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Rubia bajo la burkah

…Porque la vida en este país es sufrimiento, ya sabe, y los libros me salvan.
Rafik, librero iraní

Hija de Froydis Guldahl, autora feminista de cuentos para niñas, y de Dag Seierstad, político científico de izquierdas –aunque ella se rehúsa tomar partido en ese sentido-, Asne Seirstad tuvo oportunidad de vivir en lugares tan disímiles como Francia, México, Rusia y China, y llegó a dominar cinco idiomas. Nacida en 1970, en Lillehammer, Noruega, la niña genio se licenció en filología rusa y española por la Universidad de Oslo, ciudad donde radica actualmente, pero optó, durante una estancia en una residencia de artistas de Belgrado, por la corresponsalía de guerra, a pesar de que “odio las armas”, afirma, arrugando la respingona nariz.
Como Susan Sontag entiende, sin embargo, que el lugar del pacifista es el campo de batalla, por lo que estuvo en Kosovo, en Chechenia, en Afganistán y en Irak. No solo vivió para contarlo, sino que plasmó sus traumáticas experiencias, así como las de la gente común atrapada en estos conflictos bélicos, en magníficos libros que, pese a la juventud de su autora, la colocaron al nivel de un Ryszard Kapuscinski. Asne deja implícita en su obra las máximas del gran periodista polaco: “Creo que para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser un buen hombre, o una buena mujer: buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias (…) Un periodista no puede ubicarse por encima de aquellos con quienes va a trabajar: al contrario, debe ser un par, uno más, alguien como esos otros, para poder acercarse, comprender y luego expresar sus expectativas y esperanzas.”
A diferencia de Kapuscinski, Asne no vivió la guerra en carne propia siendo niña, ni manifestó una temprana vocación por la poesía que hubo de posponer para ejercer el periodismo. Sus intereses apuntaban, más bien, hacia el terreno académico y sus allegados, sin duda, la imaginaban sumida en la lectura, prisionera voluntaria de una torre de marfil. Su voltereta vocacional debe haber sorprendido a más de uno: ella misma menciona la angustia que produjo en sus padres su accidentada estancia en Iraq, donde terminó siendo la única periodista nórdica dando cobertura al conflicto bélico contra Estados Unidos, desaliñada, con un bloc de notas en el bolsillo trasero del pantalón y su demasiado joven vida pendiendo de un hilo: “Yo era tal vez la única corresponsal en Bagdad que no había pasado por un curso de seguridad. En él se aprendía a ponerse la máscara y el mono con un solo movimiento, medir la cantidad de gas en el aire, echarse al suelo en caso de bombardeo y evaluar las situaciones de peligro. Las redacciones no suelen mandar a sus periodistas a zonas de conflicto sin hacerlos pasar previamente por un curso de seguridad. Pero a mí nadie me había mandado a Iraq: estaba aquí por mi propia cuenta y riesgo (…)” (Ciento y un días, Maeva, Madrid, 2004, traducción de Sara Hoyrup y Marcelo Covián, p. 124).
¿Qué puede llevar a una chica guapa, graduada universitaria, políglota, de excelente posición económica, pacifista de hueso colorado y campeona de esquí, “aunque soy pésima manejando”, a colocarse en el epicentro mismo de la violencia? ¿A vivir con una máscara anti gas bajo la almohada y un chaleco anti balas junto a la bata de dormir? ¿Deseo de notoriedad? ¿Curiosidad? ¿Anhelo de aventura? ¿Empatía con los que sufren? Su necesidad de enfundarse en una burkah para estar en los zapatos de las mujeres más oprimidas del mundo y rastrear su potencialidad para la rebelión (¡que la encuentra!), experiencia registrada en el extraordinario reportaje traducido a 29 idiomas El librero de Kabul (Oceano, Maeva, 2004, traducción del noruego, Sara Hayrup y Marcelo Covián), apunta hacia la última posibilidad.
Su mayor preocupación, según se lee en prácticamente todos sus libros, es la suerte de los niños: a punto de huir de Iraq, horas antes del bombardeo estadounidense, opta por quedarse tras pasar junto a un parque donde niños y niñas juegan ajenos a lo que se avecina: “Cuando un misil explota, sus esquirlascandentes se esparcen por todos lados a muchos cientos de grados de calor. Las esquirlas pueden ser tan pequeñas como clavos o grandes como un hacha. Cortantes y ardientes como son, se hunden con facilidad en un cuerpo humano o lo parten en dos.” (Ciento y un días, p. 213). Fue la convivencia con un niño brutalizado y sediento de matar, pero también de amor, quien la hizo permanecer en Chechenia para escribir El ángel de Grozni: “Saco la cámara prudentemente y pregunto con la mirada a las tres mujeres si puedo usarla. Asienten con la cabeza. Fotografío cómo las mujeres envuelven a la niña en un plástico transparente y luego varias veces en una tela blanca que finalmente atan por los lados. Al final hacen aberturas para los ojos y la boca (…) Mando la foto de la hermosa carita infantil al periódico noruego, pero no la quieren. Yo casi lo sabía: la envié básicamente para no ser la única que la hubiera visto.” (Ciento y un días, p.p 214 y 215).
Asne pudo haber escrito una asombrosa novela sobre su propia experiencia como testigo incógnito de la domesticidad pletórica de quebrantos de los afganos. La familia que protagoniza el relato le brindó asilo en su casa, no se aclara bajo qué circunstancias, ni cómo Asne se ganó, más que la confianza, el amor de los Khan que prometieron cuidar de ella como de un bebé. Logró comunicarse con ellos en inglés, “no llegué a aprender el dari, el dialecto persa que emplean en la familia Khan”, explica en el prefacio. Los Khan, para completar el ejemplar cuadro, es una insólita familia de libreros en un país donde tres cuartas partes de la población es analfabeta, entre ellos, los llamados policías religiosos que jamás han leído el Corán.
A pesar de que su condición occidental la convertía, según sus propias palabras, en una especie de hermafrodita que lo mismo podía codearse con hombres que con mujeres en una fiesta típica del lugar, Asne optó por una burkah, primero, para evitarse la curiosidad que como escandinava, alta, rubia, bronceada y atractiva despertaba en las calles (algo que, por cierto, hubiera sido imposible en Iraq, por ejemplo)... pero después, cuando descubrió lo que dicha vestimenta implicaba, se la queda para compenetrarse con el ancestral dolor de las afganas, “para darme cuenta de lo que es, cuando el autobús está medio vacío, buscar un sitio en las últimas tres filas reservadas para las mujeres y llenas a reventar; lo que es acurrucarse en la cajuela de un taxi porque hay un hombre sentado en el asiento de atrás.” La burkah aprieta la frente al extremo de provocar dolor de cabeza; posee una rejilla que restringe el campo visual de tal suerte que las mujeres continuamente están muriendo por atropellamiento en las calles. El sudor acumulado bajo la gruesa y áspera tela no tarda en producir un hedor tolerable apenas. Para colmo, es tan larga que los pies se enredan y las mujeres tropiezan con cada paso. Lo que los occidentales no imaginan siquiera es que bajo esa tela deforme y oscura, las afganas portan labios y pestañas clandestinamente maquillados. Un acto de íntima subversión más que de coquetería. “De vez en cuando se ven uñas pintadas debajo del borde de una burka, otra pequeña señal de libertad. El régimen talibán prohibió el esmalte y su importación, y a algunas desdichadas se les cortó una falange de la mano o del pie por haber infringido la ley.” (p. 102).
El protagonista de la historia, según lo denuncia el título, es Sultán Khan (nombre ficticio, hay que aclarar, de Sha Muhammad Rais), librero, oficio perseguido durante los regímenes comunista y talibán, —especialistas estos en arrasar con Budas milenarios, museos, esculturas y quemar libros—; astuto comerciante que vende incluso los Versos satánicos de Salman Rushdie… aunque prefiero centrarme en la situación de las afganas que Asne describe sin dramatismos. El propio Sultán, aunque simpático personaje por su vasta cultura, su amor y cuidado por los libros y su pensamiento liberal, es un opresor de las mujeres de su familia: no vacila en desechar a la que ha sido su esposa por más de cuarenta años para tomar una nueva, de apenas dieciséis años. En circunstancias como esta, la vieja esposa pasa a convertirse en sirvienta de la nueva, y por supuesto no tiene derecho a rehacer su vida. Asne nos revela, sin embargo, un aspecto insospechado de estas mujeres: quien crea que las afganas aceptan resignadamente su destino, se equivocan. La escritura, nos explica Asne, ha sido uno de sus vehículos para manifestarse. El poeta afgano, Sayd Bahodin Majruh (1928-1988), asesinado por fundamentalistas, reunió poemas (landays) de anónimas autoras pastún en el libro El suicidio y el canto (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2002) donde se evocan amores prohibidos y se ridiculiza al marido carcelero: Me lanzo al río, la corriente no me arrastra./ Mi horrible marido tiene suerte:/ siempre soy devuelta a la ribera.
El uso obligatorio de la burkah fue implementado durante el reinado de Habibulla, entre 1901 y 1919. Las primeras en llevarlo fueron las doscientas mujeres de su harem, de tal suerte que la belleza de sus rostros no tentara a los hombres allende las puertas del palacio. En 1961 se prohibió a las empleadas del sector público llevar la burkah por lo que vestían a la usanza occidental, lo mismo que los varones. Estas mujeres fueron blanco de ataques por parte de los fundamentalistas que les disparaban a las piernas o les arrojaban ácido a la cara. Pero ni los talibanes han podido impedir la apertura de escuelas clandestinas para mujeres, ni siquiera, apunta Asne, ¡la publicación de una revista femenina! La actual ministra de Sanidad Pública en el gobierno de Karzai, la heroína feminista Sohaila Sadique, se negó a llevar la burka: “Cuando la policía religiosa vino con sus palos y levantaron sus brazos para pegarme —le cuenta Sohaila a Asne— yo levanté los míos para devolverles los golpes. Entonces bajaron los palos y me dejaron ir.” (p. 103). El trágico caso de la joven Yamila, sin embargo, nos hace ver que no todas las afganas son solidarias con su propio sexo: casada con un hermano de Sharifa (la esposa despreciada de Sultán) Yamila fue acusada por la policía de permitir que un hombre se filtrara a su casa por la ventana de su cuarto. La propia madre de la muchacha ordenó a sus hijos varones asesinar a la impura, a su hermana, y salvar así el honor de la familia: entre todos la asfixiaron con una almohada.
En cada uno de sus libros, la shakra (rubia en árabe) se ha cerciorado de inmortalizar a otras mujeres tan valerosas como ella, aunque en comparación con Bojana Lekic, la periodista serbia que desafío a Milosevic (que, por cierto, también es rubia y guapísima), Asne se considera más bien “tranquila y pausada”. Comentarista y titular de un semi clandestino e itinerante canal de televisión contrario al régimen de Milosevic, que ni siquiera contaba con instalaciones fijas, Bojana fue una de las guías de Asne en su descenso por una Serbia a un tiempo engañada y cercada por el terror: “(…) Ella (Bojana) nunca se toma tiempo para comer. Cuando coge del bolsillo el casete de las grabaciones se le cae una flor mustia. Hoy es 8 de marzo y temprano por la mañana un colega se la ha regalado. A toda prisa se la puso en el bolsillo de la chaqueta. Ahora parece apagada y moribunda en su mano.” (De espaldas al mundo, Océano, Maeva, México, 2007, traducción de Carmen Freixanet, p. 50).
(Bojana Lekic, en la foto)
En Ciento y un días, empieza hablándonos de Gertrude Bell, cuyos Arabian diaries la acompañaron en su trayecto a Iraq –“mis tesoros”, nombra Asne a sus libros- y le sirvieron de inspiración durante sus escasos momentos de soledad en la habitación 707 del hotel de medio pelo donde se hospeda, recién llegada a Bagdad: “(…) Viajó sola con contrabandistas y bandidos a principios de siglo, en el desierto justo fuera de mi ventana. Fue capturada por beduinos y vivió en un harén donde escribió su diario. Fue asesora de reyes y primeros ministros y considerada la mujer más poderosa del imperio británico. Fue la única mujer que Winston Churchill invitó a la Conferencia de El Cairo en 1921, la reunión que decidió el futuro de Mesopotamia. Y fue uno de los pocos viajeros por Oriente Próximo que describió la vida de las mujeres.” (p. 23). Pero también menciona a mujeres más cercanas, otras corresponsales de guerra o heroicas niñas, muchachas, abuelas y amas de casa iraquíes que sobrevivieron la muerte de un hijo o un bombardeo: “El mito de los duros corresponsales de guerra es exactamente eso: un mito. En Bagdad muchos de los periodistas eran mujeres maduras con fuerte instinto maternal. Consolaban a todos y los protegían, aunque nunca hablaban de sus propios miedos.” (p. 205)
Es muy probable que sin la burkah (y sin encorvarse como una anciana para disimular su talla de valkiria), Asne Seierstad no hubiera llegado tan lejos en su investigación; no le hubiera sido posible introducirse a la intimidad de las salas transformadas en baños colectivos para mujeres y niños; a las salas clandestinas de embellecimiento donde las mujeres entran a probarse lipsticks y a mirarse en un espejito. El librero de Kabul está escrito más con pretensiones periodísticas que literarias, es decir, Asne presta mayor importancia a la anécdota que al factor artesanal de la prosa (aunque no han faltado críticos que opinen lo contrario: que El librero… es más una novela que un reportaje). “Se me acusa de que mis libros no son lo suficientemente analíticos –señala la periodista en entrevista con Michael Wright, para The Indepent: -Pero el propósito de mis libros no es analizar una situación política, ni predecir el futuro. Esa es una percepción errónea no solo de mi trabajo personal, sino del trabajo periodístico en general.” La crítica, sin embargo, me parece injusta. Ahondar en los aspectos socioculturales, tratar de aprehenderlos y hasta compenetrarse con ellos para facilitar la comprensión del lector, me parece más loable incluso que el análisis político. ¿Qué puede ser más político que tratar de comprender, que no justificar a los suicidas que aspiran a alcanzar el al-firdus, el más alto de los siete niveles del Paraíso, donde moran, junto al Profeta, los santos y los mártires? El suicidio per se es haram, prohibido, nos explica Asne, pero no cuando la vida se ha dado en nombre de Alá. En De espaldas al mundo, nos vuelve partícipes de la impotencia de los libre pensadores ante la aterradora mezcla de la tiranía de Milosevic y la indolencia del grueso de la población (ancianos y campesinos, en su mayoría), mientras que en Ciento y un días nos enfrenta a la clandestina posición de los iraquíes que, por un lado, cantan loas a su dictador, Saddam Hussein, y por otro, en voz baja y rumiante, confiesan su esperanza de que el ataque estadounidense contribuya por lo menos a liberarlos del simple terror a hablar. Duele esta desesperanza de los iraquíes, pobre gente sin bando y con mucho, muchísimo miedo. Nos relata también como, tras imponer por la fuerza un gobierno laico, Saddam supo ganarse la confianza de los musulmanes para sumar fuerzas contra los Estados Unidos. El librero de Kabul es un hermoso libro que nos abre las puertas de un mundo aparentemente asexuado donde, sin embargo, brotan el amor y las pasiones arrebatadas, inherentes a la condición humana... incluso, y como la noruega comprobó en carne propia, las mujeres, con burkah y todo, ella misma, son piropeadas en la calle. Como si no existiera pantalla posible para esconder la belleza femenina.
En Ciento y un días, la guerra llega a ser un personaje más, alguien que irrumpe como un pavoroso ogro y sale de escena tras saciar su hambre de sangre inocente. No es esta la primera experiencia bélica de Asne –antes ha estado en Kosovo- pero sí la más intensa y directa, en un sentido emotivo: la primera donde ve morir queridos amigos y ve con sus propios ojos como desaparece una docena de niños bajo el impacto de una bomba estadounidense. Paradójicamente, Asne ha tenido que pagar un precio demasiado alto, tanto moral como económico, para gozar del dudoso privilegio de atestiguar los pormenores de esta absurda guerra que parece interminable. Pudiérase decir que Asne es una chica con suerte -¿o modelo de perseverancia, más bien?-, ya que logra ingresar a Iraq en calidad de periodista de segunda categoría. No tardará en ser expulsada por el veleidoso ministro de información que la hace “acompañar” de un intérprete, que en realidad debe vigilar que no aluda de manera ofensiva a Saddam Hussein. Asne no se dará por vencida: desde un hotel en Jordania contempla la gama de posibilidades para reingresar a Iraq, a unas horas de ser bombardeada por el ejército de Bush y ninguna le resulta desdeñable, ni siquiera la de ofrecerse como escudo humano. Cualquier cosa. El simple hecho de esforzarse en transgredir el terreno vedado, es ya una especie de ruleta rusa. Como cualquier otro periodista que acepte el reto, Asne sabe que sobre su cabeza pende la espada de Damocles. Los riesgos de la guerra, incluso, pasan a segundo plano ante la misteriosa desaparición de corresponsales extranjeros, particularmente si tienen aspecto “estadounidense”: la cabellera dorada ceniza, los ojos azules y la alta talla de valkiria de Asne ya ha hecho gritar de terror a una niñita: “El pánico también se estaba apoderando de mí. Unos colegas me ofrecieron irme con ellos a la mañana siguiente, pero primero tenía que escribir un artículo, aunque fuera uno, no podía haber ido hasta allí en vano (…)” (p. 145)
Asne, como su colega Kapuscinski, entiende que “para producir una página debimos haber leído cien (…) En algún sentido, escribir es la menor parte de nuestro trabajo”. Aunque por momentos pudiera parecer intrépida, imprudente incluso, no se lanza a la aventura sin la debida armadura cultural. Por supuesto, lo que ha tenido oportunidad de contemplar, de observar, de padecer ha dejado en su vida y en su escritura, cada vez más poética, más próxima al periodismo humanista preconizado por Truman Capote y Tom Wolfe, una imborrable cicatriz: “No soy una relativista cultural. La gente me acusa de condenar algo que no entiendo; dicen que es su cultura y que no tenemos derecho a criticarla. Pero en mi opinión, todo mundo tiene derecho a ser tratado bajo los mismos derechos fundamentales. Esta gente sufre. Es la sociedad más injusta que jamás se haya visto…”, señala Asne en entrevista con Berit Keynes. Cuando no comparte el destino de los infortunados, la rubia reina de las nieves descansa en los bosques noruegos, esquiando en las montañas. Proyecta enfocar sus miras hacia la situación de América Latina.
Asne Seirstad habla sobre su más reciente libro, El ángel de Grozni