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La rosa enferma

Para Dana Gelinas

¡oh! Hay palabras irrepetibles.
Quien las dijo, perdió demasiado
AA

La tragedia la persiguió infatigable, casi apasionada, conminándola a prestarle toda su atención. Pero de su persecutora Ánniushka tomó solo la belleza y desechó el patetismo y en ello radica la grandeza de Anna Ajmátova, para quien el arte de la poesía fue, ante todo, un medio de afianzar la dignidad humana, algo casi imposible en la Rusia arrodillaba de Stalin: “Acaso pudo Bice crear como Dante,/ o Laura celebrar el fuego del amor?/ Yo enseñé a las mujeres a hablar…/ pero, Señor, ¡cómo obligarlas a callas!” (“Epigrama”, Séptimo libro, 1942).
Anna Andreyevna Gorenko nació el 23 de junio de 1889, en Bolshoi Fontan, cerca de Odesa. Cuando a los 17 años publicó sus primeros poemas, su aristocrático padre la encomió a emplear un seudónimo pues los poetas no eran bien vistos en su círculo. Adoptó entonces el Ajmátova de sus ancestros maternos, descendientes del Khan Ajmat, último príncipe tártaro de la Horda de Oro. A decir de Joseph Brodsky, Premio Nóbel de Literatura 1987 quien sería el último y más joven de los entrañables amigos de la poeta en la década de los sesenta, la adopción de tan exótico apellido fue el primer arrebato poético de Ánniushka. Genuina princesa, vivió una infancia idílica en medio de los bosques de Zárkoie Siseló que formaba parte de los territorios recuperados por Pedro el Grande durante la Guerra del Norte, engullendo moras y desmenuzándose las gruesas trenzas para tenderse al sol. Su privilegiada circunstancia le permitió cursar la carrera de derecho en la Universidad de Kiev, aunque aposentada en Leningrado asistió también a cursos de historia y latín. Quien sería nombrada Ana de todas las Rusias no ostentaba aún los conmovedores pómulos ni la pasional tristeza de la mirada que cortaba el aliento a sus contemporáneos, más allá de la simple belleza, si bien, nos dice Brodsky, su físico era maravilloso: “Con su metro ochenta, de pelo obscuro, piel clara, ojos de un gris verdoso y pálido como los tigres polares, su esbeltez y su increíble agilidad, durante medio siglo fue dibujado, pintado, moldeado, esculpida y fotografiada por una multitud de artistas, empezando por Amadeo Modigliani (…)”
Todavía muchacha conoció al que sería su primer esposo y uno de los instigadores del acmeísmo, nombre derivado del griego akmh que refiere al ackme, a la vida, movimiento poético al que Ánniushka se adheriría con toda el alma: Nikolai Gumilov (1886-1921). Se casaron en 1910 en San Petersburgo y dos años más tarde publicaría Anna su primer libro de poemas: La tarde. El acmeísmo preconizaba los significados exactos en el lenguaje poético. Se trataba de desnudar lo que los simbolistas habían vuelto inextricable y casi sagrado, aunque se acusara a sus herederos críticos de ser demasiado personales. Su medio de difusión sería la revista Hiperborrea. Anna sería, junto con Ossip Mandleshtam, quien definió al acmeismo como “nostalgia por la cultura universal”, la máxima figura de este movimiento libertador de la poesía: “Más, para todos se revela un misterio/ y los invade el silencio…/ Yo di con esto por casualidad/ y desde entonces ando como enferma.” (Rebaño blanco, 1917). Cosa curiosa: poca diferencia se advierte en las temáticas anteriores al aciago año de 1917 en la poesía de Anna, cuando estalla la revolución bolchevique, como si Ánniushka se hubiera anticipado al que sería su destino del que tuvo nociones cuando estalló la Primera Guerra Mundial, en 1914. Lo cierto es que su sobrevivencia fue casi milagrosa en vista de que representaba todo lo que Lenin y luego Stalin repudiaban: la aristocracia y la intelectualidad, y sus poemas reflejarían una especie de sentimiento de culpa, primero por los males del mundo, luego por sobrevivir a sus amigos y a sus amores. El hecho es que junto con sus amigos se volvería objeto de la atención de Stalin, ella en particular, como si el Estado, representado por “el padrecito Stalin” viviera obsesionado por la poeta. No por ello dejaría de padecer la peor humillación que puede pasar un artista: la censura. Su voz sería, sucesivamente, acallada y alentada, dependiendo los humores de su todopoderoso admirador, pero siempre ovacionada por ensordecedoras multitudes que se congregaron a escucharla hasta 1946, año de su más profundo silencio. Esta anómala pasión es tocada, entre muchos otros temas relacionados con la vieja URSS, por Jorge Volpi en su novela No será la tierra (Alfaguara, 2006): “(…) Poco antes de que iniciase la gran guerra patriótica, a Stalin se le ocurrió preguntar por ti: ¿qué ha sido de Anna Ajmátova, nuestra monja, es que ya no escribe? (…) Un académico le respondió: hace mucho que ella no publica nada, la Ajmátova es como una pieza de museo, una reliquia, aunque he leído dos o tres poemas suyos que circulan en Samizdat y debo decir que no son malos. Stalin se veía como árbitro literario y ordenó que te permitieran publicar de nuevo (…) Entonces alguien golpeó a tu puerta. Como de costumbre, el mensaje traía malas noticias: mientras hojeaba tus textos, Stalin había reparado en uno de tus poemas, una velada crítica al horror y a la barbarie, y se había sentido traicionado (…)” (p.p 330 y 331). Ese fue el jaleo que vivió Anna la mayor parte de su vida; oscilando entre la censura, el castigo moral, la paz engañosa y la incertidumbre, viendo caer en el ínter a sus mejores amigos, uno tras de otro; fusilados unos; desterrados otros, “nuestra ensangrentada juventud, noticia negra y delicada”. Mendelshtam también terminará sus días en prisión, no obstante haber apoyado con entusiasmo la Revolución, cayendo muerto repentino cuando se disponía a ir por su té, en diciembre de 1938. Su cuerpo, como el de cientos, miles de intelectuales, jamás apareció.
En 1921, Gumilov será fusilado por orden directa de Lenin, acusado de conspiración y si bien Anna y él estaban divorciados desde 1918, llevaban una relación de franca amistad. Algo más tarde, en 1935, su hijo Lev sería arrestado bajo una serie de absurdos cargos y deportado a Siberia, ya por orden de Stalin, y transformado en el medio para ejercer control absoluto sobre la poeta. De las acciones de Anna dependería la sobrevivencia de su hijo, ella lo comprendió en el acto y no tuvo más remedio que acatarlo y sumarse a las interminables hileras de madres que visitaban a sus hijos en la cárcel, además de verse orillada a escribir loas al dictador. Empezó por quemar todos los papeles que pudieran comprometerla, incluyendo cartas y poemas, llorando silenciosamente: hasta los recuerdos le estarían vedados a partir de este momento, al extremo de transmitir oralmente sus poemas a los amigos de memoria privilegiada. La poesía misma llegó a causarle terror. Producto de esa época en que “sonreían solo los muertos” es la que se considera su obra maestra, Réquiem (1935-40), no publicada en la vieja URSS hasta 1987, bajo el mandato de Gorbachov, aunque en Alemania circularía, sin conocimiento de la autora, una versión del mismo desde 1963. A decir de Lidia Chukovskaia, este poema se lo sabían once personas de memoria y ninguno traicionó a la autora. En él transmite con pavorosa exactitud el dolor que debió experimentar la Virgen María a los pies de su hijo crucificado. Echa mano del propio dolor para interpretar el de tantas madres y esposas a las que les fueron arrebatados sus hijos o esposos, a veces ambos. Se trata de un canto llano a las víctimas de Stalin, una osadía en sí mismo: la celebración de los enemigos del Estado. En este como en ningún otro poema palpita la vena mística de la llamada monja. A su querida amiga Marina Tsvietáieva, “hechicera de blancas manos”, desterrada como Lev en Siberia, le canta: “Tú y yo, Marina, vamos hoy/ por la capital nocturna/ y tras nosotras van millones,/ no hay procesión más silenciosa (…)”; ante Mijaíl Bulgakov se declara “(…) plañidera de días fallecidos,/ a mí que ardo en la llama tenue/ que a todos he perdido y todo he olvidado(…)” Asegura envidiar a quienes gozan el privilegio de llorar a sus muertos sin despertar suspicacias; cubre de flores no las tumbas de sus muertos (imposible) sino a la muerte misma, la muerte amiga que termina con el dolor y con la espera, y se confiesa: “(…) cansada/ de resucitar, y morir y vivir (…)” La censura es otra forma de asesinato, acaso más terrible: la víctima contempla su propio cadáver llena de impotencia.
En 1922 se casará con el orientalista Chilciko quien si bien no será el amor definitivo, le aportará la visión que da origen a una de sus obras más importantes: Anno domini MCMXXI. ¿Hasta qué punto la Anna cercada, más vigilada que nunca por el Estado que veía en ella una amante potencialmente traidora, se identificara con la mujer de Lot que tenía prohibido mirar por encima del hombro mientras huía junto con su familia de la devastación de Sodoma y al desobedecer se transformó en estatua efímera? Anna volteó una y otra vez y en cada conversión sus partículas se reunificaron y fortalecieron: cada una era en sí misma un poco de su vida, un trozo biográfico, brizna salada de dolor y sabiduría: “¿Quién llorará a esta mujer?/ ¿Creería ser la menor pérdida?/ Sólo mi corazón no olvidará nunca/ la vida entregada por una mirada.” En la mirada de Anna quedó impreso el horror que la mujer de Lot nunca alcanzó a expresar; la mirada de Rusia. Al poco de casarse con su tercer esposo, el historiador de arte Nikolai Punin (1904-1953), también este será detenido, pereciendo en los campos de trabajo tras años de encierro. Los motivos poco importan, pudo ser cualquier cosa… hasta los enfermizos celos de Stalin. Casi al mismo tiempo de su detención estalla la Segunda Guerra Mundial y el monstruo del destino vuelve a cernirse sobre Ánniushka que increíblemente ha permanecido intocada. En 1941 ante el bloqueo nazi fue virtualmente rescatada de Leningrado en llamas por un avión dispuesto por el propio Stalin y trasladada a la ciudad de Tashkent donde su principal ocupación consistió en leerle poemas a los heridos y escribir, ya relajada la vigilancia, el borrador de Poema sin héroe cuya versión definitiva data de 1962. Cuando retornó a su ciudad en ruinas, acaso avergonzada por aceptar la providencial ayuda de su enemigo, se recluiría en su casa a disfrutar de la compañía del hijo que le había sido recientemente devuelto y continuar escribiendo. Fue durante esa época que recibió una inesperada visita que le daría paz y ánimos: la de un joven diplomático inglés llamado Isaiah Berlin (1909-1997), filósofo que deseaba ardientemente conocerla. Había ido a Leningrado atraído por su prestigio de albergar a los mejores anticuarios de libros del mundo y en una de sus visitas por las viejas librería se topó con los poemas de Anna que lo emocionaron hasta las lágrimas. No paró hasta dar con su paradero, totalmente asombrado no solo de que estuviera viva, sino de que habitara un departamentito humilde cuyo único lujo era el retrato que le había hecho Modigliani colgando de una cuarteada pared. La visita duró cerca de veinte horas y muchos insinúan, pese a la fugacidad del primer y único encuentro, que Berlin fue el gran amor de Anna no obstante ser veinte años menor que ella. El escritor húngaro escribió todo un libro sobre el que se considera el encuentro literario decisivo del siglo XX titulado El huésped del futuro, que es como Anna lo denomina en unos versos que agregó a Poema sin héroe. Durante aquella inolvidable ocasión, Anna leyó para Berlin los poemas que guardaba celosamente, Réquiem entre ellos. Se dice que lo único que comió Berlin fueron unas papas hervidas que el joven Lev le preparó antes de retirarse a dormir. Una cosa es segura: esa noche corrieron lágrimas en torrente, no solo por parte de ella. Anna le dedicó además los ciclos Cinque y El escaramujo florece, incluidos en el libro Séptimo sello: “¡Cómo brilló y cantó/ el milagro de nuestro encuentro!/ Yo no quise regresar de allí/ a ningún lugar./ La felicidad, en vez deuda,/ fue para mí un placer amargo,/ conversé largamente/ con quien no debí./ Aunque ahoguen la pasión de los amantes,/ exigiendo respuesta,/ nosotros, querido, somos solo almas/ en los confines de la luz.” (“Otra canción”). Esto dará pie a una campaña de desprestigio contra Anna, a quien se le expulsará sin miramientos de la Unión de Escritores. Como si no fuera suficiente, Lev será encarcelado por tercera ocasión: ¿otra vez los celos de Stalin, alertado por su comisario en asuntos culturales, Zhadanov, que le dijo que la poeta recibía “espías británicos”? Anna no volvería a hablar con Berlin quien regresaría a Inglaterra el 5 de enero de 1946, no sin antes despedirse de su poeta a lo lejos, con un movimiento de la mano. A partir de aquella experiencia, Berlin, también entrañable amigo de Boris Pasternak, se convertirá en uno de los más firmes opositores al comunismo y no cejará en su empeño de tratar de comunicarse nuevamente con Anna, cosa que no lograría sino hasta veinte años después.
Anna no sería rehabilitada hasta la muerte del dictador, en 1953, cuando se le cubrió de honores para los que no estaba preparada. Esto incluye la recuperación definitiva de su hijo. En 1964, siendo Nikita Kuschev secretario general del Partido Comunista decide recompensar a la mayor poeta rusa de todos los tiempos y le entrega la presidencia de la Sociedad de Escritores. En 1965 será nombrada Premio Internacional de Poesía en Taormina, Italia. En 1965 será nombrada doctora honoris causa por la Universidad de Oxford, grado gestionado, claro está, por su amado Isaiah Berlin, aunque al parecer el reencuentro, revestido de oficialidad, no fue tan cálido como se hubiera esperado. Cuenta Mario Vargas Llosa que cuando visitó Headington House, la suntuosa residencia que Isaiah Berlin compartía con su esposa de nacionalidad francesa, Aline Halban, con quien se había casado en 1957, Anna hizo un comentario de una ironía por completo inusual en ella: “¡Ah, así que el pajarito ha sido encarcelado en una jaula de oro!” Anna viajará intensamente por la Gran Bretaña en compañía de su hijo, haciendo escala en París. Se publica en Moscú El correr del tiempo (1909-1965), un balance completo pero todavía censurado de su obra.
Y justo cuando más recompensada y tranquila se sentía, fue traicionada por su corazón en Moscú, el 5 de marzo de 1966, tal como había escrito en un poema casi profético: sólo en Moscú podía morir. Más que abnegación lo que la poesía de Anna Ajmátova refleja es perdón. Un perdón profundo y exquisito. La capacidad de perdonar es inherente a la dignidad y nunca tan altos sentimientos se reflejaron en una estética semejante: “Bebo por la casa destruida,/ por mi vida terrible,/ por la soledad entre los dos/ y por ti yo bebo./ Por la mentira de los labios traicioneros,/ por el frío mortal de los ojos,/ por el mundo brutal y tosco,/ por lo que Dios no salvó.” (“Brindis”, La caña, 1934)

Los poemas reproducidos en este textos fueron extraídos de la antología poética Soy vuestra voz, selección, prólogo y traducción del ruso: Belén Ojeda, Poesía Hiperión, Madrid, España, 2005.