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Parirás con dolor

Cuando se habla de las mujeres
generalmente se olvidan
sus significados principales.
Cuando hablan las Mujeres
el olvido enmudece.”
Amaranta Caballero
“Entre las líneas de las manos”, Tres tristes tigras, CONACULTA, CECUT, 2004).

La maternidad es una tragedia en siete actos que culmina cuando tu bebé atrapa tu dedo pulgar y acapara tu mirada. Ese es el final cruel, cruel por no definitivo, de La maldición de Eva (Voces de Barlovento, Tampico, 2002), libro de insólita brevedad. Insólita no porque sea de apenas 53 cuartillas, sino porque su autora, Liliana Valderrama Blum, nacida en Durango, México, el 2 de febrero de 1974 pero afincada en Tampico, Tamaulipas, posee un don que escasísimos autores de este mundo —pienso en Monterroso, en Felisberto Hernández, en Arreola— ostentan: precisión casi quirúrgica para construir frases, la cual encuentra su meseta en su segunda colección de cuentos, Vidas de catálogo (Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2007), donde se plantea, en el doloroso cuento “Cuando Dios tocó a mi puerta”, la contraparte de la circunstancia arriba citada: el juicio moral contra una joven madre que, a consecuencia de una distracción, provoca la muerte de su hijita. En cualquier caso, la maternidad amerita un castigo, una acción purificadora contra el cuerpo profanado. La pérdida del producto de la profanación es, en sí mismo, un castigo que arrastra otro: la condena unánime contra la madre que no supo fungir como tal. Respecto a la fuente de inspiración de sus relatos, Liliana me confiesa: “Algunos de mis cuentos nacen de una frase que leo y me llama la atención, de una plática escuchada en algún lado, de una nota en el periódico que me cautiva. No planeo mis historias. Por lo general tengo una idea general del personaje, y el resto viene cuando me siento frente a mi vieja Mac. Esto no quiere decir que no haya un extenso proceso de revisión. Aun así, vuelvo a leer mi libro y quiero cambiar un montón de detallitos. La palabra que Freud tendría para mí sería anal-retentive.”
Aunque breve, apenas 53 cuartillas, La maldición de Eva produjo en mí una gama maratónica de emociones. Pude haberlo leído en una sentada, pero la prosa de Liliana me insufló ese hedonismo literario que insta a dosificar la lectura para que el placer rinda. Concluirlo me produjo una desazón que sólo pude curar, a medias, releyéndolo. Exactamente lo mismo me ocurrió con Vidas de catálogo, donde se aprecia la consolidación de las virtudes narrativas de la autora: la precisión verbal, la habilidad de escribir entre líneas, la musicalidad de la prosa y talento innegable para graduar la intensidad de la narración que sostiene impecablemente su trayectoria en crescendo, desde la primera hasta la última línea. Como la Joyce Carol Oates “costumbrista” de ¿Qué fue de los Mulvaney?, Liliana V. Blum se nos presenta crítica sosegada, pero no por sosegada menos punzante, del discurrir social, del horror cotidiano que hemos aprendido a soportar. No hay sufrimiento en la prosa de Liliana. Sufrimiento de autor, quiero decir: la prosa fluye ligera pero contenida; aturdida y elegante, tan elocuente en unos polos como hermética en otras. Hay, pues, equilibrio, serenidad y belleza: “(…) Pero la hoja no es ni grande ni filosa ni pende de un hilo delgado. No podría cortar la cabeza de nadie. Si cayera, provocaría el mismo sonido que un alfiler sobre el piso. Tal vez se desparramarían algunos ángeles, pero nada más (…)” (“Un día perfecto para el atún en lata”, Vidas de catálogo, p. 34)
Cada uno de los siete relatos de La maldición de Eva, ficha biográfica de la autora incluida, que es un relato más —“...y nací en Durango, Dgo. Era una tarde fría de febrero, húmeda, con caracoles agazapados en el vidrio de las ventanas y algunos hongos brotando incipientes en el jardín...”(con cursivas del original)— están trabajados con lenguaje de porcelana que da la sensación de distenderse (más que de hacerse) en añicos al desenlazarse, porque Liliana destruye sus propios mundos sin miramientos, y los destruye despacio, sin prisa, como si la consigna fuera crear para justificar la devastación; hacer y deshacer, como quien teje un precioso suéter por el morboso placer de destejarlo y empezar de nuevo, indefinidamente: una Penélope de las letras imponiéndose fidelidad a sí misma y a su escritura. Por encima de Ulises. No hay nada de frialdad pero sí una muy calculada distancia entre la narradora y lo que narra; entre la tejedora y su tejido.

Así pues, aunque en su relato autobiográfico, “Me llamo Liliana Blum”, nos diga “no voy a pavonearme con tan poca obra. Soy una codorniz literaria, apenas”, lo cierto es que esta autora, que ha publicado en infinidad de revistas, entre ellas El Cuento y El Aleph, ha encontrado su estilo, como si hubiera nacido junto con él: relatos breves que, en algunos casos, casi siempre, se desmontan en infinidad de microrelatos. Toda una proeza estilística. Sirva de botón este párrafo, que aunque apenas extracto del relato titulado “Aquella primera vez”, es un microcuento en sí mismo (con cursivas del original): “Perdió el himen de la honestidad antes de cumplir los diez años. Lo cierto es que nunca tuvo buenos ejemplos, hecho que no sirvió demasiado para sofocar las culpas de ambos padres que se preguntaban una y otra vez “en qué habían fallado”, azotando conciencias con cilicios sin respuesta.” (La maldición de Eva, p.31)
Los dos primeros relatos de La maldición de Eva, “Debutantes” y “Besos en la frente”, parecieran variantes del más desgarrador cuento de Rosario Castellanos, “Los convidados de agosto”, el segundo más que el primero, porque la heroína concreta en el acto carnal la tragedia que, tratándose de la Emelina de Rosario, es justamente la no consumación del pecado que no obstante la condena. En “Besos en la frente”, la protagonista cincuentona se ha cansado, literalmente, de esperar, “la espera es un caracol de incertidumbre que no termina de pasar.” (19). Cualquier cosa es buena para paliar el deseo largo tiempo reprimido, hasta las caricias de un hombre repulsivo: “Bajo los efectos de sus palabras, no te das cuenta cómo llegan al motel de paredes manchas de orina y lascivia, ni como eres tú la que paga por el costo de una hora de uso del cuarto. Él toma con dignidad tu brazo y se dirigen escaleras arriba. Mientras subes te preguntas qué es lo que te motiva a dar cada paso con este hombre que repugna todos tus sentidos. ¿Miedo a morir sin conocer eso que siempre te describieron como algo deleznable?” (p. 22).
En “Debutantes”, la protagonista, Delfina, es, como Emelina por su hermano, prácticamente arrastrada por sus padres al burdel, La Casa de Naná (que se menciona en todos los relatos de La maldición… al parecer se trata de un recinto localizable en Tampico, y si no, Liliana nos lo hace pasar como tal), no porque la consideren pecadora, como a la trágica heroína de Rosario, sino justamente porque hay que convertirla en una; en fuente de ingresos para la fastidiada economía familiar, “Al regresar nadie la felicitará ni habrá un regalo por haber concluido ese primer día de trabajo; el primer día del resto de su vida.” (p. 15).
Pero el relato más tremendo es sin duda el que lleva el nombre del libro: “La maldición de Eva”, incluido en la antología de Beatriz Espejo y Ethel Krauze, Atrapadas en la madre (Alfaguara, 2007). Curiosamente, cuando conocí a Liliana, que físicamente se parece mucho a la joven Virginia Woolf y es pelirroja natural (“y por lo tanto se la pasan pellizcándome”, bromea, aludiendo a una superstición muy norteña de que pellizcar a un pelirrojo natural trae buena suerte), nos encontrábamos en Guadalajara, lejos de nuestros respectivos hijos, y se le veía verdaderamente compungida y dolorida porque estaba en la etapa de amamantamiento de su hija más pequeña y la echaba de menos. Esta dulce madre, sin embargo, ha escrito algunos de los relatos más realistas y por ende brutales sobre la maternidad. La tragedia en siete actos, como la llama.
A las mujeres causa cierto remordimiento reconocer que no siempre nos sentimos halagadas, felices y plenas como madres, por más que amemos a nuestros hijos, y es que, al contrario de lo que consignan las teorías machistas, la realización de la mujer no se concentra en sus hijos, sino que en un cúmulo de circunstancias que no necesariamente implican la maternidad. Uno de los grandes aciertos de este relato es, justamente, separar el amor materno de la imposición social. La madre ama no porque debe amar a su bebé, sino porque le ama, y ya. El amor por los hijos podrá no ser propiamente una decisión, pero es, mucho menos, una imposición biológica. La actitud de la madre de este cuento representa una ruptura profunda y radical entre realidad y mentira piadosa. Es decir, si bien un hijo es lo más preciado para una madre, la maternidad, ese rol diseñado a medida de los hombres para manipular y cancelar a las mujeres a través de sentimientos de culpa, nada tienen que ver con el natural vínculo madre/ hijo.
El vía crucis de la protagonista de “La maldición de Eva” empieza por el desconcierto por la ausencia de placer en la primer experiencia sexual con el que será su marido, pasa por la humillación de las revisiones ginecológicas, las diatribas de su suegra y de su propia madre, la indiferencia del marido, los “malestares vejantes” del embarazo que, hacia el final, “parecen una semana en un spa de belleza comparados con los tormentos del parto”; la exigencia social de ser madre y el posterior rechazo de la misma cuando, tras llenar el requisito, se pierde la belleza física… al menos, eso es lo que los machos exigen de su hembra: que pierda su atractivo sexual una vez convertida en el castísimo, casi metafísico símbolo de la madre. Un círculo vicioso que no cierra; o cierra momentáneamente ante el consuelo procurado por la misma criatura, una niña que parece solidarizarse con la madre, aunque haya provocado su derrumbe físico y moral. Al contrario de la Emma Bovary de Flaubert, la heroína de “La maldición…” no se da permiso para el desmayo ante el enorme reto que representará criar a una hija en un mundo ingrato para con las mujeres: “Para completar el cuadro, un día (ella) encontrará en el saco del marido alguna prueba contundente de su infidelidad, que él no negará y hasta argüirá a su favor: “Mírate, estás hecha una facha, y además con los niños nunca tienes tiempo para mí. ¿Cómo quieres que no me busque a alguien que sí me haga caso y se arregle para gustarme?” (52).
En Vidas de catálogo, su segundo libro de relatos (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2007), Liliana nos presenta una variante de la maternidad en el estrujante cuento “Cuando Dios tocó a mi puerta”, donde otra joven madre tiene que pagar muy caro la muerte accidental de su pequeña hija, ahogada en la bañera. Ahí están las estrías para recordarle que la pequeña Sandy algún día existió. Ahí está Rafael, su marido, para recordarle, a coro con la familia política y la sociedad, y aún en medio del reproche silenciado, que ella ya no es una mujer sino la madre que dejó morir a su hija. Una mujer no puede darse el lujo de equivocarse, parece decirnos esa masa de ojos que la desvisten y reprueban; una madre… mucho menos. No hay delito que perseguir: ha sido un accidente, pero la joven carga el estigma de la madre criminal como invisible letra escarlata, como uno de esos grandes dolores que nos asaltan y no podemos ver. Por si fuera poco, la joven madre experimenta un asfixiante sentimiento de culpa cada vez que recuerda cómo envidiaba la libertad de las mujeres que no tenían hijos y podían salir a correr o dormir hasta tarde, es decir, se vuelve un poco su propio verdugo, portavoz de quienes la acusan de descuidar a su hija: “(…) Una pájara llega volando al nido y lo único que puede hacer es acto de presencia. Sus polluelos o sus huevos, no alcanzo a ver, están a punto de ser atacados, y la pájara sólo puede plantarse firme en el nido. O volar (…) Debería levantarme y lanzarle una piedra al gato, salvar ese nido, algo, hacer algo, pero no puedo moverme. Estoy pegada a esta banca, no puedo, igual que en mis sueños, igual que con la niña, el agua jabonosa, la tina, yo en la orilla con los músculos congelados, sin articulaciones. No era yo esa figura de piedra que miraba un cuerpo muy pequeño flotar desde un lugar muy lejano (…)” (p. 54)
La ruptura entre lo convencional y lo humano vuelve a producirse en Vidas de catálogo, aunque en forma todavía más llana. Liliana conoce tan íntimamente el poder de las palabras que no requiere grandiosidad verbal ni emplear lenguaje gráfico para dibujar un grito de angustia que queda implícito en la narración. Una vez más, la autora escarba en lo cotidiano para extraer de ello la materia de sus relatos. Las mujeres vuelven a ocupar un papel central, nunca halagador, hay que decir, pues, sin excepción, todas sus protagonistas luchan denodadamente por encontrar su lugar en un mundo que no hace otra cosa que agredirlas. En el primer cuento, “Uno, dos, tres por mí”, nos topamos con Yeyé, adiestrada desde la más tierna infancia para ser utilizada por los demás, a partir de la iniciación sexual descrita con sutileza brutal: sí, Liliana nos demuestra que tal cosa es posible. En este cuento más enfáticamente que en los demás (porque la brutal sutileza es característica de estos cuentos), porque a la escena de abuso infantil traspone los monitos encuerados de Amor es y describe, sin nombrarla, la inocencia de una niña que no tiene idea de lo que le están haciendo. Una niña condenada a vivir para complacer a los hombres… porque Liliana no “salva” a sus heroínas, simplemente las deja ser, vivir, equivocarse, casi siempre sin esperanza. El asunto del abuso infantil se repite en “Zapatos Periquito”, que resultaría insoportable si no fuera por el tono de cotidianidad con que hábilmente envuelve la espantosa anécdota de una niñita violada por un globero… desde la perspectiva del violador: “(…) Como si no hubiera sido ella la que se le insinuó inclinándose frente a él para alimentar a los patos (…)” (p. 68)
Profunda conocedora del Dolor que nos abarca a todas las mujeres, entiende, sin embargo, que el melodrama es la vía menos idónea para plasmar ese dolor. Recurre, por tanto, a un humor hábilmente agazapado, no en la ironía, como pudiera pensarse, sino en la inocencia, no falsa pero auténtica, una inocencia que, en el caso de las heroínas de Liliana, les sirve de parapeto para enfrentar la locura cotidiana. Naturalmente, Liliana no presenta esta inocencia como un comportamiento ejemplar, sino con un arma, entre muchas tantas, de las que disponen las mujeres en situaciones límite de desventaja respecto a los hombres. Hasta las más astutas, como la Mariquita de “La señorita de Avón”, conocen los beneficios de ser (o parecer) inocente: “(…) Rodrigo parece entusiasmado porque puede cargar a Mariquita frente a su propia cara y hacerle un cunnilingus aéreo. Los hombres son criaturas simples.” (p. 49).
En su calidad de cuentista, Liliana Blum ha conquistado distinciones como el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2005 y el Premio Internacional Cicla de Narrativa Breve, convocado en Israel, con el relato “Kyrie Eleison”, probablemente el mejor que ha escrito a la fecha, donde la detonación de una bomba cercana desencadena una serie de recuerdos terribles en una anciana judía que vive una existencia tranquila y feliz.
El lector concluye la lectura de los relatos de Liliana Blum con la sensación de que conoce perfectamente a su autora, no sólo por lo revelado en el brevísimo relato autobiográfico que abre el libro; lo que menciona de sus gustos literarios —“Mis novelas favoritas son La colmena (Camilo José Cela) y El nombre de la rosa (Umberto Eco)”, sin contar los autores en que amorosamente se apoya en la foto de la solapa, entre los que alcanzo a distinguir a Margaret Atwood, Nabokov y Bret Easton Ellis—, sino por lo que expone la amorosa escritura de estos relatos, sin duda, paridos con dolor.
Cuento ganador del Premio Internacional Cicla de Narrativa Breve


Kyrie Eleison


Liliana V. Blum

“Every man is a Jew though he may not know it.”
Bernard Malamud

Ethel está perdida en las ensoñaciones de su próximo papel de abuela cuando la piedra cruza el cristal y anida como una granada dentro del Kuchen Meister de amaretto, haciéndolo explotar. Ella escucha el estruendo y deja su tejido para esconderse detrás del mostrador, cubriéndose la cabeza con los brazos. Su corazón se ha brincado varios latidos y los tímpanos le palpitan por un largo rato. Teme estar sorda y permanece así durante unos minutos, mientras una gota de sudor frío baja por la línea de su espalda, hasta que sus oídos captan el ruido de un motor en la calle. Quisiera pensar en su esposo, pero sólo puede concentrarse en sí misma, en el terror que le constriñe cada una de sus arterias, en la presión del piso sobre sus rodillas adoloridas. Pero todo es silencio.
Apoyada en sus manos, sintiendo que la cadera irá a quebrársele en cualquier momento, Ethel asoma la cabeza muy despacio, y comprueba que no hay ningún asaltante armado dentro de la tienda, buscando matarla a ella y a su esposo, ni una muchedumbre con antorchas y tridentes para llevarlos ante algún inquisidor. Y sin embargo, Ethel tiene un miedo frío en su estómago, un miedo que no asusta, pero advierte. No es algo terrorífico: sólo la sensación de que algo no está bien. No parece haber ningún peligro, pero la ventana principal está rota por completo y deja pasar el calor del día a través del hueco. Hay vidrios por todas partes, arriba de todos los pasteles y dulces del aparador. La pared blanca está salpicada con manchas de betún que comienza a derretirse; desde un platón de cerámica, ahora roto, una enorme piedra parece mirar a Ethel en silencio, como un animal peligroso, latente.

La sangre de papá también quedó en la pared cuando los nazis vinieron y él trató de resistirlos. Había salido del escondite en el que se encontraban para buscar agua, algo para comer, y para vaciar el cubo donde habían guardado los deshechos de toda la familia durante los últimos cuatro días. Ella miraba por una rendija de la pared falsa que abrigaba también a su madre, a la abuela y al hermano bebé. Para Ethel, de cuatro años, el tiempo no transcurría en ese pequeño espacio, en donde el poco aire que había olía a repollo agrio, igual que su nana, que cuando no dormía por horas, rezaba. Su padre, que sabía de armas, le hablaba de las que los alemanes usaban en la guerra, pero Caroline lo reprendía. La niña no tiene por qué saber esas cosas. Pero Ethel lo agradecía porque en realidad no había mucho qué hacer en contra del aburrimiento: Ethel había contado cada una de las manchas del piso y el número de veces que la anciana dijo en voz muy baja:

No duerme ni dormita el guardián de Israel, el Señor es tu guardian; es la sombra protectora a tu derecha; de día, no te dañará el sol ni la luna de noche.

Lo escuchó tantas veces, que varias décadas después, Ethel, ahora de la edad de la abuela en ese entonces, podía entonar sin equivocarse la misma inútil oración. Porque al final de cuentas, el guardian de Israel se había dormido permitiendo que aquel nazi golpeara la cabeza de su padre con la culata de su Sturmgewehr hasta destrozársela.
Ethel estuvo a punto de lanzar un grito en el momento en que vio, a través de la pequeña rendija, los pedazos de sangre y cerebro volar hasta la pared, pero Caroline, su madre, le tapó con fuerza la boca. El bebé, que se había quedado dormido mientras lo amamantaban, despertó por el movimiento de su madre y ella lo apretó contra su pecho con firmeza, quizá sin pensarlo, o tal vez queriendo salvarlos a todos. Cuando los pasos de las botas dejaron de escucharse sobre la madera y las voces se volvieron lejanas, el cuerpo de su padre yacía sobre el piso, junto a dos pedazos de pan duro que ya habían absorbido gran parte de la sangre. Su hermanito no volvió a despertar, aunque Ethel le hizo cosquillas. Lo abrazó y tuvo conciencia de que algo faltaba debajo de la piel. El aire se estaba haciendo muy delgado: Ethel no podía respirar. Aunque tenían mucha hambre, no se atrevieron a probar los panes.

Ethel se pone de pie y contempla en silencio los daños. Afuera, la calle está casi vacía bajo los rayos del sol de las tres de la tarde. En su tierra y en estas fechas, todo sería nieve, castañas asadas, abrigos, chimeneas y un poco de licor en el café para calentarse el espíritu. Aquí, en cambio, había que conformarse con dos estaciones: calor y lluvia, o calor y sequía. Pero el mundo no es perfecto. Poder vivir en paz, trabajar, atender su negocio sin el miedo de un pogrom, bien valía toda su añoranza por los inviernos blancos.
La señora de la florería, al otro lado de la calle, está cerrando la cortina de metal, aunque su horario corre hasta las ocho de la noche. Manolo, el del kiosko de periódicos de la esquina, finge no ver hacia la pastelería de los Salzman y mete la nariz entre la revista de vaqueros que tiene en las manos. Una pareja cruza de largo con pasos rápidos, los ojos de ambos clavados en la acera. Sólo un perro viejo, que jadea de calor bajo una sombra, le sostiene la mirada.
Su tienda, la única que tiene buena pintura y una acera limpia gracias a que Roberto repinta la fachada cada dos años y ella barre metódicamente la calle cada mañana. Su tienda, la más próspera, porque los Salzman ofrecen las mejores galletas gourmet de la ciudad y el más fino pastel estilo alemán, por precios bastante razonables. Pagaban sus impuestos, eran parte activa de la asociación de comerciantes. ¿Dónde estaban pues los vecinos para ofrecer su ayuda, para compartir la consternación? Ethel se exprime las manos como si fueran un trapo mojado y siente que las piernas le tiemblan. Esto no puede estar sucediendo. No aquí con el Atlántico de por medio, no después de sesenta y tantos años.
“Al menos estamos bien. Nosotros.”
Es la voz de Roberto, en su delantal y con guantes de látex cubiertos de chocolate. Mientras Ethel se encarga de la tienda y de las tres mesas de la pequeña área de café, Roberto fabrica en la parte de atrás los chocolates y los pasteles. Hasta hace unos momentos, Ethel, a falta de clientes, tejía una colcha de colores para su nieto en camino y Roberto preparaba varias charolas de tortugas de chocolate. Pero ahora había pedazos de vidrio en la colchita, el estambre yacía tirado en el piso, las agujas fuera de los puntos, y allá atrás, las tortugas estaban también arruinadas porque, con el ruido, Roberto había vertido todo el caramelo arriba de las charolas. No había salido antes porque trató de salvar el mayor número de tortugas, que al final resultó ser ninguna. Ni siquiera las patas de nuez se pudieron rescatar.
“Supongo que siempre puede ser peor”, dice Ethel con un acento optimista. Si Roberto iba a tomar el papel de la víctima temerosa, Ethel tendría que ser la fuerte, la pragmática. No podían darse el lujo de volcarse los dos juntos en la desesperanza.
“Siempre.”
Ethel quisiera creer que podría haber sido un accidente, pero la enorme piedra arriba de la charola del pastel desecho tiene toda la solidez del libre albedrío. Roberto tose un par de veces, se acomoda los anteojos: regresa a limpiar su área de trabajo y a contabilizar las pérdidas. Camina arrastrando los pies, los brazos lánguidos y pegados a su cuerpo. Si lo más natural del mundo luego de un cristalazo fuera entregarse a la limpieza y a la resignación, Roberto sería un tipo muy normal. No dejó escapar ni siquiera un te-lo-dije-Ethel. Eso al menos suscitaría una pequeña discusión, se distraerían por algunos minutos y tal vez cuando terminaran de pelear, se darían cuenta de que nada de eso había sucedido.
Ella lo mira desde atrás, con su calva brillante, salvo dos lunas de cabello blanco arriba de las orejas y el trasero huesudo tras los pliegues del pantalón, que ya le viene demasiado grande. Junto con el cabello perdió también el humor, la guapura, la paciencia y la salud. ¿En qué momento había envejecido tanto?
A Ethel su marido le parece mucho más acabado que esa mañana, cuando lo vio sonreír atrás del periódico, con dos piezas de pan integral cubriendo una rebanada de jamón de pavo y queso en la mano. Había tratado de conversar con ella sobre el discurso del presidente del venticuatro de diciembre pasado. Es alarmante, había dicho Roberto y leyó en voz alta, mientras Ethel, que no tiene problemas con el colesterol, freía un par de huevos con tocino en la sartén.
“El mundo es de todos, pero algunas minorías, los descendientes de aquellos que crucificaron a Cristo, se adueñaron de las riquezas del mundo. ¿Puedes creer a este hombre?”
Ethel sirvió dos tazas de café y se fue a sentar frente a su esposo. No hablaban mucho desde que Elsita se casó. Los dos preferían ocuparse del negocio y dejar que pasaran los días, esperando aquellos en los que su hija venía a visitarlos. A veces por las noches Roberto dejaba la cama que compartían y se paraba en la ventana del cuarto, mirando en la oscuridad todos los otros negocios cerrados de la calle. Ella lo sentía volverse a meter a la cama y tosía porque se le atoraban en la garganta las palabras que no podía decirle. Perdón, Ethel, no quise despertarte, se excusaba y en unos minutos comenzaba a roncar.
“¿No te parece terrible?”, preguntó él y dio un sorbo a su café negro. Su expresión era de melancolía por el azúcar que no podía tomar. Ethel, que tampoco tenía ese problema, endulzó el suyo con un par de cucharadas de mascabado.
“Ese hombre dice muchas tonterías. Es lo que la gente quiere oír. No deberías preocuparte.”
Ella comenzó a comer sus huevos metódicamente; Roberto rellenó su boca con la última parte del sándwich y se acabó el café de un solo trago. Se puso de pie y salió de la cocina lleno de angustia y el principio de una gastritis. No le dijo a su mujer que muchos de los que murieron en el Ha Shoa habían dicho exactamente lo mismo que su esposa hace unos instantes. Ethel, a su vez, abortó en silencio la alegría de contarle que pronto Elsita les daría un nieto. Su hija quería que su padre lo supiera hasta que pasaran los tres primeros meses. Pronto sería abuela: ¿cómo podía pensar en otra cosa, incluido el discurso navideño del presidente?

Ethel se asoma al taller y encuentra a Roberto sentado en una silla, con la quijada apretada y mirando fijamente una de las charolas de tortugas estropeadas, como si esperara que de un momento a otro fuesen a recuperar su forma. Cuando siente la presencia de su mujer, se vuelve a ella y le dice:
“Creo que deberíamos llamar a la policía. Esto no debe quedarse así.”
Roberto se pone de pie y se vuelve a hacer el moño del delantal. Tiene la vena de la sien derecha inflamada como un tenedor, pero su voz es inusualmente tranquila. La rutina juntos le ha enseñado a Ethel que ese tono significa que está hablando en serio. Se siente exhausta. Además de tener que limpiar todo, ahora debe convencer a su marido de que lo prudente es dejar pasar.
“¿Por qué mejor no limpiamos y sacamos dinero para reponer el vidrio? No van a poder hacer nada, Roberto.”
“No. Sabes que no suelo imponerme, pero esta vez, creo que tenemos que hacer algo.”
Por un segundo, Ethel siente odiar la cara gris y desgastada del hombre con el que se casó hace casi cuarenta años. Se parece tanto a los pájaros macilentos y oscuros, de plumas caídas, que viajaban con ella en el Koenigstein. Ella también era un ave en los huesos, meciéndose con el hambre y las olas. Su mamá leía de un libro de historias de ciencia ficción para que ella olvidara que apenas había comido en varios días.
Caroline, si viviera, diría que lo mejor es dejarlo así. Hay que pasar desapercibidos, le decía muy cerca del oído, apenas moviendo los labios y en voz muy baja. No tiene caso buscarse más problemas. Por ser judíos, su padre, su abuela y el pequeño hermano estaban muertos y ellas dos apenas habían sobrevivido y sólo gracias a Wolf, un amigo de su padre que trabajaba para el partido sin compartir la ideología. Por él y sus influencias, Caroline y Ethel pudieron convertirse en sardinas dentro de un barco con comida y agua insuficientes, rechazado vez tras vez en varios países. Si no fuera porque el presidente López Contreras aceptó que se quedaran allí, el barco habría tenido que ir, como hicieron otros, de vuelta a Alemania para llevar su cargamento humano directamente a su muerte en las cámaras de gas.
Por eso cuando llegaron a este país, su madre se había propuesto enterrar todo vestigio de su judeidad. Ella y la pequeña Ethel eran toda la familia ahora y se mantenían alejadas completamente de la comunidad judía. La niña asistía a la escuela pública, pero por las tardes, doña Caroline la mandaba a clases de catecismo. A los diez años, Ethel hizo su primera comunión, pero aún así se enamoró de un judío. Su madre había tenido la fortuna de morirse antes de verla casada, porque Roberto se había negado rotundamente a someterse al rito católico. Un sacerdote le enseñó a Ethel que se puede pecar de pensamiento, palabra, obra y omisión. Roberto se había omitido a sí mismo.

Ethel regresa al mostrador, desde donde marca con fuerza el número del cuartel. A pesar de todo, ella sabe honrar los votos matrimoniales. Había prometido obedecer a Roberto y ahora él quería que llamara a la policía. Pues bien: estaba hecho.
“Dicen que vienen en cuanto puedan.”
“Me voy a recostar, no me siento bien.”
Su esposo sube las escaleras con dificultad y Ethel se muerde los labios secos. No quiere quedarse sola con los pasteles y chocolates llenos de vidrio, con esa horrenda piedra justo allí. Debe esperar, pero no sabe qué hacer consigo misma. Toma el teléfono y marca el número de Elsita, pero su hija no contesta. Luego de varios timbres, entra la máquina y Ethel le dice que le llame pronto, que ha pasado algo, pero no es grave, o tal vez sí, que se comunique, quiere hablar con ella. Suspira. No tiene ánimos para retomar su tejido, desenredarlo, empezar de nuevo. Se sienta en la silla de la caja registradora y se muerde las uñas, mientras la vida en la calle sigue como si nada.

Luego de casi tres horas, un hombre de barriga prominente y piernas de mosquito se apea de una patrulla que ciertamente ya ha visto mejores tiempos. Unas botas desgastadas, pero que brillan con la luz del sol, se plantan frente a la entrada. El agente de policía lleva un pequeño gafete con el nombre de Vladimir Contreras; saluda a Ethel con un ligero movimiento de cabeza y el gesto de quitarse la gorra. Ella asiente con una sonrisa formal. El hombre se toma su tiempo para examinar la escena desde afuera, luego entra a la tienda, camina con las manos cruzadas atrás, dando pasos largos, e inspecciona el vidrerío del piso, el pastel embarrado en la pared y, por supuesto, la piedra. Ethel lo observa desde su lugar y, conteniendo las ganas de llorar, le explica cómo sucedió todo.
“No hemos tocado nada”, dice Ethel con la certeza que le dan los programas de detectives norteamericanos que ve por las noches, mientras Roberto ronca a su lado.
Vladimir Contreras parece no escucharla mientras se asoma por el cristal roto.
“¿Entonces usted no vio quién tiró la piedra?”
Ethel controla su voz y responde:
“No, yo estaba tejiendo atrás del mostrador y no vi nada.”
“Voy a investigar por si alguien vio algo”.
El agente se acerca a una charola de las que están junto a la caja, toma varias Lambertz Pfeffernusse y sale de la tienda masticándolas como si fueran frituras. Ethel hace una cuenta mental y la suma a las pérdidas que ocasionó el cristalazo. Mira al policía caminar hasta el kiosko, tocar en la florería cerrada, esperar un par de segundos sin resultados, y luego increpar a un estudiante de cabellos morados que mueve la cabeza negativamente.

También Roberto negó con la cabeza cuando Ethel quiso bautizar a Elsita, pero ella se las arregló para llevarla a la iglesia cuando su esposo perdió toda una jornada esperando poder ver a un burócrata que le autorizara el permiso para abrir la pastelería. En la tarde, cansado, pero triunfal, él le mostró un papel sellado oficialmente que le permitía tener un negocio en ese país. Ethel dio unos brinquitos de felicidad y guardó muy bien el papel que probaba que su hija era parte de la grey católica: su aval para no ir al limbo en caso de que muriera.
Nunca se lo dijo a su esposo y jamás se hubiera enterado si no fuese porque veinticinco años más tarde Elsita decidió casarse con un hombre católico. Hasta Roberto sabía que oponerse a la boda sería un esfuerzo fútil, pero ciertamente no estaba preparado para enfrentar una ceremonia católica en toda su extensión. Lo único que se le ocurrió decir es que no podría casarse si no tenía una fe de bautismo, pero Elsita le mostró un papel ya amarillento por los años, que probaba que ése no sería un obstáculo. Roberto sólo tenía que aceptar y pagar por la fiesta. Sin decir nada más, sufrió estoicamente sentado en una banca durante toda la misa, escuchando a un hombre obeso y soltero, metido en una sotana, dar consejos matrimoniales a su hija y al gentil que se la robó. Luego asistió a la fiesta y bebió hasta emborracharse, como se espera que hagan los padres de las novias en tales ocasiones. Ethel no lo había visto nunca ebrio, ni volvió a verlo después.

“Parece que nadie vio nada”, Vladimir Contreras le informa a Ethel cuando regresa, quitándose las migajas de la camisa con varios golpes en el pecho. Tiene sucia la comisura de los labios, pero no será Ethel quien se lo diga. “Sin testigos no podemos hacer mucho.”
El hombre carraspea un poco y pide un vaso de agua. No hay un porfavor. Ella se lo trae de la parte de atrás y cuando regresa puede ver que el policía está comiendo algo más. Él se traga lo que trae en la boca con el vaso de agua y se lo entrega a Ethel, que lo mira en silencio. No hay gracias tampoco. Contreras toma asiento, saca de su bolsillo una libreta desgastada y un bolígrafo que tiene marcas de dientes en la punta. Cruza las piernas y se dirige a Ethel:
“Señora, ¿usted y su esposo tienen enemigos?”
“No, somos gente pacífica. Nos dedicamos sólo a nuestro negocio…”
“¿No sabe si alguien tiene alguna razón para perjudicarlos?”
Ethel niega con la cabeza sumisamente, pero Roberto viene bajando las escaleras, los ojos rojos y los pocos cabellos fuera de lugar.
“Antisemitismo”, dice perdiendo un poco el aliento: la palabra rompe algo dentro de Ethel.
El uniformado, que había comenzado a garrapatear en su libreta, se detiene.
“¿Anti qué?”
“Odio a los judíos, señor agente Con-tre-ras”, responde Roberto, frunciendo los ojos y acercándose al policía para poder leer el gafete.

Roberto era la tercera generación de Salzmans nacidos en América. Nació y creció como judío, fue a la escuela Hebraica, visitó la sinagoga sin temor a que nadie lo matara por ser quien era. Había visto morir a sus padres y abuelos por enfermedad, por los años. ¿Qué sabía él de antisemitismo? Ethel lamentó el día en que se enamoró de esos rizos oscuros. Había vuelto al estanque del que su madre tanto luchó por sacarla, de la mano de un sapo hermoso y kosher.
“Pero nosotros no somos judíos”, brinca Ethel.
Tiene la cara roja e hirviendo. Hace un gesto para que Contreras vea que en esa tienda no hay una menorah ni una estrella de David; sólo ella sabe que la kippá de Roberto, que él piensa perdida, está guardada muy adentro de un cajón.
El desaliento de tener una esposa convertida al catolicismo había hecho que Roberto desistiera de atender los servicios en la sinagoga a la que asistió cuando niño, con sus padres. ¿Habría pensado que iba a hacerla volver al buen camino? Tomó tiempo, pero al final, apelando a la paz conyugal, Roberto se había resignado a ser un judío no-practicante.
Ethel espera que el policía se fije en el crucifijo que cuelga en la pared detrás del mostrador y en la estampita de la Virgen de Coromoto que tiene pegada en la caja registradora.
“¿Su apellido es Salzman?” Ahora el agente se dirige a Roberto, que dice que sí en un tono que a Ethel le parece desafiante.
“¿Y es de origen judío?”
Ethel comienza a meter las Lambertz Pfeffernusse que quedan en una bolsa de celofán. La cierra cuidadosamente con un moño satinado y se la ofrece a Vladimir Contreras.
“¿Qué puede uno hacer contra el pasado de los padres? Nosotros somos católicos. Como todo mundo que se respete, voy cada domingo al Sagrado Corazón”.
El hombre la ve con cierta desconfianza. Ethel se mira a sí misma a través de los ojos del policía: una vieja ridícula que reniega de sus ancestros.
“Tome, para su esposa, señor Contreras.”
Él se acomoda el cinturón, se apoya en el otro pie y recibe la bolsa como si el pago justo por venir a la tienda fuera una bolsa de galletas de jengibre cubiertas con glaseado.
“No les prometo nada. Sin testigos no se puede.”
Ethel se para junto a Roberto y toma su mano. La aprieta con fuerza y él se estremece cuando siente las uñas de su mujer enterrándose en su palma. Ya no está en edad de enfrascarse con Ethel en discusiones sin fin. Si alguien les hiciera una foto justo así, en esa posición, podrían usarla para un póster de algún grupo de familias católicas. Abajo rezaría: matrimonios unidos en Cristo.
“Nosotros entendemos, no se preocupe. No es más que una ventana rota. Gracias por venir de todos modos.”

Antes de que Vladimir Contreras se dé la vuelta para salir, cuando todavía puede verla, Ethel suelta la mano de su marido y se persigna con precisión, sin ese gesto apurado de los católicos que tanto se asemeja al movimiento para espantarse las telarañas del sueño.
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