Este blog se actualiza quincenalmente

Doncella de acero


Yo quería decir la vanidad de todo; pero el escritor traiciona su desesperación en cuanto escribe un libro…
SB

A Simone su difícil relación con sus padres, que se encontraban en las antípodas uno respecto a la otra (ateo el padre, beata la madre) la habituó a aparentar una dureza que estaba lejos de sentir. Llorar antes de dormir, arrojada sin remedio del paraíso de la infancia, se le hizo costumbre a la adolescente de pelo negro y ojos azules, harta de asistir a un instituto donde su fervor por el conocimiento sembraba espanto y temor de que su alma ardiera. Inútilmente aguardó la manifestación de las voces que impulsaron a la desnutrida Juana de Arco a tomar la espada y libertar a Francia. Se sabía, desde siempre, diferente, aún cuando de niña creía devotamente en la Virgen en cuyo nombre ejercía pequeñas mortificaciones y con quien charlaba largamente sobre la situación del ejército francés que de verdad le espantaba el sueño… ¿en qué momento dejó Simone de conversar con la Virgen de su cabecera? ¿Cuándo cesó la ofrenda de flores frescas? Fue algo repentino, una “iluminación”, como paradójicamente denomina la repentina certeza de que la Virgen no la escuchaba, de que Dios no existía: “Vivir es mentir”, me decía abrumada; en principio no tenía nada en contra de la mentira; pero prácticamente era extenuador fabricarse máscaras sin cesar. A veces pensé que iban a faltarme fuerzas y que me resignaría a ser como las demás.” (Memorias de una joven formal, Edhasa, narrativas contemporáneas, traducción de Silvina Bullrich, Buenos Aires, 1981, p. 201).
Simone de Beauvoir nació en París el 9 de enero de 1908, en el seno de una familia acomodada que vivía más allá de sus posibilidades reales en el Boulevard Montparnasse, barrio donde empezaban a proliferar los cafés literarios, cosa curiosa pues George de Beauvoir, padre de Simone, detestaba a los intelectuales. Este tren de vida, a la larga, repercutiría en la quiebra financiera que les llevaría a mudarse a un departamento minúsculo donde Simone crecería atestiguando tras la escuálida pared tanto las peleas como las apasionadas reconciliaciones de sus padres. Desde pequeña se manifestó en ella una más que aguda inteligencia que haría exclamar a su padre, abogado de profesión, “Simone tiene un cerebro de hombre. Simone es un hombre”, primero con humor, luego con fastidio, porque cuando empieza a crecer poco femenina y desinteresada por los trapos, “(…) arrastraba siempre mis harapos de buena alumna (…)”, en contraste con su ultra femenina hermana menor, la rubia Poupette, Simone se transforma en la vergüenza de la familia… y es que la inteligencia no es cosa de mujeres, considera su padre: su principal obligación es ser hermosas y Simone, aunque lo era, y mucho, no quería serlo, no le interesaba, por más que se burlaran de ella en la escuela, de su forma de vestir y de peinarse. En este sentido las impersonales voces de sus filósofos no bastaban para consolarla: para eso estaba la literatura. Pasó de identificarse con la Jo de Mujercitas, de Louisa May Scout, a mirarse reflejada en la Maggie Tulliver de El molino sobre el Floss, de George Eliot: “Morena, amante de la naturaleza, de la lectura, de la vida, demasiado espontánea para observar las convenciones respetadas por su medio, pero sensible a la crítica de un hermano que adoraba, Maggie Tulliver estaba como yo dividida entre los otros y sí misma: me reconocí en ella. Su amistad con el jorobadito que le prestaba libros me emocionó tanto como la de Jo con Laurie: deseaba que se casaran (…) Yo no concebía sino el amor-amistad: a mis ojos, libros prestados y discutidos juntos, creaban entre un muchacho y una chica lazos eternos (…)” (p. 146) Simone creyó que podría realizar ese ideal romántico con su primo Jacques del que estuvo enamorada desde niña, pero Jacques, más que intelectual era un prángana inmerso en aventuras que la inocente Simone tardaría demasiado en comprender. Se haría una idea cuando se reencontrara años más tarde con él, tras enviarle una carta que él jamás se tomó la molestia de contestar, convertido en virtual anciano de treinta y pocos años. Sería esta la única decepción amorosa de Simone, la última, al menos, que se permitiría. Se propuso con toda su alma volcar toda su pasión en el estudio de la filosofía, resuelta a hacerse digna del colegio Stanislas al que solo acudían a estudiar varones bajo la tutela de hombres brillantes. Se consagró también a su querida y rara amiga de toda la vida Zaza, cuya muerte cierra trágicamente Memorias de una joven formal, primero de tres libros autobiográficos, simbolizando el cierre de una etapa en la vida de la escritora y el inicio de otro donde se vislumbraba ya a Sartre. Zaza fue la única que la aceptó como era, al grado de tratar de emularla, para horror de su madre tan beata como la de la propia Simone. La chica de punzones ojos azules era, a opinión de la madre de Zaza, una pésima influencia, por muy simpática que la encontrara. Nunca, quizá a pesar de sí misma, dejó de ser la niñita que se encerraba a cal y canto en la biblioteca de su abuelo paterno y lloraba a moco tendido mientras leía la derrota de Napoleón por vigésima ocasión: “Sólo deseo una intimidad cada vez más grande con el mundo y contar ese mundo en una obra”, escribía a Zaza…” (p. 286).
En la facultad de filosofía de La Sorbona coincidiría, entre otros, con el remoto Claude Lévi-Strauss, Maurice Merleau Ponty que sería su mejor amigo, y Simone Weil que estuvo a punto de ser su amiga hasta que descubrieron sus diferencias irreconciliables: la Weil era creyente en Dios y en el derecho a la felicidad de todo ser humano, mientras que la de Beauvoir, menos idealista a golpes de vida, consideraba que lo importante no era tanto la felicidad como encontrarle un sentido a la vida. Pero la relación que marcaría su vida y obra la iniciaría con el futuro Nóbel de Literatura, Jean Paul Sartre (1905-1980), desgreñado joven tres años mayor que ella, que junto con otros dos, Nizan y Herbaud, conformaban algo así como el trío terrorífico: “(…) no se daban a nadie; sólo asistían a algunos cursos elegidos y se sentaban apartados de los demás. Tenían mala fama. Se decía que “carecían de simpatía por las cosas” (…) Sartre no tenía una cara desagradable, pero se decía que era el más terrible de los tres y hasta lo acusaban de beber (…)” (p. 323). Sartre, ese muchacho temible, envuelto siempre en la nube de humo de un pipa, que llegaría a orinar en la tumba de Chateaubriand, indignado por la ridícula pompa de sus ornamentos, terminaría siendo el sueño de quinceañera de Simone, el doble de todas sus manías, dicho por ella misma: Su jorobadito. Para entonces la joven formal llevaba una especie de vida secreta de la que, milagrosamente, su virginidad salió ilesa. Le agradaba frecuentar bares y café de mala muerte, incluso prostíbulos donde se salvó por un pelo de ser violada o algo peor. ¿Por qué busca una ingenua burguesita estos ambientes con tal afán? La imperiosa necesidad de separarse de un ambiente que le hería con su hipocresía, donde los jóvenes se atribuían el derecho a jugar con muchachitas de clase proletaria mientras encontraban una novia de su misma posición: “(…) Yo era demócrata y era romántica: me parecía indignante que por el solo hecho de ser un hombre y de tener dinero se les autorizara a burlarse de un sentimiento. Por otra parte, me sublevaba en nombre de la blanca novia con quien me identificaba (…)” (p. 144). Sólo hombres como Barrès, Gide, Válery o Claudel fueron capaces de asquearse, tanto como ella, de semejantes “privilegios”, al grado de descender desesperadamente a las “capas inferiores”: “A mi alrededor- escribe Simone –reprobaban la mentira, pero huían cuidadosamente de la verdad (…) Hacer el mal era la manera más radical de repudiar toda complicidad con la gente de bien (…)” (p. 203).
Penetrar tugurios era una forma, sí, de renegar de su condición privilegiada, pero también una incesante búsqueda de experiencias que nutrieran su futura literatura, porque Simone la pensó mucho antes de ejercer plenamente con la pluma aunque la escritura formara parte activa de su vida, desde que a los ocho años escribió su primer relato. Su primera novela, La invitada, no se publicaría sino hasta 1943, contando la autora 35 años. No quería escribir sin antes arrancarse la piel de la muchacha burguesa para quedar en carne viva. Su relación con Sartre, quien siempre la llamó “Castor”, fue su graduación definitiva en ese sentido, aunque, a decir de la propia Simone en Memorias, reiterado en La plenitud de la vida, continuación de aquella: “Las chicas liberadas, y sobre todo las que desgraciadamente tenían esas costumbres, me horrorizaban.”, (Memorias..., p. 253); “(…) no me había liberado de todos los tabús sexuales; las mujeres demasiado fáciles o demasiado libres me chocaban (…)” (La plenitud…, p. 41).Simone define su relación con Sartre como un “matrimonio”, pero sobre todo como una amistad, si bien “una amistad es un edificio delicado, se aviene a compartir ciertas cosas pero también reclama monopolios”. Compartían salchichas, vino y cigarrillos ingleses a orillas del Loira; caminaron Europa hasta que a Simone se le desclavó la suela de sus cómodos zapatos, pidiendo dinero prestado, siempre a nombre de los dos. Naturalmente los padres de Simone se murieron del susto al conocer al novio. Pero las amenazas, lejos de disuadir a la joven formal y a su informal amante, la orillaron a asirse con desesperación a la libertad económica que le otorgaba ser maestra de latín de niñas de secundaria. Ni Sartre ni ella participaron jamás de las actividades de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra, como no fuera de palabra. De hecho fue el principal reproche contra los existencialistas, como hiciera Hannah Arendt refiriéndose concretamente a Sartre y a Merleu-Ponty: “Es a causa de este carácter ilusorio de todas las soluciones que se originan en su propia filosofía, por lo que Sartre y Merleu-Ponty adoptaron, por así decirlo, sobreimpuesto el marxismo con su marco de referencia para la acción, aunque sus primeros impulsos apenas le debían nada al marxismo.”
¿Hasta qué punto, entonces, fue la mujer perversa e inescrupulosa que nos pinta Bianca Lamblin, esa que sostenía con Jean Paul Sartre una relación harto semejante a la de Valmont y la marquesa de Merteuil, y hasta qué otro, la tierna enamorada que se revela en las cartas escritas a Nelson Algreen, su último amor? Simone admite en La plenitud de la vida haber convenido con su amigo-amante un “amor abierto a otros contingentes”; pero admite también que este arreglo llegó a trastornarla, aunque nunca manifestó sus celos a Sartre, nunca. Bianca Lambin, la “Louise Védrine” de las Lettres au Castor et a quelques autres, en Memorias de una joven informal (el título parodia, por supuesto, al de Simone), los llevó a invitar a un tercero a su intimidad, mujeres jóvenes por lo general. Simone reconoce abiertamente haber experimentado curiosidad sexual hacia su mismo sexo, como cuando de niña se obsesionó con una compañerita rubia que nunca la distinguió con su amistad y llegó a ser algo así como su dios. Ni Simone ni Sartre le confirieron valor, no digamos a la fidelidad matrimonial sino al matrimonio en sí. Las mayores –y necesarias- diferencias se manifiestan a través de los libros: Mientras Sartre desarrolló un pensamiento nihilista con cierta raíz humanista, Simone se dedicó eminentemente a narrar su vida y la de sus contemporáneos. No obstante, el existencialismo se refleja en ella como una práctica cotidiana, más que como leit motiv de una obra que privilegia acontecimientos de orden político y social que le tocaron en suerte, como los anotados en Los mandarines, que la hiciera acreedora el Premio Goncourt en 1954, y en la que son perfectamente reconocibles ella misma, Sartre, Albert Camus y la esposa de este. Mientras Camus es retratado como un hombre inseguro aunque de gran solidez espiritual, a Sartre se le ve avasallador y desfachatado. “Cuando se trata de desvelar la intimidad de los demás, Simone de Beauvoir lo cuenta todo, sin pudor alguno, con el mayor lujo de detalle, con frecuencia escabrosos”, acusa Lamblin… y puede que tenga razón. El personaje de Ana es perfectamente identificable con la Simone que todos creemos conocer, sin embargo críticos mal intencionados hicieron hincapié en que la Simone enamorada de Nelson Algreen –a quien de hecho está dedicado este libro- se le parece más a Paula, la enamorada mujer de Henri, alterego de Camus.
Previo a la citada novela, en 1949, Simone publicó El segundo sexo, veintitrés años antes de declararse feminista. Vacilaba de hecho para asumirse como tal arguyendo la ausencia de revolución en el movimiento de emancipación de la mujer, que no pasaba, a decir de ella misma, de agitación simbólica. Comenta Francesca Gargallo: “Era la filósofa existencialista francesa, pero no era todavía una feminista, pues creía que los problemas de "la mujer" se resolverían automáticamente en el contexto de una sociedad socialista”. Básicamente El segundo sexo redunda en el hecho de que aunque las mujeres desempeñen el papel impuesto por los hombres, no significa que sea el correcto. Rechaza la feminidad per se cuando exclama: “No se nace mujer, llega una a serlo”: “(…) las ciencias sociales y biológicas ya no creen en la existencia de entidades inmutablemente fijas, que definirían caracteres como los de la mujer, el judío o el negro, y ahora considero que el carácter es una reacción secundaria ante una situación (…) Claro que la mujer es un ser humano como el hombre, pero tal afirmación es abstracta; el hecho es que todo ser humano concreto se encuentra siempre singularmente situado (…)” (Siglo Veinte, traducción de Pablo Palant, Buenos Aires, 1972, p. 10). No obstante, opina Gargallo, dicha tesis es un homenaje a los conceptos forjados por Rousseau y Levi- Strauss de que las mujeres “son las otras, lo otro, en un mundo en que lo Uno se define en términos masculinos trascendentes, y Simone de Beauvoir identificó lo trascendente con lo histórico, sin percatarse de que con eso volvía a definir patriarcalmente los lazos con la corporalidad femenina y su función reproductiva con la inmanente y lo ahistórico”. Simone se propuso jamás ser madre. Nunca experimentó la menor inquietud al respecto. Se rehusaba, asimismo, a considerar sinónimos los actos de escribir y al de parir, “¿Por qué a nadie le horrorizaba que una monja renunciara a los hijos, y en cambio reprobaban que una escritora hiciera lo mismo (…)? (La plenitud…, p. 86).
Para sus admiradores, Simone condujo admirablemente su propia existencia hasta un desenlace predecible: su autonomía absoluta de los hombres, que la llevó a asumir una soledad voluntaria que el escritor norteamericano, oriundo de Chicago, Nelson Algren (1909-1981), autor de un solo clásico literario, El hombre del brazo de oro estuvo muy cerca de quebrantar. Lo conoció en Chicago en 1947, durante una gira de conferencias por Estados Unidos. Ya no era, por supuesto, la muchacha huraña que ablandó Sartre: era la mujer de Sartre, la de los turbantes color turquesa y la mirada irónica del mismo color. Se enamoró como nunca se enamoró de Sartre, como una niña, “esclava de pasión”, según ella misma confesó en sus cartas fechadas entre 1947 y 1964, escritas originalmente en inglés, idioma que Simone hablaba con fluidez, publicadas bajo el título Un amor trasatlántico por editorial Lumen, quedó prendada desde el primer momento, lo que volvió innecesarios los preámbulos. Al leer su amoroso epistolario resulta imposible pensar que aquel haya sido solo un contingente, aunque Simone jamás dejó a Sartre, no obstante habérselo suplicado Algren, suplicado en serio. Son dos Simones: la arrogante y caprichosa amante de Sartre y la tierna y aniñada amante de Algren. Curiosamente, al mismo tiempo que escribía tan amorosas cartas a su amante americano, Simone redactaba la que sería su obra maestra, El segundo sexo, aunque evidentemente la escribiente de este texto es la Simone de Sartre. La paradoja no tiene respuesta, pero de todos modos confiere a su vida un sentido más real y humano: “(…)Deber y virtud implican la esclavitud del individuo a leyes exteriores a él (…) la sabiduría es indivisa, no se deja cortar en tajadas, no se obtiene por una paciente acumulación de méritos: se la tiene o no se la tiene y al que la posee ya no le interesa el detalle de su conducta: puede dar la vuelta de carnero (…)” (La plenitud, p. 49). Murió el 14 de abril de 1986, seis años después que Sartre, agudizado un alcoholismo tardíamente adquirido, y fue enterrada en el mismo sepulcro del compañero de toda su vida.