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La muchacha que inventó a Dios

La verdadera experiencia espiritual surge de un cuestionamiento constante, casi atormentador. Llegar a Dios, en términos laicos, significaría no el hallar respuestas satisfactorias a nuestras dudas, muchas veces egoístas, sino el reciclaje permanente de estas mismas dudas hasta hacerlas trascender para trascender nosotros junto con ellas. La importancia no está, pues, en la respuesta, que probablemente no la hay (quizá el espíritu esté constituido solo de interrogantes que fungen como respuestas de sí mismas) y la obra de María Antonieta Mendívil ejemplifica maravillosamente este proceso de búsqueda interior o superior.
Nacida en pleno desierto, Cajeme, Sonora, el 1 de enero de 1971, Marian, como la llaman sus amigos, ha recorrido un camino que al verla viva imagen de la serenidad y la pureza con grandes ojos de niña curiosa y rizos color caramelo, nadie supondría tan empedrado, largo y doloroso. Leyéndola, sin embargo, es posible penetrar en su dolor que se manifiesta no como lamento sino como aprendizaje asumido que dota de singular riqueza su lenguaje y su pensamiento: “He tenido mis recesos en los que escribo por dentro-reconoce-. No tengo grandes ambiciones impuestas (innovar, dejar huella, trascender). Así que no me aterra escribir hasta el grado que me paralice o me haga desertar. Sólo quiero ser cada vez mejor. Eso me mantiene activa y sin grandes miedos.” Como ocurre con las protagonistas de sus dos novelas, Otros tiempos y Duelo de noche, Marian descubrió muy temprano su vocación, en la adolescencia, pero dicho descubrimiento no resultó en fuente de placer sino de miedo, miedo que es, en cierto modo, protagonista de ambas novelas cuyas protagonistas viven temerosas de no emplear con suficiente justicia su principal arma, quizá la única con la que cuentan para defenderse: el lenguaje.
Para empezar, los intereses temáticos y estéticos de Marian se apartan, en apariencia, de lo que se supone es la literatura de la frontera norte, “Soy la suma de mi paisaje, de mi experiencia en esta tierra, de las lecturas que he elegido (no precisamente ligadas a mi región), del talante del norte y de mi conciencia como persona.” Sólo en apariencia, insisto, porque la visión de esta sonorense abarca la vasta extensión del paisaje originario que es también abismo poético de esta región: el desierto. Su desierto, no obstante, adquiere dimensiones místicas y metafísicas que no se advierte en otro autor de su, llamémosle, genealogía (Cornejo, Gardea, Arredondo, Parra). Su primera novela, Otros tiempos (Equilibrio Editores, Sonora, 1999) es representativa de este desierto proverbial que se torna asimismo metáfora de la poesía, es decir, reverdece. Se trata, a un tiempo, de una novela de ficción especulativa y de un homenaje a la lengua, situado en un apocalíptico Desierto de Sonora donde se refugian los contrarios a un régimen universal que ha proscrito la poesía, generando un tabú. Se plantea la lucha por la sobrevivencia de una comunidad de poetas convertidos en parias que se proponen continuar transmitiendo su legado, de memoria a memoria, de generación en generación, cueste lo que cueste: “Los poeta que hasta esa hora creíamos en la poesía revelada, sabíamos, además, del gran peligro que era el símbolo escrito para la tiranía. La palabra así viaja con vestido de manjar, y se le abren fácilmente las puertas del apetito; dentro, desenvaina, y abre con su filo el telón de la conciencia. Una vez abierta esta ya no puede ser la misma.” (p. 20).
Las siguientes palabras redondean todavía mejor el leit motiv de la escritura de Marian, empeñada en prescindir de todo lo que no la trascienda: “(…) Muchas era las palabras que ya no nos atrevíamos a pronunciar. Habían sido tan profanadas que el máximo tributo era silenciarlas, sellarlas, transmutarlas (…)” (p. 47). El silencio, lo mismo que el miedo, o el silencio como consecuencia del miedo, son base de la narrativa y de la poesía de Marian, quien publicó su primer libro, un poemario, Cuenta regresiva (ISC, 1991), a los veinte años. Silencio que, como en el desierto, se manifiesta a través de ecos y de luces. Silencio no absoluto sino lejanísimo canto cuyo origen pudiera ser ilusorio, fruto de la necesidad de concluir la búsqueda, de saciar la sed del alma cansada. Su segunda muy lograda novela, Duelo de noche (Almuzara, Sevilla, 2006) es la gran metáfora del silencio nacido del miedo a enfrentarnos con la verdad sobre lo que amamos; el silencio doloroso e inútil entre una madre y una hija que han callado todo el tiempo y probablemente perpetúen la incomunicación hasta el final. El poema “Llanto de zagal”, incluido en la antología de jóvenes poetas sonorenses, Alas de alacrán, compilado por Paloma Hernández Gómez (Instituto Sonorense de Cultura, CONACULTA, PAMYC, 2006) anticipa el tema central de Duelo de noche: “Cayó lo negro como una piedra/ de agua/ Cayó la nada/ Aquí tendida tu pequeña bestia y su/ hermosura/ Aquí la muerte muerte/ mezquina buscando alma/ donde sólo el resuello anima/ Nada la nada/ Negro lo negro/ Muerte la muerte/ Y en mi garganta un largo gemido/ cayendo sobre la tinta de Pablo.” (Llama, inédito, 1993-1994).
Concepción es la madre que agoniza y Sara la hija que no se aparta del que será su lecho de muerte. Ninguna dice nada. La narración de Duelo de noche se construye a partir de monólogos internos de ambas personajes pues, al parecer, el diálogo se vuelve ahora más difícil que nunca. La brecha generacional es tan insalvable como la resignación de la madre ante el dolor y la humillación que ha permitido de su propia madre hasta de su esposo infiel y el debatirse de la hija ante lo que pareciera ser un destino del que planea escapar, aunque ello represente romper definitivamente el vínculo con la madre. No es que la hija reproche a la madre. Más bien la hija busca refrendarse en tanto individuo, en tanto ser autónomo de la mujer a la que tendría que parecerse: “Mi casa tenía amor, unidad, lo único que no tenía era una razón para abandonarla. Y yo siempre la quise abandonar (…) La misma llave que me encerraba en mi interior frío y distante era la llave que me liberaba: mi mente. Una mente que no estaba encerrada en mi cuerpo mortal, sino que traspasaba mi conciencia y paseaba en libros, historias, mundos, visiones, paisajes, miradas, sueños (…) Mi mente era profunda y extendida, un mar agitado e impenetrable (…) No. Yo no era buena.” (p. 54). La sed de libros y de conocimiento en Sara parece inédita en su familia. No es nada que estorbe, pero tampoco nada que importe. Por algún motivo, mientras su hermano Rafael se conforma con ser el varón protector de sus hermanas y Marijose, la chiquita, se limita al asombro, Sara parece haber nacido con alas que insisten en remontarla tan lejos como sea posible de un hogar donde aparentemente no falta nada. Pero sí falta y solo Sara, que tiene alas, lo intuye… aunque no lo resuelve sino hasta enfrentar la proximidad de la muerte de su madre: libertad es lo que falta; libertad sin la cual se ahoga… libertad de pensar, de decidir, de negar, de decir, de ser. Sara no quiere esperar a morir como su madre para volar. Es a partir de esta noción de ser que Sara reflexiona sobre las circunstancias que orillaron a su madre a no ser ella misma, y a ella, a Sara, a cargar un sentimiento de culpa que no le pertenecía: “A partir de ese día, la vida me fue desnudando y abandonando en la misma esquina donde abandonó a mi madre (…) No podía leer. Cuando abría uno de los libros de Nietzsche y leía “Dios ha muerto”, lo cerraba espantada. Me aterrorizaba pensar que fuera verdad que Dios estuviera muerto por siempre (…)” (p. 62).
Sencillamente Sara, alter ego de Marian, se rehúsa a creer que ser mujer signifique lo que su madre cree: “(…) Estar embarazada y cargar baldes de agua, estar embarazada y seguir haciendo tortillas de harina y seguir cortando leña, y seguir usando la pala para seguir sembrando.” (p. 104). La rebelión de la hija, sin embargo, es interiorizada y, por lo mismo, doblemente dolorosa. Se embarca en una búsqueda de Dios para encararlo y cuestionarlo por lo que se supone debe ser su destino. Pero su increpación no es furiosa, tampoco dulce: es firme, resuelta, lógica. Sara sufre con el alma pero también con el cerebro, es tremendamente racional. Porque aunque duda que Dios esté del otro lado, sabe que tarde o temprano confirmará su sospecha de que todo ser humano, hombre o mujer, nace puro y listo para desplegar las alas; que es ley de hombres la que mutila su vuelo y exige sumisión a cualquiera de los dos ingratos papeles reservados para uno y otro sexo: “Muchas veces pienso que yo he inventado a Dios, que este Dios es mi otro yo, que este Dios es la sombrilla que me cubre de las tormentas y atrasa mi caída (…) Pienso que Dios es la mejor escapatoria para un ser extremadamente egoísta como quizá yo sea (…) De lo único que creo estar segura es que Dios existe, de lo contrario no sentiría su ausencia.” (p.p 146 y 47). Tenemos pues que Duelo de noche es una novela que combina con fortuna el misticismo y el feminismo, y la propia Marian asume su tendencia feminista, “Soy feminista lo soy, en el sentido de busco y defiendo la equidad dentro en el espacio público y privado. No lo soy en cuanto a que no es una postura que defienda activamente con especial y exclusivo interés.” Sara llega a cuestionarse por qué las mujeres no pueden ordenarse sacerdotes, inquietud heredada de su autora: “Creo lo que saben todos los teólogos y que incluso fue la conclusión de Juan Pablo II al revisar este punto de la doctrina católica, a petición de un grupo de teólogas en Canadá: no existe nada en las Escrituras ni teológicamente que limite el papel de la mujer dentro de la Iglesia o que impida el sacerdocio femenino-señala Marian-. Hay muchos puntos a renovar en la iglesia católica; pero no sólo las mujeres son subestimadas, también los laicos, a veces son vistos como actores de segunda dentro de la institución católica. Me parece que antes de que se permita el sacerdocio femenino, se abrirá la puerta al matrimonio de sacerdotes, viendo el celibato como una opción libre.”
Como Sara, Marian ha buscando incasablemente un alivio a su inquietud espiritual, equiparable a la intelectual, que ha fructificado en lecturas y en escritura que las confrontan, quizá por ello estudió Teología en Salamanca… pero la búsqueda de Dios, como la escritura misma, que es en sí una religión, son fuente lo mismo de dolor que de placer infinitos. Marian, como muchos escritores, tuvo que atravesar el umbral del infierno, aunque en su caso, insisto, se trate de una circunstancia interna y no externa. Sufrir la muerte de su propia madre y una ruptura matrimonial que nunca hubiera esperado la hizo tocar ese fondo donde finalmente hallaría su voz, su camino…su Dios-personaje y su Dios-desierto. A la verdadera María Antonieta Mendívil. Actualmente alterna la escritura de una novela sobre una dinastía de pilotos fumigadores en el Valle del Yaqui tentativamente titulada A ras de vuelo, con la crianza de su pequeña hija Mariana y la dirección de una agencia de publicidad en Hermosillo, Sonora. Tiene inéditos cuatro poemarios.