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La hereje

…el ensayista es siempre un anarquista, cuando menos verbal
E.V

Hay verdades tan chocantes que exigen ser salpicadas de eufemismos. ¿Qué pasa cuando se opta por eliminar de raíz dicho recurso y se expone la verdad en toda su crudeza? Pero esta clase de verdades suelen ser como un cadáver desentrañado sobre la plancha de una morgue… repulsivos, siempre y cuando, claro, no sea el de un ser amado. Inevitablemente nos cubriremos los ojos y nos daremos la vuelta… a menos que prefiramos eso a la mentira, en el fondo todavía más espantosa.
Así son los ensayos de Esther Vilar, una mujer que se hizo odiar por millones de lectoras (y uno que otro lector) debido a su brutal retrato de la realidad sobre la alianza matrimonial en El varón domado, libro de cuyo análisis prescindiré por el momento, no solo porque también lo aborrecí (aunque no tuve más remedio que reconocer que, al menos en América Latina, el matrimonio es comparable a un negocio carnal en el que la mujer se prostituye a cambio de seguridad económica, y abundan mujeres que exigen privilegios sin entender que todo derecho entraña una obligación… y no falta quien declarándose feminista permita que un señor se haga cargo de todos sus gastos), sino porque esta autora, que siguió publicando a discreción pese a que su nombre fue borrado de las listas de best-sellers, cuenta con espléndidos libros mucho más afortunados, literariamente hablando, que El varón…, que sin ser un libro malo removió algo demasiado pútrido en nuestras entrañas. Esther Vilar es, para darme a entender, el equivalente ensayístico de la narrativa de Elfriede Jelinek, con quien comparte la lengua alemana. Por otro lado, Esther ha escrito novelas espléndidas que si bien retoman con medida sus obsesiones ensayísticas, resultan más ligeras, por decirlo de algún modo, porque nada es ligero en la literatura de Esther Vilar: “(…) Bajo la influencia de la teoría de la relatividad de Einstein, había ideado también una religión que funcionaba sin soborno, es decir, que ya no hacía falta prometer al creyente una vida posterior en el Paraíso para que se comportara correctamente en la Tierra. No quiero entrar ahora en detalles, porque no tiene mucho que ver con esta historia. Pero hoy sigo creyendo que el asunto tendría posibilidades de éxito.”, dice Carlitos, la niña sabihonda de largas trenzas rubias de Los siete fuegos de Mademoiselle (Grijalbo, Barcelona, 2004, Traducción de Lluís Miralles de Imperial, p. 50), y que bien podría ser alter ego de la propia Esther aunque haya nacido mucho más tarde. Señala la autora, quién sabe si en broma, que la idea de la novela surgió después de que, en una calle de Nueva York, un bombero muy apuesto pasó frente a ella en su coche de bomberos dirigiéndole una seductora sonrisa que ella correspondió con descaro. Sabía que nunca más volvería a ver a aquel hombre, pero su imaginación de novelista comenzó a arrojar humo: ¿qué estrategia tendría que seguir una mujer para reencontrarse con un bombero apuesto que la ha cautivado?, de ahí surge la historia de la bellísima niñera francesa que se enamora del único hombre que parece no reparar en su hermosura: un bombero que ha acudido a apagar un arbolito de Navidad incendiado por la impetuosidad inventiva de Carlitos, la niña a su cargo. Otra obra memorable de Esther es la nouvelle Las matemáticas de Nina Gluckstein, la historia de una mujer que, como la propia Esther, padece la experiencia de ser odiada por todo mundo, aunque en el caso de Nina, por ser amante del hombre más deseado, un apuesto cantante de tango, que la prefiere por encima de mujeres hermosísimas. En ambas se abordan los extremos a los que se puede llegar por amor y resultan desconcertantes por la faceta que muestran de la despiadada ensayista crítica de todo un sistema universal de creencias y actitudes.
Hija de emigrantes alemanes, nació el 16 de septiembre de 1935 en Buenos Aires, en cuya universidad cursó medicina, carrera que ejerció durante varios años antes de decidirse a escribir su primer libro, nada menos que El varón domado (1971) Fue durante sus prácticas en Alemania, a donde se trasladaría a realizar una maestría en sociología, que empezó a escribir la mencionada obra: “Estaba harta de la lucha de de las feministas contra los hombres –confiesa en entrevista para la revista española Agathos –. La manera totalitaria y fundamentalista como lo hacían me pareció terrible y pensé: “bueno eso no se puede dejar así alguien tiene que levantar la voz en defensa de los hombres.” Entonces surgió este panfleto, yo lo llamo panfleto. Lo escribí en tres meses y, eso sí, cambió mi vida porque se publicó y fue un escándalo.” Reconoce, sin embargo (y esa opinión se refleja nítidamente en sus siguientes libros) que las mujeres han cambiado, que ahora son auténticas feministas que han dejado autoconmiserarse, aunque todavía haya quienes sacan provecho de hacerlo, y está plenamente convencida de que el varón debe colaborar en los deberes domésticos con su pareja (de hecho ha escrito un par de libros acerca de los horarios compartidos). Esther, que debió haber sido una niñita idéntica a la Carlitos de Los siete fuegos de Mademoiselle, novela francamente deliciosa, asegura que el tema central de su obra, el que en verdad la obsesiona, es el tabú del miedo a la libertad: “Mi fascinación por él tiene con seguridad mucho qué ver con mi origen: Argentina, donde nací, crecí y me eduqué; sus llanuras infinitas; la populosa ciudad de Buenas Aires, sin rostro ni historia; una sociedad que reúne a inmigrantes de todos los grupos raciales; la política improvisada y sin ideas del gobierno tras el desastre peronista; mi propia procedencia heterogénea… Todo ello facilitaba el desarrollo de un gran individualismo; pero al mismo tiempo, me hacía sentir la necesidad de fronteras de lazos humanos y de formar parte de algo; necesitaba una dirección, un modelo y unas categorías morales.”
Más adelante, agrega: “Esos fundamentos se completaron, de manera sorprendente, con mi posterior traslado a Alemania. La cuestión de la culpabilidad alemana, de la que los llegados de fuera podíamos librarnos, al menos en un primer momento, me mostró la otra cara de la moneada. ¿Cómo era posible que tantos hombres en apariencia inofensivos, con los que yo ahora me encontraba, hubieran sido capaces poco tiempo antes de cometer el crimen del milenio, siguiendo las órdenes de un Führer? ¿Cómo es posible que millones de mujeres hubieran vitoreado a ese hombre tan poco atractivo, cuando se encontraba por la calle a diario con las futuras víctimas, marcadas con la estrella amarilla? ¿De qué otro modo podía explicarse aquello sino por la arrolladora exigencia de reglas y dogmas que yo había diagnosticado tan claramente con respecto a mí misma, y que convertiría a los hombres en bestias o mártires según fuera el gobierno al que se sometían? (“¿Cuánta libertad podemos sobrellevar?”, Prohibido pensar, tabúes de nuestro tiempo, Planeta, Barcelona, 2000, traducción de Joaquín Adsuar, p. 46).
Todo fundamentalismo, parece decirnos Esther, es sinónimo de cárcel. Cárcel ideológica que coarta la libertad del intelecto y del espíritu, sino incluso del cuerpo. Ese fue también el leit motiv de El varón domado que le acarreó amenazas de muerte de feministas furibundas y varones sulfurados. El feminismo, estoy de acuerdo con Esther, puede llegar a ser fundamentalista cuando no se le estudia a cabalidad y se le toma a la ligera, lo mismo que el marxismo o el comunismo a las que denomina “religiones sustitutivas”. Hay mujeres que lo que buscan no es la equidad de los sexos, sino reemplazar a Dios por una Diosa o, en el peor de los casos, tener alguien a quien culpar, en este caso, el género masculino. No es, como han dicho sus detractoras (es) una resentida del movimiento y, mucho menos, como señala un despistado fan, una “desilusionada” del feminismo. Lo que pocos entienden es que el hecho de asumirse feminista, marxista, comunista o cualesquier cosa, no debe invalidar el sentido crítico hacia la corriente ideológica de nuestras simpatías y Esther se muestra despiadada tanto con los hombres que piensan con la bragueta, como con las mujeres que se aprovechan de la debilidad masculina para resolver su problema de sobrevivencia. Tiene lógica. Ninguno de los dos, el hombre que provee y la mujer que presta servicios a cambio, son seres libres, antes bien, son esclavos de los atavismos sociales que continúan vigentes a más de treinta años de publicarse el libro maldito. ¿Adoptar el alemán como lengua literaria fue una forma de rebelarse contra la sociedad represora y brutal, la argentina de tiempos de la dictadura militar? Esther parece tener claro, por otro lado y como señala en el epígrafe del presente texto, que la anarquía verbal es el estado ideal del ensayista: “(…) A los pocos capaces de aceptar la libertad con plena consciencia y con todo lo que ello significa, no hay que aclarárselo: conocen los peligros de las ideologías y observan, en parte divertidos y en parte envidiosos, cómo otros, sin el menor atisbo de autocrítica, se embriagan con sus respectivas ideas fijas y soportan con estoicismo el resultado de sus luchas misioneras.” (“¿Cuánta libertad..?, p. 57). A decir de Esther, la única religión inocua es el amor porque se trata, para empezar, de una religión privada cuyo objeto de culto es un dios personal que tiende a perder poder a través de la materialización del milagro de la convivencia diaria. Naturalmente, como ocurre con el Dios omnipresente al que adoran múltiples religiones bajo distintos nombres, entre más sordo se muestre este pequeño dios a las plegarias del adorador o adoratriz, más reverenciado o reverenciada será. Quizá por ello sus novelas son inocuas en comparación con sus ensayos.
Donde Esther agudiza al máximo su sentido práctico y su anarquismo verbal, es en Católicas del mundo, uníos (Grijalbo, Mondadori, Barcelona, 1996, traducción de Bettina Blanch Tyroller) donde, de entrada, por mucho que haya denostado al feminismo diciendo majaderías tales como que la mayoría de las feministas eran lesbianas y satanizaban a los varones para quedarse con las muchachas bonitas, se declara feminista, más aún, acusa a las católicas del mundo de ser una vergüenza para el feminismo internacional y si bien este, como sus ensayos previos, está impregnado de una ironía que ocasionalmente degenera en cinismo, es, a mi juicio, el libro más impactante de esta autora. “Han transcurrido casi dos mil años desde el nacimiento de aquel hombre que demostró ser amigo de las mujeres como ningún otro hasta entonces –escribe Esther -. Hace casi dos mil años que ese hombre murió en la cruz por su ideal de igualdad de todos los seres humanos (…) solo os dejan cantar desde que ya no encuentran castratos (…) Y cuando hacen sonar las campanillas, caéis de rodillas como perritos amaestrados (…) ¿Acaso no os dais cuenta de que de este modo no hacéis más que ofender cada día al hombre que llamáis vuestro salvados? ¿Qué con vuestro comportamiento convertís precisamente a Jesucristo, primer defensor de los derechos humanos, en un baluarte del sexismo?” (p. p 12 y 13).
La idea de escribir este ensayo donde se exhorta a las católicas a exigir, no más a pedir, mucho menos a suplicar, su derecho a formar parte activa de su iglesia, ya no como monjas, catequistas o beatas sino como sacerdotisas, cardenalas y papisas, surge de la participación de Esther en un programa televisivo de debate en Austria donde se discutiría el escandaloso escrito de junio de 1994 en el que Juan Pablo II reiteraba su veto, con carácter de definitivo, a las mujeres deseosas de ordenarse sacerdotisas. Esther, en su condición de católica rebelde, experimentó una gran admiración por una teóloga de nombre Uta Renke-Heinmernn, invitada asimismo al debate, que con rabiosas lágrimas en contraste con su voz calma defendió ante los fanfarrones obispos su vocación al sacerdocio. Inspirada en la pasión de esta mujer, Esther lanzó a los susodichos un desafío al término de la emisión: ¡Señor obispo, nosotras le vamos a sorprender!
Seguimos esperando la sorpresa por parte de las mujeres con vocación sacerdotal y que han restringido su campo de acción al terreno intelectual donde han disertado abundantemente sobre su legítimo derecho a bautizar bebés y celebrar la comunión. La propia Ranke-Heineman le hizo ver a Esther cómo, a través de los siglos, los ensotanados no se han tocado el corazón para falsificar documentos a diestra y siniestra, hasta desfigurar y virtualmente borrar la participación femenina en la edificación de la Iglesia Católica. Los botones de muestra de las enmendaduras que menudearon a partir de la alta Edad Media, nos llevaría bastante espacio. Vale la pena, sin embargo, enumerar un par: en tiempos de Pablo existían predicadoras, más exactamente llamadas diaconisas, entre las que se menciona o se mencionaban en Corintios 11:5, Romanos 16:1 y Colonesenses 1:25 a Febe, Prisca, Trifana, Trifosa y Persis; una mujer “muy estimada por los apóstoles” llamada Junia, pasa, por obra y magia de una mano ¿santa? a transformarse en el varón Junias en Romanos 16:7. Sabiamente Esther trata de hacernos ver a los católicas que quien miente una vez, seguirá haciéndolo por los siglos de los siglos, amén. Pero de las “buenas católicas” nunca se ha esperado reflexión, solo limosnas (que podría ser un buen comienzo para manifestar nuestro malestar: cesando toda ayuda económica a la iglesia) y sumisión… ¿o es que acaso el papel de madre no es mucho más honroso que el de cualquier alto jerarca? Este, nos dicen, no es más que un insignificante representante de Dios en la Tierra, mientras que la madre es (o debiera ser) la encarnación misma de la santidad… ¡Pamplinas!, exclama Esther, sacudiendo sus rizos rubios: “Mientras en los calabozos de la Junta morían y sufrían las torturas más crueles decenas de miles de jóvenes, el nuncio apostólico jugaba al tenis con el torturador argentino de más alto rango. Mientras las madres de las víctimas imploraban bajo la lluvia clemencia delante de determinada mansión, dentro de ella, los obispos argentinos cenaban con los generales argentinos. Y clavaban a su Salvador en la cruz según el rito católico tradicional.”
¿Es esta la Iglesia que tan ferozmente se opone al aborto?, se pregunta perpleja la autora. Una Iglesia que si en vez de colaborar con Hitler se hubiera resistido a sus encanto, habría, acaso, impedido la matanza de judíos; una Iglesia que, chantajeada con promesas de preservar su poder, ha establecido lazos de amistad, esto es, de complicidad, con las más cruentas dictaduras. La Iglesia que impasible ha presenciado la matanza de rojos se opone a que las mujeres pobres recurran a métodos de control natal, no digamos ya al aborto en condiciones salubres y dignas, con lo cual, afirma Esther, se establece una política pro mortem que condena a la muerte psíquica, moral y física a millones de seres: “¿De qué os sirve un rebaño católico diez veces más numeroso si es un rebaño hambriento, asfixiado y enfermo? (…) ¿Acaso las debates actuales no producen la sensación de que los señores de vuestra Iglesia creen que nos tumbamos por gusto en la mesa de operaciones para dejarnos practicar semejante intervención?” (p.p 97 y 99).
¿Cambiaría la Iglesia con mujeres a cargo? Todo parece apuntar a que sí, y Esther está convencida de que las católicas, como en su momento las anglicanas, lograrían, con un poco de audacia, rebeldía, sangre fría y voluntad posicionarse de altos cargos dentro de dicha institución. Ellas, que tienen las manos limpias de sangre, podrían emprender con toda legitimidad una campaña para la renovación de la Iglesia. Aquí, Esther vuelve a recordarnos a la cínica hablante de El varón domado: “(…) Mientras la Iglesia se ocupa de garantizar con sus mandamientos la falta de libertad que necesitamos para vivir, el Estado debe velar porque nuestra libertad no se vaya al garete, es decir, por que nuestro sometimiento a vuestros mandamientos siga siendo voluntario y no se persiga a quienes se niegan a obedecerlos (…) La dictadura eclesiástica se daría si al creyente se le pasaran las ganas pero aún así tuviera que rezar. Pero de todos modos vosotras, católicas del mundo, no toleraréis que suceda algo así, ¿verdad?” (p. 51) Finalmente Esther aconseja no quebrantar el voto de celibato, por cuestiones meramente prácticas: “En primer lugar tenemos la cuestión del dinero. Los empleados solteros resultaban más económicos que los que tenían familia, y además eran más flexibles, ya que la institución podía trasladar a un sacerdote sin prole a cualquier rincón del Imperio católico en cualquier momento. Y puesto que a la sazón no había escasez de nuevas generaciones en el sector, podía exigirse cualquier cosa de los candidatos (…) El sacerdote célibe era invención de una autoridad que aspiraba a ejercer el poder absoluto sobre los pensamientos, los sentimientos y la economía de sus súbditos. Precisamente en este ámbito, la absolución salía bastante cara.” (p. 65) ¿Llegara el día en que el humo blanco, en vez de anunciar al próximo representante de Cristo que, según Esther, es más bien el representante del Señor Maquiavelo, anuncie habemus mamam? Nos conformaríamos, por lo pronto, con que cejen en su empeño de mezclar los asuntos de Dios con los asuntos de la Ley.