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La sonrisa tras el velo


…Con mi pequeña colección de libros, era como una emisaria de un país que no existía, que llegaba con un repertorio de sueños para proclamar aquel otro país que era su patria…
A.N

Leer “Lolita” en Teherán, de Azar Nafisi (El Aleph, 2003, traducción de Ma. Luz García de la Hoz) me trajo a la mente una brillante aseveración del autor catalán Albert Sánchez Piñol: “Las influencias no son aquellas que lees, sino aquellas que te leen” No puedo evitar mencionar cuan reflejada me vi en este relato, que en apariencia nada que ver conmigo ni con cualesquier mujer occidental, pero me vi y me leí en los insomnios de la autora, en su necesidad de atrincherarse con una dotación de libros para no llorar, para no morir y, sobre todo, en la toma súbita de una decisión de ahora o nunca. Nacida en Teherán en diciembre de 1955, Azar Nafisi padeció la dictadura religiosa del ayatola Jomeini y su ominoso sucesor. Pertenece pues a la generación de mujeres que nacieron libres y se vieron de pronto, en la edad madura, despojadas de sus más elementales derechos; aquellas que, como la propia Azar, se manifestaron contra Vietnam y a favor de la revolución cubana, dominaron la jerga revolucionaria y fueron amantes del cine ruso. Eso sí, “(…) nunca abandoné la costumbre de leer con placer a autores contrarrevolucionarios: T.S Eliot, Austen, Plath, Nabokov, Fitzgerald, pero hablaba apasionadamente en los mítines; inspirada por frases que había leído en novelas y poemas (…)” (p. 121). Universitarias, ejecutivas e intelectuales debieron arrebujarse, de la noche a la mañana, tras un velo y renunciar a simplezas como tomar helado en público (y Azar es fanática del helado de café con almendras), pintarse las uñas o los labios y mostrar un mechón de cabellos. La violación de cualquiera de estas prohibiciones podía costarles desde una paliza hasta la cárcel: “Vivir en la República Islámica es como tener relaciones sexuales con un hombre que aborreces –le dice Azar a Bijan Naderi, su esposo – (…) si te obligan a acostarte con alguien que te disgusta, dejas la mente en blanco y finges estar en otra parte, tiendes a olvidar tu cuerpo, detestas tu cuerpo. Eso es lo que hacemos aquí, hacer constantemente como que estamos en otra parte (…)” (p. 424).
Azar es hija de Ahmad Nafisi, un ex alcalde de Teherán y de Nezhat Nafisi, primera mujer en ser elegida para el parlamento iraní. Ahmad era popular por su encanto y su vasta cultura, también por su tendencia a la insubordinación. Dicho fue el cargo por el que permaneció cuatro años encerrado, hasta eso, en la biblioteca de la cárcel: insubordinación, palabra que obsesionaría a su hija, aunque en el caso de su padre solo hubiera sido la manifestación de su ardorosa admiración por los franceses durante un discurso salpicado de Chateaubriands y Víctor Hugos con el que recibió al General de Gaulle, no muy simpático a los ojos del sha: “Siempre lo recordaré: insubordinación; después de aquello se convirtió en una forma de vida para mí” (p. 71). Fue su padre quien la inició en las letras, el primer narrador que apareció en su vida, teniéndola por protagonista de todas sus historias. Fue él quien le leyó a Rumi, Hafez y Khayam, entre otras glorias iraníes de las letras, vetadas por el ayatola. Azar debe haber adquirido su pasión por la literatura inglesa durante su etapa de estudiante de secundaria en Lancaster, Inglaterra, aunque cursaría su carrera universitaria en la Universidad de Oklahoma donde se graduaría como doctora en Literatura Inglesa y Norteamericana. Por la época del golpe al sha Reza Pavlevi, occidentalizador de Irán, Azar ha fungido como maestra de su especialidad en la Universidad de Teherán por casi dieciocho años, pero es también, y sobre todo, una apasionada de su asignatura. Sólo semejante pasión puede ser transmitida, más aún, contagiada, de tal suerte que sus alumnos terminan sintonizados en su exacta frecuencia, aún los más renuentes a dejarse seducir por la cultura occidental. Aún después del golpe de Jomeini, la maestra se las ingeniará durante un tiempo razonable para mantener la dinámica de la clase, sorteando a los vigilantes de la moral que acechan en los pasillos de la universidad, de tal suerte que comienza a probar el agridulce gusto de la clandestinidad. Los problemas surgen en 1981, cuando Azar se rehúsa portar el velo, el cual ha sido acatado sin chistar por sus colegas. No comprendo cómo es que Azar desafió tan graciosa y airosamente a los policías del régimen, no solo al repudiar el velo sino en muchas otras oportunidades. ¿Será que su dignidad apabullaba a quienes pretendían imponérsele? No fueron pocas las mujeres que desafiaron la tiranía de Jomeini, aunque algunas como Yassí, alumna de Azar, ni siquiera se propusieron transgredir para terminar en prisión. ¿Su delito? Cualquier tontería ameritaba una retahíla de azotes, cuando no la muerte, desde mordisquear “inadecuadamente” una manzana hasta despertar la lascivia de un hombre santo que responsabilizará al objeto de su deseo de sus pensamientos inmorales. ¿Cuántas mujeres no pagaron con el fusilamiento el ser hermosas y deseadas? Y si la hermosa era además virgen, antes de pasar al paredón debía ser violada simultáneamente para impedir su entrada en el cielo: “Lolita pertenece a una categoría de víctimas indefensas a las que nunca se les concede la oportunidad de contar su propia historia. Como tal, se convierte en una víctima doble: no sólo le arrebatan su vida, sino también la historia de su vida (…) todos los asesinos, y todos los opresores, tienen una larga queja contra sus víctimas, sólo que pocos son tan elocuentes como Humbert-Humbert.” (p. p 66 y 69).
Azar prefiere pues renunciar a su trabajo que llevar velo. Lo denigrante del velo es su carácter impositor que significa, asimismo, la imposición de una religión, la imposición de las ideas. Irónicamente la abuela de Azar sufrió por lo contrario: musulmana convencida, se veía impedida para portar el velo, prohibitivo durante el gobierno liberal del sha Reza Pavlevi. Criada en el laicismo, Azar se niega, como su abuela, a admitir que decidan por ella, y como la mayoría de las mujeres iraníes goza intensamente cualquier acto subversivo, por insignificante, por íntimo que sea, como pintarse las uñas de los pies, por ejemplo. Pero terminará asqueada de las exhaustivas inspecciones a que son sometidas las mujeres que ingresan al campus, a quienes se les revisan incluso los colores que portan en su ropa interior, mientras que los varones van y vienen a placer, sin dar cuenta de nada. Su único consuelo y mayor acto de subversión, es el club de lectura que ha formado en su casa y al que acuden sus más entusiastas alumnas a analizar la obra de Nabokov, Jane Austen o Henry James. Todas llegan ante su puerta arrebujadas para, una vez adentro, arrancarse histriónicamente el velo y transformarse en chicas normales que visten jeans, se rizan el cabello y admiran a Madonna. Pero sus visitas a la doctora Nafisi no sólo les permite ser quienes son en realidad y engullir todo el helado de café con almendras que quieran, sino sobre todo adquirir conciencia crítica a través del fervor literario. A través de héroes, heroínas; anti héroes y anti heroínas en el caso de Nabokov, se vuelven conscientes de la injusticia de la que son objetos, a manos de una horda de hombres y mujeres fanatizados, irracionales, armados a bordo de Toyotas, prestos a azotar sin piedad a cualquier chica que deje expuesto un trozo de piel o un mechón de cabellos: “Una gran novela nos agudiza los sentidos y la sensibilidad ante la complejidad de la vida y de los individuos y no permite que nos dejemos llevar por el puritanismo que ve la moralidad en fórmulas fijas de Bueno y Malo (…) He llegado a la conclusión de que la auténtica democracia no puede existir sin libertad de imaginar ni sin el derecho a utilizar obras de la imaginación sin restricción alguna (…)” (p. p 181 y 436).
En medio de aquella atmósfera opresiva, justo el día de su renuncia en la universidad, Azar es asaltada por un terrible presentimiento que la fuerza a parar en la librería más próxima de la que sale agobiada de libros de EM Forster, Heinrich Böll, Rilke, Hammet, Chandler, Agatha Christie y Dorothy Sayers, entre otros. Dicho establecimiento será clausurado al poco por el régimen. No tardaría en desencadenarse el bombardeo irakí, como si no fuera bastante con los tiranos locales; a las loas se suman las enloquecidas sirenas y la necesidad de correr (a las mujeres se les exige dormir envueltas como momias para proteger su pudor de los ojos del invasor, en caso de perecer bajo las bombas), y Azar logra apaciguar su miedo avituallada de libros que lee con el auxilio de una vela, con solo un camisón. Es durante aquella época que Azar decide profesionalizarse en la escritura y empieza a escribir crítica literaria, de donde surgiría el ensayo Anti-terra: a critical study of Vladimir Nabokoc’s novels. “Durante aquellas noches de sirenas rojas y blancas, diseñé inconscientemente mi futura carrera. A lo largo de las interminables noches de lectura, me concentré sólo en la ficción y, cuando empecé a enseñar de nuevo, descubrí que ya había preparado los dos cursos sobre la novela. A lo más que me dediqué durante los quince años siguientes fue a enseñar literatura y a meditar y escribir sobre ella (…) si un sonido pueda guardarse entre las páginas igual que una hija o una mariposa, diría que entre las de mi Orgullo y prejuicio y las de mi Daisy Miller está escondida, como una hoja de otoño, el sonido de la sirena roja.” (p. 247).
Una sociedad que ha prohibido la lectura de los grandes poetas nacionales y asesina arteramente a sus intelectuales por no endulzar lo suficiente el oído del gobernante en turno, sin contar la fatwa decretada contra Salman Rushdie, difícilmente puede albergar mucho tiempo a una mujer como Azar, por más empeño que ponga en pasar inadvertida. No solo se niega a llevar el velo a la universidad, también a realizar en secreto sus citas con su mejor amigo, un intelectual al que denomina simplemente “mi mago”, relación que pudiera fácilmente a prestarse a malos entendidos pero de la que hasta Bijan está enterado. En una ocasión, mientras Azar y su mago conversan y toman café en una pastelería, son forzados a separarse ante la acechanza de la patrulla de la decencia que sancionaría al propietario del local como descubriera que un hombre y una mujer que no son marido y mujer comparten una mesa. Es entonces que Azar se dice a sí misma: “Me voy de aquí, ya no soporto esta vida”. Probablemente se lo ha dicho muchas otras veces, pero nunca con tanta claridad y firmeza como entonces. Su esposo, próspero ingeniero, decide seguirla junto con sus dos hijos, Negar y Dara. No será fácil, nada fácil empezar de cero en un país occidental… pero nada más difícil que sobrevivir a la constante violación de los más elementales derechos humanos. El 24 de junio de 1997, Azar y su familia marchan con rumbo a los Estados Unidos. Actualmente imparte cátedra en la Universidad John Hopkins: “(…) seguí mi camino con alegría, pensando en lo maravilloso que es ser mujer y escritora a finales del siglo XXI” (p. 437). Nunca perdió el contacto con sus alumnas, muchas de las cuales siguieron su ejemplo y salieron de Irán. De su mago no volvió a saber nada, y no porque le haya suplicado que lo olvidara (¿olvidarlo?, si es a él a quien están dedicadas estas líneas), sino porque él mismo le ha pedido que no de señales de haberlo conocido alguna vez, por seguridad de ambos. Naturalmente, Leer Lolita… está proscrito en Teherán, pero como bien señala Azar en una entrevista con Robert Birnbaum, “cuanto más prohíban algo, más interesante se vuelve para la gente…” “La falta de empatía era, en mi opinión, el pecado principal del régimen y aquel del que surgían todos los demás”, se lee en la página 293.