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Las niñas no lloran

No llorar. Es la consigna para las viudas de los chechenos, de los hombres fuertes de Chechenia y de los periodistas. Solo las niñas lloran. Las lágrimas del periodista son las que menos importan. A él o a ella, de ser necesario, se le olvida que estuvo allí… o aparenta que lo olvida. Describe y ya, esa es su misión: “Tengo cuarenta y tres años. Jamás había sentido el olor atroz de un cuerpo quemado, y eso que he vivido muchos sucesos trágicos (…) más tarde comprendí que aquel olor procedía de mi infancia soviética… Durante la época comunista, cuando las tiendas, sobre todo en provincias, estaban vacías, apenas vendían pollos preparados para asar. Mi tía Vera, que nos preparaba la comida a mi hermana y a mí, desplumaba un ave para la sopa y luego la chamuscaba en un hornillo de gas.” (La deshonra rusa, RBD, Barcelona, 2004, traducción de Catalina Martínez).
La mujer de melenita prematuramente encanecida (solo 43 años) se ve forzada a intercalar este recuerdo de su infancia para no derrumbarse sobre la computadora. ¿Dónde esconderse? ¿Debajo del escritorio? ¿En el baño? Ella misma es su mejor escondite. Por dentro llora a gritos… lo mismo que las viudas chechenias a quienes la tradición prohíbe llorar a los esposos muertos… desaparecidos… despedazados… incinerados. Una pierna. Un dedo. Un trozo de abrigo. La cremallera del abrigo. El rostro de la periodista, sin embargo, no deja lugar a dudas: lleva años llorando con impotencia, con furia, con rabia… pero nunca mientras escribe, no, jamás. André Glucksman, nada menos, ha alabado la nula sensiblería y la pluma precisa de Anna Politkovskaya, la de grandes y resecos ojos verdes que gritan todo lo que su pluma calla. La cámara inmortalizará su expresión: Me van a matar. Pero sé que nadie puede ayudarme…
La primera heroína del siglo XXI nació por casualidad en Nueva York, el 30 de agosto de 1958, hija de padres soviéticos, ambos diplomáticos de la ONU. Anna, sin embargo, crecería en Moscú en cuya universidad estatal se graduaría como periodista con una tesis sobre la poeta, víctima del régimen stalinista, Marina Tsviétaieva (1892-1941). Para entonces, 1981, el silenciamiento radical de periodistas no era la práctica común que llegaría a ser diez años más tarde y habría de tornarse escandalosa con el ascenso al poder del teniente coronel Vladimir Putin, alto mando de la KGB. Pero mientras Putin dirigía la policía secreta rusa, en 1982, la joven Anna iniciaba una prometedora carrera en el diario Izvestia. En 1999, año de la victoria en las urnas de quien se convertiría en el enemigo que jamás vería de cerca, Anna ingresa al semanario Nóvaya Gazeta, por hoy el único de carácter independiente que queda en Rusia. Será en esta publicación donde despunta como crítica del régimen menos criticado de los últimos años, declarando abiertamente yo no creo en Putin… no me gusta Putin… quizá Anna haya sido la única rusa que no lloró con la telenovela del horario estelar, superproducción épica patrocinada, como la guerra contra Chechenia, con dinero de los hipnotizados contribuyentes. El elocuente título del melodrama: Spetsnaz. Los checehenos eran los malos y los rusos, interpretados por los actores más guapos y amados del país, héroes invencibles. Anna, que lo ha visto todo con sus propios ojos… que todavía siente impregnado el pelo y la piel del agua del río que arrastra los cadáveres… que ha visto a los buenos asesinar salvajemente a unos pastorcillos, es decir, los malos… No, tampoco a mí me gusta Putin…
Tres años después de publicarse el segundo y más exitoso libro de Anna, La deshonra rusa, uno se estremece al leer las leer líneas con las que abre y cierra el reportaje y que parecieran proféticas:

“¿Nosotros? Hemos reconocido que una bala en la cabeza es más sencillo y natural que resolver cualquier conflicto, por nimio que sea.” (p. 12)

“No descarto que un día el redactor jefe que me ha enviado a esta guerra no sepa qué hacer conmigo y, como un artículo no publicado a tiempo, termine en la papelera.” (p. 218).

Es la minuciosa relación de los hechos presenciados en una Chechenia ocupada por los rusos, en lo que pomposamente llaman “operación anti terrorista” ideada por el hombre más votado en unas elecciones rusas y cuyo interés central es inflamar la xenofobia de su pueblo contra la pequeña república separatista y allegarse simpatías mediante un supuesto acto de valor y patriotismo. Los chechenos o “culos negros” como despectivamente les llaman sus otrora compatriotas, son considerados peligrosos terroristas. A ellos se atribuyen diversos eventos trágicos como la explosión de 1999 que hizo volar varios edificios y convenció a la población rusa, de por sí fácil de convencer, de la necesidad de combatir al enemigo. Lo primero fue deponer a Aslan Masjadov, el presidente democráticamente electo de Chechenia (y a quien se daría muerte hasta 2005) e imponer en su lugar a un títere de Putin, Ahmad-Hadji Kadyrov, un joven fanfarrón de apenas 30 años que ni siquiera se toma la molestia de darle sus condolencias a viudas y madres cuyos hijos les han sido literalmente arrancados de la falda. Anna se incluye en un ignominioso nosotros, es decir, no se asume autoridad moral sino más bien como contribuyente rusa que con sus impuestos hace posible esta carnicería. Es la guerra de rusos contra chechenos una guerra banal… porque entre más brutal y sin sentido sea una guerra, más banal. Como cuando Sergio Pitol se refiere a Gogol como un autor que quiso expresar la siniestra vacuidad del mal. Este es el móvil de la guerra contra Chechenia, en términos gogolianos. Los militares rusos no combaten sino que se divierten saqueando, matando y violando al primer inocente que se atraviesa en su camino… una anciana que les abre la puerta de su casa recibe un balazo a quemarropa por el simple hecho de no disponer de cervezas… como si los rusos ignoraran que en este pueblo, cuya mayoría profesa la fe islámica, se prohíbe la cerveza… niñas y mujeres violadas son dejadas con vida a sabiendas de que sus propios padres y hermanos las aniquilarán para borrar la mancha de su honor. Así entonces, Putin masacra a su propio estado y se respalda en propaganda racista. Escribe Anna: “(…) Enfrentar a las diferentes etnias que integran una misma nación es un crimen de Estado que produce necesariamente separatismo, terrorismo y extremismo, además de generar la más terrible violencia (…) Al continuar esta vergonzosa guerra una vez elegido, el presidente reforzó la “fe” de sus partidarios, convencidos de antemano de que los chechenos debían ser, si no exterminados, al menos confinados a un gueto cercado por el ejército (…) Hoy, la Rusia de Putin produce a diario nuevos amantes de los pogromos (…) Pero Putin no detiene ni frena la máquina infernal que él mismo ha puesto en marcha, por la sencilla razón de que necesita ganar las elecciones presidenciales en 2004.” (p.p 177 y 178). Chechenos liquidando a sus hijas violadas por militares rusos y acusándose mutuamente de conspiración ante los mismos para asegurarse unas horas extra de vida; rusos asesinándose entre sí bajo los efectos del vodka y sepultándose en los mismos agujeros que a los chechenos. La guerra de todos contra todos.
La autora de estas inconcebibles líneas, es madre de un hijo nacido en 1978 y de una hija nacida en 1980. Madre de jóvenes pertenecientes a una generación que ha aprendido a odiar a la KGB y a mirar de reojo las manifestaciones de “patriotismo”. Tiene que ser conciente de que es a lo que se expone pues los asesinatos contra periodistas están a la orden del día. Anna trasciende sin embargo las tres hileras de alambre de espino de las bases militares rusas donde se atrincheran el resto de los reporteros que toman dictado de cuanto informan los heroicos militares rusos. Anna penetra el infierno. Quiere retratar esa guerra injusta desde la perspectiva de las víctimas, las verdaderas víctimas. En territorio chechenio es doblemente enemiga: de los rusos por ser periodista y de los chechenos por ser rusa. En ninguna escuela de periodismo enseñan tácticas de camuflaje y espionaje. Es solo una frágil mujer desarmada hasta de la libreta y el lápiz, pero aprenderá sobre la práctica… aprenderá a sobrevivir a la guerra, familiarizándose (sí, es posible) con la contemplación del dolor y la maldad, adaptando su imaginación a lo inimaginable, tomando nota en la memoria que todo lo olvida y distorsiona, pero no esto. Esto no: “¡Cuánto envidio a los que ignoran todo esto!”, clama una y otra vez ante “cuerpos mutilados y teñidos de un color marrón rojizo, como troncos. Todos están sucios; unos se arrastran y gritan; otros permanecen inmóviles y silenciosos. El surrealismo de un acto terrorista…” (p. 139).
¡Cuánto envidio a los que ignoran todo esto!, exclama el lector junto con ella.
Leer La deshonra rusa no es experiencia grata en lo absoluto. Escribirlo, supongo que mucho menos. Pero alguien tenía que hacerlo, alguien tenía que decir la verdad. Y haber vivido para contarlo, aunque fuera brevemente, es un milagro. Anna se reserva para el final sus métodos de sobrevivencia en territorio enemigo. Lo primordial, piensa, es relatar lo visto y lo escuchado sin que el cuerpo del relator se regodee en su propia hambre y en su propio terror; ese cuerpo está ahí para transmitir el dolor de los otros; un los otros como nunca literal. Nada más. ¿Para qué integrar al reportaje la experiencia de haber mendigado por una ducha para posteriormente percatarse de que se ha lavado con agua de río donde cotidianamente arrojan cadáveres?... ¿y esa otra de no haberse lavado los dientes en semanas y haber recibido una golpiza a manos de jovenzuelos rusos de la edad de su hijo y de haber estado a punto de ser objeto de una violación tumultuaria aunque milagrosamente rescatada gracias a la intervención de la redacción de su revista ante el Ministerio de Defensa que envió un helicóptero por ella? ¿Para qué? Eso lo deja para el final. Lo realmente importante son los chechenos que, por increíble que parezca, han aprendido a convivir con la guerra y con la posibilidad de que cada día sea el último. Basta mirar la fotografía de la portada del libro, de la autoría de Stanley Greene, donde los ciudadanos deambulan quitados de la pena entre las ruinas, sin que sugiera terror, ni siquiera apuro en sus expresiones. Señoras acarreando bolsas de mercado. Un hombre que avanza hacia la cámara con las manos en los bolsillos del pantalón. Un jovencito sonriendo a la cámara con picardía. Anna no sufrió demasiado para arrancarles declaraciones. Se trata, después de todo, de un pueblo silenciado, ansioso de expresarse, aunque en ello se les vaya la vida (muchos de los testigos de Anna fueron masacrados)… si acaso alguna muestra de recelo… alguna fugaz mirada de odio… pero Anna es la primera interesada en saber qué piensan y qué sienten los apestados del régimen… una población que hipotéticamente alberga cinco mil terroristas, es decir, la totalidad de su gente y a la que cien mil rusos pretenden doblegar. Con un presidente democráticamente electo escondido en algún agujero, un presidente títere que no mueve un dedo para consolar a su pueblo y míticos héroes de guerra brillando por su ausencia, los chechenos, despojados de la más elemental dignidad humana, se ven reducidos a juguetes de la irracional violencia de hombres sedientos de sangre que se mofan abiertamente de sus tragedias cotidianas y actúan con la impunidad de su lado: “En Chechenia –escribe Anna –la gente está acostumbrada a cosas que el mundo entero ha tratado de olvidar desde la Segunda Guerra Mundial, con la certeza de que jamás se repetirán.”
Tras las escalofriantes revelaciones de la periodista rusa en Nóvaya Gazeta, que por cierto no ofrece espacio suficiente para un recuento detallado de los horrores relatados en La deshonra rusa, Anna recibe una andanada de mensajes insultantes y amenazas de muerte. Un grupo de indignados militares de cuerpo del ejército ruso número 68, publican una carta abierta el 23 de marzo de 2001 en el diario La región donde se la desmiente sin más argumentación que descalificaciones e insultos: “Sus calumnias sobre “fosos” y zindans- el ministerio fiscal ya ha decretado que se trata de una calumnia –tienen trazos, y perdónenos, de venganza femenina: se venga usted de los hombres que le han impedido el éxito mediático que esta “primicia” le habría brindado. ¡Qué bajo ha caído usted, señora Politkovskaya!” A lo que Anna, habituada a insultos misóginos, responde con serena dignidad el 13 de abril de 2001, a través del mismo periódico: “Mi nombre es Anna Politkovskaya. Trabajo para Nóvaya Gazeta. Jamás utilizo seudónimos ni oculto mi nombre, a diferencia de los oficiales rusos a Chechenia, que cubren sus rostros con pasamontañas negros provistos de orificios para las orejas, la nariz y la boca y callan sobre su graduación, sus funciones y sus nombres. En mi opinión, uno no permanece en el anonimato cuando tiene razón.”
Posteriormente, Anna será la única con la que aceptarán dialogar los “terroristas” chechenos que ocupan el teatro Dubrovka el 25 de octubre de 2002, tomando como rehenes a los asistentes al espectáculo de esa noche. Entrecomillo la palabra terroristas porque todo indica que son solo 41 hombres desesperados y nerviosos que ni siquiera se cercioraron de conocer el edificio antes de allanarlo y tampoco son diestros con las armas, lo cual no significa que no sean peligrosos. La desesperación los vuelve incluso más peligrosos que a los psicópatas que se han apropiado de su pueblo y de sus vidas. Anna es absolutamente sincera al confesarnos que lo que la lleva allá es enterarse de que su mejor amigo se encuentra entre los rehenes, sin imaginar cual terminará siendo su papel. Anna se ha ganado el odio de rusos fanatizados y el respeto de la población oprimida, por eso los ocupantes del Teatro Dubrovka se prestan al diálogo con ella, exclusivamente con la señora Politkovskaya, aunque no sin fricciones pues lo que más le preocupa a Anna en este momento, por encima de la no exhibición de sus lágrimas, es su dignidad. Las condiciones para liberar a los rehenes rusos son obvias, justas y claras: que Putin retire sus tropas de Chechenia y Masjadov sea reinstalado.
Es Anna quien los convence de permitir el paso de alimentos y medicinas para los rehenes, aunque no logra evitar que una muchacha que pierde el control e insulta a sus secuestradores, sea fusilada. Con su sincera simpatía hacia los oprimidos de un régimen espurio y el extraordinario tacto que la caracteriza, Anna mantiene más o menos a raya a los captores y pretende, asimismo, convencer al presidente, ese dios omnipotente, de considerar el peligro que corren sus compatriotas y acceder a una negociación. Por respuesta se les envía un comando armado hasta los dientes que no se molesta en hacer distinciones entre rusos y chechenos, con un saldo de 129 muertos, entre ellos los “terroristas”: Me da vueltas la cabeza; son demasiadas las preguntas que aún siguen sin respuesta. ¿Por qué se empleó un gas que produce tantas víctimas? ¿Por qué no se prepararon con antídotos en cantidad suficiente? ¿Por qué no se dejó trabajar a los equipos de socorro? ¿Por qué el Kremlin colocó en el mismo plano a los terroristas y a las víctimas?” (p. 156).
Anna intenta seguir una vida normal, aunque nada vuelve a ser normal después de haber visto con tus propios ojos los límites de maldad y resistencia de los que somos capaces los seres humanos. No después de ser golpeada al grado de reaccionar con insólita violencia cuando un amigo finge darle un puñetazo. “¿Te han golpeado, Anna?” Temor de los otros pero también de su propia naturaleza que de pronto le resulta extraña, peligrosa, ajena. ¿Quién es el monstruo o el mártir que moran en mi interior? Pero Anna alterna sus ocasionales regresos nocturnos a Chechenia que la hacen despertar empapada en sudor con actividades laborales y sociales. Muchos amigos queridos. Dos hijos con los que suele convivir estrechamente. Amenazas. Insultos. Felicitaciones. Premios. Un nuevo libro: La rusia de Putin (1995). Viajes de promoción. Los grandes ojos verdes mirando a las cámaras con algo parecido al pánico. Pero Anna sonríe a sus compañeros de trabajo apenas colgar el auricular donde le han augurado una muerte pronta y empina la taza de café mientras borra los e-mails salpicados con la palabra muerte. No cesa de escribir: No me gusta Putin… no me gusta y voy a explicarles por qué…
El 7 de octubre de 2006, día del cumpleaños número 54 del Presidente, la ya multigalardonada Anna Politkovskaya sale de su departamento como de costumbre rumbo a su oficina y aborda el ascensor ocupado por alguien más. A las 5:00 p.m, mientras Putin festeja a lo grande en el Kremlin, una vecina que se dispone a abordar el mismo ascensor descubre el cadáver con la plateada cabeza tinta en sangre. La policía encuentra una Marakova y cuatro casquillos, y todavía asegura seguirle la pista a un misterioso joven de mediana estatura que portaba una gorra negra de beisbolista. “El heroísmo –escribiría Anna aludiendo a uno de los pocos comandantes rusos que demostró humanidad al denunciar el pavoroso crimen cometido por unos compañeros suyos contra un grupo de inocentes entre los que iba una mujer encinta, que fue con quien más se ensañaron –es una prueba muy cruel. Siempre se paga, como la vileza.”