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Herida de nacimiento

El artista es un ser distinto, vulnerable, asombrado, trémulo, herido de nacimiento…
José García

“Mi mano no termina en los dedos: la vida, la circulación, la sangre, se prolongan hasta el punto de mi pluma. En la frente siento un golpe caliente y acompasado. Por todo el cuerpo, desde que me preparo a escribir, se me esparce una alegría urgente. Me pertenezco todo, me uso todo; no hay un átomo de mí que no esté conmigo, sabiendo, sintiendo la inminencia de la primera palabra.” La anterior, aunque inequívocamente escrita en masculino, es una emoción que por igual embargaría a una mujer con vocación literaria ante la página en blanco: el vértigo, la emoción, la alegría, la urgencia… esa experiencia maravillosa, tan ajena a la vida cotidiana, de tener el dominio absoluto cuando no de ser sometida por la tiránica página en blanco. Partiendo de ahí, el que Josefina Vicens haya optado por un narrador varón para transmitir la experiencia de la escritura en El libro vacío, no debiera causar la fascinada extrañeza que ha desvelado tanto a críticos como a académicos, desde aquellos que bobaliconamente aseguran que la escritora trató de satisfacer a los críticos, varones en su mayoría, hasta aquellos que se congratulan de que la autora haya elegido a un varón y no a una mujer para hablar sobre cuestiones tan profundas: ¿cómo habría recibido la crítica el relato de una señora, digamos por ejemplo, la abnegada esposa de José García, que ejerce clandestinamente una vocación literaria cuando sus labores domésticas se lo permiten? Ni siquiera hace falta responderlo. Mi muy particular opinión respecto a la elección de la voz narrativa de Josefina, mejor conocida como “La Peque” debido a su estatura pequeñita, es que quiso explotar una sensibilidad masculina virtualmente ausente de la narrativa mexicana; desnudar el lado artístico, sentimental y llorón de un hombre, claro, lo bastante inteligente como para permitirse aceptar sin cuestionamientos, como hace la gran mayoría, los privilegios y deberes impuestos a los de su sexo, porque José García no asume la sumisión de su mujer, que llega al extremo de plancharle las camisas para que asista a una cita de amor con otra, como algo natural, antes bien, llega a irritarse con ella por no hacerle reclamos, por no odiarlo, por no darse su valor como ser humano, y el de José, aunque provenga de un varón, es un cuestionamiento indudablemente feminista. De ahí que considere que tanto El libro vacío, como Los años falsos, únicas dos novelas publicadas por Josefina Vicens, mayormente dedicada al periodismo y al guión de cine, son novelas solapadamente (o no tanto) feministas. Dice José García: “Hay en esas mujeres resignadas, en eso que llaman actitud digna para conservar el hogar, una inconsciente y refinadísima crueldad. Tal vez para algunos hombres esa actitud resulte cómoda. Para mí era insoportable y me provocaba un dolor distinto a todos los que había sentido. Era un dolor iracundo, envenenado, porque me parecía que era ella la que me estaba traicionando. No puedo explicarlo bien. No encuentro palabras.” (Ediciones Transición, 1978, p. 151). Octavio Paz, que como cualquier escritor se sintió dolorosamente identificado con José García, diría a Josefina en una preciosa carta fechada el mes de septiembre de 1958: “… la imposibilidad de escribir y la necesidad de escribir, el saber que nada se dice aunque se diga todo y la conciencia de que sólo diciendo nada podemos vencer a la nada y afirmar el sentido de la vida, yo también, a mi manera, lo he sentido…”
Josefina Vicens nació el 23 de noviembre de 1911, en san Juan Bautista, Tabasco, y murió al día siguiente de celebrar su cumpleaños número 77, en la Ciudad de México, de un paro cardiaco. No padecía ninguna enfermedad específica, aunque había sido asaltada por una paulatina ceguera que no le impidió escuchar, hasta el último minuto, las cintas con la obra de Simone de Beauvoir, según narra su amiga, alumna y en algún momento sobrina política, debido al brevísimo matrimonio de Josefina con el traductor José Ferrel, Aline Pettersson. Comía poquito, lo cual se reflejaba en su frágil figura, pero fumaba, dicen, en demasía y con placer descarado. Se dice que estudió filosofía, letras e historia en la UNAM, pero se habla también de su condición autodidacta. En realidad Josefina cursó la única carrera al alcance de una “muchacha decente”, comercio, pero lejos de vivir lamentándose por ello decidió sacarle el máximo provecho. Ejerció como secretaria en varias oportunidades, ninguna de las cuales su capacidad y talento pasaron inadvertidos por lo que escaló peldaños vertiginosamente. Su pasado burocrático, sin el cual no hubiera escrito a su entrañable José García, no la avergonzaba en lo absoluto, al contrario, nada le enorgullecía más que percibir un salario decente. Por supuesto, Josefina no se limitó a desempeñar las labores propias de una secretaria: siempre peleó a brazo partido por los derechos de las trabajadoras, lucha que extendería hacia las campesinas durante su etapa en el Departamento Agrario. Cuenta Pettersson que solía firmar la tarjeta de asistencia como “Juana de Arco”, cosa que le cayó muy en gracia a su jefe inmediato, que resultó hombre sensible. También era muy habitual verla devorar libros en vez de comida. Fue una muchacha que rehuyó de los estereotipos como de la peste, característica que se materializaría en su escritura. Soñaba con ser vagabundo, en masculino; de esos que cargan el morralito a cuestas. Pasó en cambio su juventud mudando de una casa de huéspedes a otra, ostentando su autosuficiencia y comiendo galletitas cuando no quedaba de otra. Sus pininos en la escritura los realizó a través del guión cinematográfico, llegando a escribir ochenta de ellos y ganando importantes premios. Llegó a ser presidenta de la Academia de Ciencias y Artes Cinematográficas y ejerció el periodismo dentro de un género nulamente frecuentado por mujeres: las crónicas taurinas. Como nadie hubiera molestado en leer lo que una señorita tuviera que decir en este sentido, Josefina recurrió al seudónimo de Pepe Faroles (más tarde adoptaría el de Diógenes García para desempeñarse como analista política), hasta que el admirador de un torero al que Pepe dedicó unas líneas sarcásticas lo buscó en la redacción del periódico para “romperle el hocico.” Lo que le salió fue una delicada mujercita de blanquísima tez, carita de duende y traje sastre de grandes solapas, eso sí, portando una pipa, que parecía más que dispuesta a batirse con él, “¿A qué hora empezamos?”, dicen que le dijo Josefina al ahora anonado lector, al tiempo que se arremangaba la camisa. Naturalmente, el anonadado lector perdió los colores, hasta el coraje se le bajó; no supo qué decir y se marchó. Quienes la conocieron aseguran que no había en Josefina pizca de feminidad, que era circunspecta, más bien tosca y fuerte como un roble no obstante su aparente fragilidad. “Prudente”, “discreta”, son las máximas virtudes observables por quienes la conocieron. Ni siquiera es posible afirmar que haya sido lesbiana, o que haya asumido una actitud masculina para darse a respetar en un mundo de hombres, donde una graciosa mujercita no hubiera sido tomada con seriedad. Desde mi muy particular punto de vista era maravillosamente ambigua, y esa ambigüedad que desdeña los lugares comunes se proyecta admirablemente en sus únicas dos novelas, El libro vacío y Los años falsos, publicadas con veinte años de diferencia entre ambas. Cuando se le preguntaba qué había hecho entre la escritura de una y otra, lacónica respondía: “vivir”.
El libro vacío, que le mereció el Xavier Villaurrutia en 1958 (fue la primera mujer en obtenerlo, y tercer escritor en recibir el galardón después de Juan Rulfo y Octavio Paz), es, sin temor a exagerar, una de las novelas más hermosas que se han escrito en nuestro idioma no obstante carecer de los elementos deslumbrantes de la llamada gran literatura. En esta novela no hay escenarios exóticos ni audaces viajeros, simplemente un escritor enfrentado a su cuaderno; escritor, por cierto, que nadie, ni él mismo, reconoce como tal pues nunca ha publicado nada. Es simplemente un oscuro contador que, como Kafka, vive dos realidades simultáneas: la del burócrata absorbido por la rutina familiar y laboral y la que lo empuja puntualmente al abismo blanco de su cuaderno, al que acude cada vez con la intención de escribir una novela, para terminar, según él, por no escribir nada. Para José García escribir acerca de sí mismo y de sus ideas es lo mismo que de nada, pero no puede evitarlo. Él mismo compara el acto de la escritura con el alcoholismo, hablando de sí mismo en segunda persona: “Es un pobre hombre que tiene la necesidad de escribir, como otro puede tenerla de beber. Sólo que éste lo hace y sacia la sed. A nadie da cuenta de ese acto que tiene un recorrido íntimo; nace, se cumple y muere en él; se llama embriaguez y se disfruta o se padece solo.”
El libro vacío es la autobiografía de Josefina Vicens y de cualquiera que viva el proceso creativo como algo ajeno a la ambición fatua de celebridad y fortuna. José García no lo sabe, pero nosotros sí, los que nos sumergimos en sus vivencias que él juzga anodinas: es un artista. Un herido de nacimiento. La condición del artista no tiene nada que ver con el reconocimiento y el aplauso de las masas —aunque a veces coronen el talento de aquel que brota espectacularmente de su madriguera—. El impulso vital de la creación es lo que lo define, y no todos los artistas se percatan de que lo son, caso expreso de José García, aunque a sus cincuenta y seis años lidia con lo que parece considerar vicio antes que vocación. Josefina Vicens publicó esta primera novela a una edad próxima a la de su José García, “casi no creo que me alcance la vida para terminar el otro”, dice en carta a Emmanuel Carballo, transcrita en la cuarta de forros de la edición empleada para este comentario (Ediciones Transición, 1978.) Por fortuna concluyó una segunda, Los años falsos, que se publicó en 1982, seis años antes de su muerte, en una editorial modesta pero con una bella portada de José Luis Cuevas que es retomada por la reciente reunión de sus dos novelas en un solo volumen, publicado por el Fondo de Cultura Económica. En los años falsos, narra otra experiencia masculina, aparentemente ajena a la del arte, si bien Luis Alfonso, su joven protagonista, sufre conflictos morales y sociales muy semejantes a los de José García. Estamos ante un muchacho que confronta la imagen paterna al poco del fallecimiento de su padre, quien ha representado para él más que la máxima autoridad, un ejemplo a seguir, casi un héroe. No era nadie espectacular el padre de Luis Alfonso, se trataba antes bien del mexicano promedio que cumple puntualmente con el gasto del hogar y se consagra a complacer al jefe y a los amigos. Al morir el rey del hogar, Luis Alfonso pasa a convertirse en su reemplazo, porque en todo hogar que se respete tiene que haber un varón al frente. Se ve forzado a ejercer autoridad ante su madre y sus dos hermanas, y además a ocupar la vacante del padre en el trabajo, y es a través de esta virtual usurpación que Luis Alfonso descubre que su antecesor, lejos de ser un santo, practicaba indiscriminadamente la zalamería, la infidelidad y la corrupción, y si bien la gente a su alrededor no solo asume estas actitudes como normales sino que además manifiesta admiración por el gran macho, Luis Alfonso intuye en todo ello un fondo de injusticia y de suciedad que le resultan intolerables. Como la esposa de José García, tanto la madre como las hermanas de Luis Alfonso asumen que un hombre ha de hacerse cargo de ellas y se entregan felizmente al dominio del único varón de la casa, llegando el muchacho a despreciarlas por ello, “Esas desconocidas –las llama -, esas tramposas, esas dóciles que esperaban mis órdenes (…) Pero si yo no había podido sustituirte, si yo no era tú, si yo seguía siendo yo, ¿por qué me trataba como a ti?” Conforme transcurre el diálogo, que en realidad es un monólogo (el padre de Luis Alfonso empieza a morir en serio al ser increpado por su hijo), el joven narrador pone en tela de juicio a la sociedad entera, al patriarcado, representado por el padre que ha muerto, absurdamente, al juguetear con una pistola para alardear ante sus amigos. La complacencia queda fuera de lugar en los discursos de José García y de Luis Alfonso, y el reclamo de sus personajes es tan justo como despiadado.
Pero Josefina no publicó tardíamente por empezar a escribir, asimismo, en forma tardía. Salta a la vista un oficio cultivado a través de miles de cuartillas que probablemente terminaron en el cesto de la basura, sin que la autora, al igual que su José García, lograra encontrar la primera frase: una autocrítica pertinaz, despiadada y brutal, tirana de sí misma. La prosa exhibida en ambas novelas es de una perfección anonadante y hace gala, además, de un recurso narrativo poco socorrido, que es le lección de escritura en la escritura misma. Además de las dos novelas, Josefina escribió un cuento, solo uno, titulado “Petrita”, el cual surge espontáneamente a partir de la impresión que le causa el retrato de una niña muerta pintado por Juan Soriano. Aunque publicado aisladamente en varias revistas, es hasta ahora que se le publica en forma de libro gracias a Maricruz Castro Ricalde y a Aline Pettersson, editoras del volumen Un vacío siempre lleno (Tecnológico de Monterrey, CONACULTA, FONCA, 2006) que reúne una serie de textos en honor a Josefina, así como este de la propia Josefina y una serie de poemas inéditos. Su único cuento refleja, tanto como El libro vacío, la exquisita sensibilidad de su autora, su capacidad de escribir hasta las lágrimas y de hurgar en su herida de nacimiento con esa suerte de resignación y gozo que hace temblar al artista: “Cuántas veces –escribe Josefina en “Petrita” -, cuando el pintor en un gesto automático extiende la mano para tomar un cigarro, yo siento que de ella se cayeron y se perdieron para siempre la manzana o la rosa perfectas. Y cuántas veces a solas he violentado, he torturado mi mano para que produzca una línea armoniosa, un pequeño, ágil trazo…”