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Lo descarado y lo oculto

“(…) Horas de mujer pasando hilos sobre cojinetes satinados, como cenefa de pinos: luz disimulada en un bocado de cielo (…)” “Nicolasa y los encajes”



La escritura de Mónica Lavín es un bordado. Sobrio y preciso. He de reconocerlo, yo, que le huyo como a la peste a cualquier asociación entre escritura femenina y labor de costura, pues, para empezar, hay quienes no sabemos pegar un botón. Pero en el caso de Mónica no queda más remedio… presiento, además, que ella sí sabe bordar-bordar… que ha de hacerlo como un ángel, en el supuesto de que los ángeles borden.
Así entonces, más que escribir, Mónica Lavín borda las más alucinantes historias alrededor de los personajes, circunstancias y actividades más cotidianas, a veces vulgares, haciéndolos pasar por anómalos y atípicos. ¿Cómo es, por ejemplo, que consigue conmovernos, de manera profunda, con lo que pareciera el patetismo de una empleada de baños públicos (“ese mirador de necesidades y desagüe universal de porquería”), que de pronto es contratada como modelo? ¿Cómo lograr que la pasión transforme una tarde común de comida corrida y vuelta a la oficina? Como apunta la misma Mónica en Leo, luego escribo (Lectorum, México, 2006), el acto de narrar, en su caso, equivale a seducir, y, agregaría yo, hipnotizar: “(…) Si algo me seduce y me interesa del cuento es su relación con la imagen, su capacidad de detenerla, de regodearse en ella, de disecarla (…)” (p. 49).

Cuando Mónica afirma que espera que sus personajes se parezcan solo a sí mismos y a nadie más, está siendo honesta. Imposible, o casi, vincularla con ellos. Nacida el 22 de agosto de 1955, en “la ciudad que cansaba solo de verla”, México, D.F, Mónica es pulcra y elegante, sencilla como es la elegancia nata. La desenvoltura de sus ademanes es matizada con su voz insospechadamente grave para su frágil esbeltez. Al tiempo que charla, sus bellas manos bordan en el aire… escriben. Tocan. Nada que ver con las damas de opulentos pechos de Café cortado; o con las camareras, empleadas, secretarias, funcionarios, corre-ve-y-diles, doncellas e indigentes que pueblan su cuentística: “Chéjov me enseñó a sentir curiosidad por los personajes que no están en el centro. Lo silencioso me interesa”, me revela Mónica.
Es posible intuir en ella una simpatía rayana en la ternura por el burócrata que de pronto empieza a recibir anónimos de amor en “La carta”. Imposible, sin embargo, visualizarla mientras apalea a un gato, como la quisquillosa protagonista de “Ojos amarillos”, mucho menos resignándose a la invasión de su intimidad por parte de la parentela de una criada enferma. Mónica aparenta más firmeza de carácter que la bonachona solterona de “Intromisión”, y además es casada. Las que más se le parecen son las niñas, que en su narrativa abundan. Por ejemplo, “Nicolasa y los encajes”, relato que da nombre al libro que recoge los cuentos antes citados (Lecotrum, Col. Marea alta, México, 1999), y que Mónica reconoce como el más suyo pues su descubrimiento del baúl repleto de preciosos encajes es simultáneo al descubrimiento de la literatura: “La niña del barco, que ya no era niña, solía contemplarlo a solas y mostrarlo con orgullo como una melancólica acta de procedencia. Detenía un largo rato el encaje entre sus manos espiándole, entre las mariposas y la cenefa ondulada, una historia escondida (…)” (p. 72)
Se le parece también a la etérea Margarita de brillante pelo del bello relato “Una virgen azul”, incluida en el mismo libro, obsesionada por la belleza de una virgen de yeso cuya contemplación se le vuelve adictiva, al grado de orillarla a decir sus primeras mentiras en casa, las que hubieran correspondido al primer noviete –y termina de darle un cariz inquietantemente sexual al asunto-, y escaparse de la escuela para recluirse en la iglesia donde la magnánima Señora la espera: “(…) Qué diferente a la oscuridad de la catedral, al miedo que le daba el hombre triste con sangre en las manos.” (p.p 56 y 57).
Lo que se parece a Mónica, y mucho, es su prosa que podría recibir los mismos adjetivos que su persona: pulcra, elegante, desenvuelta, delicada… lo sigue siendo aún cuando penetra territorios sórdidos… incluso pornográficos: “(…) Sus nalgas se abrieron ofreciendo su redonda superficie y la negrura húmeda de su raja. La penetró como sabía hacerlo con la ternera (…)” (Café cortado, Plaza & Janés, 2001, p. 69). Nunca inverosímil. Nunca artificiosa ni superficial. Cada relato, cada novela de Mónica Lavín es un bordado fino de costuras invisibles. Nada que sobre, nada que falte. Tan diestra con el hilván como con la tijera. Las historias van deshilándose lenta, muy lenta y cadenciosamente. Casi se escucha el tac-tac de la máquina de costura: “Me gusta la mañana y el silencio. Anteponerme a las interrupciones. Me gusta no haber ocupado mi cabeza en otras cosas. Ser toda para el texto. Necesito café y música clásica (Rachmáninov, Tartini, Brahms, Dvorak, Fauré); instrumentos como el cello o el oboe son los que mejor me acompañan, aunque luego, si estoy muy picada, no me doy cuenta que ha dejado de sonar. Necesito la soledad. Alguna postal o ilustración o recorte que tenga que ver con la novela que escribo a la vista.” Mónica Lavín se deshila junto con su escritura, hasta fundirse con el texto e integrarse al lenguaje: desaparecer. No es ella quien toma apuntes, diría uno de sus personajes, sino los apuntes quienes la toman.

Si bien Mónica debutó como escritora a los treinta años con el libro Cuentos de desencuentro y otros, empezó a escribir a los trece textos que denominaba “novelas” en libretas Scribe y cuyas protagonistas eran chicas de su misma edad. Pero como suele suceder, no sabía qué hacer, además de escribir, para ser escritora. Para cuando publicó aquel primer libro, se había graduado ya como bióloga, aunque muchas veces estuvo a punto de desertar. Alternó estos estudios con su puntual asistencia al taller de Mempo Gardinelli que, a decir de la propia Mónica, “me ayudó a creerme escritora”. La afición a la lectura la había raptado también, desde mucho antes: Carson McCullers, Faulkner, Chejov, Ian Mc Ewan, Capote, Flaubert y Mercé Rodoreda… particularmente los dos últimos: “(…) Ser lector es un acto poderoso. Nos volvemos dadores de vida.” (Leo, luego escribo, p. 54); dicho con las palabras de la protagonista de “Los diarios del cazador”, “La lectura le permitía inventar al personaje a su capricho (…)” (Los diarios del cazador y otros, Centena narrativa, Aldus, CONACULTA, 2004, p. 21).
Mónica se graduó, finalmente, como bióloga, quizá porque, como Diego, el narrador de Café cortado, “(…) supuso que leer era un privilegio que no se podía seguir dando y escribir, una locura que se le pasaría (…)”. Ya para su segundo libro, Nicolasa y los encajes, originalmente publicado por Joaquín Mortiz en 1991, Mónica se había decidido por la escritura. En 1998 obtendría el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen con su más entrañable libro de cuentos –aunque, en lo personal, Mónica prefiere Uno no sabe cuentos (Plaza & Janés, 2003)- Ruby Tuesday no ha muerto, cuyo eje son las canciones de los Rolling Stones. Con la novela Café cortado, que considera su novela mejor lograda, gana en el 2001 el Premio Colima para obra publicada. Esta obra, como veremos más adelante, concentra prácticamente todos los rasgos distintivos de la prosa de Mónica Lavín. Ahí, como en ningún otro relato o novela palpita el elemento inquietante, “el engendro”.
Ya en Tonada de un viejo amor (Selector, Col. Aura, 1996), aborda Mónica un tema espinoso, poco frecuentado en las letras mexicanas: la relación incestuosa entre una sobrina y su tío, quienes, lejos de sentirse inhibidos por la culpa, se la pasan buscando recovecos y callejones óptimos para la forma de sus cuerpos. Aquí, el lenguaje de la autora alcanza una ríspida sensualidad, cercana a la melancolía que asimila la música del sax, instrumento que tiene, dentro de la historia, una relevancia fetichista. Parece broma, sin embargo, que tan ardiente novela tenga su origen, según cuenta Mónica, en una estampa de un pueblo de Coahuila, una pareja de viejos saliendo del olvidado cascarón que todavía presenta huellas de la señorial mansión que fuera… lo mismo que sus habitantes: “(…) Sospeché un cuento que luego se volvió novela, y que ahora supongo sucedió porque la imagen despertaba muchas preguntas, muchas más que la que una sola situación que compete al cuento, me permitía responder (…)” (Leo, luego…p.p 50 y 51).
Café cortado tiene también su origen en un intento por responderse preguntas que, finalmente, se pierden en más y más dudas. En este caso, dudas de carácter íntimo: una indagación en el asesinato de su abuelo materno que, como Miguel Islas, era un inmigrante español que vivió en Tapachula, Chiapas, donde, en efecto, es propietario de una hacienda cafetalera llamada El Charro. En esta novela asistimos a un crimen que, contario a lo que se proponía Mónica (misterios de este oficio), pasa a un segundo término. Resulta, entonces, que en Café cortado, todos y ningún personaje son los protagonistas.
Como Diego, quien pretendía resolver un asunto de negocios y termina escribiendo una novela, Mónica debe haberse internado en polvorientos archivos aunque, en el caso de la escritora, lo que buscaba era la pista del asesinato de su abuelo, acaecido en 1929. Tanto en el caso de Diego, como en el de Mónica, la necesidad por desentrañar la identidad del asesino termina siendo eclipsada por una dedicatoria que figura en todas las columnas de un periodista de la época, que es la postrevolucionaria en México: “Para Ángela”. De pronto, prefigurar a la mujer que motivó tal obsesión en un hombre de notables talento y sensibilidad, acapara la imaginación, tanto la del narrador como la de su autora, quien convierte a Ángela en la prometida de Miguel Islas que permanece en España mientras su novio hace fortuna en la América. Mientras aguarda la señal para remontarse a un salvaje lugar del otro lado del mundo donde se cree esperada y necesaria, Ángela acude Fermín, un periodista, para que le hable sobre la situación de aquel país y tantear las posibilidades de que su amado Miguel sobreviva. Tras la primera conversación surge entre ellos, la joven y el periodista una amistad… una atracción: “(…) Mientras sucedía esa transformación en hombre enamorado, él notaba las uñas de sus dedos siempre limpias, el teclado de su máquina mucho más luminoso, porque Ángela se había filtrado no solo entre sus sábanas y secretas fantasías, no sólo en la extensa playa por la que caminaron, sino allí en sus horas de oficina, entre las líneas de sus textos (…)”.
En medio de una historia donde predominan los hombres machistas, incluido el propio narrador, Fermín, que por poco es un personaje incidental, se crece en su amor no solo por Ángela sino por el sexo femenino. Y con amor intentó decir fascinación y respeto… emociones que, incluso hoy, difícilmente albergaría un hombre. Ya desde antes de conocer a Ángela, Fermín sigue minuciosamente los avances del feminismo en Europa. Es el único varón que escribe sobre las sufragistas en México, particular sobre el caso de Emeline Pankhurst, sin mofa, más bien, con esperanza de que alcance la meta. Ángela que como casi toda mujer de su tiempo no alberga, no superficialmente al menos, ningún talento en especial, nada fuera de serie, quiero decir, conquista a Fermín con la seguridad y firmeza con que se le planta en la redacción del periódico, en la época en que en las redacciones de los periódicos sobrenadaba la testosterona, con esa chispa inteligente en la mirada: “(…) Qué torpe, no darse cuenta de que la traían asuntos del corazón, ahora sabía que son las únicas que orillan al atrevimiento (..)” (p. 287).
Ángela, finalmente, actuará según se espera actúe una mujer habituada a la obediencia. Aún enamorada de Fermín, que por cierto no tiene la menor intención de ser su dueño sino solo su par, Ángela ha de partir rumbo a México, por no faltar al compromiso con el hombre que ya le ha acariciado los senos y asumir su papel como señora de El Chorro. Se casará con Miguel, quien también se ha enamorado de otra, de Ingrid, la hija de su socio alemán. Además de amarla, un matrimonio con Ingrid le sería de sumo provecho a Miguel en el terreno de los negocios… pero para cuando se da cuenta de ello, ya Ángela surca el océano para cruzar el continente. Como en la vida real, en Café cortado nada es predecible y se suscitan una serie de accidentes y malos entendidos que producen la infelicidad de quienes prácticamente la tenían ya entre manos. Y del mismo modo que el lector se topa con un hombre excepcional como Fermín, topará con otro absolutamente despreciable como Chabelo, el capataz de Miguel, que además de negar su parte indígena y patea a los indios a su servicio, niega su bisexualidad y se entretiene violando indias: “(…) Motozintla mascaba la mitad del camino entre la airosa Comitán y la cálida Tapachula. En el infierno tal vez todo era mitad del camino, se podría ser hombre y mujer (…)” (p. 89).
Mónica se declara cuentista antes que novelista, aunque empezó escribiendo novela. El género, declara, es un género que le fascina y no piensa abandonar tampoco. Pero también seguirá escribiendo novelas. Por lo pronto, escribe una novela que ocurre en el mundo novo-hispano.




Algunos relatos de Mónica Lavín:


Lee Los jueves, aquí


Lee Secreto a voces, aquí


Lee Punto y coma, aquí


Página de Mónica Lavín, aquí