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El perdón

Hannah Arendt fue ante todo, y dicho por ella misma, una muchacha judía, no obstante que a través de su fructífera existencia como filósofa y teórica política se convertiría en centro de una fatigosa polémica por parte de su propia comunidad, llegando al extremo de negarle a Hannah los habituales signos de reconocimiento concedidos por la comunidad judía a sus muertos ilustres. ¿El delito de esta innegablemente buena muchacha judía?: llevar la objetividad más allá de su propio dolor que, como en todo judío, ardía en su corazón pero al que debía ignorar si en verdad deseaba ejercer una crítica certera y contundente, no solo de los genocidas de su pueblo, sino también de las víctimas a quienes objetaba su insistencia en erigirse víctimas en vez de reconocer su carencia de visión política para contrarrestar el Mal que tan claramente previó (y no porque fuera clarividente, cabe señalar) la joven Hannah, sin que nadie, excepto Karl Jaspers le prestará oídos. A decir de Elisabeth Young Bruehl, su mejor biógrafa y alumna, autora del apasionante libro Hannah Arendt, una biografía (Paidós Testimonios, Barcelona, 2006, traducción del inglés Manuel Lloris Valdés), fue la fanática lectura de la entonces joven filósofa de las romans policiers de Georges Simenon la que la hizo incubar una teoría conspirativa sobre una compleja red burocrática que ejecutaría la desaparición masiva de judíos, todo esto después de que todos los ciudadanos judíos fueran conminados por las autoridades parisienses -ya otra corazonada había empujado a Hannah fuera de su natal Alemania para irse a radicar a París- a registrarse voluntaria y pacíficamente como residentes ilegales. “Pero ninguno de los amigos que prestaron atención a su advertencia de octubre de 1940 de no cumplir con la orden de la policía francesa (…) dejó de agradecerle a Simenon el estímulo que su obra le había dado a la desconfianza crónica de Hannah Arendt hacia la policía. Los que se negaron a registrarse añadieron a su condición de apátridas la de residentes ilegales, pero no fueron arrestados, contrariamente a tantos de los refugiados obedientes que estamparon sus direcciones en el acta de registro”, escribe Young- Bruehl (p. 228, las cursivas son mías). Nunca, sin embargo, mientras fue muchacha, Hannah Arendt fue escuchada con la debida atención, particularmente en la época de la subida de Hitler al poder en la que, según señala la propia Hannah en entrevista con Günther Gaus en 1964: “el problema puramente personal no era lo que estaban haciendo tus enemigos, sino lo que estaban haciendo tus amigos.” El reconocimiento, aunque envuelto en una de las más acres polémicas de la historia de la política, le llegaría hasta los cuarenta y cinco años. Se consagró en tanto a sus dos grandes razones para vivir: el estudio y sus amigos, entre quienes se contaba su muy llorado Walter Benjamín, cuya obra terminó saliendo a la luz pública gracias a la bendita terquedad que caracterizaba a la muchacha judía, que también en hacer traducir a Kafka al inglés.
Pero remontémonos al 14 de octubre de 1906, día en que nace una saludable niña de casi cuatro kilos llamada Johanna Arendt, en Hannover, Alemania, la que habría de recibir una esmeradísima educación a manos de su un tanto sobreprotectora madre, Martha, mientras que su padre, Paul, convalecía ya entonces de una enfermedad venérea transmitida en condiciones confusas dado que nunca manifestó una conducta sexual desenfrenada. Hannah creció intuyendo la agonía de su joven padre en la habitación de a lado, lo que no impidió a Martha esmerarse en la crianza de la nena de morenas trenzas que hubo de resistir durante varios años un aparato dental para corregirle la mandíbula y los dientes torcidos, hasta que ella misma, en medio de un berrinche, lo abortó: la anómala mandíbula de Hannah Arendt no opacaría la profundidad de sus ojos negros y la imperecedera inocencia de su sonrisa. Su precoz amor por la música fue objeto también del histérico orgullo de su madre, quien rehuyendo acaso de la consunción de su amado esposo, hacía a la niña tomar un sinnúmero de clases con miras a hacer de ella una virtuosa. En la biografía El genio femenino, Tomo I de Julia Kristeva, se hace hincapié en cómo la pequeña Hannah lloraba en los funerales a causa de la belleza de los cánticos. Paul Arendt expiró finalmente y fue llorado tanto por su esposa como por su hijita de siete años a la que no logró abrazar. Fue en el lecho de muerte de su padre que Hannah escribiría, apoyada en sus huesudas rodillas, el primero de muchos poemas que su pudor la impelería a esconder en lo profundo de un cajón (¡pero no a destruir!) y que saldrían a la luz de manera póstuma sorprendiendo a quienes la tenían por mujer implacable. “Ella no hubiera querido denominarse a sí misma filósofa –explica Young-Bruehl –porque era muy crítica de la actitud hacia la política que, a su modo de ver, era típica de la filosofía. En cambio, cuestionó filosóficamente la actitud contemplativa, como una reformista (Pero) No existe un solo gran pensador en toda la tradición que no se ocupara de la política, naturalmente, pero ese interés no reflejaba la convicción de que la política sea un dominio de donde surgen las auténticas filosofías.” (p. 407) Dicho por la propia Hannah a Gaus: “Mi profesión es la teoría política y a la filosofía le he dado la última despedida”, pero emprendería al poco la escritura del que sería su último libro, La vida del espíritu, en honor a Kart Jaspers, y que se publicaría póstumamente, en 1978, gracias a los amorosos cuidados de la narradora Mary McCarthy, la mejor amiga de Hannah.
Hannah continuaría sorprendiendo tanto a su madre como a sus familiares cercanos, su querido padrastro (Martha volvió a casarse muy pronto) y sus dos no menos queridas hermanastras que veían en la esmirriada muchacha un ejemplo a seguir, casi un ídolo. Pero Hannah contribuyó activamente a potenciar las escasas posibilidades de sus hermanastras que emprendieron aceptables carreras dentro de la docencia. Hannah ingresó, no sin dificultad, a la prestigiada Universidad de Marburgo donde se convertiría en la principal discípula de Karl Jaspers y Martin Heidegger. Por supuesto, no faltó quien mirara con escepticismo a la desgarbada muchacha de gafas, que acarreaba sus trenzas (que ya pronto cortaría) por el campus y sus libros tras la espalda. No a pocos irritaba su timidez excesiva y su infantilismo, y naturalmente no esperaban que fuera capaz de enzarzarse en discusiones filosóficas de gran altura, en las que, oh sorpresa, siempre terminaba avasallando a sus interlocutores que a partir de ese momento rehuían sin tregua el geniecillo. Para entonces su interés no estaba centrado en la política, sino específicamente en la filosofía. No simpatizaba, sin embargo, con ninguna de las dos corrientes que mantenía divididos a los estudiantes. Ella rechazó tanto a los metafísicos continuistas como a los que renunciaron a la filosofía a favor de un vago y nebuloso racionalismo y se decidió por el camino de la rebeldía de quienes dudaban de la filosofía tradicional. Como Karl Jaspers (1883-1969), su más amado maestro y amigo, cuya estatura humana, a decir de la propia Hannah, rivalizaba con la de Goethe, estaba convencida de que la filosofía requería de un método de aplicación concreto a las circunstancias actuales que hiciera de ella una valiosa herramienta más allá del pensamiento abstracto. Y mientras Hannah encontraba en Jaspers al perfecto sustituto del padre que nunca tuvo –y Jaspers a su vez asumió felizmente el rol dada la admiración que sentía por aquella muchacha, bobalicona solo en apariencia-, en Martin Heidegger (1889-1976) encontró algo más. Algo que la transformaría en una verdadera mujer, más allá de decidirse a cortar sus trenzas y adquirir el hábito de fumar con una boquilla de embocadura metálica.
Cuando se conocieron, el prestigiado filósofo, algo mayor que ella, casado con una mujer histérica y muy atractivo pese (o debido a) su adustez, empezaba a escribir la que sería su obra maestra: Ser y tiempo. Este es, acaso, el punto más sensible en la biografía de Hannah Arendt ya que no ha faltado quien tergiverse las circunstancias en que se dio esta relación, amorosa en efecto, más aún, pasional, como Elsbieta Ettinger, quien en su libro Hannah Arendt y Martin Heidegger (Tusquets, Barcelona, 1986) nos presenta a una cándida e indefensa alumna judía, alevosamente seducida por un Herr profesor católico, transformando su intensa relación erótico/ intelectual en una telenovela. Como bien señala Young-Bruehl, quien se decidió a escribir su versión de observadora privilegiada, “(…) No es de sorprender que esta fantasía (recomendada en su sobrecubierta como “la más valiosa” por el crítico literario Alfred Kazan, quien una vez fue amigo de Arendt) causase regocijo entre los enemigos de Arendt, de los que no había hecho pocos, sobre todo durante los años posteriores a que su Eichmann en Jerusalén desatase una de las más largas y complicadas controversias de siglo veinte.” Hannah, en efecto, amó a su maestro, y fue ampliamente correspondida según se deduce por sus ardientes cartas, pero ninguno perdió la cabeza, especialmente en los instantes clave de su relación: la discreta adhesión de Heidegger al nazismo y la fidelidad a toda prueba de Hannah hacia Jaspers, a quien Heidegger traicionó junto con otro importante filósofo, Edmund Husserl, y a tantos otros profesores y estudiantes de origen judío. A Hannah no, por supuesto, lo que no impidió que ella, indignada y más orgullosa que nunca de su condición judía, rompiera definitivamente con el hombre que amaba y ya no podía amar por respeto a sí misma. También Kristeva hace hincapié en el hecho de que Hannah supo en qué momento desprenderse de esa influencia, lo cual, no por necesario, dejó de ser lo más terriblemente doloroso que le sucedería jamás. En realidad, ya los conceptos vertidos por Heidegger en Ser y tiempo, publicado en 1927, dieron inicio al resquebrajamiento de su amistad con Jaspers, quien no encontró en este libro al Martin querido y admirado, aunque fue hasta 1933, año en que la propaganda nacional socialista y su antisemitismo hicieron de Heidegger su portavoz, que los filósofos rompieron definitivamente su amistad. Para entonces Hannah Arendt, que todavía ignoraba lo que acontecía entre su amante y su mejor amigo, se encontraba en Berlín, enfrascada en su tesis doctoral dirigida a distancia por Jaspers que, cosa curiosa para una filósofa judía, versaba sobre San Agustín, publicada en inglés hasta 1996 y en español en el 2003 bajo el título El concepto del amor en San Agustín. Ensayo de una interpretación filosófica (Encuentro, Madrid, 2001, traducción de Agustín Serrano) y donde, entre muchas otras cosas, interpretaba la oposición entre Temporalidad y el Ser del doctor de la Iglesia Católica. La temporalidad, explicaba Hannah, debe ser superada para que el hombre sea. Dicha tensión era fundamental tanto en el pensamiento de San Agustín como en el del propio Heidegger. A principios, de los treinta, sin embargo, la correspondencia entre Hannah y Heidegger escaseó dada la fascinación del filósofo por el nacional socialismo del que era incapaz de reconocer, pervertía flagrantemente todo cuanto solía admirar de la cultura alemana. Se identificaba de pronto con valores caducos, ya superados, convirtiéndose, según palabras dichas con sorna no exentas de dolor de la propia Hannah, quien pasaría de dulce amante a crítica acérrima, en el “último romántico alemán”. Entre las debilidades de la obra filosófica de su antiguo maestro-amante, apuntaría también su empeño por esencializar ese Yo egoísta que lo separaba radicalmente de sus semejantes. Mientras que la palabra “amor” impregnaba la tesis doctoral de Hannah, Heidegger solo la cita una vez en Ser y tiempo… a pie de página. Hannah se esforzó por desprenderse del mínimo vestigio de influencia heideggeriana como una mujer ultrajada frotándose la piel hasta sangrar. Este ingrato ejercicio encendió su interés por la teoría política y afinó asombrosamente sus sentidos para interpretar maniobras de Hitler que nadie cuestionó en su momento. Influida por Karl Blumenfeld, de los pocos visionarios, se adoctrinaría en el estudio del sionismo. Blumemfeld aspiraba a que el sionismo se transformara, en aquellos tiempos de crisis para la comunidad judía, en un verdadero movimiento social, defendiendo la emigración a Palestina como meta vital de todo sionista. A Hannah le impresionó el presentimiento de Blumemfeld, que tenía su origen más en los prejuicios entre judíos alemanes, asimilados a la sociedad no judía, que en quienes implementaban las primeras medidas antijudías que se propagaban velozmente. Con todo y esto, no se advertía una reacción generalizada por parte de los judíos. Por aquel entonces conocería a Günther Stern, quien sería su primer esposo, que huiría repentinamente a París tras la paranoia que desató en él la reciente detención de su amigo Bertold Brecht por la recientemente reorganizada GESTAPO, en calidad de sospechoso del incendio provocado del Reichstag, atribuido a los comunistas (que para las autoridades era lo mismo que sionistas), temeroso de que encontraran sus datos en la agenda confiscada al dramaturgo. En tanto, Hannah convertía su apartamento de la Opitztrasse en refugio clandestino de quienes huían de la ya abierta persecución. Era la primavera de 1933. Hannah fue objeto de un arresto “encantador” en la casa de su madre, y no es ironía. El joven policía verdaderamente se desvivió en hacerla sentir cómoda mientras la interrogaba, incluso le obsequió una cajetilla de cigarros cuando ella declaró haber olvidado la suya. La carismática filósofa dejó encantados (y convencidos) a sus interrogadores que tras ocho días de arresto en los que no faltaron comida, vino, música y cigarrillos caros, la devolvieron sana y salva con su madre. Apenas ser depositada sin un rasguño en la puerta de Martha, que ya viuda vivía sola, Hannah la urgió a recoger todas sus pertenencias: presentía que la próxima vez que el guapo policía acudiera a arrestarla, las cosas serían harto distintas. “La fuga –narra Young-Bruehl – fue muy simple, gracias a una familia alemana de simpatizantes. Dicha familia poseía una casa cuya puerta principal estaba situada en territorio alemán, mientras que la trasera pertenecía a Checoslovaquia. Durante el día, recibían a sus “huéspedes”, les daban de cenar y después les hacían salir por la puerta trasera, bajo el manto protector de la oscuridad.” (p. 174). La estancia de Hannah y su madre en París sería muy breve debido, en primer lugar, a las enormes dificultades que les acarreaba tanto a ellas como a Stein su calidad de parias (término que Hannah habría de transformar en un título honorífico) les dificultaba enormemente la existencia, forzándolos a vivir en circunstancias infrahumanas; en segundo la sospecha despertada por las maniobras de la policía francesa, sembradas por su lectura de Simenon (y que resultaron ciertas al ingresar el ejército alemán en París al poco), emprendiendo una segunda odisea rumbo a la que se convertiría en la patria elegida: Estados Unidos. Ser paria, afirmaría Hannah más tarde, afirma la identidad judía y busca un espacio político donde los judíos pudieran vivir sin compromiso dicha identidad. (The jew as a Pariah: Jewish Identity and Politics in the Modern Age, 1978).
Hannah se divorciaría amistosamente de Stein al cabo de una breve unión, impulsada más que nada por un tácito pacto de protección mutua que en los Estados Unidos, concretamente en Nueva York, ya no tenía razón de ser. Hannah se había enamorado ya de Heinrich Blücher (1899-1970), tipo de verdad encantador y, como ella, dotado para la ironía, quien se encontraba en una situación del todo semejante a la suya y disolvió sin dificultad su propio matrimonio. En carta fechada el 18 de septiembre de 1937, Hannah escribiría a Blücher: “Siempre he sabido, desde niña, que sólo el amor puede procurarme la sensación de existir realmente. Lo que desencadena en mí el miedo horrible de disolverme en él (...) Aún ahora me parece totalmente increíble que pueda vivir el “gran amor” sin perder sin embargo mi identidad (...)” Muy distintos en apariencia, Hannah sociable y Blücher tirando a ermitaño (aunque tímidos, ambos); ella académica y él autodidacta, se acoplaron magníficamente. Blücher, que jamás se sintió acomplejado por el reconocido genio de su esposa, la denominaría “mi maestra”, y ella a su vez asistía entusiasta a las conferencias de su esposo que, no obstante su autodidactismo, era en verdad brillante y dejaba boquiabierta a su audiencia. Blücher poseía un talento casi sobrenatural para el aforismo. Sus inteligencias, aunque de distinto estratos, parecían diseñadas la una para la otra.
De entre la vasta bibliografía de Hannah, el único de sus libros que pudiera considerarse autobiográfico, que algunos denominan no tan desacertadamente “novela”, es Rahel Varnhagen: vida de una mujer judía (Lumen, Barcelona, 2000), recreación de la probable biografía de una escritora contemporánea de Goethe en quien los biógrafos de Hannah, unánimemente, han encontrado ecos autobiográficos. Junto con Rosa Luxemburgo, heroína moral de Hannah, Rahel era el personaje en quien la filósofa tenía una especie de espejo espiritual. Tanto Rosa, como Rahel, como la propia Hannah eran, según el vocabulario de la filósofa, personas auténticas, esto es: parias. Como Hannah Arendt, Rahel Varnhagen mantuvo intacto en todo momento su orgullo de ser judía no obstante ser continuamente despreciada por lo mismo, incluido el amor de su vida, aunque finalmente se casa con otro judío que no obstaculiza su ejercicio intelectual, todavía más excéntricas para una mujer del siglo XIX que una de los años cuarenta del siglo XX. A través de sus libros, Hannah emprendió la búsqueda de algo tan imposible como el Santo Grial: la Verdad. No una aproximación, no una suposición. La Verdad y nada más, razón por la cual se rehusó a ver al verdugo en todos los alemanes y al cordero en todos los judíos. Para aproximarse tanto como fuera posible a la Verdad había que desenmarañarse de cualquier inclinación, fuera hacia la izquierda o hacia la derecha, incluyendo el furibundo sionismo que la sostuvo durante su juventud. Desprenderse el propio dolor como si de una costra se tratara. De esta desmesurada imposición surgieron sus dos más controversiales títulos: Los orígenes del totalitarismo, publicado en 1951 (Taurus, 2004) y Eichmann en Jerusalén, publicado en 1961 (Lumen, 1999). El primero, del que Hannah decía medio en broma, medio en serio, era hijo suyo y de Blücher, a quien está dedicado (nunca pudieron ser padres: cuando encontraron la estabilidad suficiente para planear un hijo eran ya demasiado mayores para lograrlo) se vio sujeto a diversas revisiones por parte de la propia autora, conociendo incluso una segunda versión en la que Hannah amplía el espectro estableciendo paralelismos entre el régimen nazi y el bolchevique, con lo cual se granjearía la antipatía de algunos comunistas. Totalitarismo, término acuñado por Hannah a lo que anteriormente Franz Neumann había llamado “imperialismo racial” o gobierno totalitario, es aquel que no puede subsistir sin el terror y ningún terror puede ser eficaz sin campos de concentración. Es el señorío del mal absoluto, imperdonable y punible para el que no existen antídotos como la ira que venga, ni el amor que tolera, ni la amistad que tolera. Lo peor, continúa Hannah, es que “Las soluciones totalitarias pueden muy bien sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios, en forma de fuertes tentaciones que surgirán allí donde parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica de un modo digno del ser humano.” Tenemos pues que el totalitarismo es el terror absoluto, la división de los ciudadanos en humanidad y omnipotencia humana. El totalitarismo mata las raíces de la vida política, social y privada de un pueblo, marca la legalización de un nuevo tipo de crimen que bien pudiera nombrarse “masacre administrativa”: “Los crímenes contra la humanidad se han convertido en un tipo de especialidad de los regímenes totalitarios. (…) Estos crímenes son algo familiar y común a todas las tiranías y será difícil que nunca sean considerados razón suficiente para justificar la ingerencia externas de los asuntos soberanos de otro país.” (p. 459) La preocupación de Hannah por la posibilidad latente de otro régimen totalitario creció durante la persecución McCarthista en su patria adoptiva, de la que siempre se había vanagloriado como un ejemplo de democracia y libertad, como tantas veces se lo manifestó por escrito a su más querida amiga, Mary McCarthy (que ningún parentesco tenía con el paranoico senador Joseph McCarthy). Del mismo modo que previó el destino del pueblo judío a manos de los nazis, Hannah alcanzó a vislumbrar que los Estados Unidos eran susceptibles de ejercer una especie de totalitarismo hacia el exterior, como se vería poco después con las incursiones a Cuba y Vietman que desgarraron el alma de la otrora enamorada de la democracia estadounidense (aunque, cosa curiosa, Hannah jamás abandonó su lengua materna, el alemán, para emprender la escritura de sus polémicos libros). Antes de estos acontecimientos, Hannah ya había escrito a manera de gratitud con el país que la acogió y le brindó trabajo en sus mejores universidades, el librito Sobre la revolución, publicado en 1967, donde, haciendo un poco de lado su tenaz objetividad, ensalza a los Padres Fundadores de dicha nación, así como a lo que ella llamó “la revolución con sentido”.
Pero Eichmann en Jerusalén acarreó a Hannah una larga cadena de infortunios, incluyendo un accidente automovilístico en el momento más álgido de la discusión en torno al citado libro que estuvo a punto de costarle la vida pero solo le dejó huesos fracturados y la dentadura incompleta. Cuando supo que Eichmann, mano derecha o ejecutora de Hitler había sido capturado en Argentina y llevado a juicio a Jerusalén, Hannah se las ingenió para acudir en calidad de periodista por parte del New Yorker. Quería mirar de cerca al monstruo que hizo exterminar a tantos parientes y amigos; quería, sí, escribir sobre el juicio pero también sobre lo que sentía de estar frente a alguien a quien cualquier judío arrancaría los ojos…. No, alguien a quien cualquier judío escupiría, siguiendo un poco el constante reproche de Hannah ante la pasividad de su pueblo, como textualmente escribiera en carta a Elliot Cohen, editor de Commentary: “Nosotros (los judíos) carecemos de una “intelligentsia” enraizada en la historia y educada a lo largo de una prolongación tradición política (…)”. Lo que Hannah vio ante sí no fue un monstruo sino un hombrecillo atildado y asustado, un burócrata en toda la extensión de la palabra. Alguien que solo sigue órdenes, incapaz de pensar por sí mismo. Su experiencia con Eichman le enseñó que había sobrevalorado el impacto de la ideología sobre el individuo, llegando a la conclusión de que para Eichmann el exterminio per se era lo prioritario y no el antisemitismo o el racismo: era un trabajo que cumplía al pie con obediencia ciega hacia el patrón, es decir, Hitler, como todos los involucrados en aquel sistema. Reconoció, incluso, que lejos de ser un psicópata, Eichmann tenía conciencia. Esto significa que el mal nunca es radical, como llegó a manejar en Los orígenes…, sólo puede ser extremo y sin profundidad, porque el mal desafía el pensamiento y el pensamiento intenta alcanzar cierta profundidad y en el momento en que se ocupa del mal se topa con que ahí no hay nada, porque no hay raíz. En ello consiste “la banalidad del mal”. Solo el bien puede ser profundo y radical. En pocas palabras, Hannah supera su propia teoría, planteada en Los orígenes, según la cual estos orígenes desafían la posibilidad del juicio humano y sobrepasan a las instituciones legales. Independientemente de que el término “la banalidad del mal” habría de volverse un fenómeno entre psicólogos y sociológicos, incluso entre jurisconsultos que a raíz del acuñamiento del mismo optaron por reformar la imagen jurídica de lo que dieron en llamar “crímenes contra la humanidad”, quienes más negativamente reaccionaron al libro fueron los judíos, quienes sin más la tildaron de antisionista por exponer los argumentos de Eichmann contra los judíos y analizarlos fríamente. En su esfuerzo por abordar sin apasionamientos el caso, Hannah pasó por alto el impacto que tendrían sus palabras sobre los supervivientes y los que habían perdido parientes y amigos en los campos, para quienes no representaba ningún consuelo el retrato del asesino burocrático. Pero lo más escandaloso fue la revelación de la colaboración de judíos en el exterminio, ya sea como parte de la burocracia de los campos o por su ciega obediencia a un rabino que acarreó a un grupo bastante nutrido rumbo a su exterminio, como ovejas al matadero, aunque la documentación probatoria de tales circunstancias fue declarada improcedente: “(…) Verdad era que los judíos, como un todo, no habían estado organizados, no habían poseído un territorio propio ni un gobierno ni un ejército; verdad era que, en el momento de mayor necesidad, este pueblo no tuvo un gobierno en el exilio que los representase ante los aliados (…) ningún escondrijo de armas, ni jóvenes con preparación militar. Pero la verdad entera es que existían organizaciones de comunidades judías y organizaciones de partido y beneficencia, tanto a nivel local como internacional. Allí donde vivieran judíos, existían entre ellos líderes reconocidos y estos líderes, casi sin excepción, cooperaron con los nazis de una manera u otra, por una razón u otra (…)” (Eichman, p.p 15-26). Hannah vivió envuelta en una voraz controversia el resto de su vida, pero entre tantos insultos y apelativos indignos, lo único que realmente le dolió fue perder la amistad de Blumemfeld: ese era el precio de la Verdad y gustosa lo pagaba. Su única auténtica preocupación era tratar de impedir que la historia se repitiera. Por fortuna, los jóvenes, los estudiantes judíos, entendieron a la perfección lo que su querida maestra intentaba decirles: había que arrancar a los judíos la túnica de víctima perpetua y convencerlos de responsabilizarse en tanto sociedad para preservarse contra otra masacre. Eichmann, por su parte, se convirtió en símbolo de lo que podían llegar a ser los burocratizados militares americanos.
Hannah peleó a brazo partido contra la injusticia social, incluido el racismo del que eran objeto la población negra norteamericana. No militó jamás, sin embargo, en las filas feminista, algo que le reprocha Kristeva. Hannah Arendt nunca consideró pertinente apoyar “la causa” de las mujeres, si bien llegó a escribir alguna reseña sobre una obra psicológica en la que mostró sensibilidad a la discriminación económica padecida por su género. “Cuando se le hizo notar que la profesión de filósofo es ejercida mayoritariamente por hombres —comenta Kristeva— ella se limitó a responder: “Es muy posible que algún día haya una mujer filósofa”; precisó además que no se trataba de ella, puesto que los filósofos no la aceptaban entre sus filas y ella misma sólo se ubicaba como “teórica política”, ¡cuando no se definía como “periodista política”! (p. 42). Hannah no conoció a Simone de Beauvoir, de haberlo hecho se hubieran caído gordas —y Kristeva hubiera sido la perfecta mediadora—pues, para empezar, la alemana decía sentir nauseas de la ideología de Sartré y amaba en cambio la sensibilidad de Camus, como también apunta Young-Bruehl, quien a su vez explica que el verdadero motivo de Hannah para rechazar etiquetas, era su negación a “distinguirse” de las demás mujeres en virtud de su educación: “Lo que Arendt deseaba para las mujeres y de las mujeres era que se prestara atención a cuestiones relativas a la discriminación política y legal, una atención a lo suficientemente amplia, que relacionase los problemas políticos y legales de las mujeres con los de otros grupos a los que se les denegaba igualdad. Se inquietaba siempre que veía como “el problema de la mujer” generaba o bien un movimiento político separado de otros o bien se centraba en problemas psicológicos. Su reacción al nombramiento de Princeton no fue, sin embargo, política; en lugar de poner en cuestión la razón por la cual la universidad no había otorgado nunca antes una cátedra a una mujer, Hannah Arendt puso en relieve la dimensión psicológica. “No me molesta en lo absoluto ser una mujer profesor”, le dijo a un entrevistador, “porque estoy acostumbrada a ser una mujer.”
Hannah Arendt moriría el 4 de diciembre de 1975, al poco de la muerte de su amado Blücher, cuya agonía fue lenta pero no exenta del humor y la ironía que le eran propios al aforista. Pero no se retiró sin antes reconciliarse con un ya muy viejo y enfermo Heidegger que cayó de rodillas ante ella, llorando como un niño, declarándose textualmente “un perro con el rabo entre las patas” mientras mojaba las manos algo toscas de su siempre amada con sus lágrimas, aunque según su maravilloso Diario filosófico, 1950-1973 (Herder, Barcelona, 2006, traducción de Raúl Gabás), Hannah consideraba el acto del perdón como algo que destruía radicalmente la igualdad y con ello el fundamento de las relaciones humanas, “que después de un acto de este tipo ya no habría de ser posible ninguna relación. El perdón entre hombres no puede significar otra que cosa que: renunciar, callar y pasar de largo (…)”, por lo que optó por la reconciliación, es decir, restablecer la igualdad, “Con ello la reconciliación es todo lo contrario de perdón, que establece la desigualdad”. Vivió también para escuchar (y declinar), a los sesenta y tantos años, una desesperada petición matrimonial un andrajoso W.H Auden (1907-1973) que moriría un año antes que ella. Hannah padecía una angina de pecho a la que nunca quiso prestarle importancia y cuando unos amigos la encontraron en su sillón favorito, con el servicio de té dispuesto, un libro de Ágata Christie en el regazo y la cabeza ladeada, sonriendo como cuando conversaba con Blücher, la creyeron dormida.