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La extrañeza

Las palabras han sido mis dominadoras, por eso intento dominarlas, para que lo sigan haciendo conmigo…
M.L

Hay autores con una obra pequeña, en apariencia al menos, que ofrecen tal impresión de vastedad que nos hacen anhelar los muchos libros que antecedieron a la obra pública y que debieron ser quemados en un arrebato de autocrítica feroz. Lo anterior se acerca a definir mi experiencia con el primer libro de Mayra Luna, Lo peor de ambos mundos (Relatos anfibios), que para nada es obra de escritora primeriza, mucho menos de aficionada. Publicada en una editorial especializada en autores noveles en México, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2006, lo que tiende lamentablemente a confundirse con “inexpertos”, Mayra denota la habilidad de quien se ha entrenado toda su vida para burlar laberintos y sus textos parecieran resultado de ese continuo hallar atajos. Cada uno de sus relatos, de hecho, presentan una estructura laberíntica donde predomina el deja vu, es decir, la sensación de haber pasado antes por ahí que no es sino extrañeza. Solo es posible seguir una línea recta. Imposible mirar a los lados o de lo contrario pierdes el trecho memorizado rumbo a la salida: ¡ahí está! El narrador no quiere soltar tu mano, quizá porque, de hacerlo, te aguarda el vacío. Con Mayra no hay redes protectoras que valgan, es despiadada.
Nacida en Tijuana el 21 de abril de 1974, Mayra, atractiva trigueña de enigmáticos ojos claros, anfibios, ha estado interesada, desde que tiene memoria, en el lenguaje. “Mis oraciones se estructuraron en endecasílabos desde pequeña, gracias a los cuantiosos libros de poemas que mi padre acarreaba a casa para mi lectura. Todavía lucho para desestructurar esa medida. Aproximadamente a los doce años escribía mis primeros cuentos; sin embargo, mi tiempo de ser escritora llegó hace unos seis años. A partir de entonces me comprometí completamente con la escritura.” Mayra se autodefine como escritora fronteriza, no tanto por su lugar de nacimiento, que es también la ubicación geográfica desde donde escribe, sino porque “me gusta trabajar en las fronteras del lenguaje, las fronteras de la realidad, las fronteras del sexo, del dolor, de la cordura o la violencia. Llevar a mis personajes a los filos del abismo. Lanzarlos. Explorar fronteras es explorar génesis, pues ahí donde los distintos se encuentran surge la creación. Toda creación emerge de una zona fronteriza.”
La de Mayra es una narrativa límite, más aún, su trabajo ensayístico, más reconocido debido a su presencia en publicaciones como Replicante y La tempestad, podría recibir el mismo calificativo. Y es como ensayista tampoco titubea ni concede, avanza en desbandada, como si fueran muchas y no una sola Mayra la que escribe… siempre en línea recta y sin mirar atrás. La mujer de Lot entrenada después esparcirse salada mil veces. Por supuesto, sus agallas (no encuentro término mejor, ustedes disculpen) desemboca en textos audaces, innovadores, muy próximos a la genialidad, que de ninguna manera dejan indiferente. Podrás detestar lo que dice, pero jamás ignorarla… ni olvidarla. En la antología de jóvenes ensayistas mexicanos, El hacha puesta en la raíz, compilada por Verónica Murguía y Geney Beltrán (FETA, 2006) destaca la participación de Mayra. Con esto no pretendo afirmar que sea la mejor, quizá no, pero si la que arriesga más, la que lo apuesta todo. El de nuestra autora es un reto mayúsculo sobre todo si tenemos el antecedente del citado texto, “Para un abandono del metadiscurso”, antes de abordar sus relatos. Como el título de su ensayo indica, expone las debilidades de una técnica previamente ensayada por Macedonio Fernández, Borges y Milorad Pavic, y que en su manifestación más radical ha dado un solo autor sobresaliente en Latinoamérica: Mario Bellatin, a quien Mayra menciona. Ella explica el metadiscurso de la siguiente manera: “(…) vuelve a los textos pornográficos. Es obsceno en tanto que es hiperrealista. Se propone desentrañarlo todo, mostrar todo, colocar el texto en situaciones extremas hasta que no haya más que evidencias. Hasta que se pierda toda ilusión de que permanece algo por descubrir y la seducción se vuelva imposible. No sólo el sexo es pornográfico. El postmodernismo entero lo es. Mostrar todo lo que existe tras el escenario también es obscenidad. Lo es también el psicoanálisis. Los noticieros. Las viviendas comunes en las ciudades. Las campañas políticas. Todo aquello que se destroza a sí mismo para venderse al otro.” (p. 160).
El metadiscurso, afirma Mayra, es algo así como el fin de la novela, el Apocalipsis de la narrativa. Es la renuncia implícita al autor a continuar seduciendo, encantando; a mantener en suspenso al lector. El metadiscursista es un encantador de serpientes con ojos vendados. Abre las entrañas de su propia creación, por así decirlo, para que el lector descubra el mecanismo interno del texto y pase de seducido a participante activo en el proceso de escritura. Es la degradación tanto del autor como del lector porque se asiste impotente a la destrucción de la novela que se narra a sí misma en vez de permitir que la ilusión de realidad ponga en funcionamiento la compleja maquinaria de la ficción. El escritor, señala Mayra, se torna nihilista activo, evidenciando su pugna con la página. Se apaga el misterio, se pierde la novela. El metadiscurso, pues, es una labor más de destrucción que de creación y la propia Mayra clama: “El metadiscurso ha sido una etapa de introspección de la literatura que debe ser trascendida”.
Y Mayra hace lo que raros ensayistas hacen: asumir el reto que lanzan al aire, n su caso, trascender al metadiscurso. La mayoría de sus relatos de Lo peor de ambos mundos, paradójicamente (o no tanto) recurren al metadiscurso, se ajustan al menos a lo que ella ha descrito como tal. ¿Quiso Mayra refrescar una táctica que se nos presenta vejatoria de los principios de la narrativa, es decir, crear textos que en sí mismos contuvieran el dispositivo que los hiciera volar en pedazos pero sin accionarlo jamás? Veamos un botón de su relato “Un cuerpo como el suyo, seminovela”: “Cuando la narradora escribe que Nadia cree que todos desean algo de ella, algo que ella debe pensar que está incapacitada para dar, el lector puede o no creerlo. Pero es irrelevante. El lector continuará leyendo.” (p. 72), y más adelante: “Quien elige ser un personaje arriesga demasiado. Ni el actor arriesga tanto porque, cuando actúa su presencia es completa. Puede salir cuando desee. Y puede hacer eso debido a que en el mundo real, uno narra al tiempo que es narrado. Tú sabes que eso no es igual aquí. Quien entra a la escritura abandona su cuerpo.” (p.p 75 y 76). La propia Mayra nos explica su trasgresión: “La metaficción no me apasiona. Hace algunos años estuve infatuada con la metaficción, hoy trabajo más con la extrañeza. El discurso realista (utilizado mayormente por la metaficción) penetra en capas muy superficiales de la realidad. La extrañeza permite exploraciones más profundas, sutiles y novedosas. Tampoco es el hilo negro, pues toda creación supone como requisito esencial algún grado de extrañeza.”
No sé si la técnica empleada por Mayra, que en efecto expone en forma casi pornográfica las vísceras del relato, forme parte del metadiscurso que ella desenmascara magistralmente en su ensayo. En el “casi” está la clave. Está la extrañeza. Me atrevo a sugerir que se trata de un metadiscurso que se arranca la piel a tiras dejando solo lo que de suyo mantiene en vilo al relato: la seducción llamada también misterio. A pesar de que Mayra vuelve consciente al lector de su experiencia lectora que lo introduce en dos mundos paralelos, el narrado y el que narra al narrador, se guarda el as bajo la manga pues no permite que uno y otro colisionen. Es decir, uno es necesario para explicar al otro, se necesitan mutuamente, se retroalimentan y por consiguiente no pueden destruirse entre sí. En ese sentido es más borgeana que, digamos, bellatinesca: “El metadiscurso –escribe Mayra en su ensayo –excluye al receptor de la experiencia narrada de la misma manera que lo hace la información. La información de lo que sucede en torno a la historia sustituye a la historia misma.” Este tampoco es su caso, aunque en efecto existe, como hemos visto, la narración de la experiencia. Tan presente tiene Mayra a su receptor que lo concibe más como voyeurista que como lector: lo vuelve un poco personaje (como Pavic o Goran Petrovich) y otro poco conejillo de indias (como Bellatin).
Los relatos metadiscursivos (o antimetadiscursivos, según se vea) de esta autora son, ante todo, una zambullida a la naturaleza misma tanto del relato como de la naturaleza humana, y aquí entraría en juego su experiencia sicoanalista. Si Simone De Beauvoir aseguró que no se nace mujer sino que se hace, Mayra parece decirnos que el humano debe alcanzar dicha jerarquía, en tanto será animal de estrato ligeramente superior en el reino animal. Sus personajes se alejan acobardados del aprendizaje e involucionan, como en el asombroso relato “Cirque de la Mer”, donde prefieren continuar mirando transcurrir la vida a través del vidrio de un estanque: “Así es como les gusta observar lo insoportable a la mayoría de los humanos: a través de una burbuja, de una ventana, de un vidrio, de una televisión. Entretenerse con el terror que desean lejano pero que buscan con morbo (…)” La protagonista, llamada como la autora (lo que, claro, crea inquietud en el lector) descifra su propio mundo, su extraña naturaleza, con la misma exactitud con que se describe un procedimiento técnico. En la contraportada se señala el vaivén de su lenguaje de lo poético a lo quirúrgico. Yo cambiaría quirúrgico por ginecológico y lo poético lo admito como un precioso accidente de su discurso. Me pregunto si el hecho de que la autora sea sicoterapeuta Gestalt es lo que contribuye al desnudamiento brutal de la psique de sus personajes, como cuando dice en este mismo relato: “A mi madre nada le gusta. Sus gestos ante cualquier placer son de repulsión. Todo lo que significa deleite es condenado. Sé que su cuerpo se excita con mayor intensidad sin ser tocado que cuando lo tocan, pues disfruta más la negación del placer que el placer mismo (…) Disfrutó más al henchirse de represión, su máximo placer.” (p.p 37 y 38) La madre es la represora por excelencia en la mayoría de estos relatos de Mayra, la madre freudiana que en el fondo cree ser la misma persona que su hija y al odiarse a sí misma, refleja ese odio en aquella, como en “Como un exilio”: “Toda mujer insatisfecha se vuelve madre. Tiene una hija creyendo que esa es la capacidad de rehacer su cuerpo. Por eso quiere tomar el control de la pequeña. No es “su hija” ¡Es ella de nuevo! Joven, guapa y virgen. No permitirá que nadie le arrebate eso (…) te aman tanto que quieren mantenerte dentro, para siempre, junto a ellas; la única manera de acabarlas es destruyéndote.” (p. p 135, 150).
La feminidad en los relatos de Mayra se manifiesta bajo distintas máscaras y, presiento, es donde más se aplica el recurso de la extrañeza: la mujer que saca la polvera a cada rato para cerciorarse de que su cara sigue ahí; la adolescente anfibia que mira la vida a través de su estanque; la niña temerosa de jugar a la pelota o la luchadora que, aludiendo de nueva cuenta a Freud, busca un hombre semejante a su madre. La autora transforma el ámbito machista de Tijuana, escenario de los dos mundos que cohabitan en sus relatos (el narrador y el que narra al narrador. Realidad/hiperrealidad) en una escenografía de cartón donde las conductas deleznables se representan a manera de teatro bufo (quizá porque en el fondo no son otra cosa), es decir, al tiempo que quebranta el verismo recrea su sociedad con exactitud, otra vez, ginecológica, apenas distorsionada por la intrusa luz de la poesía: “¿Quién es el personaje? / Todos estamos siendo narrados (…) La realidad creada por la televisión no es mejor ni peor que la que creamos nosotros mismos. Pero es ficticia, por tanto, preferible (…) toda vida continúa mientras haya quien continúe narrándola.” (“Un cuerpo como el suyo”, p.p 74 y 75)
La literatura de Mayra no es sino reflejo de una meta trazada desde que, a muy temprana edad, descubrió su vocación de escritura: “Desde que me decidí a escribir me deshice de todo lo que en mi vida pudiese representar un impedimento para hacerlo. Así que podría decir que ningún impedimento se ha vuelto tal, pues tan pronto los vislumbro, me deshago de ellos. Escribir implica desprenderse de un sin fin de costumbres, cosas, personas y neurosis. Hay que estar solo para escribir. Para escribir sólo es necesario tener ganas y una computadora. Cualquier otra cosa es un pretexto para no hacerlo. Al colocar la escritura por encima de cualquier otra actividad (y aceptar todas las consecuencias de tal decisión), no hay motivo en este mundo que impida escribir. La escritura es una cuestión de desprendimiento.”
Actualmente Mayra trabaja en una novela donde indaga acerca de la alienación y un libro de ensayos, aunque en realidad lo suyo, dice, es una mezcla de géneros. Nada extrañe tratándose de Mayra Luna.