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Lamento fecundo

Para la Mtra. Flor de María Esponda y para el Mtro. Arturo Guillén, habitantes de Balún-Canán.
Y para la Dra. Laura Guerrero Guadarrama

Yo era lo que fui: mujer de investidura desproporcionada con la flaqueza de su ánimo.
“Lamentación de Dido”

Aquel 23 de junio de 1950, las carcajadas retumbaban en los pasillos de la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, ubicada todavía en el Edificio Mascarones. Provenían nada menos que del aula José Martí. No faltó quien, no resistiendo la curiosidad de saber de qué podían estarse riendo profesores tan distinguidos como Eusebio Castro, Paula Gómez Alonso, Eduardo Nicol, Leopoldo Zea y Bernabé Navarro, se sumara discretamente a la audiencia del examen profesional de aquella joven pálida, pequeña y delgaducha pero segura de su discurso y de su porte. Y mientras sinodales y público reían a mandíbula batiente, la muchacha de recatada vestimenta, pobladas cejas y limpísima cabellera peinada en austero moño, continuaba impertérrita: “(…) Muchos autores han querido hacer de la mujer una especie de poder tras el trono o de diablo tras la cruz, y de la cultura una especie de enfermedad que, como la hemofilia, las mujeres no padecen pero transmiten
Y continúa: “(…) me está vedada una actitud: la de sentirme ofendida por los defectos que esos señores a quienes he leído y citado acumulan sobre el sexo al que pertenezco. Su sabiduría es indiscutible, sus razones tienen que ser muy buenas y las fuentes de donde proceden sus informaciones deber ser irreprochables. Y luego, por desgracia, no soy lo suficientemente miope como para no advertir que esos defectos existen (…) El mundo que para mí está cerrado tiene un nombre: se llama cultura. Sus habitantes son todos ellos del sexo masculino. Ellos se llaman a sí mismos hombres y humanidad a su facultad de residir en el mundo de la cultura y aclimatarse en él (…) ¿Cómo lograron introducir (las mujeres) su contrabando a fronteras tan celosamente vigiladas? Pero sobre todo ¿qué fue lo que las impulsó de modo tan irresistible a arriesgarse a ser contrabandistas? (…) Estas mujeres y no las otras son el punto de discusión; ellas, no las demás, el problema.” (Sobre cultura femenina, Fondo de Cultura Económica, México, p.p 58 y 81, 82,83 y 84).
Pero no. Los sínodos y el público no se reían de aquella pulcra muchachita que parecía haberse pasado una plancha toda ella, incluidas unas medias de lino en pleno verano y el terso cutis. Se reían con ella, y se reían, sí, de la frescura con que la joven refutaba los argumentos de grandes filósofos misóginos; pero se reían, sobre todo, de lo ridículos e infantiles parecían de pronto bajo la lupa tridimensional y el escalpelo de una pasante de almidonada blusa blanca, más parecida a una novicia que a una filósofa. Quizá la actitud inicial haya sido la de ¿Cómo se atreve esta niña a exhibir como necios a San Pablo, J.P Moebius, Lord Chesterfield, Kant y Otto Weinnenger, entre muchos otros, y hacerlo con una actitud que parecía gritar: “Soy testimonio viviente de lo equivocados que estaban: Yo. Rosario Castellanos. Chayito, como insisten en llamarme.” Cuando la señorita Castellanos concluyó su exposición, las carcajadas se transformaron en atronadores aplausos que la pasante aceptó sin inclinar su rígido peinado que le estiraba los ojos, de por sí rasgados; sin molestarse en fingir modestia. Bastante había tenido que fingir ya.
Veinte años más tarde, Rosario Castellanos (ya nadie se atrevía a llamarla Chayito) cuestionaría su propia tesis, la que le mereció una mención honorífica, sin renegar de su contenido sino más bien de su procedimiento pues se había compenetrado en la filosofía existencialista vía Simone de Beauvoir. Quizá fue la primera mexicana que leyó a Mademoiselle de Beauvoir y la primera en declararse feminista sin tapujos y el ceño tan liso como su falda. “Desde joven la autora se distancia del feminismo superficial –señala Gabriela Cano, prologuista de la más reciente edición de Sobre cultura femenina, nada menos que la tesis de maestría en filosofía de Rosario-: no quiere exaltar gratuitamente las producciones culturales de mujeres ni se propone defender a las escritoras, sino que busca entender y explicar sus obras utilizando la misma vara empleada para valorar la literatura escrita por hombres. “ Es en la ironía donde Rosario encuentra la riquísima veta a explotar para pagar a la crítica machista con la misma moneda sin parecer una hembrista furibunda y resentida. Junto con la colombiana Albalucía Ángel y la argentina Luisa Valenzuela, es la primera escritora latinoamericana en ironizar en vez de indignarse. De poner buena cara a los malos tiempos, pues. La ironía permitía a la morigerada muchacha continuar siéndolo: La ironía es en sí misma un acto de liberación que destruye todo dogma pero sin hacer explotar bombas ni perpetrar masacres verbales. Dice Laura Guerrero Guadarrama en La ironía en la obra temprana de Rosario Castellanos (Universidad Iberoamericana, EON, 2005): “Desnuda el absurdo, juega con las palabras, muestra la falsedad de los discursos esencialistas y logofalocéntricos al repetirlos y burlarlos; en Sobre cultura femenina, ella sigue las reglas de la disertación filosófica sobre la nulidad de la mujer, para subvertir el discurso, para ironizarlo. Está consciente del recurso ya que lo ha observado en otras mujeres (…) (p. 14) Y la ironía caracteriza la mayor parte de su obra, excepto quizá su poesía, donde deja fluir el llanto contenido y exhibe a la verdadera Rosario: la vulnerable, la denigrada, la abandonada, la silenciosa y la silenciada; la que perdió un hijo; la obsesiva invocadora de la fiel compañera de Diógenes, lo que hace al lector preguntarse si no intuiría su destino. “Despabiladora de lámparas”, nombra a Dido, su perfecto alter ego. Pero su poesía refleja, asimismo, a la adolescente que se dibujó a sí misma en la intimidad de su habitación; la que colocó una muralla de libros entre ella y los padres que no hacían sino evocar al hijo malogrado; al varón que perpetuaría su apellido de conquistadores, olvidándose por completo de la existencia de la hija que recogía en dos finas trenzas su cabellera para asemejarse un poco a sus ángeles guardianes, las indígenas que velaban su sueño y fueron acaso sus verdaderas madres. Aprendió a no aburrirse como doña Adriana, su madre, presencia ausente y perpetua en el balcón de la casona blanca, la que no contaba siquiera con el consuelo de un estuche de costura; que no sabía hacer otra cosa que lamentarse de su mala suerte –particularmente a raíz de la muerte del único hijo varón cuyos huesecillos conservaba como reliquias- y vivía a través de los otros, a los que espiaba como las señoras actuales espían las desventuras de las heroínas de las telenovelas. Chayito fue una adolescente feliz gracias a los libros y a la poesía, pero su dicha libresca no le impedía mirar a su alrededor con ojos cuestionadores y generalmente críticos: “¿Cómo creció esta fiebre de hormigas en mis pulsos? (…) ¿Cómo fue Dios quedándose sordo y mudo y ausente, / irremediablemente ausente detrás de la aurora?” (“Trayectoria del polvo”, Poesía no eres tú, Letras Mexicanas, Fondo de Cultura Económica, México, 1975)
“¡No el varón!”, había exclamado la madre cuando se enteró de que los brujos querían “comerse” a uno de sus dos hijos. La niña estaba presente y, aunque demasiado pequeña para comprender, poco a poco asimiló que, en opinión de su madre, era ella quien merecía morir y no su hermano. “Llego hasta la recámara de mi madre. Allí está ella sobre su cama, la cama en que murió su hijo, retorciéndose y gimiendo como la res cuando el vaquero la derriba y su piel humea al recibir la marca de la esclavitud.” (p. 284). La primera novela de Rosario Castellanos, Balún Canán, publicada en 1957, termina con la niña narradora ante un cuaderno, trazando interminablemente el nombre del hermano muerto, Mario Benjamín, Mario Benjamín..., que no fue sino preludio de una escritura interminable que buscaba justamente exorcizar el nombre del hermano varón con la injusticia que simbolizaba. En su extraordinario ensayo, Mujer que sabe latín, a mi parecer mucho más influido por Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft, que por El segundo sexo, de Simone De Beauvoir, Rosario Castellanos revela, en primera persona, el verdadero desenlace de aquella historia, su propia historia: “Lo escribo en las páginas de un cuaderno escolar y en el momento en que lo leo me doy cuenta de que este par de renglones que se gastaron en lo más profundo de mis entrañas, acaban de romper su cordón umbilical, se han emancipado de mí y ahora me enfrentan (...) Se niegan a continuar en las páginas de ese cuaderno en las que únicamente mis ojos pueden leerlos sino que aspiran a pasar a otro sitio, en el que se expongan a las miradas de otros (...)” (p. 194).
Cuando en 1948, a los 23 años, al morir sus padres en forma casi simultánea, se arranca para siempre del luto. Jamás nadie volvería a verla de negro: el blanco se volvió color reglamentario para Rosario Castellanos, la eterna novicia. Dicen que hasta para los funerales de sus progenitores se vistió de desafiante blanco, impoluto y perfecto. El color que no le habían permitido usar durante todos esos años, condenada a ser una niña enlutada, prisionera de la osamenta del hermanito vuelta objeto de culto en aquella casa maldita, "La orfandad significó, ante todo, la brusca ruptura de afectos y relaciones patológicas en las que yo fungía al mismo tiempo como víctima y como verdugo en las que me agostaba en remordimientos estériles, inútiles, promesas de enmienda y rebeldías que se desarrollaban dentro de una campana neumática", confiesa Rosario a Óscar Bonifaz. Aunque en Comitán vieron con muy malos ojos que la joven Rosario escribiera sin miramientos sobre sus padres, conservando incluso el nombre real del padre —a Adriana, su madre, la rebautizó como “Zoraida”—, hay que hacer hincapié en su enorme generosidad al compartir su herencia con Raúl, un medio hermano nacido del amasiato entre el hacendado César Castellanos y una india. Un hermano que era, como ella, un exiliado del afecto paterno pero además un despojado de apellido y de seguridad.
Rosario, la poeta de ojos tristones acentuados por cejas puntualmente depiladas que redelineaba implacable, buscando castigarse más que embellecerse, nació en Comitán, Chiapas, hoy Comitán de Domínguez, un 25 de mayo de 1925. Los nacidos en Géminis, dicen, son comunicativos, elocuentes, histriónicos y con excelente sentido del humor, y al menos esta geminiana confirma tales características. Rosario no debe ser vista como la enamorada patética que consigna Elena Poniatowska en el prólogo de ese libro vejatorio titulado Cartas a Ricardo. Vejatorio pues expone una intimidad que la autora misma solicitó amorosamente a su destinatario no exhibir, del mismo modo que buscó la destrucción del manuscrito de Rito de iniciación (Alfaguara, 1997), novela publicada post mortem a instancias de su único hijo, Gabriel. Imposible que la muy discreta Rosario, la que en carta fechada en Madrid, el 6 de noviembre de 1950, le dice a su destinatario, “(...) estoy absolutamente avergonzada de que todos esos papeles hayan ido a parar a sus manos; son tanteos y estupideces y a uno no le gusta que lo vean cuando hace el tonto (...)”; la prudente y perfeccionista Rosario Castellanos, que en 1966 hizo retirar Rito de iniciación de la imprenta, siguiendo el consejo de buenos amigos que advirtieron que dicha obra desmerecía bastante en comparación con Balún Canán y Oficio de tinieblas, haya encomendado a Raúl Ortiz y Ortiz la publicación de su correspondencia íntima. La poeta Dolores Castro, la mejor amiga de Rosario (que hubiera sido la custodia natural y más confiable), manifiesta en entrevista con Hernán Becerra Pino su contrariedad al respecto: "No me gustó que las hayan publicado. A Rosario le gustaba mucho escribir cartas. Tiene cartas Óscar Bonifaz, tengo cartas yo, tienen cartas todos los novios que tuvo, porque ahí parece como que Ricardo hubiera sido el único novio que Rosario había tenido en su vida y no es así (...)” A lo cual agregaría: ¿Por qué no mejor reeditar la maravillosa correspondencia entre Rosario y Efrén Hernández? ¿Por qué exhibir a la mujer y no a la escritora?
Me quedo con la monja laica que recuerda María Luisa Mendoza; con la mujer que se negó a ser Cristo descrita por Carlos Monsiváis; con la escritora lo bastante absorta en su fecunda labor literaria para seguirle la pista a un marido infiel y machista que nunca le perdonó el pasar a la historia como “Señor Castellanos”. La escritura no fue su paño de lágrimas, como injustamente insinuaron José Joaquín Blanco y otros críticos misóginos que, o jamás se molestaron en leerla o la leyeron llenos de prejuicios: si algo abunda en la obra de Rosario Castellanos es el humor. Si de algo carece es de solemnidad. La de Rosario Castellanos no es, de modo alguno, la obra de una resentida sino la de una intelectual madura, una filósofa profunda a la par de desparpajada y perfectamente capaz de domesticar la pasión que la trasciende. Ninguno de sus magistrales textos en prosa nos habla del desgarro de perder a su primera hija (aunque sí su poesía, dicho sea de paso, tan bella como su prosa y más autobiográfica); mucho menos de la fragilidad emocional de la esposa humillada y traicionada. De lo que sí nos habla Rosario, y con sabio sentido del humor, es de los arquetipos y estereotipos de feminidad que tanto daño nos han hecho; concretamente, de los únicos tres destinos posibles para la mujer, de los cuales el más ambicionado solía ser el de señora. Los otros dos son la soltería perpetua o el oficio más antiguo del mundo. Desde pequeña se preguntó si existiría otra opción alterna que no fuera desaparecer como la tía Matilde, o tomar el hábito como Sor Juana. Ella enseñó una cuarta opción que es no ser ninguna de las tres anteriores sino simple y llanamente mujer. La lámpara con la que nos ilumina el sendero es la literatura que abordó en prácticamente todos los géneros, lo mismo que el periodismo.
En 1951, habiendo publicado apenas sus primeros libros de poemas, género inaugural de su escritura, Rosario es minada por la tuberculosis que no obstante le permite, durante una larga y solitaria convalecencia (pocos fueron los amigos que no temieron contagiarse), releer La guerra y la paz, así como gran parte de la obra de su admirado Proust. Gracias a Emmanuel Carballo, que durante una entrevista previa a la inmortalizada en el espléndido libro Protagonistas de la literatura mexicana, la hizo recordar algunos pasajes de su infancia, se decide a escribir su obra maestra, Balún Canán. Retoma entonces la poesía y escribe “Lamentación de Dido”, incluido en el libro Poemas 1953-1955 que, a decir de Óscar Bonifaz, es, junto Muerte sin fin, el gran poema mexicano. En 1961, casi al mismo tiempo que le es concedido el Xavier Villaurrutia por su libro de cuentos Ciudad real, nace su hijo Gabriel. Los convidados de agosto (Era, 19 reimpresión, 2001), publicado en 1964, es, a mi juicio, su mejor libro de cuentos. El que le da título al libro es de los más desgarradores que he leído. Basta un segundo para que la reputación de una "señorita decente", labrada a pulso desde la más tierna infancia, sea irremediablemente destruida. A Emelina, la patética heroína, le basta un instante de debilidad, un minuto de atención al silenciado reclamo de su cuerpo, un mal pensamiento, para que treinta y tantos años de pureza y decencia se diluyan en una casa de citas. La sociedad patriarcal ha variado sus exigencias hacia las mujeres, pero tales exigencias siempre serán desproporcionadas en comparación con lo que se le exige al varón.
Rosario empezó a escribir una columna para Excélsior en 1963, y no cesó de hacerlo hasta el día de su muerte, absurda, repentina pero extrañamente poética. Ya divorciada del también filósofo Ricardo Guerra, en 1974, acepta un cargo diplomático en Israel en donde, asegura Monsiváis, salía vestida de mucama, con una pañoleta en la cabeza, a barrer las aceras de la calle donde se ubicaba la embajada de México para, horas más tardes, asumir el disfraz de diplomática que no era sino el impecable conjunto de ropa blanca y perfectamente planchada, sin un pelito fuera de lugar. Pocos días más tarde, el 7 de noviembre, sale descalza de la ducha e intenta conectar una pintoresca lámpara que acaba de adquirir en un mercado de Tel Aviv. Dolores Castro niega rotundamente la absurda versión del suicidio, "(...) No le gustaba nada que fuera eléctrico, hasta para conectar una plancha siempre decía: ¡Ay, voy a conectar, qué horror! (...) La propia Rosario en Mujer que sabe latín nos vuelve a decir, para que no quepa la menor duda: "(...) hay una manera distinguida de suicidarse, sin trastornar a los demás, sin ofrecer un espectáculo desagradable. Esa manera es soñar..."