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La maldición del Hijo

“Cuando de ti ya no quede ni rastro, La cuádruple raíz del principio de razón suficiente seguirá siendo leído y celebrado”, dijo a su madre un joven y rencoroso Arthur Schopenhauer, luego que esta preguntara, tras hojear su tesis doctoral en filosofía, si aquello era un “tratado para boticarios”.
Arthur Schopenhauer jamás se caracterizó por su sentido del humor… pero su madre, sí.
No nos queda otro remedio que reconocer el carácter profético de aquella sentencia, pues mientras que la obra de Johanna Schopenhauer se perdió en la memoria de los tiempos, opacada, acaso, por la omnisciencia de su celebérrimo coetáneo, Goethe, la de su hijo continúa originando rabiosos debates. Nutrió incluso a otro enorme filósofo: Nietzsche. Pero, se preguntarán más de uno y de una, ¿Pero Schopenhauer tuvo madre?, dicho esto sin albur. Sí, sí tuvo… y no, por cierto, cualquier madre.
Leyendo la biografía de Johanna Schopenhauer, nacida Johanna Henriette Trosiener, el 9 de julio de 1766, en Danzig, hoy ciudad polaca de Gdanski, junto al Báltico, uno no puede evitar preguntarse cómo tan admirable mujer pudo engendrar un hijo que, independientemente de su innegable genio y talento, adoleció desde la adolescencia de un odio patológico hacia el sexo femenino. Johanna no solo se distinguió por su calidad moral y humanitaria, sino también por su inteligencia y, oh sorpresa, por ser la primera mujer alemana que se dedicó profesionalmente a la escritura, incitando encendidos elogios del mismísimo Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832)
¿Por qué, ante tal ejemplo de virtud femenina, creció Arthur tan convencido de la inferioridad nata de las mujeres?... ¿Convencido o deseoso de que así fuera en realidad?
Quien pasaría a la historia, no como digna exponente de la literatura romántica en lengua germana, sino como mamá del filósofo pesimista, deudor de Spinoza y de Kant, solía ser una fresca y sonrosada muchacha de brillantes ojos negros. Hija de un comerciante burgués, Christian Trosiener, gozó del privilegio, inusual para su tiempo, de recibir una esmerada educación de manos de un ilustrado clérigo escocés que, sin embargo, acaso por disposición paterna, no puso especial énfasis en el tema religioso. No extrañe, por tanto, que en sus historias Johanna represente los conflictos de conciencia o el excesivo apego a las promesas hechas a los muertos como impedimentos absurdos contra la plenitud y dicha reales. No extrañe tampoco que, no obstante el dramatismo de las mismas, más atribuible, por supuesto, a la moda del momento que a la sinceridad de un espíritu trágico, Johanna haya sido una muchacha alegre y cantarina.
No obstante su gusto por Shakespeare y Voltaire (cuya influencia salta a la vista en sus escritos), autores a quienes leyó precozmente, en su idioma original, las inquietudes artísticas de Johanna apuntaban hacia la pintura, quizá porque en la pintora suiza Angelika Kauffman (1741-1807) encontraba una heroína digna de emular.
Johanna topó, por primera vez, con la oposición paterna. Era casi una niña, catorce quince años, cuando expresó su sueño de partir a Roma o a París para realizar estudios formales en este campo y llevar una vida bohemia, cosa que el señor Trosiener se encargó de cancelar ipso facto. Alcanzó los dieciocho años sin resignarse del todo, pero sin desechar por completo la posibilidad. En cierta forma, Viktor, protagonista de La nieve, lleva a cabo lo que ella soñaba, aunque para realizarlo hubo de abandonar a sus padres y hermana y dejarlos sumidos en la desdicha. Tuvo que bastarse por sí mismo, por supuesto, algo que a una jovencita le hubiera sido doblemente difícil.
Fue entonces que apareció en el reducido panorama de la inquieta joven, un solterón de casi cuarenta años llamado Heinrich Floris Schopenhauer, hombre adinerado, descendiente de la más rancia aristocracia de Danzig. Todo parece indicar que el señor era lo más opuesto que cabe imaginarse a la retozona Johanna… quizá por lo mismo, dicten, el señor Schopenhauer quedó prendado de la chiquilla con rosas en las mejillas, en quien nunca supuso tan desmesurada ambición artística… mucho menos una inteligencia tan bien nutrida como su imaginación.
Puede uno concluir, debido a la naturalidad con que Johanna aceptó los galanteos de Heinrich, por cierto muy amante de los viajes, que la joven vio en él la anhelada oportunidad para salir al mundo, así que le dio gusto a su padre, sin titubear, cuando este le sugirió que Henrich sería un magnífico partido para ella. No sería, supongo, del todo repulsivo, si bien, reconocería en sus memorias la Señora Schopenhauer, nunca le dio por fingir amor, “ni tampoco mi marido aspiraba a que se lo demostrara”. Johanna pareció contentarse con el matrimonio y asumir su papel de encantadora anfitriona, aficionada a la jardinería, a la lectura… un poco a la pintura. Pero no tardó en deslumbrar a las amistades de su marido y transformarse en figura central de las tertulias de Danzig, algo que, si atendemos a las cartas de Schopenhauer hijo, no tenía muy contento a Heinrich Floris.
Del brazo de Heinrich, conoció Johanna el mundo con que soñara desde su infancia: el de las bohemias de Berlín, Hannover, Francfort, Amberes y París. Para cuando llegaron a Londres, ya Johanna exhibía un avanzado estado de gestación. Su primogénito, Arthur, estuvo a punto de nacer ahí, pero por alguna razón oscura, Heinrich dispuso que regresaran a Danzig cuanto antes. Así entonces, el futuro filósofo vería la primera luz en la tierra de sus padres, el 22 de febrero de 1788. Ya para entonces, suponen los biógrafos que Heinrich había empezado a ser acosado por el demonio de los celos. El que con todo y la posesividad de su marido, Johanna se haya convertido en la dama más fulgurante en el ámbito artístico y cultural, es algo digno de destacar… y de analizar.
Johanna llevó una activa vida social y en sus viajes, muchas veces, se hizo acompañar por Arthur, quien era un niño tan vivaz y curioso como su madre. En 1797, contando Arthur nueve años, los Schopenhauer se vieron orillados, por razones políticas, a trasladarse a Hamburgo pues Prusia se había anexionado Danzig. Cuatro años después, nacería Adele, única hermana de Arthur.
Nadie hubiera imaginado entonces, viendo tan unidos a la madre y al hijo –Johanna se identificaba incluso más con este que con Adele, tímida y tranquila por naturaleza- que éste terminaría odiando a su madre y con ella, a todo el género femenino. Incluso para la época, la misoginia del joven Arthur resultaba intolerable… pero no nos adelantemos. Tanto las cartas de la madre como las del hijo sugieren que este fue receptor de los rencores y frustraciones de su padre, quien poco a poco se fue rezagando de la vida mundana, donde nadie, al parecer, le echaba de menos. Aunque exitoso como comerciante, Heinrich no se sentía, intelectualmente hablando, a la altura de su esposa y de sus exquisitas amistades. Las cartas de Arthur sugieren, asimismo, que él optó por quedarse a hacer compañía a su padre: “Yo conozco bien a las mujeres –escribiría a uno de sus escasos amigos -, solo respetan el matrimonio en tanto que institución que les da de comer. Hasta mi propio padre, achacoso y afligido, postrado en su silla de enfermo, hubiera quedado abandonado de no ser por los cuidados de un viejo sirviente… Mi señora madre daba fiestas mientras él se consumía en soledad; ella se divertía mientras él padecía amargas torturas. ¡Eso es amor de mujer!”
Todo parece indicar que mientras Johanna apoyaba las inclinaciones artísticas de su vástago, Heinrich lo presionaba para que siguiera sus pasos como comerciante, cosa que Arthur, para sorpresa de propios y extraños, acató… una vez más, en solidaridad con el padre postrado y torturado. El odio de Arthur hacia su deslumbrante madre aumentaría cuando, durante la primavera de 1805, el cuerpo de Heinrich Floris aparecería flotando en un canal. Todo parecía indicar que se trataba de un suicidio, circunstancia de la que Arthur no vaciló en culpar a su madre. Ante el desolador panorama, uno esperaría –Arthur lo esperaría, al menos –que, virtuosa dama, Johanna guardara luto perpetuo y cerrara indefinidamente las puertas de su casa. La Viuda Schopenhauer, sin embargo, decidió empezar una nueva vida, en la que Arthur se negó a participar para retirarse a estudiar lo que verdaderamente le gustaba -filosofía-, acompañada solo de la callada Adele, se trasladó a Weimar, ciudad que se distinguía por albergar lo más selecto de la intelectualidad alemana… con tan mala suerte, que casi junto con ellas entraron las tropas de Napoleón, quien sometería la pequeña Atenas a un cañoneo sin tregua durante varios días.
Johanna, una vez más, asume una actitud ejemplar al transformar su hermosa casa, a orillas del Ilm, en refugio para damnificados por los saqueos de la soldadesca francesa. Pudo haber huido junto con su hija, como la mayoría de los civiles, pero Johana optó por asistir y alimentar a soldados de uno y otro bando (dominaba el francés y vivía nostálgica de París), así como a todo aquel que padeciera una desdicha. Justo por entonces, recibiría una visita doblemente inesperada: la de Johann Wolfgang van Goethe, el escritor vivo más importante de Alemania, acompañado por su amante plebeya, Christiane Vulpius, madre de su única hija, con quien acababa de contraer matrimonio. Como Johanna, Goethe optó por permanecer en Weimar durante la invasión y hasta sus oídos llegaron noticias de la hospitalidad de la recién llegada. Goethe supo, de algún modo, que tan noble dama no despreciaría a su nueva esposa, como hicieran todas sus aristocráticas amistades. En efecto, Johanna se entendió de maravilla con la señora Goethe, además de brindarle su afecto sincero. Este mero hecho la colocó a la cabeza de los afectos del escritor, quien se convertiría en uno de los más asiduos visitantes a su casa.
Según soñó Johanna, apenas finiquitado el conflicto bélico y habiéndole hecho las reparaciones pertinentes a su casa, abrió las puertas de esta, transformada en salón literario que pronto llegaría a ser el más prestigiado de Alemania, donde funcionaban también los afamados salones de Henriette Herz y Rahel Lévin. Además de Goethe y esposa, por ahí pasaron también los hermanos von Humboldt, los escritores Ludwik Tieck y De la Motte Fouqué, los músicos Carl María von Weber y Félix Mendelssohn y el pintor Gerhard von Kügelgen, entre otros: “El círculo que se reúne en torno a mí, los domingos y los jueves no tiene parangón en Alemania, ni en ninguna otra parte –escribiría Johanna en noviembre de 1806 a Arthur, quien se encontraba en la Universidad de Jena, cursando un doctorado en filosofía -. Tomamos té, charlamos… Nuevas publicaciones, dibujos, composiciones musicales, todo se trae a mi casa; aquí se comenta, se pondera, se ríe, se elogia, según parezca (…)” No es difícil concluir que al joven doctorando, ya medio ermitaño y rumiante, aquel cuadro que le pintaba su madre le pareciera el colmo de la desfachatez.
Para entonces, resuelta la vida del hijo mayor, Johanna se ocupaba exclusivamente en Adele, quien, aunque muy amiga de su madre, distaba de ser tan carismática e inteligente como esta. Su única aspiración era vivir un gran amor y a Johanna le preocupaba el futuro de esta hija que había heredado la palidez y el temperamento histriónico del padre, confiada, sin embargo, en que su dote podría agenciarle un buen esposo. En el preciso instante en que Johanna planificaba el futuro de Adele, tocó a su puerta un joven y talentoso viudo de treinta y cuatro años llamado Müller von Gerstenberk, quien se alojó en casa de la viuda, despertando con ello un montón de suspicacias. Nunca se comprobó que Johanna mantuviera algún amorío con Müller, nada que trascendiera la relación normal entre una madre y un hijo –se dice incluso que Müller era el hijo que le hubiera gustado tener a Johanna- pero el rumor no tardaría en llegar a oídos del sombrío Arthur quien, por entonces, primavera de 1814, acababa de obtener su doctorado. Decidió, entonces, presentarse sorpresivamente en caso de su madre y finiquitar el “amorío”.
Huelga decir que Arthur causó una impresión pésima entre las selectas amistades de Johanna, incluido, claro, su inquilino. No obstante ser un muchacho robusto y bien parecido –había heredado de su madre los profundos ojos negros, la frente amplia y tersa, la boca pequeña, carnosa y de comisuras alzadas- era también engreído, desdeñoso, patán y miraba a los amigos de su madre, en especial a las damas, con abierto desprecio. En medio de las risas y las danzas, sus demoledores comentarios herían, fastidiaban, desanimaban… orillaban al suicidio, a Adele, por ejemplo, “no cabe duda de que la condición humana es aborrecible y miserable”. Lo que Johanna no pudo disculpar, fue que Arthur hiciera sucias insinuaciones frente a Gerstenberk, por quien seguramente se sentía desplazado en los afectos de la madre, la que, con la firmeza que le era característica, dijo entonces: “No es Müller quien nos separa, esto te lo juro ante Dios… tú mismo eres quien se separa de mí: tu desconfianza, la censura que ejerces sobre mi vida y sobre la elección de mi felicidad, tu codicia, tu mal humor… Esto y mucho más es lo que ha hecho que termines pareciéndome absolutamente odioso…”
Estas palabras produjeron el rompimiento definitivo entre madre e hijo… y precedieron, curiosamente, la trayectoria literaria de Johanna que empezaría a escribir hasta los cincuenta años, a sugerencia de sus amigos, Goethe entre ellos. Consideraban que con tal chispa e ingenio, debía reproducir sus virtudes en la escritura. Quizá no lo hubiera hecho de no haber recibido el revés de la fortuna: la entidad financiera en Danzig donde había invertido todos sus bienes, se declaró en quiebra. Johanna ya no lo pensó dos veces –le quedaba una hija por quien velar- y puso manos a la obra. La intuición de Goethe fue certera: la dama demostró talento para la pluma y debutó en 1810 con la biografía de un querido amigo suyo, Carl Ludwig Fernow (1763-1808), crítico y arqueólogo alemán, muerto de tuberculosis, quien, para colmo, contagió a su mujer estaba muerta también. Johanna Schopenhauer incursionó en las bellas letras con pie derecho. No obstante el enorme éxito de su primer libro, publicado por Cotta –la mismísima Rahel Varnhagen (1771-1833), cabeza de un salón berlinés y escritora sobre la que Hannah Arendt realizaría una apasionante biografía, recomendó desinteresadamente su lectura –tuvo que acoplarse a una vida más austera, sin servidumbre. Lo más doloroso para ella, fue que Adele se quedara sin dote, cosa que no pareció traumar demasiado a la muchacha, que estaba feliz al lado de su madre. Poco más tarde, Johanna Schopenhauer adquiriría gran notoriedad con una serie de relatos de viajes y una serie de novelas, muy en el tono de Rousseau, Richardson y el propio Goethe (aunque, insisto, su ideología parece muy influida por Voltaire), en los que exaltaba la lealtad y fuerza de carácter de las heroínas, en quienes, a decir de Luis Fernando Moreno Claros, su traductor al español, Johanna proyectaba una imagen positiva de sí misma.
Los personajes varones, sin embargo, ostentan también virtudes morales e intelectuales, adjudicables a la propia autora. Estas palabras de Viktor, protagonista de La nieve, única novela de Madame Schopenhauer traducida al castellano, hasta la fecha, pudieron haber sido expresadas por ella misma: “(…) Así de pura, así de luminosa, así de silenciosa querría yo que fuera la vida, tal como allí es, donde esas columnas incandescentes, la imagen de mi ser, se templan en los brillantes campos de nieve.” (Editorial Periférica, Biblioteca Portátil, No. 14, Cáceres, España, traducción, introducción y posfacio de Luis Fernando Moreno Claros, p. 71).

Las novelas de Johanna tienen por eje una heroína que invariablemente renuncia a algo o a alguien por lealtad al esposo o al padre. A aquel nunca lo amaban, pero lo consideraban, como en La nieve, donde no se puede afirmar que Marie no haya sucumbido a la tentación de huir con Viktor, pero vaya que se esfuerza por no hacerlo. No obstante, Johanna tiene más paralelismos con la condesa Cölestine, la anfitriona de la casa donde se han reunido para escuchar la historia del pintor. Johanna, al ceder la narración a un personaje testigo, el pintor Hubert, preceptor de Viktor, aprendiz de artista, y el que, se dice, estaría inspirado en el pintor clásico suizo Johann Heinrich Meyer, buen amigo de Goethe, los pormenores de la pareja ilícita son revelados de tercera mano, aunque Hubert se refiere a ambos jóvenes como ángeles de belleza y bondad que lo único que buscan es darse un último abrazo. Se advierte, además, un talante crítico en el juicio de Hubert respecto a las razones para semejante sufrimiento, cosa que no se advierte, por ejemplo, en Las cuitas de Werther, de Goethe, donde la desdicha no solo es justificada, sino enaltecida. Se lee en La nieve: “(…) Lo mismo que todas las almas juveniles, también Marie hallaba un maligno placer entregándose sin resistencia a ese dolor, e incluso a la propia representación de su turbio destino, con tintes cada vez más tenebrosos.”
La serie de novelas realizada por Johanna, mereció una clasificación independiente a la de bildungsroman o “novela de formación”: entsagungromane, es decir, “novela de renuncia”. En el caso concreto de La nieve, quien renuncia no es Marie, la heroína, sino Gaetana, su “rival de amores”, una ex modelo de Viktor por el que experimentó un amor sin esperanzas y termina entregando a su hija al viejo Hubert para ordenarse monja.
La trama de La nieve posee algunos elementos que, bajo nuestra óptica, pudieran resultar desmesurados, más aún, melodramáticos. Pero no debemos olvidar el contexto histórico en que se escribió: la cursilería, recordemos, no era exclusiva del sexo femenino (no lo ha sido nunca, en realidad), de hecho, las novelas de Johanna tienden más a cuestionar la tragedia que a sublimarla. Moreno Claros, por ejemplo, cree advertir un conflicto homosexual en la persona del maestro Hubert, para quien la felicidad de su joven protegido es lo más importante. No hay que perder de vista, insisto, el contexto en que se desarrolla la historia. Bástenos remitirnos a Goethe, en cuyas novelas se muestra una naturaleza dulce y afectuosa de las relaciones entre varones, hoy susceptible de confundirse con homosexualidad latente. Antes no existía ese prejuicio y lo mismo puede aplicarse al caso de la amistad entre mujeres. La novelística de Jane Austen, contemporánea inglesa de Johanna, es pródiga en ejemplos.
Irónicamente, y contrario a Arthur Schopenhauer, cuya petulancia y maledicencia llegó a hacer de él un apestado social, Johanna fue muy exitosa, best seller, dirían hoy, con cierto tufillo denostativo. Ese éxito, el éxito de una mujer casi única en su tiempo, que además era su madre, pudo contribuir a la amargura del filósofo. El factor político, sin embargo, le sería adverso a la escritora: se impuso de nueva cuenta el absolutismo. De pronto, los títulos de nobleza y las jerarquías de salón perdieron todo valor ante las posesiones materiales… y Johanna era solo una aristócrata venida a menos, que nunca se recuperó por completo de la bancarrota. No les quedó más remedio, a ella y a Adele, que acogerse bajo el ala protectora de Sybille Mertens Schaafshaus, acaudalada dama, muy amiga de la escritora, quien en 1829 puso a disposición de las Schopenhauer una hacienda de verano en una aldea llamada Unkel del Rin.
Los últimos años de Johanna se vieron empañados por una perpetua lucha con sus voraces editores y el archiduque Carlos Federico, quien accedió finalmente a concederle a la escritora una pensión vitalicia: poco más que una limosna. Lo suficiente, sin embargo, para que madre e hija se trasladaran a Jena, donde aquella iniciaría la escritura de sus memorias que un colapso nervioso la obligó a interrumpir para siempre el 17 de abril de 1838. Adele consiguió la publicación póstuma de las memorias inconclusas, aunque no se tiene noticia de que haya reanudado relación con su hermano.