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Pesadillas

Esa tormentosa noche de 1816 parecía reproducir la que vio nacer a Mary, la madrugada del 30 de agosto de 1797, poco antes de que el médico cerrara los ojos de su madre, la otra Mary Wollstonecraft, la feminista, presa de una fiebre puerperal. Nunca imaginó esta jovencita de diecinueve años, huérfana de madre, ¡y qué madre!, que tendría un parto igualmente desgarrador: daría a luz a un monstruo. Dicen que su grito se confundió con el trueno que derribó aquel árbol sobre el río que circundaba Villa Diodatti. Despertó bañada en sudor, rizos de rubio ceniciento untados al rostro, desmesurados ojos grises, rasgados en reposo. A su lado, en el lecho, su amante la vio apartar el cobertor, las sábanas, y correr descalza hasta el secreter donde no pararía de escribir hasta el amanecer. Nunca imaginó Mary Wollstonecraft Godwin (no Shelley aún) que con su sueño inauguraba un género literario: la ciencia ficción.
El sueño de Mary es digno de un análisis freudiano. Lo ha sido ya, de hecho, por parte de diversos autores. Horas antes de aquella pesadilla había estado participando de una velada donde su anfitrión, lord George Byron (1788-1824) nada menos, propuso a sus huéspedes inventar cuentos de fantasmas. Noche de tormenta, al calor del hogar y del vino. Tanto Mary como el poeta Percy Shelley (1792-1822) y Clare Clairmont, hermanastra de la joven, única ahí que no tenía mayor ambición que actuar alguna vez en el Drury Lane pero sin siquiera prepararse para ser actriz, quedaron atrapados en casa del poeta quien a su vez se hacía acompañar del joven médico John William Polidori (1795-1821). Hija de una precursora del feminismo, Mary Wollstonecraft (cuya memoria Mary enaltecerá toda su vida) y de un respetado novelista y, diríamos hoy, líder de opinión, William Godwin (1756-1836), Mary dio rienda suelta a su imaginación con talante guasón, sin macharse de sangre sus delicadas manos. El otro que se tomó muy en serio la encomienda fue el doctor Polidori, quien escribió sobre un apuesto y seductor vampiro inspirado en Lord Byron y que, años más tarde, inspiraría al Drácula de Bram Stoker. La posición de Mary era muy delicada, recién fugada de la casa paterna junto con su amante y su hermanastra, por quien tenía más cariño que por su media hermana Fanny, fruto de la relación de Mary Wollstonecraft con Gilbert Imlay. En una sociedad puritana como la Inglaterra de Jorge III, que habría de preceder a la victoriana, Mary lidia la culpa de vivir una aventura con un hombre casado, el poeta de 24 años Percy Bisshe Shelley, que para colmo había abandonado embarazada a su esposa junto con dos hijos pequeños. Cuentan que apenas conocerse, Mary y Percy nunca más se quitaron los ojos de encima y se olvidaron de todo lo que no fueran ellos, jurándose amor ante la tumba de la madre de la muchacha. Ella parece describir a su amado cuando se refiere a Woodville, el joven poeta de Mathilda: “Era poeta, palabra tan malgastada que no llega a dar una idea de lo que era. Era… como un poeta de la Antigüedad que hubiese sido coronado en la cuna por las musas, y alimentado por las abejas (…) Su belleza no tenía igual, sus ojos brillaban con un fuego deslumbrante, y los profundos acentos de sus palabras provocaban éxtasis mudo en sus oyentes (…)” (Montesinos, Barcelona, 1998, Traducción de Marie-Anne Lecouté, p. 127) Sobre Mary escribiría Percy en su diario: “Es amable, incluso tierna y comprensiva; sin embargo no es incapaz de sentir odio ni ardiente indignación (…) Qué inferior me sentí entonces y con qué placer me confesé superado en originalidad, genuina elevación y natural magnificencia hasta que ella consintió en compartir sus virtudes conmigo.” El guapo y elegante lord Byron terminó prohijando aquel amor clandestino luego que la pareja fuera a reclamarle su paternidad del hijo que la alocada Clare llevaba en sus entrañas, y pese a que la visita no había sido precisamente de cortesía (tanto Mary como Shelley iban defendiendo el honor de la chica), aquella tormenta los había forzado a crear un ambiente de camaradería, decisivo para propiciar la amistad eterna entre dos de los más grandes poetas del romanticismo inglés. Mary y Percy se retiraron a la habitación que Lord Byron les había dispuesto y en el momento del sueño la culpa abrasadora que sin duda experimentaba la joven e ingenua Mary pudo haberse materializado en su subconsciente como un monstruo hecho a partir de remiendos de varios sentimientos encontrados; una criatura con la inocencia de un niño pero la fuerza homicida de un hombre. Algunos estudiosos consideran que Mary se identificaba vivamente con el monstruo, dado que cargaba la sensación de que su padre no solo no le perdonaba por la muerte de su madre, la única mujer que verdaderamente amó (la mamá de Clare, su segunda esposa y madre de su hijo pequeño, William, era solo la señora que le zurcía los calcetines). Es decir, la desigual relación entre Mary y su progenitor se refleja en la del creador acosado por su criatura que, no obstante su monstruosa apariencia, está tan necesitado de amor y comprensión como cualquiera de nosotros. Mary pone en los renegridos labios del monstruo doctos parlamentos que pudo haber dicho ella misma: “¡Qué extraña es la sabiduría! Se aferra al espíritu del que ha tomado posesión como el liquen se aferra a la roca (…)” (Frankenstein, Lectorum, Prólogo de Gabriel Trujillo Muñoz, México, p. 141). Otros tantos encuentran rasgos del propio Percy Shelley en el personaje del ambicioso estudiante que crea al monstruo. A decir de Isaac Asimov, quien reconoció en aquella muchachita a la madre de la ciencia ficción: “Puede parecer incluso que Dios se ha desentendido de la Creación, disgustado con nosotros, y nos ha dejado abandonados a nuestro sino.” Mary se parecía a su criatura en lo inocente, pues al tiempo que tenía a la sociedad inglesa en su grito por lo que llamaban su dudosa moral, estigma que la perseguiría toda su vida, se entretenía botando barquitos de papel en el río y volando papalotes.
Volviendo a aquella noche decisiva para la historia de la literatura: Mary no paró hasta terminar la novela inspirada en su pesadilla. Sólo ella y el doctor Polidori concretarían el producto del reto lanzado por Byron, aunque de los dos sería Mary quien conociera el éxito en vida. Durante cinco meses estuvo convocando a su gente de confianza a la mesa para leerles los capítulos que iban quedando mientras ansiosa verificaba sus reacciones. Al verla tan pequeña y refinada, con pasional arrebol en las mejillas e intrincados rizos, nadie podía creer que fuera capaz de concebir tan tremenda historia: un joven pasante de medicina, Victor Frankenstein, sueña con emular a Dios por lo que no vacila en violar tumbas y recolectar trozos de cadáveres para, a partir de la muerte, crear vida. El experimento resulta un éxito, pero Victor no imagina que su propia criatura se convertirá en instrumento de venganza de la naturaleza: “Quien no haya experimentado la irresistible atracción de la ciencia no podrá comprender su tiranía; en otros terrenos es posible avanzar hasta donde lo hicieron quienes nos precedieron y, una vez llegados a este punto, no queda ya nada que aprender; en la investigación científica, por el contrario, siempre existe materia para nuevos descubrimientos y nuevas maravillas.” La criatura, que por cierto no se parece nada a Bela Lugosi (la caracterización de Robert De Niro es mucho más fiel), estrangula a William, el adorado hermano menor de Victor. ¿Celoso? Este se ve orillado por el propio monstruo a crearle una compañera para que no se sienta solo. Es la única manera, le dice, en que podrá deshacerse de él, pero Victor termina asqueado de su nueva creación y termina destruyéndola por lo que deberá resentir nuevamente la ira del monstruo, con peores consecuencias: Victor está a punto de casarse con la mujer que ama y su criatura está decidido a impedir que consuma su amor del mismo modo que Victor lo ha privado de la posibilidad de una compañía femenina. Cuando Frankenstein se publica el 1 de enero de 1818, Mary resiente rápidamente los efectos de cuestionar las leyes divinas y revolucionar las letras inglesas, al ser unánimemente condenada por la Iglesia y la crítica conservadora. Walter Scott es de los pocos que sabe reconocer la grandeza de la obra. Difícilmente hubiera supuesto la atribulada joven que su novela adquiriría carácter proverbial casi dos siglos después, ante la posibilidad de la clonación, no obstante que la cultura popular se haya encargado de desvirtuar el mito, masculinizándolo y dejando de lado sus aspectos verdaderamente importantes, como bien señala Pilar Vega Rodríguez en su espléndido ensayo Frankensteiniana, la tragedia del hombre artificial (Tecnos/ Alianza, col. Neo metrópolis, Barcelona, 2002) para centrarse en lo científico y en lo erótico, añadiéndole el personaje de Igor, el ayudante jorobado de laboratorio, si bien, según Muriel Sparks, a Mary le divirtió muchísimo la primera obra teatral inspirada en su novela.
Aunque en vida no buscó ni obtuvo el éxito, más preocupada por difundir la obra de Percy (quien la convirtió en Mrs. Shelley apenas suicidarse Harriet, su primera esposa, casi al mismo tiempo que Fanny, la apocada media hermana de Mary que en un sublime arrebato halló la trascendencia), Mary fue una escritora prolífica, y ya en la viudez vería en su compulsión un digno medio de subsistencia para ella y su único hijo sobreviviente, Percy Florence. Nunca vio publicada su novela inmediatamente posterior a Frankenstein, Mathilda, que se publicó hasta 1954, y sus siguientes libros, Lodore y Falkner se publicaron casi veinte años después. Y si con Frankenstein inaugura la ciencia ficción, con The last man, escrita en 1826, reafirma el título e incursiona además en la ficción especulativa al introducirnos en el año 2026, en el que sitúa Mary el fin de la humanidad y el periplo del único hombre sobreviviente a una plaga. En Mathilda han advertido sus estudiosos varios rasgos autobiográficos, los tres personajes centrales (Mathilda, el padre de esta y el poeta Woodville) parecen corresponder a Mary, William Godwin y Percy. El tema, que pareciera “fuerte” para nuestros días, era de los favoritos y, por consiguiente, más comunes de la literatura romántica: el incesto. Hasta el propio Percy lo abordó en Los Cenci. En este caso, el padre apenas conoce a su hija (y que, aclaremos, no fue el caso de Mary quien se crió al lado de William Godwin) y cuando vuelve a verla, convertida en mujer, empieza a albergar por ella una pasión inconfensable que la joven, de nombre Mathilda, corresponderá aunque impregnada por una sensación de asco y horror hacia sí misma por desear sexualmente al autor de sus días. Pese a lo tremebundo del tema, cuyo desenlace es más previsible que el de Frankenstein, Mary mantiene su tono entre ingenuo y melancólico. Apenas en 2003, se recuperó otro texto inédito de su autoría que, independientemente de su valor literario, trae consigo la parte más dolorosa de la de por sí caótica existencia de la autora: la pérdida de sus hijos. Maurice o la cabaña del pescador, publicada en España y Latinoamérica por Ediciones B, con traducción de Rita de Costa, ilustraciones de Pablo Schugurenski y una espléndida introducción del escritor colombiano Santiago Gamboa, carece de la complejidad simbólica de su obra cumbre, pero es un bello y aleccionador cuento para niños (aunque su desenlace, en nuestros telenoveleros tiempos, sea predecible casi desde el principio), dedicado a "Laurette", según explica Gamboa, una niña de diez años, hija de un matrimonio irlandés amigo de los Shelley. Sobre esta novela ni siquiera Muriel Sparks, excelsa biógrafa de Mary, tenía noticia.
¿Por qué no dedicársela a una de sus hijos? Para entonces, Mary no era más la fogosa enamorada de un poeta, sino una madre enlutada. Antes de cumplir los treinta ya había padecido la muerte de sus tres hijos, en condiciones que ninguno de sus biógrafos a tenido a bien precisar: Clara, de un año, muere en Venecia: William de tres, en Roma y Elena Adelaida, de edad imprecisa, en Nápoles. Aunque algunos precisan que Mary permaneció unida a Shelley hasta el momento en que él muere ahogado en Livorno, en 1822, compartiendo su viudez con Jane Williams, cuyo esposo viajaba en el mismo barco que Shelley, otros aseguran que el poeta la había abandonado un año antes. En el marco de estas tragedias escribe Mary la conmovedora historia de un niño, Maurice, que parece condenado a perder todo lo que ama. Tras rodar de hogar en hogar, encuentra a los padres ideales en una pareja de pescadores de Tourquay, los Barnet, sin embargo, al morir estos es despreciado por los herederos que le ponen un ultimátum: deberá abandonar la cabaña en una semana. Y justo cuando Maurice se resigna a que volverá a errar por el mundo, aparece un apuesto forastero que dice haber extraviado a un hijo que tendría la misma edad de Maurice...
En su biografía Mary Shelley, La vida de la creadora de Frankenstein (Lumen, Barcelona, Traducción de Aurora Fernández de Villavicencio, 2006), la novelista Muriel Sparks nos aclara varios aspectos oscuros de la vida de Mary, como el hecho de que participó, a instancias del propio Shelley, de una relación extramarital con el mejor amigo de este mientras Shelley, al parecer, se divertía nada menos que con Claire, la hermanastra de Mary. Esta conducta estaba al parecer inspirada en las propias prédicas de William Godwin, a quien Percy admiraba como a nadie, y que sería algo así como el antecedente del hipismo. No obstante, Mary poseía un corazón sumamente generoso, especialmente tratándose de su sexo. Si bien se fugó con Shelley sabiéndolo casado, explica Muriel, nunca permitió que su amante abandonara moralmente a Harriet y a sus hijos, y cuando aquella tomó la fatal determinación de arrojarse al río, Mary peleó a brazo partido por quedarse con los hijos de Percy, a los que sinceramente amaba, pero el abuelo materno no solo se quedó con la custodia de los niños sino que no volvió a permitir que tuvieran acceso ni a su padre ni a la nueva esposa de este. Por otra parte, aún cuando las emparentaba la pena de haber perdido a sus respectivos maridos en el mismo accidente, Jane Williams, acaso por envidia, no vaciló en desprestigiar a Mary en absurdos cotilleos, no obstante que, salvo por un intrascendente coqueteo con William Irving y la manifiesta admiración que le profesaba un joven poeta francés llamado Prosper Merimée, esta observó una conducta poco menos que intachable al quedar viuda. A cambio, Mary continuó sirviéndole de apoyo y de consuelo a Jane. A su hermanastra, que a todas luces tuvo una aventura con Percy al que incluso llegó a atribuírsele la paternidad de Ada, la hija ilegítima de Byron y Clare, jamás dejó de procurarla y ayudarla, incluso económicamente. Mary escribiría, no sin amargura: “Escribir, estudiar, sosiego, ésos son los remedios que debo buscar (…) Qué frialdad mortal fluye por mis venas; la cabeza me pesa demasiado; se me debilitan los miembros. Cualquier sonido me sobresalta, como si anunciara al mensajero de una nueva tristeza, y la desesperación reviste mi alma de un tembloroso terror.”
Mary Shelley muere paralítica a la edad de 53 años, en 1851, a consecuencia de un tumor cerebral, venerada por su único hijo. Sus restos descansan en el cementerio de San Pedro, en Bournemouth, junto a sus padres. Unos días antes había escrito en su diario íntimo: “(…) No tenía miedo, aunque más bien no tenía ningún deseo activo; tenía una autocomplacencia pasiva en la muerte. No sabría decir si la naturaleza de mi enfermedad fue lo que provocó esa quietud del alma; pero así fue….”