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Desagravio

Acumula experiencia, ¡ay!, acumúlala, mientras tener experiencia merezca la pena, y adquiere suficiente fortaleza para perseguir tu propia dicha; ésta incluye, por un camino directo, tu utilidad. Qué es, con demasiada frecuencia, la sabiduría sino la lechuza de la diosa que se posa, abatida, en un corazón desolado.
María o los agravios de la mujer, p. 92

En la introducción a la edición española de Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft (Editorial Debate 1998, traducción de Charo Ema y Mercedes Barat), los editores advierten que el texto que se está a punto de leer pudiera parecerle anticuado en sus planteamientos, lo que de entrada pudiera ahuyentar al posible lector o lectora. Me permito diferir rotundamente: los planteamientos de Mary Wollstonecraft me parecen provocativamente actuales, de vigencia casi pavorosa, y continuarán siéndolo mientras las mujeres no tengamos bien claro cual es nuestro lugar dentro de la sociedad, no precisamente secundario. No nos engañemos: a muchas de nosotras, posmodernas, computarizadas y todo, no se nos ha criado muy diferente que a las hipotéticas damas descritas en este tratado, es decir, se nos inculcado de niñas que tenemos que ser dulces y sensibles antes que inteligentes y que sentir ira es poco femenino. De que debemos hacer sentir importante al varón a costa de nuestra presunta debilidad física y mental: “Las mujeres, a quienes normalmente se define como damas (las cursivas son mías: en México no somos damas, peor aún, damitas), no deben ser replicadas públicamente, no tienen el derecho a ejercer su fuerza física y sólo se espera de ellas las virtudes negativas (si de ellas se espera alguna) tales como la paciencia, la docilidad, el buen humor y la complacencia, virtudes todas ellas incompatibles con el ejercicio intelectual vigoroso.” (p. 83). No faltará la profesionista del siglo XXI que se sonroje al leer la feroz autocrítica –sí, la autora se identifica con los objetos de su crítica-, pues A vindication of the rights of woman, redactado a finales del siglo XVIII, es pionero en cuanto a diferir de los tradicionales textos feministas en su elemento clave: presenta a la mujer no como víctima de circunstancias sino como alentadora de su propia sujeción. Ciertamente, el hombre ha extendido su dominio sobre la mujer al fomentar su idea de debilidad (física y mental) y asumirse protector y proveedor; son los hombres quienes han convencido a la mujer de que su belleza es lo más importante; impositores incluso de los modelos de belleza a través de los siglos y según su conveniencia; gordas cuando se requiere parir soldados para el Estado; flacas cuando hace falta aplacar su rebeldía; nos han hecho creer que vale la pena sacrificar fuerza y utilidad en aras de conservar intactos el peinado y el maquillaje. La mujer, nos dice Mary, ha admitido más con gozo que con resignación que se le relegue a esta condición inferior que es, al mismo tiempo, harto cómoda pues siempre habrá un hombre que le resuelva sus problemas y le impida moverse. “(...) la esclavitud—dice Mary en carta a M. Talleyrand-Périgod, a quien dedicó este libro tras enterarse del proyecto propuesto por este al gobierno francés, en 1791, sobre la educación de las jóvenes francesas—tiene un efecto infalible: degrada tanto al amo como a su abyecto dependiente”. Nótese lo que trato de decir: Mary enfoca a la mujer como víctima de su propia indolencia antes que como víctima de la sociedad patriarcal (aunque gracias a la languidez de muchas, otras tantas han padecido y siguen padeciendo la necesidad de reafirmarse seres humanos en un mundo regido por varones), y centra su discurso en un hecho irrefutable: la ignorancia en la que se ha sumido a las mujeres —o en la que ellas han permitido ser sumidas—es la culpable de su falta de virtud: “El libertino –escribe con su pluma veloz –no ha sido siempre en verdad el más peligroso de los tiranos. Las mujeres han sido engañadas, por sus amantes, como las princesas lo han sido por sus ministros: creyendo dominarlos.” (p. 44).
Nacida el 27 de abril de 1759, en Spitalfields, Londres, moriría días después del parto de su segunda hija, a los 38 años de edad, el 10 de septiembre de 1797, sin saber que había dado vida a la futura autora de Frankenstein, Mary W. Shelley, cuyo padre, William Godwin, se encargaría de darle la educación erudita que hubiera deseado para ella su madre. Mary Wollstonecraft nació en una época muy poco apta para las mujeres de genio, hija de un padre la despreciaba tanto como a sus hermanas y solo habría de contentarse con el nacimiento de su quinto hijo, el único varón y despojador de sus propias hermanas al morir el jefe de familia, situación que se plantea en la novela María o los agravios de la mujer (Litera, Clásicos, Barcelona, 2002, traducción de Anna Renau) que pudiera parecer exagerada y melodramática y sin embargo no hace sino retratar con perturbador realismo la desventajosa situación de las mujeres pobres y abandonadas de mediados del siglo XVIII que no tenían derecho ni a aprender un oficio decente. Mary parecía destinada a ser, como la mayoría de las hijas despreciadas por sus padres, un ser silvestre, forzada a cultivar cierta gracia si deseaba sobrevivir en el ámbito doméstico, sin embargo, y como señala en la novela antes citada refiriéndose a su heroína, asimismo nombrada: “(…) se hallaba demasiado influenciada por su ardiente imaginación como para observar las normas comunes.” Gracias a una esforzada auto educación, a su pasión por los libros y por la reflexión, Mary pudo emplearse como maestra y correctora editorial, lo que le permitió incluso ayudar a sus desamparadas hermanas. Los únicos oficios viables para una mujer eran el de institutriz, modista, sirvienta y prostituta. Entre las pocas escritoras que gozaban de un triunfo relativo –que por supuesto no las hacía tan respetables como a sus colegas varones- se encontraban Fanny Burney y Ann Radcliff, si bien existía el antecedente de Aphra Behn. Algunas, como Eliza Fowler Haywood y Laetitia Pilkington, de las que prácticamente no queda huella, no al menos en nuestro idioma, lograron sacar adelante a sus hijos escribiendo novelas para mujeres. El panorama, por supuesto, se le presentaba bastante difícil a la que sería considerada la primera feminista moderna. Con todo y su admirable temple, Mary sería fácil presa del sonrojo de la pasión amorosa en diversas oportunidades. El que haya dependido emocionalmente de un par de hombres, sin embargo, nunca la llevó a perder su libertad intelectual y económica, ganada a pulso, gracias a la escritura y a labores que de ella se derivan como la corrección y la traducción. Al parecer, Mary Wollstonecraft siguió a la letra el consejo de su primer mentor, el doctor y filósofo galés Richard Price (1723-1791), con quien solía compartir tazas y tazas de café cargado, algo no muy usual: “Cuando escribo mis sermones no siempre escribo acerca de lo que soy en aquel preciso momento, ni de lo que sé que es verdad en aquel momento, ni de lo que sé en general que es verdadero o falso. Oh, no. Sólo raras veces. Escribo un deseo y una esperanza, un deseo de ser, de llegar a ser, de comprender. Cada frase, cada párrafo es una especie de exploración. Me voy encontrando a mí mismo en lo escrito.” Es decir, como su maestro, sabiendo que incurría en los mismos errores que impugnaba, Mary diseñaba la propia personalidad mientras escribía Vindicación. Se diseñaba en tanto mujer libre pensadora a través de la escritura, renegando del plano decorativo al que se tenía relegado a su sexo. Primero se enamoró de su editor, Joseph Johnson, que no pudo corresponder a su amor por ser homosexual pero en cambio fue su más entrañable amigo; posteriormente se enamoraría del desvergonzado pintor romántico de origen suizo Henry Fuseli (1741-1825) y por último del diplomático y disidente norteamericano Gilbert Imlay (1754-1828), padre de su primera hija, Fanny, la que habría de suicidarse en plena adolescencia. Por amor, particularmente al padre de su hija, involucrado asimismo en la Revolución Francesa, Mary llegó al extremo de arriesgar su vida en actividades propagandísticas extremadamente peligrosas que la llevaron a prisión. Sufrió violencia física y psicológica tanto por parte del pintor como del político y llegó a extremos indignos como arrodillarse ante este último para no ser abandonada, lo cual no debiera sorprendernos si, como Frances Sherwood, autora de Vindication, la biografía novelada de Mary Wollstonecraft, logramos ubicarnos en su marco sociohistórico y comprendemos lo que significaba ser madre soltera en ese tiempo, porque otro gran logro de Mary consistió en sobreponerse a su desvalimiento y luego a su estigma; sobrevivir a las vejaciones que le acarrearon sus ideas progresistas —las aristócratas fueron, inicialmente, las más indignadas con las peroratas de Mary— y, sobretodo, aprender de los errores originados por su flaqueza femenina, lección que la llevó a mantener una relación de respeto, libertad e igualdad absolutos con quien sería su único esposo, el escritor y filósofo William Godwin (1756-1836), autor entre otros libros de fuerte contenido ideológico de Caleb Williams, considerada por muchos la primera novela de misterio, y con quien por cierto Mary realizaría un arreglo bastante curioso para la época: nunca compartieron un espacio físico sino que vivían casas contiguas y se comunicaban a través de cartas más filosóficas que amorosas, aunque mucho exhiben del enamoramiento intelectual que los unió. Diariamente se reunirían, sin embargo, ya sea en la casa de él o la de ella para conversar mientras bebían una copa de oporto, quedándose absortos de repente. Cuando se casaron, Mary lucía con desparpajo un embarazo de siete meses: “(…) estaba estrenando un vestido de seda de puños y mangas estrechas; las faldas se amontonaban sobre su vientre hinchado y un amplio cuello de encaje le cubría los hombros (…) William llevaba un abrigo azul, pantalones de cachemir amarillo y medias de seda muy blancas. Tenía el cabello recogido atrás y a Mary le pareció que se veía ridículo.” (Vindication, p. 441).
El enorme logro de la novela Vindication es describirnos no a una súper mujer sino a una que, como cualquiera de nosotras, se debate entre la conciencia de la absurda marginación de la mujer en los ámbitos político e intelectual, producto del descubrimiento de su propio potencial —“Creo que la primera educación de las niñas no debe ser diferente a la de los niños, que ellas deben aprender la racionalidad (...) Creo que las niñas deben tener cuerpos fuertes y útiles (...)” —y el prototipo de feminidad que hasta la fecha nos impulsa a creernos débiles y tontas hasta que, como indica el poderoso discurso de Vindicación de los derechos de la mujer, entendemos que dicho prototipo no es producto de una condición biológica, sino de una aberrante imposición cultural que ha repercutido en un considerable atraso de la civilización. Todo lo anterior no significa que no haya sido una mujer fuerte y valiente que rescató a sus hermanas, cruzó el mar para ayudar a su mejor amiga, fundó su propia escuela, enfrentó con sonrosadas mejillas a una sociedad encorsetada, se involucró ideológicamente con la Revolución Francesa, lo que estuvo a punto de costarle la cabeza como a su admirada Madame Roland, y despertó la conciencia de sus contemporáneas y de mujeres de generaciones posteriores: “Trasnochando, con su vela y su pluma, el tintero y la página, se sentía como en una isla en medio del negro océano. Trabajaba sin corsé (...) las pocas ventanas que tenían velas; enfermos, quizás, otros escritores solitarios como ella (...) (Vindication, p. 239).
La novela María no es exactamente autobiográfica. Su personaje vive penurias que Mary no conoció, como por ejemplo, ser separada de su hija y acusada de adulterio, pero en cambio conoció la experiencia del encarcelamiento, que es el conflicto central de María quien afortunadamente, y como la propia Mary, encuentra una amiga y cómplice en la vieja celadora que también ha sufrido toda clase de vejaciones por su calidad de fémina. A Jemima, la dulce carcelera de ceño tallado en piedra, pertenece el siguiente monólogo: “(…) Un hombre con la mitad de mi diligencia y, puedo decirlo, de mis dotes podría haberse procurado un sustento decente y desempeñado alguna de las funciones que unen a la humanidad, mientras que yo, que había adquirido un gusto por los goces racionales, más aún –con honesto orgullo permítame afirmarlo-, los goces virtuosos de la vida, me hallaba desechada cual inmundicia de la sociedad. Condenada a faenar como una máquina, únicamente para ganar pan, y apenas eso, me invadieron la melancolía y la desesperación.” (p. 78). Aunque la novela aborda una historia de amor que tiene lugar en la prisión entre María y un misterioso compañero de infortunio que pudo haber sido inspirado por Imlay, aunque bastante más noble y espiritual que su modelo original (lo que hace pensar en Godwin), es asimismo una disertación entre dos mujeres inteligentes, una educada y otra analfabeta pero lista, sobre la imposibilidad de los intelectuales para comprender a cabalidad aquello que defienden, especialmente a las mujeres, a quienes consideran seres semi salvajes y por lo mismo, vulnerables y dignos de compasión: “(…) Agarran con fuerza el libro del conocimiento contra aquellos que deben cumplir con su cometido diario de severo trabajo manual o morir; y la curiosidad, casi nunca suscitada por el pensamiento o la información, rara vez hace mover el estancado lago de la ignorancia.” (p. 76).
La actividad literaria llevó a Mary hasta el escritor y filósofo William Godwin que la contactó con el grupo de escritores radicales liderado por Thomas Payne. Su mayor influencia fue Rousseau, particularmente su Emilio, a quien, sin embargo, se complace en rebatir respecto a sus preceptos éticos (“El hombre es bueno por naturaleza, bla,bla,bla”) que implicarían admitir que la estupidez de la mujer no es adquirida sino propia de su condición: “(…) ¿Cómo puede Rousseau –se pregunta Mary indignada -, ese defensor enérgico de la inmortalidad, lanzar argumentos tan contradictorios? Si la humanidad hubiera permanecido para siempre en su estado animal natural, si su pluma mágica no hubiera podido pintar un mundo en el que pudiera arraigar al menos una sola virtud, a todos nos parecería claro, excepto a este solitario paseante, sensible e irreflexivo, que el hombre habría nacido tan sólo para cumplir el ciclo de la vida y de la muerte y decorar el jardín de Dios con una finalidad que difícilmente podrá reconciliarse con sus atributos. Pero si, para coronar su obra, Dios en su bondad hubiera considerado justo dar la vida a una criatura superior a los animales, capaz de pensar y de mejorarse, ¿por qué habría de calificar expresamente como una maldición este don inestimable?” (p. 30). Mary insinúa que una prueba de que la mujer no es tonta, es que acepta fingir que lo es para ahorrarse problemas, aunque, finalmente, “(...) las mujeres, por lo general, igual que los ricos, hombres y mujeres, han adquirido todas las locuras y todos los vicios de la civilización sin beneficiarse de sus frutos (...) si una mujer tiene el derecho a poseer un alma, debe tener una inteligencia que vaya mejorando en el transcurso de su vida.” Mary está convencida de que todas aquellas actitudes que los hombres insisten en calificar como “virtudes” en una mujer, tales como la paciencia, la docilidad, el buen humor y la complacencia, son incompatibles con el ejercicio intelectual vigoroso. En cambio, al enumerar lo que la sociedad tiene por “virtud” tratándose de un varón, Mary no vacila en gritar que el ejercicio de tales virtudes “masculinas” elevarían a la mujer por encima del reino animal y haría de ella un ser humano en el sentido más amplio del término. “(...) si no se las confinada en habitaciones sin ventilación, lo que atrofia sus músculos y destroza sus sistema digestivo. Para ir más lejos, si en lugar de mantener o incluso crear en ellas el miedo, se trata del mismo modo que la cobardía en los muchachos, no tardaríamos en ver a las mujeres comportarse con más dignidad.”
Frances Sherwood describe el último rincón donde Mary escribió en absoluta libertad, incluso mientras se anunciaba lo que sería el trágico parto de su segunda hija: “El escritorio era grande y estaba forrado en cuero negro. Era un escritorio masculino, pues a ella le desagradaban las patas frágiles y la marquetería de la parte superior de los escritorios femeninos, hechos solo para cartas cositeras y listas de hogareñas.” (p. 480). Finalmente, aunque por muy poco tiempo, Mary Wollstoncraft conquistaría un escritorio digno de la magnitud de su trabajo que sería lo único que heredaría a la futura autora de Frankenstein, otra mujer marcada por el infortunio aunque la única de las hijas de Mary Wollstonecraft que haría de la pluma su herramienta de supervivencia en un mundo hostil.