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La habitación iluminada

Con esta autora celebramos el sexto Aniversario de La Trenza de Sor Juana que vio la luz por primera vez el 31 de diciembre de 2001 en el extinto suplemento Arena de Excélsior.

“No ha sucedido nada sino la soledad” Con esta frase extraída de una de las cartas de Emily Dickinson, cualquier crítico listillo y prejuicioso, con suerte misógino, llegará a la manida conclusión de que poco o nada podría agregársele a la biografía de la gran poeta estadounidense. ¿Qué de interesante (léase: morboso, comprometedor, desmitificador) puede haber en la vida de una mujer que pasaba la mayor parte del día recluida en su habitación, leyendo y escribiendo, cuando no cociendo melocotones en la cocina y preparando judías?: “Luego preparo las yemas para las empanadas, machaco las especias para el pastel y tejo las plantas de las medias; tejí los corpiños hasta el pasado junio: Dicen que soy toda una “ayuda” (carta a Louise Norcross, principios de 1865). Más aún: ¿qué pudo aportar a la poesía una señorita inmersa en la vida doméstica y contemplativa, en el sentido más literal? Sólo alguna visita ocasional alterará la rutina… eso sí, nadie podrá escatimarle el mérito de haber sido lo suficientemente gentil y obsequiosa con quienes se tomaban la molestia de visitarla. Sin duda fue la propia miss Emily quien trazó de sí misma el mejor retrato: “(…) soy pequeña como el Gorrión y tengo el Pelo hirsuto como el Zurrón de la Castaña –y los ojos como el Jerez que deja el Huésped en la Copa (…)” (Carta a Thomas Wentworth Higginson, julio de 1862).
Uno de los fascinados correspondientes, quien se escribiría con miss Emily hasta la extinción de esta, el humanista y escritor Thomas W. Higginson, quien fuera activista por los derechos de la gente de color (el Ku-kux-clan se fundó en 1867, contando Emily treinta y siete años), se sintió obligado, por alguna razón, a describírsela a su primera esposa, de la que enviudaría al poco, cuando tras nutrido tránsito epistolar se decidió a visitarla en su casa de Amherst… ¿sentiría celos la primera señora Higginson de Miss Emily?: “(…) una mujer pequeña y poco atractiva, con mechones lisos de pelo rojizo y una cara un poco como la de Billie Dove; no más fea –sin ningún rasgo bonito –con un vestido muy sencillo y exquisitamente limpio, de piqué blanco y un chal de estambre azul.”
Se han aventurado toda clase de hipótesis para explicar la reclusión voluntaria de Miss Dickinson, misma que, entre receta y puntada, completaría un total de 1.775 poemas, de los cuales solo publicó dos en vida, de manera anónima. Cada una puede ser echada por tierra con la misma espontaneidad con las que se han formulado, empezando por el de que era una beata: basta leerla con cuidado para percatarse de que nada más lejos de la verdad, que, por si no bastara, apuntemos que a los dieciséis años se negaba a participar en las oraciones cotidianas en un colegio religioso, se ignora el motivo, aunque sus poemas pudieran despejar la incógnita: “Más si manchara el delantal/ me reñiría Dios, a no dudar!/ Aunque, creo, que si él fuera chico,/ también treparía si pudiera.” Pocos poetas han cuestionado no la existencia sino la idea de Dios con la frescura y agudeza de Emily Dickinson. No es que fuera atea, simplemente se oponía a admitir la concepción de un Dios iracundo y cruel, por lo que se aferra a su personal idea de lo que Dios debe ser y se tutea con él.
(Eso es lo que creen los verdaderos Creyentes: que Dios es una Inteligencia que se manifiesta a imagen y semejanza de quien se proyecta en Él).
¿Agarofóbica? Miss Emily solía dar largas caminatas por el frondoso jardín de su casa y recibía visitas a menudo. Cuando viajar se volvía imperioso, como cuando tuvo que atenderse los ojos, “que me duelen con la luz de la nieve”, se trasladaba sin problema a Boston o a Philadelphia. ¿Amargada? Imposible hallar escritura más feliz, más colmada de satisfacción y gratitud por el hecho, simple, simplísimo, de estar viva. ¿Lesbiana? Se rumoró un enamoramiento por su cuñada Sue Gilbert, a la cual era muy unida… pero en general Miss Emily derrocha afecto con sus interlocutores, mujeres y hombres. Tratar de desentrañar un amor lésbico en cualquiera de estas misivas, dicho en términos coloquiales, son deseos de moler. Por si fuera poco, Emily estuvo enamorada de un señor, como se verá más adelante. ¿Hija reprimida? Edward Dickinson era una rara avis para su tiempo, pues su trato para con su único varón, Austin, y sus dos hijas pequeñas, Emily y Lavinia, era inusualmente igualitaria. Permitía el acceso a los pretendientes que estas desearan recibir, pero tanto Emily como su hermana optaron por la soltería. ¿Ausencia de pretendientes? Ni hablar. Entre los que tocaron esperanzados a su puerta con lirios frescos entre las manos, Emily solo mostró interés, ¡a los 52 años!, por Otis P. Lord, quien fuera amigo de su padre y le propondría matrimonio en 1882… pero el juez Lord morirá dos años después, sin obtener de su amada más que recaditos donde se evidencia la reciprocidad de un amor más propio de adolescentes que de personas maduras, dicho esto con admiración y no con reproche. El deceso de Otis hace retornar a Emily a la fragante fortificación desde donde contempla la danza de los petirrojos a través de su ventana, con una pluma al ristre o un libro en el regazo (las hermanas Brontë eran su lectura clandestina) y donde morirá, a los 55 años, a consecuencia de una nefritis, tan discreta como ella misma.
Llamémosle, pues, de la forma que gusten y manden los críticos, psicólogos de la literatura o como se llamen… el “problema” de Emily era, oh paradoja, carecer de problemas, al menos en lo aparente. Esto, aclaremos, no era problemático para ella, sino para quienes han hurgado en su intimidad, incrédulos respecto a que una mujer de sus características no haya detentado alguna patología o secreto inconfesable. Su psique parece simple: solo complejizaba a través de la escritura. La escritura y la lectura de las novelas de la Brontë eran su único secreto. Era una mujer a quien la literatura, el servicio a su pequeña familia, su perro Carlo (que al morir sería reemplazado por un gatito) y la cocina hacían sentir plena. Suficiente. Necesaria. Su único dolor de cabeza lo comportaba asumirse enfermera de una madre en extremo frágil y encamada a perpetuidad. Una madre que le exigía intercambiar roles. El único lamento de Emily es justamente carecer de una madre que le aconseje y le asista. De su padre dice: “Él era una Madre terrible, pero la preferiría a no tener ninguna (…)” Al parecer, Edward Dickinson cumplió un papel mucho más amplio que el de padre. Al sustituir a la imagen materna con la paterna, Emily desarrolla una necesidad de ceñirse a una figura autoritaria, poderosa y protectora, papel que en cierta medida asumiría Higginson.
Emily Elizabeth Dickinson nació la medianoche del 10 de diciembre de 1830, en Amherst, Massachussets, en la que sería su casa por los próximos cincuenta y cinco años, en el seno de una prototípica (¿o no tanto, viéndolo bien?) familia WASP, blanca, anglosajona y protestante; segunda hija de Emily Norcross y Edward Dickinson (Austin había nacido un año antes, Lavinia nacería dos años después); Edward pertenecía a una larga tradición de respetables académicos y agricultores, siendo el primer Dickinson, Nathan, fundador de la Hopkins Grammar School, a finales del siglo XVII. El bisabuelo de Emily, Samuel Fowler Dickinson, fundaría el Amherst Collage. La infancia de la poeta, sin ser idílica, fue razonablemente feliz para ser una niña con una madre postrada, enfermiza ella misma. En sus hermanos encontraría compañeros de juegos imaginativos que la aceptarían como guía. Según cuenta Higginson a su primera mujer, el padre de Emily no era severo pero sí distante. Hubiera preferido, eso sí, que sus hijos no leyeran nada que no fuera la Biblia, “(…) Un día –escribe Higginson, que a esas alturas ya había convertido a Emily en un personaje literario – su hermano (de Emily) trajo a casa Kavanagh (de Henry Wordsworth Longfellow), lo escondió debajo del piano, le hizo señas a ella y lo leyeron. Al final su padre lo descubrió y se disgustó (…) Ellos eran entonces unas personitas vestidas todavía de corto y con los pies sobre las barras de la silla. Después del primer libro pensó como extasiada: “¡Entonces esto era un libro!, ¡y hay muchos más!” (Cartas poéticas e íntimas (1859-1886), Grijalbo Mondadori, Col. El espejo de tinta, Barcelona, 1996, traducción, introducción y notas de Margarita Ardanaz, p. 70).
Emily escribiría a Higginson el 25 de abril de 1862: “(…) mi Padre está demasiado ocupado con sus Sumarios –para darse cuenta de lo que hacemos –Me compra muchos libros –pero me pide que no los lea –porque tiene miedo de que me confundan la Mente. Todos son religiosos –menos yo- y se dirigen a un Eclipse todas las mañanas –al que llaman su “Padre”.
Emily refiere con ternura y nostalgia a la niñita diminuta y asombrada que fue. Habla de cuando su padre la prevenía contra las víboras con que podía toparse en el Bosque, de las cuales nunca vio ninguna… como tampoco se envenenó con las flores que le prohibían tocar… ni fue raptada por los duendes, “(…) continué yendo y no encontré sino ángeles”. Ni la mínima alusión a un trauma, ni siquiera a una molestia psíquica, anímica, física o moral. Son brevísimos (y apresurados) los mensajes que evidencian cierto ánimo eclipsado, y sin embargo no deja de manifestar sincero pesar ante algún deceso o pesar de su destinatario. Emily se mantiene alerta a las alegrías y penurias de sus amigos, haciendo siempre de su prudencia un segundo arte. Nada de chismes, lo que para nada sorprende dado el distanciamiento de la poeta de la vida pública, si bien reproduce algunos eventos entre su servidumbre, hacia quienes manifiesta no solo cariño y respeto, sino interés en sus vidas. En cada descripción figura la voluntad de hacer literatura: nada de lo escrito por Emily es fruto de la casualidad sino poesía calculada y sopesada. Particularmente las cartas dirigidas a sus sobrinas Norcross, hijas de Loring y Lavinia, primas carnales de la poeta, habla de sí misma en tercera persona, se desdobla en personaje. Tiende, de hecho, a personificarlo todo: los pájaros, los árboles, las telas, el heno… ¡el verano!, a quien, afirma, besará apenas lo vuelva a ver. Sin embargo, en medio de todo esto, destaca la poesía…la poesía que impregna el cuerpo mismo del texto, amén de los versos que por lo general acompañan a este. Emily no tenía idea de estar creando una genuina revolución (aunque hay quienes afirman que “soñaba con la fama”, hipótesis que destruiremos también, con una mano en la cintura); debió intuirlo ¡y temerlo!, cuando empezó a recibir visitas de terceros con quienes sus destinatarios compartían sus poemas. Emily, pues, se encontraba a medias entre una profesional de la escritura y una brillante aficionada.
La muerte y la inmortalidad son temas que rondan la pluma de Emily, aunque, curiosamente, no las percibe como parte de un mismo tema, según el dogma cristiano, sino como dos alternativas, dos caminos opuestos. Como todos los teman que la apasionan (la literatura, la naturaleza, los animales, Dios), la poeta no los aborda con solemnidad (aunque sean temas serios para ella), ni con inseguridad, sino con precaución no exenta de ludismo: “La vida es una muerte que prolongamos; la muerte es el gozne de la vida” (…) “Es el vivir lo que nos duele más;/ Pero el morir es una forma diferente,/ Una especie que está detrás de la puerta (…)” Nuevamente se observa la tendencia de Emily a darle atributos humanos a todo, incluida la muerte, personaje en sí misma. La muerte como circunstancia de la vida, misteriosa prolongación de la existencia que no es sino cordón umbilical entre la eternidad y la tierra. Brillan por su ausencia alusiones al Cielo y al Infierno, como si Emily no alcanzara a comprender, o mejor dicho, a imaginar (cosa rara en alguien de suyo imaginativa). Morir, para Emily Dickinson, es trascender la vida. La mortalidad, que, afirma, le fue enseñada en la infancia por un amigo, al que se identifica como Benjamin Franklin Newton, un pasante de derecho empleado por su padre, que obsequiaba a la niña libros de Keats y murió a los 32 años, tiene más que ver con preservarse y hacerse invisible. Permanecer, pues, haciéndose sentir sin dejarse mirar. Y refiere a los fantasmas como a cualquier incidente en la cocina. Lo Sobrenatural no era para Emily sino la revelación del misterio de lo Natural. Entusiasta del límite; la mirada que al posarse en una flor no ve una flor sino la historia sobre una Flor: “(…) me contoneo sobre mi tallo,/ desdeñando a hombres y oxígeno.”
Volviendo a Franklin, se ha rumoreado mucho también sobre lo que este representó verdaderamente para Emily, acaso un primer amor platónico. Todo parece indicar que fue precisamente Franklin quien la acercó a la literatura, cosa que tenía sumamente molesto al por lo general displicente Edward Dickinson, que vio en el muchacho una mala influencia para su hija, pues la hacía leer precisamente a los autores que el señor Dickinson más detestaba: Charles Dickens y Harriet Beecher Stowe. Lo cierto era que Franklin estaba casado con una mujer doce años mayor que él y, ya para entonces, gravemente enfermo de tuberculosis. Al referirse a “mi amigo que me enseñó la inmortalidad”, es tan afectuosa y gentil como para referirse a cualquiera de sus amigos, aunque, naturalmente, representaba un afecto especial por ser quien la había hecho transgredir el reino de las palabras.
¿Para qué y para quien escribía Emily, si su única fobia, su único terror, era precisamente publicar? ¿Para qué, entonces, esmerarse por hacerse de un “tutor” que supervisara su quehacer poético?, sin contar la transcripción meticulosa y amorosa de todos sus poemas en una libreta. La pregunta no es gratuita, seguro se la habrán formulado miles, millones de lectores antes que yo. Noticias sobre su talento, que habría de hacer escuela, hicieron de ella una modesta celebridad. Helen Hunt Jackson, afamada coetánea de Emily, popular escritora, la contactó, vía postal, para conminarla a aceptarla como albacea literaria y que le permitiera sacar a la luz su poesía. La escritura excepcionalmente atropellada y desaliñada con que Emily se dirige a Higginson para suplicarle disuada a Mrs. Jackson de su empeño por darla a conocer, evidencia un sincero deseo de mantenerse anónima e inédita. Al parecer Higginson no cedió a la súplica y Mrs. Jackson, con quien Emily se permitió el único gesto hostil de su vida, es decir, dejar su carta sin responder, llegó al extremo de visitarla en Amherst para convencerla. Emily pudo haber escrito estos versos en respuesta a Mrs. Jackson: “Qué lúgubre, el ser alguien!/ Qué público, como la rana./ Decir si nombre, todo el santo junio/ a un charco embelesado.” ¿Sería un miedo concreto el de Emily? ¿A la reacción de su padre o de sus hermanos? Me permito descartarlo. ¿A la crítica, acaso? No le faltaban motivos. Su sensibilidad no hubiera sobrevivido a una crítica tan devastadora como la que solía inspirar la escritura femenina de su tiempo… por ejemplo, esta de F.L Patee, escrita en 1915, cuando ya Emily había muerto: “(…) Comparar sus excéntricos fragmentos con la selvatiquez embrujada –elfin milderness- de Blake, es ridículo. Son meras sensaciones, vagos apuntes de una mente cavilosa…” ¿Temía ser mal interpretada, como efectivamente sucedió? ¿Se consideraba mediocre? ¿Es posible que buscara el refinamiento y la perfección solo por regalar a sus destinatarios? Sea como sea, Mrs Jackson alcanzó a publicar una biografía de Emily, todavía en vida de esta, en 1876.
Lo único seguro es que nada de lo anterior –la simplicidad, la irreverencia, la candidez, la ternura, la superstición, la domesticidad –implica que Emily haya desconocido el amor, la pasión, la angustia, la impotencia, el anhelo o la impaciencia: ahí están, asomando tímidamente por entre sus versos. La poesía era el único lenguaje que conocía, el único medio a través del cual expresar sus sentimientos y descifrarse ante sí misma. Muchos de sus poemas célebres no figuran en sus cartas, y es precisamente en ellos donde advertimos con claridad el fluir de la sangre por sus venas: “Mi río corre hacia ti,/ Mar azul!/ Me acogeras?/ Mi río aguarda respuesta,/ Oh, Mar, muéstrate propicio/ Te alcanzaré arroyo,/ En parajes mostrados./ Oye, Mar, tómame!”” (1860)
La llamita se extinguió el 15 de mayo de 1886, habiendo publicado solo dos poemas sueltos y sin firmar en el Springfield Republican. Lavinia, su hermana, descubriría los cuarenta volúmenes, encuadernados a mano, que reunían la totalidad de la obra de esta desconcertante poeta que describiría la poesía con la misma aparente simpleza con la que se refería a Dios: “Si tengo la sensación física de que me levantan la tapa de los sesos, sé que eso es poesía.”