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Grandeza

El que Gertrude Stein escriba una Autobiografía de Alice B. Toklas, y a su vez la supuesta Alice se limite a narrar la vida de Gertrude, denota no sólo el gran sentido del humor que caracterizó a esta autora norteamericana –y cierto tosco egotismo, muy propio de ella-, sino también hasta qué punto la una era apéndice de la otra. El escritor americano, de origen austriaco, Frederic Prokosch (1908-1989), que menciona a Gertrude como una de las tres mujeres más inteligentes que conoció su vida (las otras dos eran Marguerite Yourcenar y Hannah Arendt), asegura que jamás la vio sin Alice: "Sólo veía sus espaldas, la de Gertrude ancha e imponente, la de Alice, muy estrecha, ansiosa y vulnerable”. En su libro póstumo, París es una fiesta, Ernest Hemingway, acaso “alumno” predilecto de la Maestra Gertrude, revela algo de la naturaleza de la relación entre estas dos singulares mujeres. Todos los días recibían visitantes en su casa del 27 del rue de Fleurus, en su mayoría, escritores en ciernes buscando los consejos de Miss Stein, entre los que podríamos contar a William Faulkner, Thorton Wilder y, un poco tardíamente, a Paul Bowles, a quien financió su viaje por Tanger. Ocasionalmente, y como fue el caso de Ernest Hemingway, quien acudió la primera vez acompañado por su primera esposa, Miss Stein se retiraba a un rincón discreto con el visitante mientras Alice se encargaba de “entretener” a las esposas de los escritores, cosa que hacía sin mucho entusiasmo: “Miss Stein era muy voluminosa, pero no alta, de arquitectura maciza como una labriega. Tenía unos ojos hermosos y unas facciones rudas, que eran de judía alemana, pero hubieran podido muy bien ser friulanas, y yo tenía la impresión de ver a una campesina del norte de Italia cuando la miraba con su cara expresiva y su fascinador, copioso y vívido cabello de inmigrante, peinado en un moño alto que seguramente no había cambiado desde que era una muchacha (…)” (París es una fiesta, Seix Barral, Biblioteca Ernest Hemingway, Traducción de Gabriel Ferrater, Buenos Aires, 2004, p. 22).
El retrato que de Gertrude Stein nos brinda Hemingway, nos la muestra como una mujer generosa, accesible, cordial, risueña… pero también dura, rencorosa, machista y, sobre todo, prejuiciosa. Ese fue, me parece, su gran defecto. Si nos atenemos a los comentarios reproducidos por el también escritor estadounidense, Gertrude consideraba que había algo repelente en el sexo practicado entre varones, pero no en la relación entre mujeres, aunque evita mencionar la palabra “sexo”: “Entre mujeres-dice miss Stein a un joven y pasmado Ernest, que con ella aprendió “los misterios de la vida”, como habría hecho con un varón curtido y fumador -. No hacen nada que les dé asco ni nada repulsivo; y luego son felices y pueden pasar juntas una vida feliz.” (París…p. 29). No descarto la posibilidad de que Gertrude estuviera jugando con la ingenuidad de Ernest, quien acababa de confiarle a la escritora haber sido objeto de propuestas indecorosas por parte de un alto personaje cuyo nombre omite. Algo hay de guasón en la grave expresión de Gertrude, en el brillo de sus ojos como pozos sin fondo. Es un hecho que sentía enorme afecto por Hemingway, que lo trataba como a un hijo y que le apostó con todo (y ganó, claro), pero puedo imaginármela gozando con la confusión del joven que cree saberlo todo sobre el sexo y el amor por criarse en la calle y ser experto en navajas. Miss Stein, la rica heredera, la casi médica, la mecenas de Picasso y de Mattisse, era una mujer tan ruda como sus modales y su aspecto denunciaban. Tanto Gertrude Stein como Alice Toklas pertenecen, en suma, a esa clase de personas que escasean en la joven America cuyo admirable fresco socio-psico-lingüístico reproduce la primera en Ser norteamericanos: “(…) A veces se ve a personas que tienen un aire tan particular que parecen únicas en su clase, o bien a dos personas cuya asociación es tan particular, sus caracteres tan individuales que es imposible imaginar que existan otras parejas iguales (…)” (p. 278).
Nacida en Pennsylvania, el 3 de febrero de 1874, Gertrude Stein fue eje de las grandes obras de la novelística norteamericana de la posguerra, incluyendo las propias -por cierto menos reconocidas que las de sus protegidos: presiento que su momento todavía no llega, pero llegará -, y el auge del arte cubista que por cierto influyó en su escritura como sobre ninguna otra: nada de lo leído hasta ahora se parece a la escritura de Miss Stein. Hija pequeña de un ejecutivo ferroviario de origen judeo alemán y de clase trabajadora, Daniel Stein, que terminaría amasando una enorme fortuna, y de Amelia, ama de casa, viajó mucho desde a los tres años de edad, gracias a los negocios del padre, llegando a radicar en Viena y en París, donde retornaría definitivamente en la adultez. Nada había de intelectual en ninguno de los progenitores de Gertrude. Deben haber sido como los personajes emigrantes de Ser norteamericanos, entre las más raras y monumentales obras de la literatura norteamericana contemporánea, donde las palabras más vulgares, anodinas o cotidianas cobran un significado confuso, distinto, inquietante: “(…) llevaban una vida cotidiana bastante ordenada, ordenada como la vida suele llegar a serlo, posteriormente, ordenada en sus repeticiones pero tal como decía, en sus ordenadas repeticiones por lo general los niños manifiestan menos como son realmente dado que pertenecen más a la vida ordenada que a su entorno.” (Barral Edtores 1974, Barcelona, 1971, traducción de Mariano Antolín-Rato).
Mirando el idílico retrato de la Familia Stein, vemos al Mr. Stein leyendo como de reojo un libro que parece de contabilidad. Bertha, la mayor de las dos hijas, cabellera recogida en un agobiante moño y ensimismada en un libro que pudiera ser un cuento de hadas. De los tres varones, perfectamente acicalados, el segundo luce como a punto de ejecutar una melodía con el violín mientras analiza una partitura. Detrás de Bertha, Leo, con lápiz en mano, mira a la cámara titubeante, deseando desaparecer. A los pies de la madre, que mira con cierto fastidio hacia el lente, la pequeña Gertrude, ¡inconfundible!, gordita, pelada como un chiquillo bravucón, ya denota el aire autosuficiente, torvo y hermético que la caracterizaría toda su vida.
En 1878 los Stein se asentarían en Oakland. Contando Gertrude catorce años moriría su madre y apenas dos años más tarde, la seguiría el padre. Michael, el hermano mayor, tomó control de los negocios paternos y envió a sus hermanas, Gertrude y Bertha, al hogar de sus abuelos maternos, en Baltimore. Ya entonces, la fornida y sanota muchachita dio muestras de gran carácter, además de una inteligencia voraz que la llevaría sin dificultad hasta el exigente Radcliffe Hall, donde estudió psicología, nada menos que bajo la tutela de William James (1842-1910), de quien, según se advierte en la sorprendente penetración psicológica de sus textos, aprendió mucho. Poco después ingresaría a la facultad de medicina de la Universidad John Hopkins pues le interesaba estudiar las circunvalaciones del cerebro. Su estancia allí, según nos lo hace suponer la propia Gertrude, que nunca ahonda en sí misma, lejos de ser traumática, estuvo llena de camaradería y bromas pesadas, quizá porque sus condiscípulos veían en ella un chico más. Gertrude nunca aprendió a ser discreta, no en el sentido en que, dice en Ser norteamericanos, debe serlo una chica americana. Fue ella uno de esos “infrecuentes incidentes en la vida”, de chicas que debido a su inteligencia convierten su vida en una complicación. Era, dicho con sus propias palabras, una virgen cruda, garantía de libertad. Un ensayo de la entonces joven Miss Stein sobre el tema del cerebro fue incluido en un libro médico de Llewelyns Baker.
No escribió, sin embargo, sobre su etapa de estudiante, libracos bajo el brazo y sombrerito almidonado, pero sí de la miserable existencia de su criada de entonces, Leda (Gertrude prácticamente inmortalizó a todas sus criadas en diversos relatos), protagonista de la primera historia de su libro Tres vidas (1909), el cual, según declaración de la propia Gertrude, escribió bajo la influencia de Trots contes, de Flaubert, que acababa de traducir al inglés. Llegó a asistir varios partos, especialmente de gente de color a la que nadie quería atender. Una de sus pacientes le inspira el personaje del segundo relato de este mismo libro: Melanchta Herbert. Con esta historia, a decir de Autobiografía, iniciaría su revolucionaria técnica literaria a la que Prokosch describe de la siguiente manera: "(...) había inventado una nueva manera de contar, es decir, contaba una historia sin contarla", o dicho por la propia Gertrude: "Es preciso destrozar los viejos modos de escuchar, los viejos modos de ver y de decir." Ahora, para decirlo a la manera de la propia Gertrude, que en su contar sin contar no cumple lo que promete, no en lo inmediato, quiero decir, habrá una historia más extensa sobre el citado libro.
Nunca concluyó sus estudios en medicina porque se le presentó la oportunidad de regresar al lugar donde más feliz se sentía: París, donde viajó acompañada de su hermano Leo (1827-1947), el único de los Stein, junto con ella, que tenía sensibilidad artística y terminaría siendo un consumado crítico de arte. No sería sino diez años después de sentar su residencia en París, que Gertrude conocería a Alice B. Toklas, californiana, cocinera consumada, descendiente de gitanos, tres años menor que Gertrude. Fue su secretaria, escritora ella misma (escribió, como en su falsa autobiografía, acerca de su vida en común con Gertrude, porque Alice no tenía tema más trascendente que ese) y dicen que también amante, aunque en el libro que nos ocupa no se menciona una relación de esa naturaleza. Fue, sobretodo, la mejor amiga de esta mujer que se caracterizó por tener un millón de amigos. Según la describe Hemingway, Alice “(…) era pequeña y muy morena, peinada como Juana de Arco en los dibujos de Boutet de Monvel, y de nariz muy ganchuda (…)"
El segundo mejor amigo de Gertrude fue uno que decía no querer a nadie, ni siquiera a sus hijas: Pablo Picasso (1881-1973). Este inmortalizó a Gertrude en el que sería uno de sus más célebres cuadros y para el que ella posaría, ni más ni menos que noventa y tres veces, en el sombrío estudio del Rue de Ravignan, sobre un sillón viejo, mientras Fernande, primera esposa del pintor, la mimaba, scherezadamente, leyéndole fábulas de LaFontaine. Gertrude, que escuchaba ceñuda y pensativa la lectura de Fernande, fue la primer modelo de Picasso en ocho años (el pintor contaba veinticuatro entonces). Dicen que el resultado final no agradó a Gertrude, quien no se reconocía en aquella figura huraña y pensativa, "ya te parecerás", reía Picasso. Y tenía razón.
Pero la descripción que de ella hace Frederic Prokosch en su libro Voces, coincide asombrosamente con la versión picassiana y, sobre todo, con la hemingwyana: "Era más pequeña de lo que yo había imaginado (esperaba encontrarme ante una mujer gigantesca), y su voz también era menos sonora, tal como sus modales, que eran menos intimidantes. La piel de su cara era áspera y rugosa, como la de un alpinista, pero al mismo tiempo en su rostro moraba una expresión civilizada y dulcemente pensativa."
El caso es que Gertrude, Leo y Alice decidieron unir talentos (Gertrude, la conversadora; Leo, experto en arte; Alice, la mejor cocinera del mundo) y convertir su casa del 27 rue de Fleurus, muy cerca de los Jardines Luxemburgo, donde Gertrude solía pasear con su perro, en un lugar de reunión para artistas. Su residencia parisina llegó a ser, además, un auténtico museo. Asimismo, Gertrude financió a algunos jóvenes escritores, detalle que omite de su autobiografía encubierta. En Autobiografía... tampoco se ahonda en aquel primer encuentro que debió ser decisivo para las dos mujeres y que tuvo lugar en la casa de la escritora, hasta donde Leo llevó a Alice; tampoco en el amor a primera vista del que tanto se ha hablado. Simplemente Alice no volvió a salir de ahí, dejando su vida entera en el 27 del Rue de Fleurus, al lado de su Gertrude.
A pesar de codearse con la gente más crochable, Gertrude nunca dejó de ser la típica norteamericana que gustaba de la ropa cómoda y holgada. No se explicaba el gusto de las mujeres por comprar vestidos. Consideraba, incluso, que los escritores no debieran casarse porque se gastaba demasiado dinero en vestir a las esposas. Hablaba un francés con mucho acento. Sin embargo, es un hecho que prefería mil veces Europa a su propio continente, aunque viviera nostálgica de los Estados Unidos. Fue una gran escritora pero fue aún mejor lectora. Según cuenta, leía tanto que temía agotar de pronto todas las lecturas del mundo. Detestaba las máquinas de escribir. Escribía en libretas económicas y lo hacía durante la noche para dormir de día y recibir visitas no antes de las seis de la tarde. Alice se encargaba de pasar los manuscritos en una imponente Smith Premier, y era la única persona a quien Gertrude le permitía participar de la corrección de sus textos (aunque Hemigway afirma haberle metido mano a Ser norteamericanos). Además de novelas y cuentos, Gertrude, que se declaraba pintora frustrada, gustaba asimismo de escribir retratos, entre los que destacan los del propio Picasso y Guillaume Apollinaire, otro a quien los demás rehuían por conflictivo y que adoraba a Gertrude. También escribió óperas como La madre de todos nosotros, basado en la vida de Susan B. Anthony, con música de Virgil Thompson.
Hemingway hace alusión al estilo “formidable”, pero prolijo y cargado de repeticiones “que en un escritor más concienzudo y menos gandul hubiera tirado a la papelera” de Miss Stein, gran comedora de comas (valga la redundancia) y se refiere en particular al relato de Melanchta, que en español se encuentra publicado de manera independiente (Monte Ávila Editores, Caracas, 1976, Traducción y presentación de Julieta Fombona), un extraordinario experimento de estilo que magnificaría con Ser norteamericanos. Debo reconocer que al leer “Melanchta” por primera vez, mal interpreté la intencionalidad de Miss Stein: leído en voz alta, el texto adquiere el ritmo y la velocidad de un “rap”. Supuse entonces que, además que contar la vida de una incomprendida mujer de color, pretendía reproducir el habla de su entorno. Someto el siguiente botón de muestra a la consideración del lector, al que invito a leerlo en voz alta: “En naturalezas tiernas de corazón blando, los que casi nunca sienten una pasión fuerte, el sufrimiento a menudo llega a endurecerlos. Cuando éstos no saben en ellos mismos qué es sufrir, el sufrimiento es entonces muy terrible para ellos y quieren a toda costa ayudar a todo el que de alguna manera tiene que sufrir, y sienten una honda veneración por cualquiera que sepa realmente cómo sufrir siempre. Pero cuando les toca a ellos sufrir realmente, muy pronto empiezan a perder su temor, su ternura y su asombro (…) no son tanto más sabios después de todo, todos los demás solamente porque saben también cómo aguantarlo.” (p. 133).
Gertrude se compenetra, sin duda, con la naturaleza de su protagonista, una negra “casi blanca” llamada Melanchta; una mujer cuyo temperamento autosuficiente y libre recuerda en mucho al de la blanca “casi negra” (no aludiendo a su color sino a su temple) Gertrude Stein. Melanchta vive para los demás, como en cierto modo vivió también la propia Gertrude –aunque en el caso de esta, encontró la reciprocidad que Melanchta no tuvo nunca: aquellos por quienes vivía, vivían a su vez para complacerla-. Es una amiga leal, que llega a renunciar a sus propios intereses para cuidar de su madre y posteriormente de amigas que nunca aprecian su sacrificio. Paradójicamente, al enamorarse de un joven médico que le corresponde, Jefferson Campbell, Melanchta actúa respecto a él con la misma ingratitud con que ha sido tratada por las mujeres de su entorno, que en el fondo envidian su belleza, su inteligencia –“vagaba al borde de la sabiduría”- y su libertad. Sobre todo su libertad, que para la autora pareciera ser lo más importante. ¿Existe en Melanchta cierta latencia lesbiana? ¿O simplemente su desconfianza en el amor de los hombres la lleva a preferir la traición de las mujeres? El abordaje psicológico de los personajes, particularmente el de la protagonista, que pareciera ser altamente autodestructiva, es otro de los aspectos admirables en la obra de Gertrude, pues el lenguaje repetitivo, considero, no es producto de un capricho, sino una forma de incidir en la naturaleza (palabra favorita de la autora que pudiera entenderse en términos psiquiátricos) de los personajes.
La poesía no está ausente en Melanchta, aunque esté casi ausente en Ser norteamericanos, lo que no significa que tenga instantes poéticos. La poesía fue el otro género en que Miss Stein recibió el visto bueno de la crítica, como en el caso de Tender buttons (1914). “Ahora era verano –se lee en Melanchta – y la gente de color salía a la luz del sol, toda estallada de flores. Y brillaban en las calles y en los prados con su cálida alegría, y destellaban en su color negro y se arrojaban libres al amplio abandono de su estruendosa risa.” (p. 157). Uno de sus críticos en lengua española, el escritor tijuanense Heriberto Yépez, afirma algo preocupante: gran parte de las traducciones al castellano que se han hecho de Miss Stein, destruyen su escritura, en una búsqueda absurda por volver legible el “anormal” inglés de la escritora. No lo dudo…
La estructura de Ser norteamericanos, remite inevitablemente a la de la Biblia, aunque en el caso concreto de la biblia steiniana, se restringe a un Génesis interminable que intenta explicar –mejor dicho, re-crea – como se conformó el país que desde entonces fue llamado “América”, quizá porque, desde siempre, sus ocupantes han permanecido ajenos al resto del continente (el título original es Making americans, “haciendo americanos”). Por momentos, el vocabulario pareciera restringirse a unas cuantas palabra clave para entender el proceso mediante el cual los emigrantes edifican su identidad hibrida, “americana”: naturaleza (algo en lo que los personajes creen devotamente), repetición (que se repite en la repetición incesante de las historias que empiezan y concluyen una y otra vez), impaciencia, ajeno, individualidad, importancia. Tal y como señalaba Prokosch, la autora empieza a contar una misma historia, una y otra vez; la deja suspendida y, al retomarla, la termina abruptamente. Lo que hace adictiva la lectura, considero, es la extraordinaria cadencia del lenguaje. Así, entonces, Gertrude inicia una y otra y otra vez las historias de diversas familias relacionadas entre sí, la relación entre familias de la clase acomodada y sus sirvientes, institutrices y modistas, y a través de la vinculación entre “superiores” e “inferiores” se van creando jerarquías entre personajes que llegaron a esa tierra, en idénticas condiciones: “(…) Hombres y mujeres viven de muy distintas maneras: el modo en que comen, el modo en que beben, el modo en que piensan, el modo en que trabajan, el modo en que duermen la mayor parte de los hombres y de las mujeres está unido al modo en que aman, y procede de su naturaleza profunda (…)” (p. 202). En general, nos dice Stein en esta asombrosa novela, el ideal americano es vivir y morir en la mediocridad y en el contento, sin contar su enorme “amor a empezarlo todo”.
Gertrude elaboró Autobiografía de Alice B. Toklas (Lumen, Col. Palabra del Tiempo, 2000, Traducción de Andrés Bosch) prácticamente desde su lecho de muerte, aunque, a decir de Alice, ni siquiera entonces dejó de reír mientras acariciaba la cabeza de su perro, pese a la agonía que debió significar un cáncer estomacal. Gertrude prorrumpía a carcajadas en medio de las situaciones más solemnes, incluyendo su propia agonía, actitud que siempre le acarreó problemas... pero también amor, mucho amor. Junto con Alice recorrió frenéticamente Europa en busca de un refugio durante la Primera Guerra Mundial, para retornar al punto de partida: la 27 del rue de Fleurus, donde habría de morir, a los 72 años de edad, el 27 de julio de 1946. Alice, que habría de sobrevivir veintiún años a su entrañable compañera, a su refugio, a su soleado jardín, diría entonces, desvalida: ¿Cómo es posible que tanta perfección, tanta felicidad y tanta belleza hayan estado ahí y ya no estén?
Los restos del Genio descansan en el cementerio Pere Lachaise.
Lee un magnífico ensayo sobre Gertrude Stein, de la autoría de Heriberto Yépez, aquí