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Trenes del alma

Por eso escribo, para que la ciudad no muera…
RRS

Leer Ya no hay trenes, de Rosario Ramos Salas (Ficticia/ Dirección de Cultura de Torreón, 2007), la remite a uno a los afanes escolares por escribir con letra bonita y redondita y expresarse con la mayor corrección posible, y no porque Rosario escriba como una niña pulcra y aplicada –bueno: también escribe como una niña pulcra y fina, porque así es su narradora-, sino porque logra conectar con la niña que fue y recrear a través de ella las emociones y sensaciones que duermen al interior del adulto que somos pero despiertan con ciertos estímulos: visiones, aromas, texturas. Y tales sensaciones son de carácter universal, hayas sido o no un niño en una diminuta sociedad fronteriza donde todo escasea y todo sucede: “Vivo en un pueblo de la frontera. Es un lugar de cruces y encuentros, pero también de vicios y desencuentros. Es difícil explicar esta paradoja. Aquí se mezclan culturas, o acaban uniéndose o separándose. Bueno, eso nos explican en la escuela y por eso pasan muchas cosas violentas y peligrosas.” (“Tres estrellas”, p. 112).
Rosario Ramos salas, nació en Torreón, Coahuila, el 14 de septiembre de 1949. Sus pininos en la escritura, afirma, no tuvieron nada de espectacular. Empezó con lo típico: poemas de amor en la preparatoria, aunque también “me gustaba mucho escribir cartas. Y siempre pensé que algún día escribiría algo sin saber exactamente qué.” Luego se casó, tuvo tres hijos, empezó a dar clases en la universidad y su mismo trabajo la hacía escribir ensayos y reportes sobre educación y administración, que es su campo de trabajo, “Luego comencé a escribir en talleres de literatura y a asistir a cuanto taller y/o conferencia de literatura que había por aquí. Eso fue hace como diez años. Ya fue más en serio.” Cuentista y poeta. Es editorialista del periódico El siglo de Torreón, en una columna compartida con otras cinco mujeres titulada “Las laguneras opinan”. Su obra poética y narrativa se haya dispersa en varias antologías y revistas. Sacó su primer libro, La máquina de coser, en 2001, edición modesta de 500 ejemplares, publicado por el Ayuntamiento de Torreón. El segundo, Ya no hay trenes, se publica en una editorial de circulación nacional, con un tiraje bastante más respetable.
La máquina de coser es el antecedente de Ya no hay trenes, aunque en este caso se trata de una colección de relatos independientes donde los secretos, los tesoros, las máquinas Singer y el periplo revolucionario de una de ellas, y las desapariciones inexplicables están a la orden del día, si bien coinciden entre sí en su talante anecdótico. Los relatos de Ya no hay trenes, en cambio, conforman un corpus que correspondería a la estructura novelística, dado el íntimo vínculo entre los relatos, narrados, en principio, por la misma niña (“Rosario” o “Lori”), que asimismo funcionan como textos autónomos que pueden leerse al azar. Presentan un carácter eminentemente autobiográfico (aunque sospecho que este se encuentra también en varios relatos de La máquina…) que recuerdan, tanto en técnica como en esencia y en dinámica, las viñetas de la vida doméstica durante la revolución de Nellie Campobello, algo más desarrollados en el caso de Rosario, que rebasan la anécdota pura: “En "Hay mucho de recreación de anécdotas familiares, relatos de mi madre, que se quedaron rezagados en mi memoria y un día comenzaron a aflorar en forma de diario. Luego los cambié, los imaginé, y les puse una voz que resonó. En ese momento supe que podía salir algo atractivo. Pero también hay cosas que no tienen nada que ver con mi vida”, señala Rosario que reconoce, sin embargo, que hay mucho de vivencial, un intento por recuperar, a través de las raíces de su familia un espacio propio, una habitación propia y vencer los miedos y temores. “Mi vocación realmente es muy reciente, por muchos años la pospuse porque realmente no me daba cuenta. El proceso de descubrimiento es largo y tiene mucho que ver con el proceso que fui viviendo como persona, mujer, esposa, madre. Es algo que te toma años, introspección, dolor, silencio, muchas cosas. Ahora ya hasta abuela soy y sé donde piso perfectamente.”
En el relato que abre La máquina de coser titulado “Doña Manuela”, menciona la importancia de la memoria en el conocimiento de uno mismo que empieza con la reconstrucción del pasado que no nos tocó vivir pero que está grabado en nuestra genética: “Mi abuela fue una mujer contadora de historias. Quiero decir que ella me contó historias que han prolongado mi vida (…) Digo que las vidas se prolongan al oír estas historias porque a través de ellas nuestra imaginación despierta. Es el olvido contra la memoria y es esta última la que gana la batalla. Se sueña a través de ellas y se embarca uno en viajes profundos y aventurados; no se sabe el punto del destino, pero sí que el viaje es seguro porque no vamos solos.”
La guerra, por otro lado, parece estar muy lejos. Pero está. Se percibe. Como la de Nellie, la mamá de Rosario es objeto de adoración por parte de su hija. También son muchos los hermanos con los que ha de compartir ese amor sereno y abnegado. La mamá de Rosario, como la de Nellie, es capaz de tomar un rifle para disipar las sombras que aterrorizan a su hija por la noche. Es decir: la madre, lejos de ahuyentar los temores de la mente de su hija, los sustenta, quizá porque es una forma de mantener intacta la imaginación desbordada de la niña donde crecen frondosos monstruos, y es que a diferencia de la madre analfabeta de Nellie, la de Rosario privilegia el librero por sobre el resto del mobiliario de su casa: “A mamá lo que le gusta es leer. Los libros son sus mejores amigos. Siempre la encuentro en el sillón de la biblioteca leyendo o buscando algún tema. Por las noches, en la cama y en medio de la penumbra, nos lee en voz alta, o nos pide que nosotros leamos. La lectura-dice- nos abrirá el mundo y nos hará tener uno propio que nadie nos podría arrebatar (…)” (“Mela”, p. 21).
Aunque en algún relato se sugiere que no es Rosario niño, sino Rosario adulta recurriendo a su memoria quien narra (menciona las cámaras digitales), los relatos están impregnados por la inocencia, el morbo y la malicia propios de la pubertad. Con televisión o sin ella, los y las pre-adolescentes siempre alimentarán al monstruo de la curiosidad con las muchas veces inexplicables prohibiciones de los adultos. Pero a la par de la reconstrucción del mundo escolar, desde el instante en que la familia se monta a un tren que parte de Eagle Pass, decididos a refundar su hogar en una Torreón casi desierta, cuyo origen es el ferrocarril –“En 1833 llegó el primer tren; de rancho pasamos a ser la estación Torreón” –reconstruye el umbral de la adultez de la protagonista que se verá forzada a combinar los estudios con el trabajo (auxilia a su madre en la elaboración de tortillas para vender) y todo en el contexto de la recreación histórica de la ciudad de Torreón, donde de pronto sus trenes se pierden en el reino de los muertos, pasando a convertirse en enormes fantasmas negros. La abuela materna de Rosario tuvo la gracia de ser testigo del instante mismo en que Torreón amanece graduada de ciudad, un 15 de septiembre de 1910, al poco de estallar la Revolución que despertará a la otrora villa polvorienta: “La misma noche se celebraba un aniversario más de la independencia del país. Hubo razones de sobra para festejar. Llegó gente de todos los rumbos, campesinos, tenderos, niños, globeros, familias enteras. Se reunieron en la plaza principal y entre acordes de la banda, puestos de aguas frescas, algodones y golosinas, la gente bailó y cantó y se fue a dormir con el primer quiquiriquí de los gallos, sabiendo que en adelante vivirían en una ciudad derecha y no tan hecha.” (“Cien para comenzar”, p. 43).
En el relato “Los muebles de la casa de Chihuahua”, de La máquina de coser, se lee sobre la incipiente Torreón: “(…) eran muchas personas las que venían, seducidas por los relatos de que en Torreón había trabajo, progreso y dinero (…) Uno podía ver americanos, franceses, árabes, alemanes y también gente que llegaba de lugares más cercanos como Durango o Zacatecas, con la novedad y la esperanza en sus miradas.”
A través de la mirada infantil y curiosa, el arduo inicio de una nueva vida pinta como emocionante aventura que se prolongará hasta la adolescencia de la narradora, que marca el instante de la inesperada (hasta para uno) ruptura de sus padres, que tanto parecían amarse, y con el amor termina la inocencia. Porque de principio a fin todo es maravilloso, todo es descubrimiento: existen los abuelos, el padre forma parte de la cotidianidad y la madre representa un reto. Una de las preocupaciones de Rosario niña es ganarse el privilegio de permanecer entre “sus abrazos recién horneados”. Se afana en la escuela, donde destaca, sí, por su aplicación pero, sobre todo, por su imaginación. Cualquier detalle se la alebresta, como cuando es recibida por la madre Catalina el primer día del catecismo: “La plática me aburre y prefiero observar sus pechos. Los trae aplastados, no como los de mi tía Altagracia que los enseña con orgullo, más cuando está amamantando a mi primita. Creo que la madre catalina se avergüenza de sus pechos y por eso quiere aplanar las más bellas montañas del mundo (…)” (p. 34).
Para una niñita que considera los pechos las más bellas montañas y no una maldición, los dogmas de la Iglesia Católica deben sentarle como un baño de agua fría. De entrada la madre considera que otorgar la bendición cuando su hija marcha a la escuela son “mocharías”, aunque la niña insiste en obtenerla porque es una forma de experimentar el amor de su madre. La religión está tan arraigada en la memoria y en los nervios colectivos que Rosario realiza la primera comunión casi por inercia. Las dudas la carcomen. Nadie sabe resolvérselas: ¿Servirá de algo rezar el rosario de corridito, entre malabares verbales, aunque no comprendas muy bien lo que trata de decir? ¿Por qué suena tan bonito el término “pecado venial”? La simbología religiosa, lejos de ahuyentar los demonios de la niña, los engorda. Encuentra mas motivos para imaginar.
Cuentos antes de dormir. Travesuras. Vacaciones en Mazatlán. La niña se desarrolla sin tropiezos. La llegada del tren representa todavía un motivo de excitación para los niños de Torreón, entre ellos Rosario, que corren a presenciar el asombro en los semblantes de los viajeros al descender de la máquina cuando se topan con aquel paisaje de cerros pelones y una polvareda hirviente. “Con todo, se quedaban”. Secundaria. Las clases obligatorias de mecanografía vuelven forzosa la adquisición de una maquinilla de escribir, una Olivetti portátil que transformará la incipiente adultez de Rosario, “bonita, alta y tostada por el sol”, en una perfecta página en blanca donde todo está por escribirse. Por andar escribiendo poemas, no aprende correctamente a usar todas los dedos: los dioses se concentran en los anulares: “Desde entonces no he parado. Mamá hasta se enoja porque dice que si sigo allí terminaré embrujada. Pero la máquina no me deja. Puedo decir que casi escribe sola. Apenas me siente frente a ella y se arranca… Tac,tac,tac…” (“Mi máquina de escribir”, p. 107). Le han dicho que su destino está en la cocina, que de principio no le parece tan malo. La cocina exige tanta creatividad como la página en blanco, ¿no? El problema estriba en que este arte se concretará en complacer a un solo individuo: su futuro esposo. Ese al que todavía no conoce, ni imagina siquiera. A esa temprana edad Rosario descubre que la cocina no la llena y que la sequía de ideas es fuente de frustración. Es una escritora que todavía no sabe que lo es, y no lo descubrirá, me temo, sino hasta muchos, muchos años después. Imposible saberlo en ese momento, en medio de la repentina fuga del padre (los padres fugitivos que inauguran y clausuran familias como tal cosa son comunes en la narrativa de Rosario) que pone en jaque a la familia y orilla a la madre a buscar un oficio y a la hija mayor, a auxiliarla. Es escritora y ni siquiera sabe que semejante palabra existe, y de saberlo, sin duda, la habría encerrado bajo siete llaves en su lengua: “Escribo para recuperar la memoria y rescatar palabras del olvido. Porque cuando ni ella ni yo estemos aquí, Torreón seguirá con vida (…) La duda permanecerá en el mismo lugar, junto a las vías, rodeados de sus cerros grises y pelones, abrazado por el río seco y fiel.” (“El viejo Torreón”, p. 89).
Rosario se declara muy lectora de Elena Poniatowska, Julia Álvarez, Sandra Cisneros e Isabel Allende, así como de autores del boom latinoamericano como García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes y Borges, aunque “leo mucho cuento de escritores varios, norteamericanos, europeos y locales. Últimamente he frecuentado a Pamuk. Me gusta también la crítica literaria.” Actualmente se desempeña como directora del Museo Arocena, después de haber dirigido el Regional de la Laguna durante siete años. Aunque no tiene planes inmediatos para un nuevo libro, “Quiero seguir escribiendo aunque tengo otras muchos intereses y ocupaciones que me hacen posponerlo. Pero sé que algún día volverá a salir algo. No hay prisa.” Lo que sí tiene muy claro es que quiere escribir novela.