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La niña de la ventana

El escritor no se hace con recetas de cocina. Eso no es posible. Los personajes no se aprenden, se descubren.
N.C

Más que una escritora, Francisca Luna fue su propia novela y Nellie Campobello el personaje que diseñó delicada y amorosamente, como a un bello mantel, mucho antes de maravillarse con la existencia de los libros. Francisca, de hecho, no pisaría un aula antes de los veinte años. Su paso por el mundo, aunque verificable, sigue siendo un enigma. Demasiados datos contradictorios, demasiadas enmendaduras, demasiadas aclaraciones no pedidas: Francisca-Nellie se rediseñó hasta desdibujarse. Su concepción misma es novelesca, fruto de la unión entre Rafaela Luna (aunque en un documento de la SEP aparece como su madre una tal Isabel Morton) y el sobrino de esta, Felipe de Jesús Moya Luna, apenas un año menor que su amada, quienes al parecer vivieron sin contratiempo su relación incestuosa, procreando siete hermosos niños de los cuales fue Francisca la tercera en orden descendente. Nació en Villa Ocampo, Durango, el 7 de noviembre de 1900, según documento fehaciente, si bien hasta la fecha de su nacimiento ha sido objeto de polémicas pues existen documentos se señalan que nació en 1909. De haber nacido en 1900, hubiera sido Francisca una adolescente y no una niñita al instante de los sucesos narrados, tanto en Cartucho como en Las manos de mamá, por una voz infantil que, en automático, se ha asumido como autobiográfica: “Latente la inquietud de mi espíritu, amante de la verdad y de la justicia, humanamente hablando, me vi en la necesidad de escribir. Sabía que el ambiente en que yo vivía no era propicio para mi deseo (…) Busqué la forma de poder decir, pero para entonces necesitaba una voz y fui hacia ella. Era la única que podía dar el tono, la única autorizada: era la voz de mi niñez” (“Mis libros”).
Desde muy niña Francisca se trasladaría con su familia a Parral, Chihuahua, escenario de sus relatos. Felipe se incorporó, ciego de patriotismo, al movimiento revolucionario, de tal suerte que Francisca terminaría por olvidar el rostro de su padre, del que no existe rastro. Su única figura paterna fue la de su abuelo materno, quien solía regalarle duraznos de color rosa a manos llenas. La figura materna se volvería no solo predominante sino decisiva en la vida de aquella niña de trenzas claras y vivaz mirada color avellana que saludaba a los soldados desde su ventana, pues Rafaela, a quien las fotografías exhiben como una mujer delgada y de semblante dolorido, casi atormentado, velaría por sus críos, pistola al cinto y con tortillas chamuscadas, “húmedas de lágrimas” y un cigarrillo, “estrella en sus manos”, en una modesta vivienda acondicionada como hospital clandestino para los villistas alcanzados por las balas enemigas, a quienes cuidaría con la misma devoción que a sus niños. Este es el ambiente en que se desarrollan las travesuras de la niñita para quien la muerte y sus muertos son tan cotidianos como su muñeca Pitaflorida: “(…) Mamá le dijo a Felipe Reyes, un muchacho de las Cuevas, que nos cuidara y no nos dejara salir. Nosotras, ansiosas, queríamos ver caer a los hombres; nos imaginábamos las calles regadas de muertos. Los balazos seguían ya más sosegados. Felipe se entretuvo jugando con unas herramientas y saltamos a una ventana mi hermana y yo; abrimos los ojos en interrogación. Buscamos y no había ni un solo muerto, lo sentimos de veras; nos conformamos con ver que de la esquina todavía salía algún balazo, y se veía de vez en cuando que sacaban un sombrero en la punta de un rifle.” (Cartucho, Era, México, 2000, p. 76).
Lo cierto es que la madre de Francisca, como la de la niña de los relatos firmados por Nellie Campobello, no solo cuidó de los villistas lastimados sino que se permitió tener dos hijos más: Gloria, producto de sus galanteos con un caballero norteamericano de apellido Campbell, y Raúl, “el angelote rubio” que, se afirma, fue en realidad hijo de la propia Nellie, es decir, nieto de Rafaela. Alfredo Vargas Valdés y Flor García Rufino han rebelado incluso la identidad del padre del niño: Alfredo Chávez Amparán, joven de buena posición económica y política que llegaría a ser gobernador del estado de Chihuahua entre 1940 y 1944. Este enamoró a una Francisca de dieciséis años, pese a ser casado y con hijos. Entonces, se supone, Francisca todavía no sabía leer ni escribir –una versión alternativa señala que estudió en una exclusiva escuela para señoritas, la escuela Inglesa de la colonia Rosales de Chihuahua, aunque no existen pruebas al respecto- pero se desempeñaba como boletera del Teatro de los Héroes donde sin duda empezaría a soñar con el escenario y con los aplausos. Aunque dieciséis años es una edad ya avanzada para iniciar un entrenamiento dancístico, el hecho es que Francisca, una vez asumida la identidad de Nellie Campobello, terminaría siendo una bailarina de fama internacional, formada bajo el látigo de Stanislava Potapovich y Carol Adamchevsky, bailarines de fama mundial. Este último, incluso, compañero de Nijinski en el teatro Marinsky. Los imposibles, pues, no existían para aquella joven pueblerina, de modales algo bárbaros como resultado de su familiar convivencia con los villistas, irreverente y francota. Una vez dar a luz al que sería su único hijo, el cual moriría dos años después llevándose prácticamente a la tumba a una destrozada Rafaela, Nellie marchó a la ciudad de México, nadie sabe cómo ni en qué circunstancias, junto con su hermana Gloria. Juntas adoptarían el apellido Campobello, al parecer variante de Campbell. Nellie se autonombraría así, dicen, en honor a una perrita, si bien le diría a Emmanuel Carballo que su nombre completo era Nellie Francisca Ernestina y que Nellie era una perrita que tenía su mamá. “Yo vine a México a aceptarlo todo –le dice a Carballo-, a aprender. Pronto me di cuenta de que aquí todo es simulación, componenda, que lo único cierto era lo que decía Ela, mamá…”
Vargas y García Rufino, coautores del revelador prólogo del facsímil de Francisca yo!, primer libro publicado de Nellie y único poemario (Nueva Vizcaya Editores, Universidad de Ciudad Juárez, 2004), las Campobello viajarían en plan de niñas ricas, sin conocer jamás las penurias y mucho menos el hambre, y a la vuelta de un par de años se presentarían en el mismo Teatro de los Héroes en calidad de estrellas. Al tiempo que se entrenaba como bailarina, Nellie cursó la primaria y la secundaria y en 1929 publicaba su poemario bajo la escueta firma de “Francisca”. Dichos poemas, sin embargo, habían empezado a ser escritos muchos años atrás. Tanto la portada donde aparece una niña de piernas largas y musculosas como el comentario de presentación, corrieron a cargo del prestigiado pintor Dr. Atl, quien comparaba la agilidad de los versos con la de sus hermosos músculos de bailarina: “Para escribir necesitaba una técnica, que yo no tenía. Era necesario encontrarla; nadie me la iba a regalar…” Estos poemas serían traducidos al inglés por el notable poeta de color Langston Hughes, quien manifestó abiertamente su admiración por la bella poeta mexicana a quien obsequiaba cajas de chocolates (Nellie era una viciosa de los chocolates, asidua a la chocolatería Lady Baltimore, no obstante su estilizada y musculosa figura).
En la ciudad de México esperaba a Nellie un encuentro decisivo con el escritor Martín Luis Guzmán (1887-1976), director entonces del diario El mundo y autor de dos clásicos de la literatura mexicana, La sombra del caudillo y Memorias de Pancho Villa. Mucho se ha especulado sobre la naturaleza de aquella relación, quizá porque a muchos les habría encantado que los dos escritores emblemáticos de la revolución mexicana se hubieran entendido amorosamente, pero lo cierto es que Guzmán era un hombre casado y con hijos, y si bien es un hecho que influyeron mutuamente en sus respectivas obras, al grado de afirmar que el uno no hubiera escrito lo que escribió sin el otro, nunca nadie los vio tomados de la mano ni dejaron de hablarse de usted. Ambos compartían una devoción por Pancho Villa, al que reivindicarían en sus respectivas obras. En 1931 aparecería la primera edición de Cartucho, relatos de la lucha armada en el norte de México, cuyo título alude al apodo de uno de los personajes, un joven soldado (los niños y adolescentes, según se plantea en estos relatos que son más bien estampas revolucionarias, formaron parte activa del movimiento revolucionario, y no era raro que un menor fuera pasado por las armas sin miramientos). Sin embargo la edición definitiva, en la que se dice intervino el propio Martín Luis, no apareció sino hasta 1940, junto con Apuntes sobre la vida militar de Francisco Villa y Ritmos indígenas de México, este último en co-autoría con su hermana Gloria. Respecto a Cartucho, señala Jorge Aguilar Mora en el prólogo de la más reciente edición: “Cien años de soledad no hubiera sido posible sin Pedro Páramo y Pedro Páramo no hubiera sido posible sin Cartucho. Esta anticipa lúcidamente muchos rasgos que definirían el estilo de Rulfo: ese trato constante de las palabras con el silencio; ese parentesco en acción del silencio con la sobriedad irónica, tierna, de frases elípticas, breves, brevísimas, a veces casi imposiblemente breves (…)” Sin embargo, mientras que a Martín Luis Guzmán se le reconoce su carácter de autor de la revolución, a Nellie Campobello no empezó a estudiársele sino hasta muy recientemente, cuestión que Emmanuel Carballo atribuye al hecho de que “Su obra no entronca, tras una lectura seria, con nuestras más visibles corrientes narrativas; por otra parte, su obra no influye en los nuevos escritores.”
En 1937 publicaría Nellie una especie de continuación de Cartucho en el que se alude de forma mucho más directa a los miembros de la familia que apoyó a los villlistas, protagonistas de Cartucho, aportando textos mucho más redondeados y apegados al concepto tradicional de cuento, lo que evidencia que su autora continuó puliendo su de por sí prístina prosa: Las manos de mamá, cuya protagonista llamada simplemente Ella, se destaca por ser a un tiempo la madre abnegada y una madre absolutamente sui generis para la época que se permite defender a sus críos como leona y abrirle la puerta a la nocturna visita del amor; la madre que hace milagros lo mismo con un par de tortillas tiesas que con jirones que transforma en ropa para cubrir del frío a sus hijos: “¡Pobrecita máquina que nos regalaba bastillas mientras el cañón nos regalaba muertos, muchos muertos!” Una de las heroínas más genuinas y enternecedoras de la literatura mexicana. Al mismo tiempo que Nellie presentaba este, que considero su libro más hermoso, se le designaba directora de la Escuela Nacional de Danza, al frente de la cual desempeñará un papel memorable. Prácticamente envejecería en su cargo y llegaría al extremo de enfrentarse a las brigadas de choque del gobierno de López Portillo, pistola en mano como hiciera Rafaela, a finales de los años setenta, cuando amenazaron arrebatarle las instalaciones de la Escuela Nacional de Danza para cedérsela a la embajada de Cuba; amenazaría con prenderse fuego en pleno Zócalo si no se le reinstalaba en su cargo de cuarenta años y tan decidida vieron a aquella dama de pómulos de porcelana que los planes presidenciales dieron marcha atrás. Esta lucha sin cuartel dejará a Nellie física y moralmente exhausta, situación que aprovecharían quienes estaban destinados a ser sus verdugos.
Porque el cuento de hadas tiene un final grotesco, casi insoportable, tanto que dan ganas de no contarlo, pero el hecho es que la maestra Campobello confió ingenuamente en Cristina Belmont, ex alumna y docente de la Escuela Nacional, y el esposo de esta, Claudio Niño Cienfuentes, aunque se asegura que ni siquiera era su verdadero nombre. La pareja terminó posesionada de la casa de la escritora y bailarina junto con sus dos hijos, Claudio y Cristina, y Nellie no tardaría en ser recluida dentro de su propio hogar. Irene Matthews, la más conocida pero al mismo tiempo más cuestionada biógrafa de Nellie, asegura que cuando la visitó con el propósito de entrevistarla: “Fue difícil hablar íntimamente porque siempre estaba presente Claudio, interrumpiéndonos o insistiendo en distraerte de modo inoportuno”. Nellie, quien además de haber pasado por el trance antes narrado acababa de pasar la muerte de su inseparable Gloriecita, no vaciló en invitar a vivir con ella a este par de truhanes que aseguró haber caído en desgracia y no tener un peso para comer, y Nellie era famosa por su altruismo, particularmente si había niños de por medio. La maestra Campobello desapareció misteriosamente de la escena y de la vida social y no faltaron allegados que acusaran de plagio a sus autoungidos cuidadores y representantes financieros. La última vez que se le vio con vida a Nellie fue cuando se presentó en el juzgado escoltada por sus captores en un juzgado, a bordo de una silla de ruedas y, a decir de los presentes, narcotizada o alcoholizada. Sencillamente no era ella, no era la vivaz Nellie, la de los sonrientes ojos color avellana. Bastó sin embargo su sola presencia para que la siniestra pareja fuera liberada de sospecha. No se volvería a saber de Nellie Campobello sino hasta que varios años más tarde se hallaron unos despojos humanos que una investigación forense determinó como pertenecientes a Francisca Luna muerta, al parecer, de inanición. Los asesinos, huelga decir, permanecen en libertad, se murmura, gracias a sus nexos amistosos con un ex presidente de México, disfrutando de la fortuna de Nellie valuada en varios millones de dólares, la cual incluye documentos inéditos de Pancho Villa y obras de José Clemente Orozco. Terrible final para una de las artistas más memorables del siglo XX, todavía no justamente reconocida. Nellie Campobello clama justicia, no solo como ser humano, también como la magnífica escritora que fue y a la que recordaremos como la niña que desde su ventana agitaba su manita a los hombres de Pancho Villa, llena de ternura por sus amigos tan flacos, los muertos.