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La venganza del ángel del hogar

…Y sonríe ante la fútil duda porque una sabe que por fortuna es de las personas que dedican su vida a otras cosas, o sea, que no pertenece al aura mediocritas, como dicen, y que aunque a una le choque y le moleste sobremanera la estupidez humana, no deja de ser intelectual por acercarse a ver una línea roja que forma un pito que desemboca en una boca y una advertencia: “Cuidado, el pepino engorda” (…)”
Fragmento de “Grafitti”
Amores que matan

Rosa Beltrán es por hoy de las escritoras (y escritores) más queridas y respetadas dentro y fuera de México, no obstante su gran cautela (no sé de que otra manera llamarlo) para publicar. Desde la concesión del Premio Planeta para Primera Novela en 1995 por La corte de los ilusos, una de las novelas más perfectas e ingeniosas de la reciente literatura castellana, hasta su libro más reciente, Alta infidelidad (Alfaguara, 2006), ha publicado solo seis libros, tres novelas y tres de cuentos, siendo Amores de segunda mano, de 1996, el más célebre, reeditado en 2006 bajo el mismo título pero con la inclusión de dos magníficos cuentos inéditos: “Shere-Sade”, donde satiriza el lado masoquista que, dicen, hay en toda mujercita mexicana, y “Manual de autoayuda para chinos”, en el que un avezado comerciante chino cae en la trampa de seducción de una mujer policía, la cual deja expuesta su patética inocencia en las lides amorosas. Quienes hemos tratado a Rosa sabemos que su demora entre un libro y otro no se debe a una crisis de productividad, de hecho, es bastante prolífica en su escritura: siempre que se le pregunte qué escribe tendrá una respuesta a flor de labios. Siempre está escribiendo algo. Posee, sin embargo, una virtud rara en el ámbito literario mexicano donde los escritores “famosos” parecen mantener una cerrada competencia por ver quien publica más libros al año: es terriblemente perfeccionista. No por nada sus tres novelas han trascendido tanto en el aspecto formal (su escritura es de las más pulcras y al mismo tiempo de las más juguetonas, no por nada convence lo mismo a los críticos y académicos más filosos que al lector promedio), como en la construcción de personajes que, no obstante su excentricidad, logran una identificación plena con los lectores.
Rosa es uno de esos raros especimenes (la otra, se me ocurre, es Margo Glantz) que pese a consagrar gran parte de su tiempo a la actividad académica (es doctora en Literatura Comparada por la Universidad de California y docente de la facultad de filosofía y letras de la UNAM), ha cultivado una narrativa terriblemente divertida, cachonda incluso en el caso de Alta infidelidad, ajena a alardes vanguardistas y que sin embargo aporta una voz entre insolente y fina, pletórica de audaz frescura. Sus novelas, tan distintas en apariencia, presentan rasgos que las hermanan: en las dos primeras, un trasfondo político y una familia de espíritu clasemediero, mientras que en conjunto exponen la casi ridícula complejidad de las relaciones erótico afectivas. Porque los de Iturbide, la familia imperial mexicana de principios del siglo XIX retratada en La corte de los ilusos, no difiere demasiado en cuanto a ideología, anhelos y reglas domésticas a los burócratas Martínez del Hoyo de El paraíso que fuimos; mientras que Julián, narrador de Alta infidelidad y que según palabras de la propia Rosa es una especie de monsieur Bovary, varón tremendamente inseguro, insatisfecho e idealista, también cultiva con singular afán las apariencias. En realidad, el interés temático central de Rosa ha sido exhibir los dramas existenciales de una clase media mexicana esforzada en parecer lo que no es. Lo lleva a cabo, sin embargo, no a manera de análisis sociológico o de aproximación realista, sino escarbando despiadada en las circunstancias cotidianas o de las llamadas “exigencias sociales” (vestir bien aunque sea en abonos; poseer coche aunque haya que rentar una pocilga; estudiar un doctorado para ganar más dinero; sacar tarjeta de crédito para fingir que se gana un salario muy superior) hasta dar con el trasfondo surrealista de tan desmedidas aspiraciones. Agustín de Iturbide, emperador de México (uno de los referentes históricos del panismo), sueña en La corte de los ilusos con emular a Napoleón, pero no en cuestión de hazañas bélicas sino de la fastuosidad del vestuario y escenografía de su coronación. La organización de dicha ceremonia, aunque abundante en oro, plata y seda, hace que nos remitamos, inevitablemente, a los preparativos de una fiesta de quince años o de una boda de barrio. Por otro lado, la señora Emperatriz María Eugenia posee una mentalidad idéntica a la de cualquier ama de casa promedio, aunque en el fondo no encuentra del todo atractiva la clásica premisa de que el marido haga lo que le de la gana “de la puerta para afuera” y se revuelque con la Güera Rodríguez, mientras ella… “(…) ya sabía que lo mejor de nuestra dicha es la que proporcionamos a los demás pero ya estaba cansada de tanta dicha (…) No era que se quejara; no: casa sin niños y campanada sin badajo son la misma cosa, ella lo sabía. No ignoraba, tampoco, que las mujeres son maestras y discípulas de sí mismas y por eso deben callar los disgustos y disculpar las faltas de los otros aunque no tengan disculpa, y no ser descontentadizas, y tomar para sí las faenas más desagradables de la casa (…)” (p. 85). La protagonista del relato “Tiempo de morir” estaría completamente de acuerdo con ella; lo estaría, al menos, de afuera hacia adentro: “Los niños duermen; casi puedo oír el suave ritmo de sus pulmones y él está terminando de desvestirse: “este muñequito de hule ya se va a dormir”, pero antes, apenas unos instantes, una larva pálida y sin esperanza: un sexo. Lo tomo con cautela entre mis manos y lo beso. También hubiera querido estrujarlo, torturarlo y morderlo y no obstante, lo beso con suavidad en espera de mi próxima ocasión para brillar: la comida, la limpieza, una fiesta de cumpleaños.” (Amores que matan, p. 45). Porque otra constante de la narrativa de Rosa es la venganza del llamado “ángel del hogar”; la mujer consagrada a la limpieza de la casa y al cuidado de los hijos que de pronto advierte que su vida ha perdido el camino y el sentido, y que en Alta infidelidad alcanza el paroxismo en las tres ultra liberadas féminas que, habiéndose labrado el camino hacia el famoso cuarto propio y las tres guineas, le hacen ver su suerte a Julián al que de ninguna manera pudiera considerársele afortunado por acostarse con tres mujeres intimidantes, siendo una de ellas, Marcela, feminista y estudiosa de la vida de mujeres ilustres, una auténtico Frankenstein que se transforma en el sueño de todo saludable varón, forrada de licra y siempre disponible para el amor, a punto de volverse pesadilla para este hombre tan convencional en el fondo: “(…) lo de pagarle los recibos del agua, gas, luz, de parte de Marcela mientras él está con Silvina son cosas que podrían pasar por algo común; socialmente hablando hasta son un hábito. No hay mujer ilustre que no haya hecho algo así en uno o en varios momentos de su vida. Hanna (sic) Arendt lo hacía mientras Heidegger pensaba en el ser y el tiempo; Colette también lo hacía con sus hombres, no todo en su vida era perversión (…) Simone de Beauvoir lo hacía aunque lo ocultara; Rosario Castellanos lo hacía; Alma Mahler lo hacía; Frida Kahlo lo hacía, Silvia Plath lo hizo, puntualmente, hasta antes de meter la cabeza en el horno….” (p. 137).
La situación política y social del instante en que transcurren sus dos primeras novelas, sale continuamente a la superficie: “Fue en el año del perro. No el año del Astuto Guardián del horóscopo chino, sino el año en que el presidente dijo que defendería el peso como un perro”, así comienza El paraíso que fuimos que nos remite a un episodio harto familiar de la historia reciente de México, marco de esta historia donde, gracias al recurso paródico, que Rosa maneja en forma poco menos que genial, se logra el connubio entre política y religión. En La corte… es Nicolasa de Iturbide, hermana del emperador; anciana, loca y desdentada que nunca se enteró del instante en que la adolescencia echó a volar de su persona, el personaje anómalo, pintoresco, espejo de la decadencia y ridiculez que la rodea, entrañable por lo mismo, mientras que en El paraíso… es el hijo pequeño de la familia, el místico Tobías, sobre quien recaen la vergüenza y los reproches. El paraíso que fuimos es algo más que la historia de la familia Martínez del Hoyo, que aunque habite un edén de las Lomas de Chapultepec, es clasemediera de corazón. El papá, Rodolfo, es un empresario refresquero que goza de influencia política —aunque nunca menciona que tenga ambiciones de alcanzar la presidencia… por ahora— y no vacila en valerse de tal influencia para jugarle sucio a la competencia. La mamá, Encarnación, empieza siendo un par de bonitas y lampiñas piernas que incurre repentinamente en significativas reflexiones respecto a su propio ser decorativo: “Y lo que Jehová le dio fue una mujer única, que es lo mejor que te pueden dar en la vida. Pero Adán no pudo darse cuenta del prodigio, porque tenía la idea de que eso era lo mejor que se podía obtener por una costilla. Y si eso se obtenía de una costilla, cuánto más hubiera podido obtener por un brazo completo, o por el corazón. Y Adán se dormía pensando en aquella otra, inexistente. En la mujer que hubiera podido nacer de su corazón” (p. 85).
Encarnación y Rodolfo no procrean a Caín y a Abel, como pudiera pensarse, sino a dos hijas de lo más convencionales y a un hijo, Tobías, cuyas ambiciones rebasan por mucho las del propio padre: sueña con ser santo. Es a través de los enajenados ojos de este maravilloso personaje que la vulgar cotidianidad de esta familia adquiere dimensiones bíblicas. Tobías no nace por obra del espíritu santo, antes bien, llega al mundo pesando cuatro kilos ochocientos gramos, detalle en el que la maltrecha madre cree advertir el primer indicio de singularidad en su hijo. Las travesuras del santo están plagadas de autoflagelaciones: sueña con ser crucificado, cuando menos, descuartizado, o ahorcado, pero sus amiguitos no quieren participar en sus juegos macabros. Mientras otros niños normales reúnen estampitas de Hannah Barbera, Tobías prefiere las de santos que le proporciona Aurelia, la cocinera. Por otro lado, no le atrae en lo absoluto coleccionar lápices ni lagartijas, sino costras de sus propias llagas. El que se introduzca un fríjol en el oído y se convierta de pronto en enredadera viviente, alerta a sus padres, sí, pero una vez pasado el peligro desechan lo acontecido como una travesura más del niño. Así pues, El paraíso que fuimos transcurre entre las broncas domésticas del resto de la familia Martínez del Hoyo y la inexorable carrera hacia la canonización de Tobías. Rosa Beltrán, nos dice Ute Seydel, “alude a esta función de la literatura decimonónica, mediante el pastiche y la parodia. Al mismo tiempo se burla de los discursos pedagógicos de aquellas novelas que pretendían participar, desde la escritura literaria, en la formación de un ciudadano ideal en su educación y en la superación del oscurantismo”. El paraíso… parodia además el lenguaje de los manuales de autoayuda en que suelen apoyarse los empresarios de la calaña de Rodolfo así como las mujeres de estos, que tarde o temprano terminan por emular la filosofía new age de las Cuquitas que le llevan la contabilidad al esposo, tienen tres hijos de distinto padre y no vacilan en seducir al jefe y hacerse amigas de la mujer de este.
Rosa Beltrán nació en la ciudad de México en marzo de 1960. No obstante la punzante ironía y perfección formal de su prosa, es personalmente una mujer increíblemente dulce que admira y celebra el don de la ironía en terceros no obstante la picardía infantil que inunda sus enormes ojos color aceituna. Fue becaria del Centro Mexicano de Escritores y ha impartido cátedra en UCLA, en la Universidad de Jerusalén, en la Ramón Lull y en la de Colorado, EU. Su primer libro fue el cuentario La espera, en 1986 y tiene publicado el ensayo académico América sin americanismos (UNAM, 1997). Ejerce el periodismo, particularmente la entrevista, con la misma secreta pasión con que escribe su narrativa. Es casada con el también escritor Ernesto Alcocer, autor de la novela También se llamaba Lola (Era, 1993), y tiene una hija universitaria llamada Cassandra.