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Jardines blindados

…yo no me he propuesto escribir una obra maestra de la literatura. Me conformo con haberla vivido.
DML

Aunque se empeñen en hacérnosla ver como una dulce viejecita instalada en su mecedora, Dulce María Loynaz fue, hasta lo último, dama de armas tomar, no sólo en el terreno de la poesía, también en lo amoroso y en lo político. Según narra Gonzalo Celorio en su bello libro Tres lindas cubanas (Tusquets, 2006), cuando hasta los oídos de Dulce María llegó el rumor de que un intelectual cercano al régimen castrista, acaso el poeta Nicolás Guillén, había dicho que nada tenía que hacer en la nueva Cuba una vieja y solitaria aristócrata, su airada respuesta fue: “¡Que se vayan ellos, yo llegué primero!”, y ahí permaneció silenciosa, segundo escritor cubano en obtener el Premio Cervantes en 1992, “me dicen que por unanimidad” (los otros dos son autores cubanos distinguidos con este galardón son Alejo Carpentier, en 1977 y Guillermo Cabrera Infante, en 1997), en su hoy espectral casa de El Vedado, de los pocos vestigios de “aquel mundo desaparecido del cual quedará pronto una leyenda como la de la Atlántida (…)”, estoica ante la petrificación de su feliz juventud vuelta porcelana y mármol, custodiada por una puerta sin timbre ni aldabón (había que llamarla a gritos). “Los hombres de mi casa –escribiría Dulce María- no lloraban nunca, y casi puedo decir lo mismo de las mujeres. Somos de una cepa dura, de un temperamento blindado…” (Fe de vida, Letras Cubanas, UNAM, 1995, p. 166). Curiosamente, la obtención del más alto galardón de las letras hispanas, no la compensaría de no haber ganado el premio Rubén Darío de Nicaragua, y esa es “(…) una gran frustración que me acompañará hasta la tumba…” (Confesiones de Dulce María Loynaz, Aldo Martínez Malo, Editorial José Martí, Ciudad de La Habana, Cuba, 1999, p. 76).
Anciana y medio ciega, de inmaculada blusa y zapatitos varoniles, apoyada en un bastón y amorosamente rodeada de sus perros, fue alguna vez una muchacha sólida e irreverente que gustaba jugar bromas a costa de los refugiados rusos en la isla y batirse con estos en peliagudas partidas de ajedrez que le desordenaban la parda trenza. Primogénita de Enrique Loynaz del Castillo (de quien se enorgullecía de ser hija pero al que nunca amó, según ella misma), general del Ejército Libertador de Cuba en tiempos del dictador Machado, y de María Mercedes Muñoz Sañudo. Fueron en total cuatro hermanos, todos con inclinaciones artísticas evidentes: Dulce María, Enrique, Carlos Manuel y Flor, esta última de las más entrañables amigas de García Lorca a quien dedicara la obra teatral Yerma, no así de Dulce María que consideraba al poeta “el desorden personificado”, siendo ella todo lo contrario. La joven de trenza parda no fue, lo que se dice, criada en la obediencia y la sumisión, más aún, se graduó a la par de su hermano Enrique, como doctora en Derecho Civil en la Universidad de La Habana, en una época en que las abogadas se contaban con los dedos de una mano. A decir de la propia Dulce se esperaba que los dos artistas de la familia pusieran los pies en la tierra con el desempeño de dicha profesión, pero la realidad es que tanto ella como su hermano disimulaban el título universitario como a un defecto físico. Ya por entonces Dulce María había publicado su poesía en diversas publicaciones. Sus primeros versos publicados, “Vesperal” e “Invierno”, datan de 1919, contando apenas diecisiete años. Para cuando se graduó, de hecho, había publicado un primer cuadernillo de poesía, de los cuales solo sobrevive Bestiarium, desdeñado por la tienda de ropa El Encanto que, dándose aires de intelectualidad, exhibía libros en su aparador: “(…) yo había probado ya el olor del incienso, y más que el incienso esa indefinible embriaguez que consiste en la emoción de emocionar. No como mujer, que era cosa distinta, sino como escritora, y la escritora seguía luchando por imponerse a la mujer.” (Fe de vida, p. 147).
Nacida el 10 de diciembre de 1902, lo que significa que obtuvo el Cervantes a la provecta edad de noventa años, ya muy enferma, Dulce María se perdía, como la niña de Jardín, en una gran cama de cuatro columnas, cercada de juguetes. En Fe de vida presume de no haber sido pueril nunca, ni siquiera cuando la edad lo ameritaba, por lo que es probable que de haber muerto durante una de sus repetitivas fiebres infantiles, “(…) no pediría, como los niños tontos que mueren en el mundo, que le entregaran su muñeca… Nunca había amado con ese puro amor de los niños, con ese gran amor que se pierde para el mundo aquellas representaciones de la figura humana que eran también -¡oh, cielo santo!-frías y calladas…” (Jardín, Letras cubanas, 1993, p. 29). Fue una niña muy feliz en cuya aparente fragilidad (nunca dejó de ser flaca) se localizaba la fuerza de su carácter. Juan Ramón Jiménez, asiduo de la casa de El Vedado, definiría a aquella joven como “Volcancito en flor (…) Un escalofrío (…) gentil marfilería cortada en ligera forma femenina entre gótica y surrealista…” El propio Jiménez compilaría la obra poética de los cuatro hermanos Loynaz en la antología de 1936, La poesía cubana. Aunque no obediente, Dulce fue siempre muy apegada a su familia, en particular a la abuela materna que llegó al extremo de comprar el terreno que alojaba un framoboyán a punto de ser derribado porque su nieta lo amaba. Tendría, pues, que realizar algunos sacrificios para no herir a quien tanto la quería, y el más doloroso sería desairar a un pretendiente del que se sentía profundamente enamorada a los diecisiete años, su primer amor, en quien tanto su madre como su abuela veían a un oportunista. Su nombre era Pablo Álvarez de Cañas, modesto reportero de origen español que habría de convertirse en el más notable cronista de sociales de la isla y cuyo avatar es tema central del último libro de Dulce María, escrito tras dieciocho años de un silencio que pareció definitivo, a instancias de su querido amigo Aldo Martínez Malo: Fe de vida. Una y otra vez duda Dulce María, en el transcurso de la narración, tener tiempo de concluirla. Aunque la joven de entonces encontraba ridículas las notas dedicadas a la selecta sociedad en que se desenvolvía, no podía menos que reconocer que Pablo no era un cronista de sociales ordinario, en primer lugar por el nivel de su prosa (se trataba de un hombre muy afecto a la literatura); en segundo porque prestaba la misma importancia a la graduación de la hija de un zapatero remendón que a la de un rico empresario, y en tercero “Uno de sus mayores méritos era ser amigo y todos y serlo sinceramente.” (p. 83). Dulce María, presa de inseguridades femeninas, terminó poniendo tierra de por medio entre ella y el que habría de ser su segundo esposo.
Soltera casi en sus veintitantos, algo insólito en una señorita de la alta sociedad (clase a la que ella despreciaba no obstante pertenecer a ella), terminaría contrayendo matrimonio con su muy apuesto primo, Enrique de Quesada Loynaz, quien la rondaba incansablemente desde hacía varios años. Su boda coincide con al parecer mal diagnosticada esquizofrenia de su hermano Carlos Manuel, por lo que “(…) mientras ordenaba las vituallas en la despensa o las pócimas a ingerir por mi hermano o repasaba los calcetines de mi esposo, la mente se me poblaba de seres que reclamaban forma y cuerpo o que la tenían ya.” (p. 155). Fue durante aquel duro trance, a la edad de 26 años, que Dulce María empezó a redactar su primera novela formal, la que haría exclamar a Gabriela Mistral “(…) ha sido el mejor “repaso” del idioma español que he hecho en mucho tiempo.” Se consagraría a la poesía tras la escritura de Jardín, no obstante considerar que “La poesía es lo accidental, lo accesorio. La prosa es lo medular.” Después de Jardín solo escribiría en prosa un libro de viajes, Un verano en Tenerife, y la antes citada, Fe de vida. Su obra poética, sin embargo, abarca obras tan excelsas como “Carta de amor al Rey Tut-Ank-Amen”, originalmente publicado en la revista Grafos de La Habana, en 1938, y Juegos de agua. Versos del agua y del amor (Madrid, 1947), entre muchas otras.
Jardín, novela lírica, no es, como apunta la autora en el preludio, una novela humana, aunque tampoco es exactamente una novela de fantasmas. No al menos de fantasmas convencionales, es decir, no se manifiestan como entidades concretas sino a través de recuerdos, de objetos, de retratos, de cartas, aquí denominadas palabras amarillas, hallazgos a través de los cuales construye la adolescente Bárbara, alter ego de Dulce María, la historia de la casa que más que habitar, la habita. Martínez Malo no duda en afirmar que con esta novela Dulce María se adelantó a lo que se dio en llamar “realismo mágico”, afirmación nada descabellada y que la autora apoya: “(…) yo fui la primera en conjugar esos dos elementos (lo paranormal y lo histórico) que le han valido el Nobel a él. Pero a esos olvidos ya estoy acostumbrada.” (Confesiones…, p. 57). El jardín, mudo testigo de una dolorosa historia de amor, se transforma en el interlocutor de Bárbara: “(…) La vida vivida se vuelve, a veces, tan inconsciente de los sueños; es quizá un sueño largo. La vida se vuelve, a veces, tan inconsistente como un sueño; es quizá un sueño largo. La vida se futura es el sueño que soñaremos cada noche.” (p. 22). La soledad física del personaje, cercado por un fascinante jardín que llega a adquirir significados terroríficos, contrasta con el bullicio de su interior, invadido por un pasado no vivido por ella. El poético misterio de la mirada de un muerto desde un retrato y el de las palabras amarillas rezumando pasión añeja, de los cuales Bárbara se transforma en destinataria (las cartas van dirigidas a otra Bárbara que, por supuesto, no puede ser ella) se conjuga por momentos con instantes de misterio gótico en verdad magistrales: “Se vio a sí misma, niña, niña y muerta entre los juguetes muertos, como una muñeca desechada sin pelo y sin ojos; una muñeca con la que nadie quería jugar, con el relleno de aserrín vaciado por el suelo…” (p. 87). Resulta difícil adjudicarle a Dulce la dolorosa soledad de Bárbara. Basta contrastarla con el rumboso ambiente que describe la escritora en su casa y que la hace incluso ambicionar transformarla en el primer salón literario de Cuba. Pero la época de la escritura coincide con la enfermedad de su hermano y los celos de su primer marido que intuía que Dulce María pensaba en otro al escribir sus hoy célebres poemas. Más tarde confesará a Martínez Malo: “(…) Él (Pablo) fue, no sólo el animador, el inspirador de mis mejores poemas –incluso de las cartas de Jardín que están en buena parte filtradas de las suyas –sino también el que les dio viabilidad, esa condición jurídica que significa tener aptitud para mantenerse en el mundo (…)” (p. 63).
Esta novela, dicho con sus propias palabras, representó para ella un sangramiento, un parto, aunque irónicamente nunca pudo concebir un hijo, circunstancia que atribuye a un “defecto” pero no parece mortificarla demasiado. Cosa curiosa, no fue sino hasta el ocaso de su matrimonio que Enrique manifestó ansias de ser padre, deseo que realizaría fuera del hogar conyugal. Ya para entonces, Dulce María era acosada de nuevo por Pablo, quien nunca se había casado no obstante haber amasado considerable fama y fortuna y ser, por lo mismo, asediado por las féminas. La escritora se separó de Enrique en términos amistosos y realizó su amor adolescente rebasando la cuarta década de su vida. Al contrario del posesivo Enrique, Pablo, a quien en broma llamaban “el poeta consorte”, se sentía orgulloso del prestigio como escritora de Dulce María: “Es al llegar a nuestro matrimonio, cuando sin que nada lo justifique, en apariencia, este hombre omnipresente deja de tener vida propia. Voluntariamente se hace a un lado, se borra para que sea la esposa quien brille, quien se destaque, quien se deje ver (…) era él quien retrocedía al fondo del escenario en sombras, mientras con firme y resuelta mano me empujaba hacia delante, hacia el proscenio. Hacia la luz.” (Fe de vida, p. 115).
Dulce María no entra en detalles sobre el aislamiento al que la forzó el régimen castrista, que al menos no la despojó, como a tantos otros, de sus bienes. No menciona tampoco la muerte de Pablo quien, según sus propias palabras, le regaló trece maravillosos años de felicidad. Esto puede deberse, más que a la autocensura, a su enorme respeto por las palabras: “Tal es el poder de la palabra: como las tremendas fuerzas de la naturaleza, ella también puede destruir y puede crear.” (p. 165). Como en Jardín, novela hasta cierto punto profética de lo que sería su vejez, aunque encarnada en una jovencita, Dulce María sobrevivió más de veinte años a su amado Pablo y fue muriendo junto con su jardín, siempre dispuesta a recibir a quienes miraban en ella un monumento viviente. Segura de su valía artística a pesar de su gran modestia, cuando Martínez Malo le pregunta capciosamente si se considera buena en lo que hace, su respuesta no puede ser más contundente: “Amigo mío, si no, no hubiera escrito.” (Confesiones, p. 49). Dulce María Loynaz del Castillo murió, prisionera voluntaria de su propio paraíso de 19 y E, en El Vedado, el 27 de abril de 1997, al poco de la publicación de las cartas de los hermanos Loynaz, Las cartas que no se extraviaron, por la Fundación Jorge Guillén y el Centro “Hermanos Loynaz”: “(…) Creo que la poesía estaba dentro de nosotros como esos ríos que corren gran trecho bajo la tierra, hasta que al fin encuentran cualquier grieta por donde brotar (…)” (Confesiones, p. 28).