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La amazona baila tango

Alojada en el más lujoso hotel de Nueva York, el Long Beach, la niña de anchas trenzas platinadas se puso a bravuconear con un grupo de pilluelos que retozaban frente al mar y terminarían haciendo de lado las luchitas para perseguir a la intrusa que les arrojaba puños de arena a los ojos. En el ínter de la persecución, a la niña se le desbarataron las trenzas y las mechas de un rubio platino le estorbaban la visión. A punto de ser alcanzada, fue alzada en vilo por unas enormes pero suavísimas manos, de uñas irrealmente pulcras. El gigante salvador ahuyentó de un rugido a los persecutores y sin más sentó sobre sus rodillas a la trémula y despeinada traviesa y comenzó a contarle la más hermosa historia que ella recordaba haber escuchado, sobre un gigante amable. Alice, la madre de la criatura, llevaba horas buscándola y lucía desesperada e igualmente despeinada. La halló dormida, acurrucada en el pecho del gigante, quien procedió a presentarse con hermosa y bien educada voz: Oscar Wilde a sus pies, señora. Tiene usted una hija tan hermosa como inteligente. Siéntase orgullosa de ella, ¡siempre!, suceda lo que suceda, porque su carácter le dará muchos dolores de cabeza, ¿eh? La maravillada Alice Pike creyó visualizar a quien todavía era una nena, Natalie, que tal era el nombre de su retoño, recostada entre almohadones, saboreando una copa de coñac y escribiendo en una mesita portátil con un lapicero Mont Blanc de color gris sobre una libreta con tapas de color ídem y la cabellera como espuma de mar confundiéndose entre el lino y la seda del lecho.
Natalie C. Barney, “ángel de oro y marfil”, como la llamaría el propio Wilde (tío de quien sería de las últimas pasiones de Natalie: Dolly Wilde), pasaría de diablillo con cara de ángel, a azote de las damiselas a quienes la belleza de Natalie les ardía en el alma… no por envidia, como pudiera pensarse, sino por amor. “Miss Barney era un monstruo de un género nuevo”, dirá Magdeleine Wauthier. Natalie Clifford Barney inspiró a prácticamente todos los escritores y escritoras importantes de su generación –aunque se dice que solo Djuna Barnes creó la obra maestra a la altura de su musa, El almanaque de las damas-. Dicen que los caballeros se derrumbaban llorando ante su puerta pues no concebían que la mujer más hermosa del mundo no pudiera experimentar por ellos algo más que simpatía. La poeta y novelista inglesa, Renée Vivien, primer gran amor de Natalie, que prácticamente se dejaría morir de hambre para hacer sentir culpable a su infiel amada, cosa que por cierto no consiguió (Natalie no emprendía conscientemente alguna acción de la que pudiera avergonzarse… y su incapacidad para la monogamia no la perturbaba en lo absoluto. La asumía como un rasgo más de su insólita personalidad), la inmortalizó bajo el nombre de Lorély en la novela Se me apareció una mujer (Ediciones EL Cobre, Barcelona, 2006, traducción de Susana Contreras) donde Natalie-Lorély “(…) tiene ojos de agua gélida y cabellos de claro de luna. La amarás y sufrirás por ese amor. Pero jamás lamentarás haberla amado (…) Sabe que es extrañamente hermosa. Y se complace en contemplar su belleza en las fervientes pupilas de aquellas que la adoran.” (p.p 19 y 20). Fue también la Sappho de Pierre Louis; la Valerie de El pozo de la soledad, de Radcliffe Hall; la chica mala de las Claudines de Colette; la destinataria de Cartas a la amazona de Marina Tsviétaieva y de Remy de Gourmont y detonante de ciertos pasajes de En busca del tiempo perdido, para los que Proust la buscó personalmente, solicitándole le platicara sobre el modus vivendi de una lesbiana parisina. Lejos de escandalizarse, dicen, el genio se quedó dormido a mitad de la charla y Natalie lo hizo llevar a las habitaciones para huéspedes.
El siguiente fragmento de la novela de Renée Vivien, resume en forma admirable quién era la llamada Amazona gracias a su desmedida pasión por la equitación y a los pantalones de montar que se volvieron emblemáticos de su atuendo, en una época en que una mujer en pantalones era poco menos que una aberración:

“Nunca debes sorprenderte de lo que te hago. Conmigo todas las cosas son posibles, pues la fantasía es mi regla y lo raro y lo imprevisto son las únicas cosas que me son connaturales.” (p. 54)

Nacida el 31 de octubre de 1876, en Nueva York, exhibió siempre el orgullo de ser bruja y escorpiona (en la edad madura causaría conmoción con sus caftanes con grabados de los signos de zodiaco) y a las que serían sus célebres fiestas parisinas, el retorno de los llamados salones de finales del siglo XVIII, los nombraría aquelarres. Si bien por estos pasarían Rainer María Rilke, Ernst Hemingway, Ezra Pound y James Joyce (dos de los mejores amigos de Natalie, por cierto), la mayor parte de sus contertulios eran artistas e intelectuales de orientación homosexual, como André Gidé, al que Natalie sencillamente adoraba. Más que salón, era una pequeña comunidad democrática en la que nunca se suscitó pleito alguno, no obstante el disgusto de ciertos vecinos y transeúntes que miraban con escalofrío a travestis de ambos sexos salir a diario de la mansión de la heredera estadounidense. Como la propia Natalie escribió en muchos de sus textos donde defiende la homosexualidad y hasta la considera necesaria para frenar la enloquecida explosión demográfica: “El componente humano es tan complejo en casi todos nosotros que hay que volver a decir que cada uno de nosotros posee principios masculinos y femeninos: qué hombre no ha recibido algún atributo femenino y qué mujer no muestra algún rasgo masculino, lo que nos retrotrae al orden primero que precedió a los sexos.” (“Proces de Sapho”, Pensées d’ une amazone, Emile Paul, París). Lo cierto es que nadie, jamás, tuvo el privilegio de ver empañarse sus maravillosos ojos. Sus lágrimas eran lo único verdaderamente privado de su persona. Más sabían de su sexo que de sus lágrimas. En lo que coinciden la mayoría es en que no tenía madera de filántropa. Mientras su amiga Colette manejaba una ambulancia para acarrear soldados franceses heridos durante la primera guerra, Natalie permanecía atrincherada en su casa parisina, convencida de que el simple hecho de tejer guantes y calcetines para los aliados, como hacían sus amigas, era una explícita manifestación pro-bélica, y ella odiaba la guerra y prefería escribir tratados contra ella. No obstante, durante los críticos periodos económicos entre guerras siempre repartió dinero y bienes entre sus amigos más necesitados como Djuna Barnes, Mina Loy, Ezra Pound, Ford Maddox Ford, Louis Aragon, Marguerite Yourcenar y Max Jacob. Pero… ¿quién mejor para hablar sobre Natalie C. Barney que ella misma?: “Epicúrea de sentidos hipertrofiados, y dorada para esa calidad de gozo que nos puede evitar martirio, sufre, apartada, con rabia y paciencia (…) No le preocupa seguir la moda –ni que la moda la siga a ella (…) Ausencia de humildad, gusto por la propaganda que su pereza le impide seguir. Pocas personas o cosas son sagradas para ella. A los torpes les hace la zancadilla; este tratamiento negrero los hace aún más torpes. Sus convicciones, su punto de vista varía según lo que encuentra. Aprecia la rectitud menos por sí misma que como una regla de juego. Flexible y sofisticada, desprecia la justicia tanto como a los que hacen de ella su profesión. Su sentencia es signo de venganza. Le gusta dominar y se cansa pronto de aquello que domina.” (“Retrato de la autora a manera de prefacio”, De trazos a retratos, Icaria, Barcelona, 1988, traducción de María Gomís, p.p 28 y 29).
Pero más, mucho más que una corruptora de vírgenes y aficionada a las cortesanas, también llamadas “horizontales”, Natalie fue precursora de un feminismo radical. Empezó arrancándose el corsé (en algunos retratos luce irreal cintura de avispa y sombreritos graciosos que lucen particularmente deliciosos en su fisonomía) y adoptar pantalones como parte de su atuendo de diario, aunque hizo adaptar sus trajes masculinos a su escultural figura, con la que el escándalo fue aún mayor. También fue la introductora del tango a París y una consumada bailadora del mismo, con toda y la rosa sujeta entre los dientes. No fue, como su mejor amiga de la madurez, Gertrud Stein, un genio literario, pero no por falta de talento sino, a decir de Pound y del mismísimo Paul Válery, de disciplina. Publicó la mayoría de sus libros sin siquiera revisarlos, aunque los críticos coinciden en que su única novela, único texto escrito en inglés (su lengua poética era el francés), El ser que es legión o la voz de A.D después de la muerte (1930), donde el personaje central, un hermafrodita, se suicida y resucita como un ser sin género ni memoria de su vida pasada, es lo mejor de su producción. Al respecto diría Natalie: “Durante años me acosó la idea de que tenía que orquestar esas voces interiores que a veces nos hablan al unísono, y así compuse una novela, no tanto con la gente que nos rodea, sino con aquellos que llevamos dentro, ya que como creo que somos varios seres, ¿no puede surgir una historia de sus conflictos y sus avenencias?” (Adam internacional review, No. 299, 1963, p. 62). Sin embargo algunos textos de De trazos a retratos, de los pocos de su autoría que pueden leerse traducidos al castellano, exhiben una pluma ligeramente afectada, exquisita, de una prosa deliciosa, particularmente aquel donde describe a Gertrud Stein, con quien se dio un atracón de pasteles para celebrar el fin de la Segunda Guerra, y es que ni Natalie ni Gertrud eran particularmente estrictas con la línea. Sorprendentemente, una de las cosas que más le gustan de Gertrud es su fidelidad a Alice Toklas. No se puede decir lo mismo respecto a Natalie y la que sería su compañera del resto de su vida, la pintora Romaine Brooks (1874-1970).
Mitad americana, mitad francesa, la Safo del dandismo fue hija de un padre rígido y convencional, incluso violento con sus hijas y esposa llamado Albert Clifford Barney. Aunque en su tierna infancia Natalie le tuvo verdadero terror pues aunque no ejercía la violencia física sobre ella solía estrujarla hasta hacer crujir sus huesecillos. Eso sin contar que más de una vez contempló, junto con su hermana Laura, ocultas las dos tras un sillón o debajo de una mesa, como su padre abofeteaba a su madre. Con el tiempo, el terror de la niña hacia ese guapo extraño al que nunca apreció ni admiró, se transformó en franco desprecio. La madre de Natalie, Alice Pike, de quien heredó las inclinaciones para el arte, tuvo que reprimir estas hasta la viudez, cuando se reveló aceptable pintora con visos de genialidad. Sus hijas, Natalie en particular, fueron sus modelos de cabecera. Incursionó además en la dramaturgia haciendo equipo con Natalie, aunque ello les acarrearía fuertes fricciones. Con todo, Natalie adoró y apoyó a su madre, incluso cuando a los cincuenta años Alice escandalizó a la conservadora sociedad estadounidense uniéndose en matrimonio con un guapo joven de 23.
En la época victoriana se consideraba normal y hasta prudente que las chicas se manifestaran afecto abiertamente, que incluso se dedicaran poemas y se juraran amor eterno. Formaba parte de la educación sentimental y las liberaba del riesgo de depositar sus sentimientos en hombres que pudieran arruinar su reputación. Pero Natalie, de doce años, sentía que algo no andaba bien con ella; que lo suyo no era simulación ni ensayo para la vida futura. Disfrutaba demasiado sus besuqueos con otras niñas tan lindas y perfumadas como ella misma; sentía necesidad de llegar más allá de la faja, por debajo de las crinolinas, mucho más allá. Una curiosidad calcinante. Cosa que no lo ocurría con los chicos con los que también llegó a besuquearse y se volvían locos por ella. Uno, incluso, llegó al extremo de treparse a su balcón en estado de ebriedad y Natalie se armó de paciencia para convencerlo de regresar con sus padres. La joven no captó la anormalidad de su comportamiento sino hasta que un pretendiente despechado que la había estado espiando la acusó de pervertida. Aunque la acusación la impactó y la dejó muda durante un par de semanas, Natalie salió de su confusión convencida de que lo que le gustara estaba bien, particularmente después de haber leído a Safo que la deslumbró como ningún otro poeta. Aprendió griego para leerla en su lengua original y convencerse de que lo leído en inglés era correcto; que había mujeres que gustaban de otras mujeres y hasta se ufanaban de ello. Tuvo su primera relación sexual, lésbica claro, a los catorce años. A Evalina Palmer, su primera amante, algo mayor que ella, la sedujo, virgen pero seductora nata, leyéndole pasajes de Safo en griego.
Escudándose en su angelical apariencia de largos cabellos casi blancos y grandes ojos azules, Natalie no tuvo problema en ganarse la confianza de las chicas que deseaba. Sus presas favoritas: jovencitas virginales y respetables damas casadas. Entre sus “travesuras” destaca su escandaloso cortejo a Libbie Cleveland, primera Dama de Estados Unidos, esposa del presidente Grover Cleveland. Cuando al cumplir la mayoría de edad se mudó a París para nunca más salir, lo primero que hizo fue presentársele disfrazada de pajecito a la cortesana más cara de la ciudad y sus alrededores, Liane de Pougy, quien escribiría una novelita bastante mediocre sobre su affaire con la jovencita estadounidense, renombrada Flossie: Idylle saphique. Natalie escribió su propia versión que nunca se atrevió a publicar, quién sabe por qué, y sin embargo fue su primera novela: Lettres á une conne (roman de notre temps). Suzanne Rodríguez, autora de la mejor y más reciente biografía de la escritora, Natalie Barney (Circe, Barcelona, 2004, traducción de Beatriz López-Buisán), señala que ningún otro texto de Natalie volvería a denotar tanta inocencia e ingenuidad.
Fue a raíz de su aventura con la cortesana, que Natalie optaría por permanecer en París. Por supuesto sus padres ignoraban sus amoríos y su afición a disfrazarse de catrín con todo y bigote para entrar en los burdeles. Por entonces llegó a su vida la también rica heredera inglesa Pauline Tarn, quien más tarde adoptaría el nombre de pluma de Renée Vivien y quien como Natalie no concebía mejor lugar en el mundo para vivir que París, máxime después de haber enfrentado una serie de disputas legales con su propia madre. A diferencia de Natalie, Pauline tenía más madera de mística que de pagana, ni siquiera toleraba la cercanía de un hombre. Fue pan comido para Natalie: la sedujo sobre un gran lecho de pétalos de rosa; la convenció de que el amor entre mujeres era el epítome de la pureza y de lo sagrado y se juraron permanecer juntas para siempre. Una y otra se dedicaron sus primeros libros de poesía, aunque mientras Pauline, vuelta ya Renée Vivien, se demoró bastante en publicar el suyo debido a su perfeccionismo, Natalie publicó Quelques portraits-sonnets de femmes casi de inmediato, en 1900. Alice Pike se hizo cargo de las ilustraciones, para las cuales posaron una serie de adorables chiquillas, Renée entre ellas, con su perrito en el regazo, toda rizos, listones y moños. No le inquietó un ápice a la señora que Natalie alabara los pechos níveos de sus amigas, ni la dulzura de sus inocentes bocas. Resultado: un escándalo de proporciones mayúsculas que tuvo su broche de oro en el espectáculo del sumamente enfurecido Alberto Clifford Barney arrastrando a su hija de los largos cabellos por toda la Rue Victor Hugo. Posteriormente, el ofendido padre irrumpiría en las oficinas de la editorial Ollendorf para comprar los sobrantes y hacer una pira con ellos, razón por la que resulta casi imposible conseguir una copia de aquel infortunado primer libro de Natalie, que alcanzó a repartir varios entre sus amistades más íntimas. Renée aprendería de la lección y publicaría su Études et preludes bajo el seudónimo masculino de René Vivien, ganándose comparaciones nada menos que con Baudelaire. Claro, hasta que se supo que el joven señor Vivien era en realidad señorita. El debut poético de Natalie, sin embargo, fue saludado con beneplácito por exigentes críticos como Henri Pene du Bois. Natalie, acompañada por Renée, salió huyendo rumbo a América, pero no bien hubieron llegado, el titular de Town topics, una revista de chismorreo, señalaría en su encabezado de esa semana: SAFO EN WASHINGTON. Pero lo que verdaderamente hirió a Natalie fue el repudio de su progenitora que bastante más tarde admitiría con resignación la “rareza” de su hija. Para acallar el escándalo, Natalie estuvo a punto de casarse con otro muy necesitado de guardar las apariencias, nada menos que sir Alfred Douglas, alias Bossie, el amante de Oscar Wilde. Jóvenes y bellos ambos, Natalie y Bossie conformaban una pareja sensacional. Se hicieron buenos amigos y él le obsequió un hermoso broche de oro para su pelo, pero Natalie optó por no incurrir en lo que tanto despreciaba, la hipocresía, y Bossie tuvo que conseguirse otra prometida.
Natalie ni siquiera intentó ser fiel: “Uno es infiel con aquellos a los que ama –escribiría en Éprapillements (1910), a fin de que su encanto no se convierta en un hábito”, pero Renée no lo entendió así y loca de desesperación por las infidelidades de su amada se entregó a los brazos de la muerte, consumiendo laudano en cantidades industriales, aunque después Natalie le suplicó que regresara con ella y hubo una especie de luna de miel nada menos que en Lesbos. Pero la rubia no tardó en volver a las andadas y Renée ya no se repuso. Es un hecho que Natalie sufrió por la muerte de Renée pues no solo le escribió hermosos poemas post mortem y la homenajearía varios años después en el que sería su Salón. Todavía en sus últimos textos se expresaba de su Pauline/ Renée con una inmensa dulzura, como en “De los amores al Amor”, de 1963: “Quizá solo haya amores vagos de una felicidad en la que se ven encerrados por los hábitos que crea la pasión y que finalmente la suplantarán.” (De trazos a retratos, p. 157). Nunca, sin embargo, se le vio triste o alicaída por ese motivo. Su lista de conquistas posteriores es digna del Libro Guiness. Se afirma que llevaba una meticulosa relación de sus amantes y otra de sus aventuras fugaces (en la última figuraban Colette y Djuna Barnes) que sólo exhibió ante sus amigos de mayor confianza. El único varón que despertó en ella algo semejante al amor, fue Remy de Gourmont (1858-1915), poeta que fuera famoso por su belleza hasta que una extraña enfermedad, variante del lupus, le deformó horriblemente el rostro debido a las cauterizaciones que eran todo cuanto podía frenar el progreso del mal, al grado de hacerlo optar por vivir en penumbras y alejarse de la vida mundana. Natalie, sin embargo, supo ver más allá del semblante del poeta, incluso lo ayudó a superar el terror de ser visto. Este, por su parte, primero se enamoró de la poesía de Natalie que un amigo mutuo, Edouard Champion, hizo llegar a Remy. Al conocer físicamente a la autora, por entonces una matrona de 33 años enfundada en pantalones de montar y pelo corto (ese mismo año Natalie había decidido cancelar su apariencia de hada), Remy, de 52 años, virtualmente enloqueció de amor. La entrañable amistad daría pie a una hermosa correspondencia que cualquiera podría confundir con la de dos amantes e incluso ha dado pie a sospechar que Natalie tuvo relaciones sexuales con Remy. Por entonces ella iniciaba la relación más importante de su vida con Romaine Brooks quien, al contrario de Renée, se avino, aunque no sin cierto resquemor, a las infidelidades de su amante, yéndose de pesca a algún rincón del mundo mientras se le terminaba el alboroto a Natalie. Tras una relación de estira-y-afloja; de encuentros y desencuentros, Natalie y Romaine se separarían ya nonagenarias, en 1969, a iniciativa nada menos que de Romaine, cansada ya de tantas emociones fuertes. Natalie cerró entonces su Salón y se retira a un hotel de cuatro estrellas a orillas del Sena, el Meurice. Desde ahí escribió desesperadas cartas a su compañera, rogándole volver, las cuales Romaine no respondió pues murió el 7 de diciembre de 1970. Natalie aceptó la trágica noticia con estoicismo, pero permaneció recluida en el Meurice donde recibió a muy poca gente. El 1 de febrero de 1972, tras una cena ligera, se acostó más temprano de lo habitual. Al día siguiente despertaría con un agudo dolor en el pecho. El médico del hotel dijo que no era nada de cuidado, pero la mujer que nunca permitió que la viesen llorar tuvo un paro cardiaco a las 2:30 a.m del 2 de febrero de 1972. Murió junto a su inseparable cuaderno de tapa grises. Se le dio cristiana sepultura muy cerca de Renée Vivien, según lo dispuso ella misma en su testamento, en el cementerio de Possy: “La extraña ocasión en que Colette filosofó acerca de “estos placeres”, definió el vicio de este modo: “Es el mal que se hace sin placer” (“El amor prohibido”, De trazos a retratos, p. 148).