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Ángeles de piedra

“…me digo a mí misma, al escribir: “soy”
G.A

Toda ella, escritura incluida, se haya cubierta por una agridulce telaraña de misterio… la sola mención de su nombre despierta curiosidad: ¿quién llevaría implícita a una santa y a una revolucionaria sin un brillo soberbio en la mirada? Ángel. Plural de ángeles. Invocación/ Evocación. Me atrevería a aventurar que Guadalupe Ángeles ha consagrado su obra, principalmente, a autodescifrarse, a autoreconocerse. A crearle un yo etéreo a ese jeroglífico que es ella misma. A justificar ante el mundo su escritura, sin necesariamente narrar historias pero tampoco hilvanar versos. Un signo marca la frente de su discurso: “Como quien arma un rompecabezas me empecé a contar mi historia, me dije las mentiras que todos saben, quise ser como una serpiente que, palabra a palabra se devora a sí misma, quise con ello desaparecer, pero me quedé conmigo, irremediablemente fiel, lúcida ante mí, sin posibilidad de abandonarme en la locura.” (“De cielo y tierra”, Sobre objetos de madera, Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2004). Es Penélope tejiendo un interminable texto de Amor. Es una gárgola angélica atisbando el vuelo de las palabras para tragarlas como moscas. Es una niña mirando el mar. ¿Quién es?
Guadalupe Ángeles nació en Pachuca, Hidalgo, el 15 de diciembre de 1962. Si le preguntan su profesión, responderá en automático: “Soy secretaria en una agencia del ministerio público, en la agencia especial de desaparecidos, en la Procuraduría General del Estado de Jalisco.” Esto suena fuerte. Desangelado. Gótico. No remite a la madre de una hija universitaria (aunque parezca mentira: Guadalupe tiene una hija que más su muy amada hermana pequeña), mucho menos a Poeta. Pero a fin de cuentas… ¿no es cierto que Rubén Fonseca, autor muy querido para ella de quien, dice, tiene poco de su estilo de escribir, pero mucho de su estilo de vivir, fue policía? Y si con algo se siente familiarizada la escritora, es con los policías: “Yo me considero alguien que escribe. Hay un grupo de amigos que dicen que soy poeta, pero a mí las etiquetas no me preocupan, me importa escribir…” Escribir, pues, para Guadalupe Ángeles, y contra lo que pudiera suponerse, no es una actividad al margen de su trabajo en la Procuraduría, en el Área de Desaparecidos (¿por qué de repente suena tan poético?), sino algo que forma parte de su vida cotidiana, que se contempla con la misma naturalidad que a la superficie negra de su taza de café del desayuno y en la que, asimismo, se ve reflejada la poeta. Escribir, justamente, fue el paliativo que le permitió tolerar la muerte de su padre: “Eran las siete de la mañana… fue antes de ir a la secundaria”, así de simple resume Guadalupe Ángeles su iniciación, su enamoramiento por la escritura, suscitado a la par de su fascinación por la lectura. No es de extrañar tampoco que una escritora emuladora de burócrata desinfectada, que a diario convive con tipos rudos y mal hablados, madres llorosas y hallazgos desafortunados (afortunados, los menos), tenga en Clarice Lispector, la abogada de los pobres; el consuelo de los encarcelados, su gurú literaria.
En materia de premios literarios no ha pasado desapercibida, no obstante su empeño por pasar como suspiro por el mundo. Ejemplar ¿policial? prudencia. Con su novela Devastación obtuvo mención honorífica en el Concurso Juan Rulfo para Primera Novela en 1998 y posteriormente ganaría el Premio Rosario Castellanos 1999 para Novela Breve, con el mismo texto. Su currículo refleja a una empeñosa aprendiz que sin embargo ha publicado solo textos maduros, profundos, en lo tocante a la literatura, sí, pero también al periodismo, el cual ejerce desde hace varios años en los más importantes diarios de Guadalajara, ciudad donde radica desde hace muchos años. Sub-directora de una curiosa revista literaria titulada Soberbia. Los títulos de los libros y textos de Guadalupe denuncian a una escritora cuya claridad entraña interpretaciones unidireccionales y tridimensionales, empezando por la definición del género que en realidad no es tal, simplemente es texto: Souvenirs (1993), Sobre objetos de madera (1994/ 2004) Suite de la duda (1995), La elección de los fantasmas (2002) y las novelas Devastación (1999) y Quieta (2001) y el libro de prosas poéticas, Las virtudes esenciales (2005). Quieta, en particular, la que más me gusta, es una asombrosa pieza minimalista que expone una contradictoria historia de amor narrada a dos voces y que, como los cuerpos mismos, alcanzan a amarse sin jamás coincidir. Su lectura deja una sensación del todo semejante a la de los cuerpos ahítos tras la amorosa batalla del sexo: melancolía post-coitum. La escritura de Guadalupe es, de hecho, una metafórica lucha entre dos cuerpos: el cuerpo textual y el cuerpo físico: “(…) la emoción lo toma todo, como un ejército enemigo, es entonces que se hace necesaria la tregua.” (Quieta, Acento Editores, Editorial Paraíso Perdido, Jalisco, México, 2001).
El de Guadalupe Ángeles es un caso, si no aislado, raro. Poeta reacia a escribir poesía. Una narradora para quien la prosa es territorio imposible de abarcar. Como dice en algún párrafo de Quieta: no imagina, recuerda. ¿Poeta? ¿Narradora? Los críticos se verían en serios problemas para definirla, por lo tanto han preferido no intentarlo siquiera. Desde mi perspectiva, Guadalupe es poeta. Punto. Que ella le llame a sus poemas “novela” o “relato” es punto y aparte. No necesariamente la poesía ha de escribirse en verso. No necesariamente la novela o el relato han de desarrollar historias con la consabida fórmula principio/ nudo/ desenlace. Estamos, pues, ante una autora que escribe prosas poéticas; historias poéticas donde los cuerpos se afantasman y las pasiones aletean; donde los temores más recónditos y primigenios encuentran su vehículo de expresión. Dichos temores se enfocan hacia Eros y Tanatos, Amor/ Muerte, donde se localiza la ausencia de palabras; donde se borran las palabras. La escritura de Guadalupe, aún sin proponérselo, esfuma las fronteras… ¡más a su favor para no encasillarla!: deambula entre ángeles y demonios; realismo y fantasía; hadas y psicología; masculino y femenino. Como si sobre la palabra primigenia garrapateara otra, y así consecutivamente, hasta entregarnos un texto que pareciera trenzado en una lucha interna donde solo hay un vencedor posible: la poesía. “Sí, aquellas palabras eran ella, idéntica a sí misma cuando el sol del atardecer iluminaba sus sueños en las aulas, cuando en determinado brillo en una mirada, o un diminuto mar la contemplaban al pasar.” (“Trilogía”, Sobre objetos de madera).
Las historias de amor empiezan todas igual, pareciera decirnos Guadalupe: coincidencia, intercambio y fusión. En Quieta muestra en retrospectiva lo que vendría a ser esa historia para a continuación desentrañar la verdadera historia: la de los temores e indecisiones de la pareja que ha hecho el amor y considera, por un brevísimo instante, pestañeo, que han coincidido definitivamente. Cuánta razón tenía Oscar Wilde al afirmar que algunas historias de amor pueden durar solo una noche. Al cabo de la separación, los componentes de este amor instantáneo y fugaz reflexionan respecto a la conveniencia de proseguir, recurriendo al cinismo él, fingiendo indiferencia ella. La de la voz femenina se queda, como indica el título, quieta, inmersa en la nostalgia reflexiva; mientras él, no precisamente quieto, no en apariencia, se ufana, al tiempo que se desgarra, de no haber caído en la trampa diabólica del amor. No por nada esta segunda parte se titula “Malentendido a dos voces”. “Solo lo permanente cae tan hondo en la percepción”. Dice él algo que podrían decir la mayoría de los hombres de nuestro tiempo: “Dejé señales por toda la casa para que supieras quién soy yo, qué soy yo; no necesitas mucho para saber que me las arreglo bien sin ti. Muchas veces he pensado si no te inventaste a otro dentro de ti, que a simple vista se me parece tanto y por ello has llegado a confundirlo conmigo.” Varones y mujeres han desarrollado un terror paralelo al de quedarse solos: perder su independencia. Por eso la Poesía se ha vuelto tan callada.
Guadalupe no pretende encontrar el hilo negro, tampoco explicar o exponer nada. Sus únicos y transparentes motivos son dos: expresar y apresar. Apresar a través de la musicalidad de sus textos la emoción, la sensación, de manera que queden talladas en la piedra de la memoria. Es su forma de decirle al lector: “Entiendo, ¿lo ves?” Quizá por ello lo que menos importa en sus relatos es la identidad de los personajes… como cuando se sueña personas cuyos nombres ni siquiera conocemos… o personas cuyas caras ni siquiera hemos visto jamás. El onirismo es otro elemento digno de enumerar en la escritura de Guadalupe, mismo que se logra tapizando los textos de preguntas no implícitas, es decir, perplejidades que la autora comparte sin lugar a dudas con su lector. No manifiesta dominio absoluto sobre el universo que ha creado, más bien, lo somete a consideración, se asume cómplice, co-creadora. Cuando, por ejemplo, pregunta “¿En qué piensan las niñas regañadas cuando bajan la mirada?”, no aporta la respuesta que sin duda conoce, sino que desgrana otras tantas, coronándolas con hipótesis que son asimismo preguntas, hasta que finalmente resuelve, no muy segura de sí: “(…) Algunas en busca de sogas encantadas para escapar, mentalmente, desatan sus agujetas” (“Al bajar la vista”, Sobre objetos de madera). Como la narradora de su relato “Trilogía”, Guadalupe transmite las palabras que se deslizan por su oreja; se confía, pues, a las palabras, como una niña inocente asiéndose a la mano de un desconocido. Se deja llevar por su vaivén, por su ruta,, confiada en su sabiduría. La reflexión, pues, surge espontánea, más impregnada de sentido poético que de sentido filosófico, lo cual no significa que encierre una muy personal Verdad. A la manera de Penélope, hace y deshace textos; teje y desteje palabras pero sin concretar nada. El punto final bien pudiera señalar la eternidad del texto, nunca su final: “…con un ramo de rosas, te doy respuesta cuando preguntas: ¿para qué escribes?”
La imposibilidad de la poesía. La imposibilidad del relato. Esos son, me parece, los temas recurrentes de Guadalupe, aunque los encubra de fantasmas, de ángeles, de demonios amarillos, de niñas que usan de espejo al mar, como en el relato “Eutanasia”: “(…)Los veo nacer de entre las palabras a esa precaria vida y los compadezco, debieran sentir rabia, una ira que los hiciera omnipotentes, inolvidables; ira que vistiera sus cuerpos de colores violentos, y debieran gritar, iluminar con palabras desesperadas la casa que parece a punto de caérseles encima: los veo: imagen de la debilidad: macilentos, fríos. Ninguna esperanza puede tocarlos, ¿por qué están ahí? (…)” (La elección de los fantasmas, Editorial Conexión Gráfica, Jalisco, México, 2002).
¿Cuáles son Las virtudes esenciales? Curiosamente es la única pregunta que Guadalupe se atreve a responder, a través de un libro asimismo titulado. La mayor de las virtudes, parece decirnos, descansa en no tenerle miedo a la belleza, por monstruosa que sea. La poesía actual en México, en especial la practicada por poetas de la generación de Ángeles ha ido perdiendo noción del sentir, sobre todo musicalidad interna sin la cual, hipotéticamente, no hay poema. La de Guadalupe Ángeles es una poesía del sentimiento, transmisora, coloquial… poesía en estado puro, casi en bruto. Música: “No hablarás, lo sé, sonríes, Li Tai Po, roza tu nariz deshecha por el viento contra mi silencio, contra mi pecho que entibiar quisiera tu pequeño cuerpo de sabio silencioso; y si la luna vuelve a tocar tu frente como aquella noche junto al río, cuando hiciste barcos de papel con tus poemas, no le digas que te quise prisionero, no le digas que esconderme quise en tu sonrisa, para no vivir.”
Habría que empezar por decir que los de Las virtudes esenciales es una colección de textos transgresores. En las prosas de Guadalupe cohabita la poesía con la naturalidad de un niño contemplando una flor, en un hábitat sembrado de sonidos remotos. Amor, tema escabroso para los cyber-esteticistas y para los cyber-críticos que exigen se de vuelta de tuerca (o manita de puerco) a tan peliagudo asunto y, de ser posible, no se le nombre nunca, nunca jamás: palabra maldita con que se llena la boca la poeta Guadalupe para entregárnosla sólida y contingente. Es, por tanto, una poeta desvergonzada. El corazón, después de todo, es una herida, solo eso. Adiós lugar común. El corazón, para la poeta, no es órgano, no es metáfora: es herida. Y las heridas, callan.
Efectiva mezcla de metafísica y existencialismo, invoca al cielo y a la tumba: ¿mística existencial?, sería un excelente término para designar su poesía. Revela la belleza de la gárgola (y además, lectora); la dulce respiración de la gárgola que es música para los oídos: “Perturbada, reducida a signo, como nunca arbitrario, separé los labios, resecos ya, para decir la palabra que habría de liberarme. No la dije.”
Tampoco le avergüenza el término “felicidad”, aunque le otorgue un significado más próximo a la melancolía, o a un estado intermedio entre la borrachera y el cielo: la tristeza buscada, parece decirnos, es la felicidad máxima; el lugar del poema. Inocencia tan perturbadora (y perturbada) solo puede ser fruto de un oficio largamente practicado y de una herida cultivada con el esmero de un jardín alejandrino, mientras se finge mecanografiar reportes sobre desaparecidos. Ángeles morenos y muñecos que sueñan en silencio, desprendidos del arte de la pesadilla. Palabras que limpian, que sanan, con la violencia con que el otoño barre las hojas. Necedad de querer ser cuerpo sin viento, de hacer literatura sin distinción de géneros, sin vendavales y sin horarios. Porque Guadalupe Ángeles no es el tipo de escritor que se aposenta disciplinadamente frente a una pantalla para escribir su cuota diaria. Felizmente se le nota (y es un hecho que los escritores disciplinados luchan por que no se les note tampoco): “…a veces hago apuntes en papelitos, a veces me siento abrumada frente a la computadora y puedo pasar varias horas para terminar un cuento o una prosa, sin más… a veces un poema, de un tirón, luego de una función de teatro, de un tirón en mi cuaderno, o bajo los efectos del amor…”
Actualmente, Guadalupe Ángeles trabaja en una biografía novelada y persigue cuentos… antes de que desaparezcan.


Textos de la autoría de Guadalupe Ángeles