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Nostalgia de octubre


A Verónica Ortiz le arrebataron el 68. Un marido celotípico y brutal la tenía bajo siete llaves mientras un contingente de estudiantes que tendrían más o menos su misma edad, edad también de Alejandra Ballesteros, 18 años, estaban siendo masacrados en Tlatelolco. Estaba a salvo ahí, en su prisión de ama de casa, cierto, pero muchas veces es preferible el riesgo voluntario, que es el que Verónica deseaba correr al lado de todos aquellos jóvenes, que una salvación no pedida. Por eso Alejandra, de quien nos dice Paco Ignacio Taibo “es un personaje medio mensón, vehemente pero medio atontado”, desafía el autoritarismo de su padre, el General Ballesteros, nada menos que uno de los artífices de la matanza… el que hizo con su esposa, la madre muerta, ¿ausente?, de Alejandra lo mismo que le hicieron a la propia Verónica y, anteriormente, a la madre de Verónica, porque fue la violencia intrafamiliar lo que empujó a la hoy escritora a los brazos de un hombre que terminaría haciéndola víctima de peores maltratos de los que huía: “Nosotros también sufríamos una forma de encierro por parte de mi padre que era muy celoso y me di cuenta de que la única salida era el matrimonio –explica Verónica-. En aquel momento tengo 17 años. Me sigo escapando, dejo de tolerar los límites y la censura, sostengo una lucha por la libertad responsable y hay un pendiente mío en ese momento por el 68.” Este es el origen de la novela No me olvides (Planeta, 2006), donde Verónica salda la que considera su cuenta pendiente con el 68.
Conocí a Verónica Ortiz Lawrenz, pionera en México en abordar frontalmente la sexualidad humana en los medios de comunicación (fue durante muchos años conductora del programa Taller de sexualidad, por Canal 11), cuando presentó su primera novela, Sobrevivientes (Planeta, 2003), donde retrata en forma descarnada el modus vivendi de los niños callejeros del Brasil, eventualmente exterminados como plaga durante maniobras de “limpieza” de las llamadas Guardias Blancas, asunto sobre el que se enteró y en el que se metió de lleno, curiosamente, durante unas vacaciones en Río de Janeiro. Rubia, enérgica, nerviosa, Verónica disertó ante los reporteros sobre el particular, trémula de indignación pero sobria y bien plantada. Me maravilló la forma en que su sensibilidad la fortalecía en vez de vulnerarla. Ignoraba entonces su dramático pasado del que, como su personaje de Alejandra, tuvo que escapar por una ventana y el cual no sacó a relucir hasta la publicación de la que sería su segunda novela, No me olvides. Entre este libro y el anterior publicó Mujeres de palabra, entrevistas con escritoras (Joaquín Mortiz, 2004), trabajo que potenció su vocación primaria. Las escritoras nacionales, señala Verónica, reciben un doble menosprecio porque en México no se consume lo que el país produce. El lector mexicano no tiene como primera opción a un autor mexicano, y si es mujer, menos. “Hace mucho que escribo. Escribía mis propios guiones para televisión. Poesía también, pero jamás la he publicado porque soy tremendamente autocrítica y estoy convencida de que nunca la voy a publicar. Llevaba rato con la idea de darme tiempo para escribir la novela sobre el 68. Salía entonces de una experiencia muy delicada, muy dura: estuve con Rosario Robles (jefa de gobierna del Distrito Federal, relevo de Cuauhtémoc Cárdenas en 1999) en una aérea donde se generaba el contenido de discursos y se ordenaba un poco lo que sucedía en la ciudad porque el PRI nos dejó un vacío y mi función era recuperar dicha información. Después empecé a ver los cambios de Rosario, no me gustaron y me retiré… y yo ya había dejado todo por este proyecto político en que creí sinceramente. Me dije que era momento para rehacer a Verónica Ortiz, y me puse a escribir…”
No me olvides parte de la experiencia personal de la autora, porque la nostalgia de lo no vivido ni experimentado es una huella en el vacío, vivencia que fácilmente puede transformarse en frustración si no se le procesa con inteligencia. Aunque la mayoría de los personajes son ficticios, ningún otro libro sobre el tema ha desarrollado en forma tan clara ni tan accesible las maquiavélicas circunstancias que dieron pie a los trágicos sucesos del 2 de octubre de 1968, quizá por tratarse del primer libro pensado en lectores que no los vivieron. Para reconstruir los hechos, Verónica recurre a una serie de lecturas que debidamente citadas en los agradecimientos: La noche de Tlatelolco y Fuerte es el silencio, de Elena Poniatowska; Días de guardar de Carlos Monsiváis, Los días y los años de Luis González de Alba, La estrella de Tlatelolco de Álvarez Garín, Rehacer la historia de Carlos Montemayor, Parte de guerra de Julio Scherer García. El lector se percata, entre otras cosas, de que los estudiantes, universitarios en particular, se volvieron objeto de sospecha y persecución varios meses antes de que se desencadenara la matanza, contaminando la atmósfera pre olímpica de malos augurios. “Lo que pasa –dirá uno de los personajes –es que en el gobierno están más perros precisamente por las Olimpiadas. Mejor para nosotros. Van a ceder, van a soltar a los presos, a (Demetrio) Vallejo. Ya viste la bola de periodistas extranjeros, hay un chingo haciendo preguntas por todos lados. En el gobierno no son tan estúpidos. Para que quieren a toda la universidad en huelga antes de sus pinches olimpiadas.”
Alejandra ha permanecido lejos de México desde niña, en un internado del extranjero. Su graduación y posterior retorno a la residencia familiar coincide con el año clave de la novela. Su padre, el General Ballesteros, es un personaje contradictorio que al mismo tiempo que pretende mantenerla recluida (no considera menester que acuda a la universidad, ¿para qué si pronto se casará?, con alguien elegido por él, naturalmente), salvo sus muy custodiadas asistencias a clases de francés y algunos paseos insípidos, le impone ejercicios bárbaros como prácticas equitación de madrugada para que pierda su terror a los caballos. “El General Ballesteros es la figura paterna por excelencia de la época –señala Verónica-. Es el general torturador, que hubo muchos en ese entonces y, ojalá me equivoque, sigue habiendo; era un momento en que los generales estaban muy cerca del poder, tenían puestos públicos. Ahora no hay esa mezcla del poder con los militares, pero en esa época había muchos, y además muy ávidos. Corona del Rosal, por ejemplo, quería ser presidente. Hay otro personaje, Gutiérrez Oropeza, del Estado Mayor Presidencial, muy cercano a Díaz Ordaz, paranoico, muy violento, muy limitado en sus percepciones de todo tipo y que va a ser un ascendente importantísimo en las ideas de Díaz Ordaz, y al que Echeverría utiliza con una habilidad muy particular que, con los años, fuimos viendo más. Echeverría era el principal contendiente del General Corona del Rosal por la presidencia, y en ese sentido tenemos una atmósfera de sucesión presidencial que va a determinar muchas de las cosas que sucedieron en el 68 y derivaron en el aniquilamiento de grupos importantes de jóvenes… no solo la muerte sino el aniquilamiento en muchos sentidos.”
Siempre escoltada de quien considera su única amiga, su nana, Alejandra no tardará en experimentar el deseo de desplegar sus alas, mirar el mundo con sus propios ojos y describirlo con sus propias palabras, particularmente cuando durante una frugal salida a la farmacia, debidamente vigilada por su nana (quien, es evidente, siente verdadero terror por el general), tiene su primer encuentro con el encantador Santiago, un universitario idealista de cabellos rizados que resultará su vecino. Respecto a Santiago, el personaje más entrañable y trágico de No me olvides, Verónica nos dice que es simbólico porque representa al joven promedio que surcó aquellas calles, hoy ensangrentadas, exigiendo justicia; atacado, muchas veces, por la espalda: “(…) Lo único que pedimos, que los jóvenes piden, es democratizar los espacios, que se respeten los votos, las elecciones (…)” (p. 108) “Está claro que más del 70% de este país son jóvenes-señala Verónica-, quiere decir que si el 68 sucedió hace 38 años, los jóvenes actuales no solo no lo vivieron sino que lo han ido olvidando, porque la historia oficial mantiene un silencio constante sobre hechos tan importantes y fundacionales como este.”
Aunque en un principio supuse que Verónica se estaría desdoblando en Alejandra y en la madre de esta, María Luisa, de ascendencia alemana, la autora me revela que María Luisa, la esposa torturada y desaparecida del General Ballesteros, a quien se le monta una tumba ficticia para esquivar las insistentes dudas de su hija, es un poco su propia madre. Una clase de mujer más común ahora que entonces pero que, a la luz de los hechos parecía destinada a despertar. El 68 fue un año decisivo también para la liberación femenina, el parteaguas, dice Verónica, de muchas cosas, “por primera vez gran cantidad de gente de todos los niveles socioeconómicos estuvieron en la calle defendiendo la no represión hacia los jóvenes, un asunto que tenía que ver con justicia y democracia. La gente cansada de gobiernos priistas, violentos y represores, sobre todo el de Díaz Ordaz. La mujer empieza a liberarse de muchos atavismos, está estudiando ya, tiene nuevas posibilidades de libertad, de igualdad con sus compañeros. Están Simone de Beauvoir, la píldora anticonceptiva… es un momento clave para el feminismo, de la necesidad de la mujer por integrarse a otras áreas que le han sido restringidas por la sociedad.” Como bien dice el personaje de la China en la página 164: “Yo creo que cualquier lucha a donde no va la mujer es más lenta.”
Alejandra no es, todavía, una joven concientizada. Ni siquiera sabe exactamente quien es su padre. Su imaginación no le alcanza para concebir las torturas y vejaciones sexuales a las que el General Ballesteros somete a los jóvenes capturados. El principio del fin de su inocencia estará marcado por el hallazgo de unas fotografías donde su madre, a la que ha creído muerta desde hace muchos años, aparece con huellas de torturas… fotografías que la propia María Luisa se tomó para denunciar el crimen de su marido. Poco a poco Alejandra despertará, en un principio, influida por Santiago, que de algún modo se prestará de Lazarillo, prestándole sus ojos comprometidos, y le hará ver la importancia de su participación en la mega protesta que involucró prácticamente a toda la sociedad civil. Como Sobrevivientes, No me olvides tiene un final abierto que sin embargo pudiera juzgarse de “feliz” pues se trata de la oportunidad que la vida le brinda a Alejandra-Verónica para hacer algo más que escurrirse por la ventana: es su bienvenida como mujer… mujer libre.
“Necesito de la palabra escrita –dice Verónica-, pero no sé que sigue después. Siento que soy mucho como en medio de algo, entre los que generan y los que reciben la noticia. Estoy ahí en medio, por eso pienso que la palabra “comunicadora” no es mala, porque es un puente entre quien recibe y hace los mensajes.” Verónica Ortiz admira a J.J Coetzee; aguarda con ansiedad las dos nuevas novelas de Rosa Beltrán y dice regresar eventualmente a su libro de cabecera: Madame Bovary. Le interesan además las autoras que están planteando su propia realidad en diferentes partes del mundo, la escritora y periodista colombiana Laura Restrepo y la poeta mexicana Verónica Volkow. Actualmente, Verónica es asesora cultural del Programa Interdisciplinario de Estudios de la Mujer del Colegio de México y columnista de la revista independiente Emeequis.