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Silencios que estallan


Y lo que llamamos “quietud” es la velocidad inconcebible
de nuestra carne.
Gustaf Sobin

La poesía es, por sí misma, una subversión contra el lenguaje cotidiano, constreñido este a lo previsible. Pero hay poetas que van más allá, subvirtiendo el lenguaje a la par de la mirada, entrenando la propia mirada en función de la escritura, caso este de Tedi López Mills, nacida en la ciudad de México, en 1959, y quien, a reserva de una opinión más autorizada, es la mejor y más original mujer poeta de su generación. Lo insólito de su poesía radica, muy enfáticamente, vuelvo a lo mismo, en su mirada, la que el también poeta mexicano Fabio Morabito define como si viera el mundo “a través de un cristal corrugado: no ve con nitidez, pero capta el dibujo esencial de todo, o mejor dicho, su dibujo mental, mítico.” El ojo reconoce la belleza pero no suele cuestionarla, simplemente absorberla. El ojo de Tedi, subordinado al razonamiento poético, la cuestiona, poniendo entre la apreciación estética y la razón ese “vidrio corrugado” del que habla Morabito, como en estos versos del poema “Viaje”, incluido en su más poemario, Luz por aire y agua (Conaculta, Col. Práctica Mortal, 2002): “(...) ciertos datos de ayer,/ sin resabios de infancia,/ ni un falso mar virgen o fenicio/ (aunque los he soñado/ con bordes rotos contra el risco), (...) mi relato de ese viaje que ahora/ reconozco hacia atrás como dos:/ el que hice yo y el que no hice.” (53). Tedi es una poeta indiscutiblemente mallarmeana, capaz de posponer el dolor de la propia herida para reflexionar hondamente sobre lo que la produjo y, más adelante, cerrar los ojos para conectarse con ella y poder enfrentarla como si se tratara de una herida física que pudiera poner a contraluz. En su hermosísimo ensayo, La noche en blanco de Mallarmé (Fondo de Cultura Económica, Letras mexicanas, 2006), nos hace descubrir, a quienes previamente hemos abordado su poesía, los puntos de identificación entre esta y la del “demasiado poeta” que se sumerge en la página de blanco y deja de existir para la silla, para la mesa, para la pluma misma; para el inútil mundo físico que lo circunda, de ahí que pinte la cosa, no el efecto que produce: La Obra (de Mallarmé) –escribe Tedi –debía progresar mediante un proceso complejo de eliminación, que no podía incluir la del cuerpo mismo, pues ése iba a ser el receptáculo del milagro (…) extremando la falacia, podemos especular que a Mallarmé le tocó posponer la poética que años después vería su resultado hermoso y delirante en los Cantos de Pound y que, contrario a lo que imaginó Mallarmé, el Libro real fue una demostración contundente de que el silencio camaleónico siempre, también era ese estrépito provocado por las palabras.” (p.p 33 y 35) Proponiéndoselo o no (me inclino por pensar que Tedi dejó fluir la influencia mallermeana sin imponérsela), Tedi logra que su propia poesía cree el efecto de un silencio con base en el estrépito de las palabras. No el silencio de la naturaleza; no el que se crea espontáneamente cuando se apagan las luces, sino el que precede al deslumbramiento, a la revelación maravillosa, a la desvelamiento de una piedra milenaria, virtud que habrá de potenciarse visiblemente en Contracorriente (Era, 2006).
La formación como filósofa de Tedi (estudió Filosofía en la UNAM y Literatura en La Sorbona) está implícita en sus minuciosas elaboraciones poéticas, en su empeño por interpretar la realidad que subyace en la poesía, no tocada por lo general por los demás poetas, y con lo cual, quizá a pesar de sí misma, rebasa al género. El resultado es ese silencio mallarmeano que precede al trueno e interfiere en la quietud del que supondríase el metafórico idilio del paisaje poético. Tedi no se conforma, pues, con producir una idea de belleza, sino que se siente impelida a explicarla, a negarla incluso, porque para explicar la belleza hay que exponer el horror, la fealdad o la destrucción donde tiene origen: cada catedral la hace preguntarse por las ruinas que la antecedieron o que, forzosamente, habrán de precederla, “Y además cómo se mira hacia allá./ La infancia, por ejemplo,/ reducida a unos cuantos trozos,/ poca densidad plástica,/ un esbozo, apenas,/ como el cuervo que atravesó las nubes esta mañana:/ un zigzag negro, portentoso, fugaz. (Segunda persona, UAM, Margen de poesía, núm. 34, 1994, p. 25).
Tedi me confiesa que nunca está segura de que el libro que escribe en ese momento será el último, y eso, de alguna manera, se refleja en el carácter definitivo de cada uno de sus libros, “Mi vocación, para bien o para mal, siempre parece estar en peligro. Después de terminar algo, nunca tengo la absoluta certeza de que podré volver a escribir.” Esta zozobra impregna su poesía, desde el primer libro, Cinco estaciones (El equilibrista, 1991), Segunda persona, Glosas (Taller Martín Pescador, 1998) y Horas (Trilce Ediciones, Fundación Octavio Paz, Col. Tristán Lecoq, 2000), escrito este último gracias a la primer beca Octavio Paz, concedida en 1998 por Ramón Xirau, David Huerta y Adolfo Castañón, hasta llegar a Contracorriente, donde dicha impresión se ausenta y vuelve de forma misteriosa. Todo esto sin contar la antología Matrices de viento y sombra, del extraordinario poeta norteamericano, radicado en Provenza, Gustaf Sobin, traducido, prologado y antologado por la propia Tedi, y publicado en una peculiar editorial marginal: Hotel AmbosMundos, 1999. Tedi es la mayor conocedora en América Latina de este poeta con quien también guarda semejanzas asombrosas, especie de espejo el uno de la otra, al grado de que al explicar a Sobin, Tedi parece estar hablando de su propia poesía: “En cierto sentido —dice de Sobin—, es la metáfora que transmite la temperatura emocional del poeta, su recipiente más adecuado, pues las palabras tienen otro fin: deben moldear la circunstancia de la metáfora, no las veleidades sentimentales que crean la ficción de una identidad (...) La sintaxis elíptica, el verso breve, la puntuación nerviosa son signos de una visión que también padece los efectos de lo que percibe . El ojo y el aliento —los dos pilares de la poesía de Sobin— se gastan en la misma medida en que participan como testigos y transmisores, en que se enmarañan en un caos enunciativo que luego se desenreda, se aclara, en la superficie del agua.”
“Aliento”, palabra clave en la poesía de Sobin, aparece en prácticamente todos sus poemas. También en la de Tedi, aunque en el caso de ella se trata de una presencia tácita. Aliento proveniente de la poesía, el que insufla vida al poeta de piedra, pues, como el propio Sobin dice en una entrevista realizada por Tedi: “es el poema finalmente el que habla, no el poeta. Es el poema el que permite la revelación.” Tedi deja hablar al poema al grado de confundirse con el paisaje descrito, o con el aire que tácitamente lo abraza: “(…) ambiguo cielo en la esfera máxima, mente sin orillas, conociéndose,/ luna adentro, tan temida la sorpresa de no hallar a nadie tras el/ esqueleto, (…) simple la manivela del diablo/ enciende.” (Contracorriente, p. 24)
El que Tedi trabaje cada libro, temiendo o queriendo temer que sea el último, lo hemos dicho ya, se refleja de algún modo en su tono rotundo, definitivo, que no se permite concesiones poéticas (paradójicamente) de ninguna índole. Ni frágil ni melancólica, un genuino acto de rebeldía contra la poesía misma: “Me queda un sitio claro/ por vacío, no por comprensible”, pudiera ser la premisa poética de Tedi López Mills (“Anclaje”, Segunda persona, p. 33). En poemas como “Guarismos”, incluido en Horas, se advierte una subversión de la nostalgia por la infancia. Nostalgia que, bien mirada, es en realidad exigencia de un exorcismo: “Pero anda cuenta/ la moraleja diminuta/ que contuvo mi estancia/ cuándo se estrecha/ como vino y se fue (p. 13)”. La infancia es uno de sus temas recurrentes, aunque se le aborde como una abstracción dolorosa pero necesaria: “Nada aquí entonces/ salvo el racimo de la yedra/ que colma su cuota de abusos/ cuando la voz se acentúa/ en el patio aledaño/ y se erige la borda bilingüe,/ fronteriza entre el silencio/ de una costumbre/ y los votos del yeso.” (p. 41)
Tedi postergó durante muchos años su impulso de escribir, cuando siendo una jovencita que devoraba libros se debatía ente el anhelo de tomar la pluma o de romperla, “según yo—me cuenta —siempre me faltaba leer un libro más. No comencé con cierta constancia sino hasta los 18, 19 años.” Cosa curiosa: sus primeros entrañables autores fueron prosistas: D.H Lawrence, Aldous Huxley, James Joyce, Jorge Luis Borges. La poesía la descubriría tardía pero decisivamente en Octavio Paz, T.S Eliot, Ezra Pound y Pablo Neruda, entre otros. Aunque ganadora del Premio Efraín Huerta en 1994 con Segunda persona, que se publicó suplementariamente con la revista Casa del Tiempo en su primera época, y por tanto es inconseguible; aunque fue becaria de Jóvenes Creadores del Fonca y de la Fundación Octavio Paz que es un premio único, es decir, concedido a un solo poeta o ensayista, Tedi empieza apenas a ver editada su obra en sellos que gozan de un buen aparato difusor, por lo que conseguir su poesía es poco menos que una hazaña, si bien los lectores asiduos de la revista Letras libres se topan mensualmente un poema inédito de su autoría: ese pequeño milagro de la poesía que se reafirma en su propia negación. Nos dice Tedi sobre Mallarmé, en un ensayo que nos hace considerar la posibilidad de que el mejor vehículo de la poesía, más que la poesía misma, es el poeta ensayándose a sí mismo a través de sus amados fantasmas: “(…) en el gesto de las palabras trazadas para apenas decir se trasluce una silueta humana que intenta salirse del poema por su esquina más oculta. Y en ese trance donde se adivina la tenue espalda de alguien _Stéphane Mallarmé_ a punto de desaparecer es donde yo quedo atrapada: la ausencia conduce, por la vía del hermetismo y casi por la más enrevesada de los sentimientos, a la presencia.”
En Contracorriente, la poeta alcanza la tan anhelada ausencia, deja que el río fluya y se explique a sí mismo y a lo que consigo arrastra; permite al aire reflejarse en el agua y sorprenderse con su propio rostro y regodearse en su furiosa belleza que solo el silencio es capaz de describir. A través de la naturaleza, sin poeta de por medio, los elementos metafísicos adquieren un sentido equívoco, solo explicable a través de una razón que todo abarca y difícilmente puede atribuirse a una voz poética simple: “(…) medir sutilezas entre líneas, fijando el castigo por tanto/ paisaje falso, que hice yo, pero extendiste tú, hermano de umbral (…) cara de un agua en el agua, pondera, (…) mixta escritura (…) de un lado odiando, nunca por la ele, torpemente deduciendo (..) briznas de bizancio, (…)” (p.p 27 y 30)
Esposa del gran novelista mexicano Álvaro Uribe, Tedi refleja una especie de turbia espiritualidad. No sé si sea posible confrontar una grandeza espiritual con una cierta rudeza expresiva, pero esa es la impresión que me deja su persona, no muy distinta, por cierto a su poesía: de una mujer de poderosa espiritualidad y cierta diafanidad casi desmentida por la fría inteligencia que resplandece en sus ojos azules. Como su poesía, Tedi es engañosamente esbelta y frágil y capaz de empuñar la palabra y con ella asestar un golpe silencioso a la razón, a la memoria….al pecho más duro…