer, era también un ser marginado y el feminismo aglutina todo lo percibido como Lo Otro. Por fortuna, su padre, un hombre en verdad brillante, de los pocos judíos que llegarían a ocupar una cátedra de patología en la John Hopkins Medical School, a cambio, claro, de asimilarse a la ideología imperante, nunca subestimó la inteligencia de su hija, junto con la que solía leer pasajes de The age of reason, donde Thomas Paine arremete contra la institucionalización de las religiones y la imposibilidad de que el hombre elija su fe. En 1947, fuertemente impactada por los ataques a Nagasaki e Hiroshima que la hicieron cuestionarse respecto al llamado “orgullo americano”, una Adrienne de rizos domesticados ingresó a Radcliffe, más que nada, para alejarse del asfixiante sur y coincidir con otras chicas judías que la hicieran sentirse más cerca de sus raíces. Porque con todo y haber sido bautizada en la iglesia episcopaliana, Adrienne se percibía, se quería percibir como judía. No tardó en descubrir que en su nuevo círculo las chicas se esforzaban por borrar su judeidad, no solo alisándose brutalmente los cabellos sino recurriendo incluso a la cirugía plástica. Aunque su inminente destino fuera casarse con un judío, parecerlo resultaba de mal gusto y Adrienne emprendió su rebelión en serio, empezando por liberar sus cabellos: “(…) siento la historia de la negación dentro de mí como una herida, una cicatriz. Porque la asimilación ha afectado mis percepciones: aquellos primeros errores en los significados, aquellos vacíos están en mí todavía. Mi ignorancia puede ser peligrosa para mí y para los demás.” (“Partida de raíz: un ensayo sobre la identidad judía (1982)”, p. 125).
El estudio profundo de la poesía, particularmente bajo la guía de Francis Otto Mathieson, un socialista homosexual que fue su profesor en Harvard, incrementó, sí, la conciencia comprometida de Adrienne; aprendió sobre todo que la poesía era mucho más que un arte refinado, que está hecha de algo que rebasa ese carácter sobrenatural que suele concedérsele: “El canto es más elevado que la lucha y el artista debe elegir entre la política –que se define aquí como un interés partisano por asuntos terrenales o una lucha corrupta por el poder –y el arte, que existe solo en el plano trascendental. Esta visión de la literatura ha dominado a la crítica literaria en Inglaterra y Norteamérica durante casi un siglo. En los años cincuenta y principios de la década siguiente se movían negativamente muchas cabezas si se sorprendía al artista “entrometiéndose en política”; el arte era místico y universal, pero aparentemente el artista era también irresponsable y emocional y políticamente ingenuo.” (Sangre, pan y poesía: la posición de quien es poeta (1984)”, p. 174). Quizá a ello se deba que los dos primeros poemarios de Adrienne, A change of World (1951), publicado dos años antes de casarse, y The diamonds cutters, tan, digamos, “políticamente correctos”, fueron saludados con entusiasmo por parte de la crítica literaria, entre otras virtudes, por su “modestia”. Esto debió confundir enormemente a la entonces joven de 26 años: ¿Hasta qué punto había asimilado las enseñanzas de su querido profesor Mathieson, cuyo suicidio dejó una honda huella en su alma? ¿Se sentiría orgulloso de ella si leyera esas reseñas donde alababan su “modestia” por encima de otras virtudes estilísticas? ¿Fue esta la razón por la que Adrienne silenciaría su pluma durante los próximos siete años?
El siguiente paso para reafirmarse ¿ante el mundo? ¿ante sí misma? fue casarse con un judío ortodoxo, cosa que el doctor Rich tardó mucho en perdonar. En su texto autobiográfico, como dice la propia Adrienne que deben serlo los textos de las feministas cuya obligación es comunicar sus experiencias, “Partida de raíz, un ensayo sobre la identidad judía”, Adrienne no menciona haberse casado por amor, aunque al parecer tampoco se había descubierto lesbiana. Reconoce, en cambio, haberse casado concretamente con este hombre porque no encontró forma más radical de expresarle su sentir a su familia: “Me casé en 1953, en la Hillel House, de Harvard, debajo de un retrato de Albert Einstein. Mis padres se negaron a venir. Me estaba casando con un judío del “tipo inadecuado”, de procedencia ortodoxa del Este de Europa. Nacido en Brooklyn, había ido a Harvard, se había cambiado el nombre, que estaba unido indisolublemente a su infancia y hacia el que sentía una terrible ambivalencia (…)” (p. 118). Adrienne, que principalmente deseaba darle a entender a su padre que no compartía su concepto de lealtad familiar y que nunca se había tragado el cuento de que ella era “especial”, es decir, mejor que el resto de sus congéneres por el simple hecho de fingir lo que no era, lo que se le exigía ser. Reconoce que al principio se divirtió muchísimo con su familia política que a diferencia de la suya no cuidaba tanto las formas y cantaban, bailaban y se reunían a chismorrear y a comer exquisiteces, sin preocuparse por las migajas en la falda. Parió tres hijos a quienes crió como judíos y que en la edad adulta eligieron continuar siéndolo. La maternidad, curiosamente, la radicalizó, por emplear el término favorito de Adrienne. El hecho de ser madre, una madre judía, le enseñó que la sociedad patriarcal pretendía que la maternidad fuera una especie de cárcel para las mujeres, “y me sentí rebelde”, tanto que empezó a escribir Snapshots of a daugther-in-law mientras se sentaba en la banca de un parque junto a un cochecito de bebé, mirando a tantas otras judías empujando cochecitos de tonos pastel, preguntándose si realmente tenía derecho a disfrutarlo o en realidad era un mandato divino, es decir, patriarcal. Este poemario poco modesto, que se publicaría en 1963, no fue, por supuesto, tan bien recibido como sus antecesores. Los mismos que la alabaron encontraron su nuevo trabajo “amargo”, “personal”; había sacrificado el dulce fluir de la métrica en pro del mensaje político. Ya no era elegante. Pero Adrienne sabía perfectamente lo que hacía: eran tiempos de Vietnam. Tiempos para incorporar el napalm en versos vibrantes de rabia y de rechazo; tiempos para mencionar la violación conyugal, el acoso sexual en el campo laboral, la lesbiana a la que le es arrebatado un hijo, el trabajo mal pagado de la clase obrera femenina… era tiempo de cruzar lo personal con lo político, de abrirse camino a empujones entre la belleza vacua.
Después de 1968, año de la muerte de su padre, Adrienne era una activista del feminismo y se acababa de declarar enamorada de otra mujer. Ambas cosas implicaban asumir el cuerpo político que se manifestaba en su escritura. Siguiendo la aseveración de Virginia Woolf en Tres guineas, Adrienne decía que como mujer no tenía país, que como mujer no quería país, que como mujer su país era el mundo entero. El feminismo es mucho más que pelear privilegios para una masa informe denominada “las mujeres”: “La valoración de la hombría y la masculinidad. Las fuerzas armadas como encarnación de la familia patriarcal. La idea arcaica de la mujer como “el frente del hogar” cuando hay despliegue de misiles en los patios traseros de Wyoming y Mutlangen. La urgencia cada vez mayor de que el movimiento antinuclear, anti-militarista sea un movimiento feminista y un movimiento socialista, un movimiento anti-racista y anti-imperialista (…) El movimiento por el cambio es un movimiento cambiante, que se transforma, se desmasculiniza, se descentraliza, que se convierte en una masa crítica que dice en muchas voces, idiomas, gestos y acciones diferentes: Debe cambiar: Podemos cambiarlo.” (“Apuntes para una política de la posición (1984)”, p. 217).
Así pues, en vista de que una mujer no tiene país porque su país es el mundo entero, lo cual pudiera aplicarse también a los judíos y a los negros y, supongo, habla de lo que para Adrienne representa como la obligación de toda mujer de visualizarse como parte de los no privilegiados, por más que le digan lo contrario, porque todo privilegio es ignorante y por tanto no es posible renunciar a un profundo conocimiento adquirido durante siglos de segregación, ella, como tantas otras feministas estadounidenses se involucró íntimamente con la revolución sandinista de Nicaragua (aunque de entrada llegó como invitada conferenciante para una asociación de mujeres… y se quedó) y exigió junto con las mujeres nicaragüenses, hermanadas más allá de diferencias de clase, raza y educación, que Estados Unidos sacara sus manos de ahí. Para entonces, años setentas, Adrienne, como la inmensa mayoría de las feministas, se había deslindado del marxismo, enarbolado en principio por el movimiento, por tratarse de una ideología que reducía a la mujer a miembro de la clase trabajadora y/ u obrera, sin reconocer la importancia del feminismo en los grandes procesos revolucionarios: “Mi cerebro, un cerebro de mujer, se regocija al romper el tabú que existe contra el pensamiento femenino y se ha elevado en el viento diciendo Soy la mujer que formula las preguntas. Mi corazón ha ido aprendiendo de una manera mucho más humilde y laboriosa, aprendiendo que los sentimientos son inútiles sin los hechos, que todo privilegio es ignorante en esencia.” (Apuntes para una política de la posición”, p. 182).
Adrienne Rich ha escrito más de quince libros de poesía y tres libros de ensayos sobre literatura y feminismo: Sobre mentiras, secretos y silencios, Nacemos de mujer y What it found there: notebooks on poetry and politics. En 1997 rechazó la Medalla Nacional de las Artes por considerar que el arte era incompatible con lo que llamó “la cínica administración de Bill Clinton”. Desde 1976 vive en Santa Cruz, California, con su pareja, la novelista y poeta jamaiquina Michelle Cliff. En 2003 se manifestó junto con otros poetas contra la Guerra de Irak frente a la Casa Blanca, por medio del arma más poderosa contra los ignorantes y los monstruos: la poesía.