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Orgía en azul

Me doy cuenta que sigo siendo y nunca dejaré de ser una aprendiz con pocos materiales, pero entusiasta. Una mujer curiosa buscando por las esquinas.
L.Z

La poesía de Lina Zerón es producto altamente flamable, que exige un trato delicado. La llamo producto no en sentido comercial sino para describir hasta qué punto es cuerpo y sustancia. Más que palabras impresas son palabras tatuadas en papel de carne. Quizá por ello sus compatriotas mexicanos han optado por mantenerla lejos: la sexualidad femenina asusta, ofende, pone nerviosos a los señores críticos. Paradójicamente, una sociedad tan conservadora como la árabe ha aclamado, mimado y alabado a esta poeta nacida el 30 de octubre de 1959, en la ciudad de México, quizá porque algo en su poesía —la musicalidad, la invocación frutal, su implícito rechazo al sofisticamiento occidental—remite al Medio Oriente. Es Lina oasis en medio de la poesía artificial-institucional, esa especie de sociedad hermética a la que los lectores de alma sencilla no tienen acceso: Lina, poeta de carne y nervios, habla de lo que nos es familiar y cotidiano, y lo hace con el lenguaje de todos los días, el de la cocina, la tele, la cama, la escuela. Es la suya la poesía que todo humano trae en la sangre, aunque a lo largo de su vida luche por purificarse de ella: enamoramiento, placer, dolor, cansancio, maternidad, lactancia, decepción... temas por lo general desdeñados por quienes consideran que la sabiduría no contempla menstruaciones ni besos. Para Lina la poesía es algo tan suyo como las largas, rizadas pestañas que mira en el espejo cada mañana: “De pequeña, a los 8 años mi madre comenzó a darme lecturas, comenzó con las Fábulas de Esopo, yo debía buscar el significado de las palabras que no conociera, luego fue Mujercitas, Hombrecitos, La Edad de la Inocencia, Demian, etc. La poesía es cotidiana en mi casa, mi abuelo escribía, mi madre también escribe, y mi hermano el mayor. En las tertulias de casa, nos enviaban a la cama pero yo no dormía, escuchaba la voz de mi madre declamando, luego me enteré que la mitad de esa poesía era suya, así comenzó mi gusto por la poesía.”
Lina, que empezó escribiendo décimas a la comida cuando tenía ocho años, es adorada también en el Caribe; traducida en alemán y en francés. Ha publicado la mayoría de su obra en el extranjero, concretamente en Cuba, España, Colombia y Francia, a excepción de la serie de tres libros titulados Luna en abril (CIEN Editores, 1997, 98 y 99). Ella misma se encargó de recopilar la poesía publicada en ediciones foráneas en el libro Los colores del tiempo (Linajes editores, 2005), el cual ha ido incrementándose con cada nueva edición. Recuerdo haber adquirido una edición previa a esta, sin conocer todavía a su autora: su escritura me pareció amorosa en el más estricto sentido sabiniano, es decir, que se desgarra muriéndose del gusto. Tras la relectura se fortalecieron mis primeras impresiones, volví a asombrarme de que Lina, poeta del siglo XXI, escribiera como las poetas “de antes”, como la nada fatua Rosalía de Castro, como la trémula Delmira Agustini, expresando, sin embargo, sensaciones y sentimientos que los ingenuos creen extintos cuando en realidad transcurren entre líneas, callados. Lina se desborda por todas sus contemporáneas, sin ningún tipo de pudor, ni moral ni estético. Es el volcán que se deslava en nombre de todas las que, por cobardía o por esnobismo, callamos. Simplemente se sienta a escribir lo que le dictan su corazón o su deseo, lo cual no significa que no respete a la palabra, antes bien, se viste de Palabra, como cuando, mujer-palabra escribe: “María,/ Madre del cielo y de todas las hembras,/ manifiesta tu poder en la Tierra:/ Convierte en rosas las heridas de Tu Hijo,/ no dejes que la cruz que lo sostiene/ se transforme en puñal para salvarnos./” Y a lo anterior agrega nuestra poeta, que hace de los remates inesperados el distintivo máximo de su poesía: “Líbranos de la discriminación de nosotras mismas.” (“Talibán II”, p. 63).
La mayor preocupación de Lina, que pudiera explicar su popularidad allende nuestras fronteras, es la de establecer un vínculo irrompible con el lector. No es que se desviva por ganarse el amor de su lector, simplemente se lo gana y ya. Sus poemas son muy conversacionales, nos involucran íntimamente. De ahí el empleo del lugar común al que ella misma alude en un poema: su empleo no le causa el menor remordimiento, antes bien, lo domestica, lo vuelve su aliado y hasta lo incorpora a manera de chiste, porque para Lina la poesía no es objeto de veneración (quizá por haber crecido con ella como connatural) sino un instrumento para traducir lo que le hierve en el pecho. Y un lugar común reelaborado, desfigurado, revuelto, zarandeado, deja de ser común: “¿Remordimientos yo?/ Qué va/ Si para dormir exhausta/ cuento mis pecados cotidianos/ en vez de borreguitos negros”. La elocuencia en tan escasas palabras logra el efecto avasallador de la carcajada repentina pero también de una conciencia de poder sobre la palabra que otorga la capacidad de convertirnos en signo al reproducirla. Dice Lina: “Escribir poesía es fluir en la vida, es un gozo, una necesidad, un algo cotidiano repleto de magia. Cuando sufro escribo, leo y releo lo escrito y así sano mi alma, es como si fuera al psicoanalista leer lo que he escrito muchas veces hasta que supero ese dolor.”
El lazo afectivo lector/escritor es en gran medida el centro de su hasta ahora única novela publicada, Posdata para Ana (Amarillo Editores, México, 2003), editada originalmente en La Habana, Cuba y luego en México, escrita a cuatro manos con Phil Manzaneque, autor catalán de prosa definitivamente rompedora, donde una escritora de nombre Julia, en la que es posible localizar guiños autobiográficos, incluyendo ojos color miel, revela a su hija su pasión cibernética por un misterioso admirador del que poco a poco iremos conociendo su pensamiento, sus motivos, su biografía. Humberto, como Julia, es poeta, pero a diferencia de ella, que es casada y madre de familia y empieza a zozobrar en la insatisfacción marital, él vaga por el mundo sin tener la certeza de donde lo sorprenderá la noche. No es, de hecho, la única diferencia: él es más retórico que poético; ella es una poeta pura sangre que se defiende de las arremetidas teóricas de aquel. Pero más allá de una poco convencional historia de amor en que los amantes se enamoran no de personas sino de intelectos, Lina expresa a través de Julia su interesante visión del ejercicio poético: “(…) no confundas querido fauve la piedra con las ondas que produce, ni es el mismo material, ni están en el mismo estado, ni tienen nada en común. La relación de la piedra y el agua es una relación física, como lo es la relación del individuo con su entorno y como lo es la del autor con su obra.” (p. 124)
Aunque hay de todo en la poesía de Lina Zerón, hasta política (¡hasta eso!), es el erotismo lo que pesa más. Un erotismo que, como en la vida práctica (por llamarla de algún modo) es rico en matices, desde el orgasmo hasta la vastedad del lecho vacío, y si bien el título habla de colores, es el azul el que predomina desde el sensual derriére de la portada de Los colores del tiempo, el azul que entinta los besos y hasta la nostalgia, centro mismo de la llama: el corazón del fuego palpita azulmente. Lina es mujer azul, color de la alegría, de la obsesión, del océano y de los listones de la infancia. Finalmente no escribe por rebeldía sino por amor (aunque la rebeldía levante de pronto la cabeza); el amor cotidiano, el que duerme en la almohada adjunta, y lo insólito: se declara amor a sí misma, el mayor de los escándalos y las audacias, porque se supone que las mujeres somos obras de arte inacabadas que por consiguiente no podemos gustar de nosotras, más aún, se supone que debemos aborrecer nuestro cuerpo y vivir corrigiendo defectos (o fingir ante la sociedad que los corregimos, da igual)... pero como a Lina le importa un comino lo que los demás esperan de nosotras, le canta a su propia belleza, a su propia madurez y a su propio genio. Como señala el poeta Óscar Wong en su hermoso prólogo al libro que nos ocupa: “Yo la he visto luchar acurrucada en una piedra pugnando por emerger a la hostilidad del mundo, como una oruga ansiosa de metamorfosearse en mariposa (...) ha sabido crear un lenguaje propio de una frescura inigualable.”
Pero… ¿es posible escribir poesía erótica y ejercer una crítica socio política al mismo tiempo? En la más pura tradición de Margaret Randall, Fina García Marruz o Gioconda Belli (no es casual que mencione exclusivamente féminas: a ellas se les da mejor esta exótica combinación), Lina Zerón no concibe la separación cuerpo/alma como tampoco que el cuerpo erótico y el cuerpo político tengan que desarrollarse en distintas direcciones, sin coincidir jamás. Su libro Ciudades donde te nombro (Ediciones Unión, Col. Sur, Unión de Escritores y Artistas de Cuba, El Vedado, Cd. de La Habana, 2006), donde, haciendo justicia al título, recorre el territorio del cuerpo amado asociándolo a una serie de ciudades no nombradas pero reconocibles (y no precisamente por sus lugares comunes); donde más allá del regodeo verbal-visual y la descripción de paisajes o reflejos, la poeta evoca la atmósfera política y sensual y la huella que cada una deja en la memoria de su piel: “En la noche las ánimas crepitan de horror/ en esta ciudad de cenizas esparcidas/ y los retratos familiares desfilan con pancartas/ ¡No mi hija, ni una muerta más!” (p. 46). Lina Zerón es, en este sentido, una poeta tradicional que le canta al amor pero también una poeta con un discurso politizado que no caduco sino de vanguardia. Entre las poetas de su generación es muy difícil encontrar tal conciencia de la situación del mundo y, más difícil aún, que esa conciencia sea dirigida no por una ideología sino por el deseo. Lina se dirige al cuerpo, propio y ajeno, como cualquier otro se dirigiría a la Patria, con una suerte de reverencia erotizada. La voz poética de Ciudades donde te nombro contempla el sexo del amante con la misma franqueza con que contempla la belleza natural de una ciudad, de un litoral. La feminidad y el feminismo se manifiestan sin revestimientos ni complejidades. Por vez única se fusionan en una sola cosa: “En esta ciudad cada minuto muere una canción de cuna/ de una hija que no nacerá/ por el pecado de ser hembra./ La extraerán mil cuchillas del útero de su madre/ y por estirpe podría ser emperador si hombre fuera/ pero es luna, es mar, es loba, es mujer.” (p. 62). En su libro de relatos, Minicrónicas de listón y otros cuentos (Editorial Nido de Cuervos, Colección Nuevas Corónicas, Lima, Perú, 2007), Lina muestra una faceta que no se advierte siquiera en su novela, donde la poeta rebasa a la novelista. En Minicrónicas esto no sucede pues para empezar se da prioridad a la imaginación por encima de los elementos antes enumerados: Mujer estufa. Mujer escoba. Mujer plancha. Mujer armario. “Hembra-domésticos” ¿Y tú, quien eres?, La respuesta de Lina Zerón dejará helados a más de dos: Mujer libro. ¿Qué futuro le espera a una Mujer Libro en una sociedad donde la enseñanza multimedia pretende desplazar a la lectura, hasta en las escuelitas destempladas? Mucha pantalla y pocas nueces, diría el inmenso bardo. La Mujer libro que es Lina Zerón se le impone enérgica a quienes insisten en vernos a las mujeres como estufas, planchas, escoba… o computadoras (supongo que así nos ven a las escritoras) y deja fluir libremente su congénita ironía, para nada imperceptible en su poesía pero potenciada en sus relatos. El relato aludido, “Marido y mujer”, es una sátira de ese mundo que ingenuamente creímos dejar atrás y que sin embargo pervive en los discursos políticos, obispales y de fanáticos antiabortistas: “(…) una mujer nace el día de su boda y muere cuando muere el marido: todo lo demás es para la vida o prepararse para la muerte (…)” (p. 86) Con Minicrónicas de listón y otros cuentos, Lina incursiona de lleno y con artillería pesada en el género narrativo, abriendo con una serie de relatos tan breves que son casi aforismos (y ella llama mini-crónicas) y recuerdan a su poesía que mucho tiene de narrativa y de aforística. Nuevamente sale a relucir su ausencia de temor, que no de respeto, a las palabras devaluadas, de suyo relacionadas con lo femenino: menopausia, amor, enamoramiento, pasión, deleite, dolor, cocina, aunque como en su poesía les imprima una significación política, es decir, feminista.
En su retorno a la poesía con Consagración a la piel (Ediciones Atenas, Barcelona, 2007), Lina Zerón se nos presenta en plena madurez de sus facultades poéticas y humanas. Hay, si eso es posible, mayor rotundez en sus versos, mayor voluntad de vincularse con referentes literarios y de recrear la poesía misma. Se trata de la más inconcebible declaración de amor a sí misma que por eso involucra a todas las mujeres en una especie de carnaval de palabras: “Benditas las que son tormenta, río sin cauce/ a las que llaman locas, revoltosas,/liberadas, feministas, /y son capaces de atropellar al viento con una mirada (…) Benditas las hembras con fracturas y fragmentos/ Benditas Nosotras, matriz del universo.” (p. 12).
Merecedora de la Medalla de Oro, Montevideo, Uruguay en 2003 y del Premio Barcelona 2004, autora de una decena de libros publicados en el extranjero o costeados de su propia bolsa, Lina declara su independencia creadora no solo mediante al autoexilio de la escena institucional de la poesía mexicana, sino sobre todo de la autenticidad de su voz poética y la franqueza de sus ideales: “Vivimos en el patio trasero más grande del mundo…” (p. 39). Prepara la biografía de Claude Couffon, quien fuera traductor y amigo de los más grandes escritores latinoamericanos, entre ellos Octavio Paz y Julio Cortázar. Tiene a su cargo la columna “La furia del pez” en El Financiero. Es madre de dos hijos y una hija en edad universitaria.