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Tinta robada

No soy una heroína de novelas de amor,
jamás me perderé en un amante – pero siempre en el amor.
M.T

A Marina Tsvietáieva la poseyó ese espíritu que al asumirse plenamente se vuelve una suerte de ninfomanía en una mujer: la escritura. Escribió y escribió sin parar desde los seis hasta los cuarenta nueve años: si a los mártires de la literatura, rusos y chinos en su mayoría se les reconociera su entrega a una labor históricamente vilipendiada, Marina tendría un lugar de honor en el santoral maldito. Dice Sergio Pitol: “los románticos rusos inventaron al escritor como héroe, una figura central sagrada”, y ella no escapa al canon en este sentido, pero sí en todos los demás pues, como sentenciara Joseph Brodsky, Marina es la gran solitaria de la Literatura Rusa: “(…) sola en verdad en la literatura rusa, muy, pero que muy sola en su camino. La renuencia a aceptar la realidad, motivada no solo por razones éticas, sino también estéticas, es algo inhabitual en la literatura rusa (…) Su aislamiento no fue premeditado sino forzado, impuesto desde fuera: por la lógica de la lengua, por las circunstancias históricas, por el carácter de sus contemporáneos (…) en la poesía rusa del siglo XX no sonó una voz más apasionada (…)” (“Una poetisa (sic) y la prosa”, Menos que uno, ensayos escogidos, traducción de Carlos Manzano, Ed. Siruela, Col. El Ojo del Tiempo, 2005, p. p 170 y 171). Ella misma lo declaró en su momento ante Borís Pasternak: “No he pertenecido ni pertenezco a ningún movimiento literario ni político. En Moscú, por razones exclusivamente de la vida cotidiana, fui miembro de la Unión de Escritores y creo que también de la de Poetas.” Su voz, en definitiva, es la de una niña que no tiene con quien hablar, si bien afirma Brodsky que, por paradójico y blasfemo que pueda parecer, nuestra poeta encontró en la muerte de su querido amigo Rainer María Rilke (1875-1926), el oyente que todo poeta busca. Pasternak (1890-1960), su coterráneo, que empezaría siendo su más ferviente lector y terminaría siendo su íntimo amigo y casi amante epistolar, no vacilaría en compararla con Dios, en una de sus ardientes cartas recopiladas en el volumen Cartas del verano de 1926, Pasternak, Rilke & Tsvietáieva (Grijalbo Mondadori, Col. El espejo de tonta, traducción de Selma Ancira, 1993), fechada el 25 de marzo de 1926: “Me recordaste a nuestro Dios, a mí mismo, a la infancia, a esa mi cuerda que me inducía siempre a comprender la novela como un libro de texto (tú comprendes de qué) y la lírica como la etimología del sentimiento (por si no comprendiste lo del libro de texto) (…) Así deben moverse los labios del genio humano, de esta criatura que excede los límites de sí misma. Así, así precisamente, como en las partes claves de tu poema (…) (p. 93). Conmueve que la vida de quedara reducida a mujercita famélica en tiempos de Stalin, cuyo carácter amenazador se centraba en su desbordante talento para la poesía, el teatro y la prosa y, sí, también en su insolencia, sea hoy discusión favorita y casi obligatoria de tertulias literarias; que esta misma pequeña mujer de inmensas pasiones que llegó a ser aborrecida y extirpada como quiste de una sociedad que no pudo ni quiso apreciarla, albergara en su alma tal cúmulo de amor e idealismo patriótico. Simpatizante natural de los perdedores, de los parias, incluso de los bandidos de los cuentos que le narraba su madre (“…. ¡me habría enamorado de él locamente; lo habría llevado a casa y después, irremediablemente, hubiera pedido su mano!”) fue defensora a ultranza de los revolucionarios mientras no pasaron a ocupar el lugar de los tiranos. Fue la más tierna apologista del demonio como se aprecia en sus memorias de infancia tituladas precisamente El diablo: “A ti no te besan sobre las cruz del juramento forzado o el falso testimonio –le dice a su infortunado amigo con aspecto de dogo -. No es tu imagen, bajo la forma de un crucifijo, la que toma el sacerdote –servidor y cómplice del Estado asesino – para tapar la boca de su víctima. Tu nombre no sirve para bendecir las batallas ni las matanzas. Tú en las dependencias del Estado – no estás (…) Tampoco estás en las célebres “misas negras”, esas reuniones privilegiadas en donde la gente comete tonterías –adorarte todos en conjunto, a ti, cuyo primer y último orgullo es la soledad.” (Anagrama, Barcelona, 1991, traducción de Selma Ancira, p. 94). En la última línea de este párrafo se aprecia la razón de su amorosa identificación con este personaje: la sensación de no pertenencia al mundo ni a las cosas que la persiguió desde que era una rolliza nenita, de cabeza grande y cabellos cortos, que ya a los seis años escribía versos como posesa. El hecho de transcurrir la mayor parte de su infancia en Tarusa, nido de una secta cristiana de flagelantes en el Oka donde el demonio se invocaba más con melancolía que con horror, debió haber inflamado su imaginación hasta ese punto. La pequeña Marina tuvo una esmerada educación musical que de poco le sirvió en este terreno y sin embargo afinó su oído poético, siendo comparada en su grandilocuencia con Wagner. A los dieciséis años asistiría a un curso de verano sobre literatura francesa antigua en La Sorbona de París.
Nacida el 26 de septiembre (ó 9 de octubre según el viejo calendario ruso) de 1892 en Moscú, Marina Tsviétáieva creció en el seno de una familia bien avenida que gozaba de los favores del zarismo, lo que a la larga habría de convertirse en detonante de lo adverso. Su infancia, sin embargo, fue travesura perpetua, aferrada a la falda de una madre “(…) de sangre principesca, dotada de raro talento musical. Murió temprano. La poesía me viene de ella (…)”, quizá demasiado estricta en el sentido académico, a quien le mortificaba lo mal que redactaba la Marina de seis años y la renuencia de esta para estudiar alemán (¿Quién lo dijera que quien sería el alma gemela de Rilke, Virgilio de este Dante femenino terminaría agradeciéndole a su madre aquellos eventuales correctivos?). Curiosamente cayó enamorada de la literatura, justo como soñaba su madre que quería hacer de sus dos hijas, Marina y Asia, la menor, unas intelectuales, accediendo a un libro que se le tenía prohibidísimo: Las almas muertas, de Gogol, “…en el que nunca llegué ni a las almas ni a los muertos, ya que siempre en el último instante, cuando debían de estar a punto de aparecer –las almas y los muertos -, como a propósito se dejaban oír los pasos de mi madre (que por cierto nunca llegó a entrar, solamente, en el momento oportuno –como si se hubiera puesto en marcha un mecanismo -, pasaba por allí) – y yo, sintiéndome desfallecer por una razón totalmente distinta, por un miedo real, metía aquel inmenso libro debajo de la cama (¡esa misma cama?). Y la vez siguiente, cuando ya había encontrado con la vista el lugar preciso, de donde los pasos de mi madre me habían arrojado, resultaba que ellos ya no estaban ahí (…)” La pequeña Marina, destinada a ser por siempre diminuta, semejante a un niño con un rosario al cuello, según le dijera a Boris Pasternak en una de sus célebres cartas, no tenía al diablo ni a las almas muertas… ni siquiera a su estricta madre. Sus temores fueron siempre muy concretos: al destino, a la maldad y a la muerte (a esta última empezó a temerle al advertir que nunca más volvía a ver a la gente que moría), como intuyendo ya que la vida no sería fácil, que sería más o menos como la casa del abuelo Ilovaiski, historiador monarquista, cuya colección de revistas Kremlin formaba inmensas pilas que cubrían las ventanas e impedían el paso de la luz: la poesía sería la única ventana de Marina Tsvietáieva. Una poesía que llega a ser mantelada a través de lo que los críticos llaman, a falta de un nombre apropiado, obra en prosa. Brodsky fue de los primeros críticos en reparar el hermoso acto sacrílego de Marina al descubrir esta especie de caja de Pandora donde el lector asiste a los engranajes del lenguaje poético, incluido el enigmático empleo de guiones que ha sido descifrado de una y mil maneras, expuesto por primera vez como el motor de una máquina sagrada. La preocupación estética de Marina, sin embargo, no son las del prosista que se propone ante todo ser convincente, sino la del poeta que es la entonación.
Casó con Serguéi Efrón, Seriozha, a quien conociese de niña, siendo él mismo un niño de ardientes ojos negros, contra la voluntad paterna, aunque tal oposición era comprensible siendo Serguéi agente del espionaje soviético. Se dice que casó con aquel pálido joven para pagar una apuesta lanzada en medio de la playa Koktebel, donde la ya reverenciada poeta adolescente Marina, que publicara sus primeros poemas a los quince años, aseguró desposar al primero que trajera ante ella una piedra que andaba buscando… y fue Seriozha quien puso a sus pies, que deben de haber sido como los de una muñeca, una perla de coralina. A los diecisiete años Marina había publicado dos libros de poesía que hicieron de ella un prodigio, una niña mimada de la intelectualidad moscovita y le acarrearon loas de los más prestigiados escritores del momento, entre ellos el pintor y poeta Max Voloshin. No imaginaba que esos mismos libros donde cantaba a la belleza de la zarina y a la apostura del zar marcarían trágicamente su destino. A partir del primero, Álbum vespertino, a Marina se le hizo juego de niñas escribir las más admirables poesías, publicar y posteriormente recibir homenajes. Todo indicaba que ingresaría prematuramente a las grandes ligas de la literatura rusa, hasta que en 1917, contando 25 años, estalló la Revolución y empezó el calvario. Serguéi se unió al ejército blanco y Marina quedó sola con dos hijas, sin recursos económicos, mendigando becas de medio pelo, deambulando de Yugoslavia a París con apenas un mendrugo de pan en la falda y sus tres hijos aferrados a su cintura. La escritura deja de ser juego para convertirse en pulsión inexorable. Ella no sabe hacer nada más que escribir. Sólo consigue empleos mediocres como oficinista y tiende a asumir la miseria como material poético: “(…) mis cuadernos eran de cartero, de lienzo áspero, con cordones (para las firmas). Durante la Revolución –cosidos por mí misma, de papel robado (del trabajo), con tinta inglesa roja- también robada.” (Una dedicatoria, Colección Poesía y Poética, Universidad Iberoamericana, Artes de México, traducción de Selma Ancira, 1997). La otrora niñita mimada que se perdía en las innumerables habitaciones y pasillos de la casa de Triojprudny debía encargarse de los más modestos quehaceres domésticos de su mísera casa parisina, además del trabajo de oficina y tuvo que hacerse al hábito de esperar a que todos durmieran para aplicarse a la escritura y a responder las cartas de sus múltiples amigos, entre los que destacan Pasternak y Rilke, a quien le dijera con absoluta convicción: “El poeta es aquel que supera (debe superar) la vida.”, a lo que Rilke, recluido en una clínica suiza con la salud muy menguada, respondería: “(…) nuestro grandioso y apasionante trabajo, no es de ningún modo vengativo, e incluso cuando nos arranca de nosotros mismos, no nos arroja extenuados y vacíos, sino altamente recompensados.” (p. 166) En medio de la soledad íntima que no es resarcida siquiera con la eventual presencia de Serguéi que es como un niño más, Marina dará rienda suelta a innumerables pasiones lésbicas entre las que destacan las sostenidas con la bellísima actriz y música de ojos violetas Sofía Parnok (1879-1933) y la musa de Carta a la Amazona, la imponente escritora travesti estadounidense Natalia Clifford-Barney (1876-1972), de sublime hermosura que hace lamentar a Marina en su apasionada carta no poder tener un hijo con ella: “El hijo comienza en nosotros mucho antes de su inicio. Hay embarazos que duran años de esperanza, eternidades de desesperación.” (Carta a la Amazona y otros escritos franceses, Introducción de Elizabeth Burgos, epílogos de Hèlene Cixous, traducción de los poemas: Severo Sarduy, Ediciones Hiperión, 1991, p. 125).
Cuenta Marina en La historia de Soniéchka: “(…) mi casa era dickensiana: salida de Tienda de antigüedades, en donde se dormía sobre un pilotaje, y un poco también de Oliver Twist –sobre sacos.” (CONACULTA, 1999, traducción de Selma Ancira). La situación se tornó insostenible luego que la hija menor, Irma, muere de hambre. Es cuando Serguéi a su familia a París y la pesadilla de Marina, lejos de disiparse, se multiplicó: allá hubo de enfrentar el odio tribal de la comunidad rusa que la consideraba traidora. En Una dedicatoria narra como un indignado lector se acerca a ella para echarle en cara que no escriba de la vida de los soldados y de los campesinos, a lo que ella responde con su franqueza habitual: “Pero yo no soy soldado, ni campesino. Escribo de lo que conozco, escriba usted esa vida, es usted quien puede describirla.” (p. 36). Sin embargo, qué curioso, los escritos de Marina están enteramente consagrados al amor y a la amistad, casi nunca menciona la hostilidad que nublaba su existencia. Prefiere hacer hincapié en “minucias”.
La vida de Marina cuyos únicos incentivos eran la escritura misma y su tendencia a involucrarse en obsesivas relaciones con estudiantes que la buscaban para declararle su admiración, terminó por desmoronarse cuando Serguéi se vio implicado en el asesinato de un agente de la GPU soviética y retornó intempestivamente, solo, a la URSS. Marina permaneció en París pero, presionada por Mur, el hijo parisiense de trece años por quien sentía una pasión rayana en lo incestuoso, corrió en busca del marido sin imaginar que firmaba la sentencia de su familia: su hija Ariadna fue arrestada de inmediato. Serguéi pretendió huir pero fue aprehendido un mes más tarde y a Mur se le envió a un internado para hijos de padres enemigos de la patria. Marina quedó sola por completo. Durante algún tiempo consiguió subsistir gracias a su amigo Boris Pasternak, que le procuraba traducciones de poesía, pero luego marchó con un grupo de intelectuales que estaba siendo evacuado de Moscú rumbo a la república tártara. Tras negársele un empleo como lavaplatos en una cantina para escritores, optó Marina por colgarse una soga al cuello y convertirse en leyenda el 11 de agosto de 1941, sin haber vuelto a tener noticias de su esposo. Ni siquiera pudo realizar su voluntad, expresada por escrito, de ser incinerada junto con sus libros más amados en el mundo: Los Nibelungos, La Ilíada y El cantar de las huestes de Igor.
A la hija mayor de Marina, Ariadna Efrón, que como toda la familia fue condenada al deshonor perpetuo, le debemos la recuperación de su obra desperdigada. Apenas levantársele la pena de exilio en la Siberia Boreal, infierno glacial de hasta 50 grados bajo cero, la maltrecha Ariadna se dio a la tarea de buscar entre los amigos de su madre, incluidos aquellos que se volvieron enemigos, el material proscrito, el que la denuncia como autora rusa única en su género. Gracias a las humillaciones padecidas por Ariadna a lo largo de esta búsqueda empeñosa, hoy podemos gozar de una de las escritoras más exquisitas de todos los tiempos, espléndidamente traducida al español por Selma Ancira.