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Lucha con el ángel (a tres caídas)

Foto: Sebastián Ipince

Yo ya inventé un lenguaje para hablar con mi cuerpo, un lenguaje con innumerables construcciones semánticas y sin otra escritura que la de su descomposición (...)
P.S

Por casualidad cayó en mis manos la novela El último cuerpo de Úrsula (Seix Barral, Biblioteca Breve, 1999, Barcelona), de una joven escritora peruana de puntillosa sensibilidad llamada Patricia de Souza y que por su nombre pasaría por brasileña o portuguesa. Fue el título lo que me enganchó: ¿Cuántos cuerpos se supone que albergamos y cual de todos será el último? ¿El alma? ¿La abyección? Hablaríamos, necesariamente, de un primer cuerpo: ¿Capullo? ¿Membrana? ¿Inocencia? Durante la lectura de esta novela que, como toda novela escrita con sangre trastorna la serenidad del lector, no dejé de lamentar que en México y gran parte de Latinoamericana fuera poco conocida la obra de Patricia, que en cambio es reconocida en España y en Francia, su patria adoptiva (es traductora al español, entre otros, de Jean Echenoz, Michel Leiris y Richard Millet). Cuenta en su haber otras excelentes novelas, La mentira de un fauno (Lengua de trapo, 1999, Madrid), Stabat mater (Debate, Madrid, 2001), Electra de la ciudad (Alfaguara, 2006) y la más reciente, publicada por una editorial peruana, Ellos dos (Editorial San Marcos, Lima, 2007). Cada una ofrece un rasgo, un trozo, un mechón, una uña de la niña de cuatro años con vincha y poncho de alpaca, zapatitos de charol con hebillas en forma de mariposa y pantalones de lana; una niña que justo tenía esa edad cuando se abrazó a la cintura de su padre suplicándole que no se fuera, “Y no me reconozco en esa foto, esa expresión ida, ausente no es mía, está cerca de la estupidez. Y siempre le he temido a la estupidez…” Patricia desprecia esa foto porque representa el mayor dolor de su vida transformado en imagen… en lenguaje postrero.
Nació el 9 de abril de 1964, en Cora-Cora, (Ayacucho). A decir de la propia Patricia, no han faltado quienes le cuestionen el que revele su lugar de nacimiento, una de las regiones más pobres del Perú si no es que la más. Pero a Patricia no le avergüenza nada, eso menos que nada. La verdad menos que nada: su escritura es Verdad. No se siente obligada a aclarar a cada instante que su padre era un burgués de origen portugués, blanco, venido a menos; platica en cambio, en abundancia, sobre su culto abuelo materno, que no se quiso morir hasta ver publicada la primera novela de su nieta, aunque no alcanzó a leerla. Es en su más reciente novela, Ellos dos, donde Patricia recrea los furiosos contrastes en los que ha transcurrido su existencia: de niña rica a niña pobre; de abandonada a abandonadora; de las calles asoladas por las bombas de Sendero Luminoso a los aposentos de Chateaubriand; el terciopelo de Madame de Stäel… de las hebillas de mariposa a los botines… del llanto furioso a la resignación, abrazada a su máquina como a un hermano. Patricia se contempla en un espejo y sonríe al comprobar que posee la belleza mestiza de su madre, los ojos achinados, los rasgos pequeños, la larga y lisa cabellera. Como Flora Tristán, la feminista franco-peruana sobre quien realiza su tesis doctoral (Lautremónt es el autor con quien la contrasta, el conde uruguayo-francés), Patricia se autonombra “paria” como si no entendiera de qué va la palabra, cuando en realidad la entiende y asimila como nadie pues toda mujer, particularmente si es latinoamericana o musulmana, aún sin saberlo, vive familiarizada con la sensación de serlo, o de haber sido paria en algún momento. Respecto a sus motivos para marcharse a París, asegura Patricia que responden al azar, “llamémosle objetivo (…) La aventura del viaje, el desarraigo, ayudan a comprender mejor el mundo y relativizar las cosas (…)”
Patricia es de las pocas autoras en castellano que recurre a la autobiografía de talante confesional, sin recurrir a mascaradas, velos o a ambigüedades, y en este sentido podría equiparársele con autoras francesas como Annie Ernaux o la mismísima Simone de Beauvoir (esta más pudorosa que aquella), si bien, confiesa Patricia en entrevista para el diario peruano La primera: “Yo siempre digo que ese yo es también tú, cualquiera. No estoy haciendo autobiografía sino un trabajo de resistencia, de recomposición, por lo que no es idéntico a la realidad, pero se le parece, o pretende que esta sea sensible, tangible, querible.”
Señala Phillippe Olle-Laprune que un rasgo distintivo de la literatura francesa es aquello que en la latinoamericana representa una ausencia, es decir, la intrusión del “yo”. Refiriéndose concretamente a Michel Leiris, autor por cierto traducido por Patricia, agrega Olle-Laprune: “Mirarse a uno mismo no impide mirar al mundo; más bien nos recuerda que el mundo ya existía antes de nosotros y que la pluma siempre está guiada por una conciencia impregnada del “Yo” (…) La autobiografía es literatura y, como tal, no tiene que justificarse desde un punto de vista moral. Si el autor-narrador se vuelve el personaje de una forma literaria, la metamorfosis permanece al mismo orden que la creación del personaje de ficción (…)”
Es en Ellos dos donde Patricia se exhibe, o se abre con mayor libertad, una libertad lograda a través de una sucesión de disfraces parciales, de velos casi transparentes, como personaje de ella misma, quien en ese tenor se justifica a través de la narración: “(…) Es como si las mujeres recibiéramos una educación para no estar vivas, sino siempre ausentes, y solo en tanto que espectadoras. No hablar en primera persona, no atreverse, es ser cómplice de ese silencio (…) Es como un cáncer que ataca a cientos de mujeres, dejando un campo vasto de cadáveres, quiero decir, de mujeres ausentes, que nunca, nunca, habitarán su cuerpo (…)” Patricia se reafirma en tanto ser humano, mujer y escritora a través de la escritura, porque para ella escribir es igual a existir; se percibe a sí misma no como un cuerpo de mujer sino como un texto de mujer que intenta mantener su integridad. Lo que para los demás es una novela de su autoría, para ella es simplemente texto pues no tolera la dominación de ningún tipo de forma, “sobre todo el de la novela que siempre ha sido más un terreno masculino”: “(…) Escribir como un perro fiel, alinear las frases una tras otra, hacer explotar la gramática, enloquecer poco a poco.”
Por su edad, Patricia pudiera encajar en el “boom” de nacidos en los sesenta encabezado por el Crack Jorge Volpi e Ignacio Padilla; el neobarroco de Federico Andahazi, Juan Manuel de Prada o su compatriota Jaime Bayly; o el McCondo del parricida fracasado, Alberto Fuguet, entre otros, pero el ideal de Patricia dista años luz de constreñirse a lo que las editoriales hispanas tienen por atractivo en términos comerciales, más aún, leer a Patricia duele. Concretamente en El último cuerpo de Úrsula, se desciende hasta las cloacas –cuerpo último- del pasado de su personaje-narradora, escritora paralítica que se encuentra en la cárcel—aunque esto se sabe casi hasta el final de la narración—al parecer, por intento de suicidio. No es dueña de nada, ni de su vida. Esta circunstancia que plantea una especie de doble prisión, permite a Úrsula, paradójicamente, reflexionar respecto a la libertad y al placer y percatarse no sin horror de lo que ha sido capaz para arrebatárselos a otros. Su cuerpo, pues, se vuelve narrador. Se vuelve texto. Absoluto. A través de él, de su descomposición física y moral y de sus sensaciones entre las que campea el sufrimiento, Úrsula narra el mundo que le tocó en suerte: el abandono del padre, la ambigua relación con su madre, la relación incestuosa con su hermano, la miseria y las humillaciones que implica; su primer marido, sus amantes, cada uno de los cuales la ha llevado al paroxismo tanto del dolor como del placer, todo ello intercalado con vívidos episodios de la historia reciente de su país, como el golpe militar del General Velasco Alvarado en 1968, “(...) que impuso el uniforme único a todos los estudiantes del Perú: falda gris sobre una camisa blanca, medias grises, zapatos negros, chompa también gris. Todos los estudiantes nos volvimos grises, cientos de estudiantes color rata (...)”, y lo hace a través de una narración no lineal, según van brotando caóticos, inquietantes los recuerdos, fluctuando de la ternura a la crueldad, de la más sórdida carnalidad a la más dulce quietud de la modorra. De nuevo los contrastes. El lector odia a Úrsula tanto como llega a amarla. Por momentos hace recordar a nuestra Inés Arredondo y sus personajes mutilados o presas de las bajas pasiones de un tercero que lo mantiene bajo su dominio por circunstancias no especificadas: el cuerpo como prisión y refugio, Pasión-Refugio; la doble trampa sorteable solo a través del texto. De la Palabra.
Las trampas del cuerpo y de la conciencia, aunadas a la miseria y a la situación política y social del Perú, son también obsesiones de Patricia de Souza. En La mentira de un fauno expone el viaje existencial de un personaje varón de raro y bello nombre, Sofian, moderno Prometeo anclado a la voluntad del alcohol y de la cocaína y la obsesión por una mujer que lo ha abandonado. “El miedo primitivo que evoca la idea del asesinato es demasiado importante como para ignorarlo. Por medio del crimen alguien se apodera de la vida, la ausencia y la soledad del otro; de su mortalidad y de todos sus pecados.” Así empieza la historia de este joven que sucumbe a una falsa promesa de salvación que terminará por condenarlo irremediablemente; hombre que fue un niño que se encerraba a escribir palabras que creía mágicas. Como Patricia, Sofian intuye que las palabras poseen el poder de transformar su cuerpo, su Texto. La lucha del ángel de la que se habla en Ellos dos, el terrible ángel rilkeano, sobrevuela la novelística de Patricia de Souza: la arropa: “… toda persona que es capaz de amar hasta dañarse, tiene algo de ángel, pero todo ángel tiene algo de aterrador…”
Sofian, como Ursula, como Myriam, protagonista de la angustiosa Stabat mater, no sabe qué hacer con el fuego que le arrasa hectáreas de entraña, aunque, curiosamente, parece más pudoroso con respecto a sus pasiones que las protagonistas de Patricia. Myriam, por ejemplo, transmite una desesperanza que no alcanza a cuajar en cinismo, contra lo que pareciera ser su intención, pero se vuelve dramáticamente en contra suya. Como Úrsula, como Sofian, también escribe, también guarda secretos familiares inconfesables donde crece inexorable “la planta extraña de la locura”; también ama y odia a su madre, “(...) con un odio de hija —nos dice— (...) también con un odio de género.” La historia de Myriam abre con el inesperado suicidio de José, su amante (el suicidio es otra circunstancia recurrente en la narrativa de Patricia: incidente habitual). Esta muerte desata una serie de reflexiones y de recuerdos salpicados de la sangre de un pueblo, niños incluidos. Como Úrsula, Myriam llega a considerarse cuerpo en permanente descomposición. Texto desdibujado por el tiempo. Como en El último cuerpo de Ursula, en Stabat mater esa descomposición alcanza al texto, por supuesto, sin llegar a pudrirlo, pues se trata de un organismo, aunque enfermo, palpitante; que se autoregenera. La escritura de Patricia no construye sino que destruye a los personajes, los desbarata, los abre en canal, los hace vomitar y supurar, “sujeto, esa palabra masculina que despersonaliza, pero con la cual me identifico plenamente —nos dice Myriam— (...) El artista es el centro, el laboratorio donde todas estas experiencias se producen, indesligables de su experiencia como sujeto, cualquier texto, cualquier escritura por más inacabada que sea, forma parte de esa trayectoria.” Pero esa cosificación tan brutal y poéticamente mimetizada en la prosa de Patricia, es la Verdad que agobia a los pueblos latinoamericanos. Los textos de Patricia son los cuerpos ultrajados por la miseria, “la fábrica de pobres”, de América Latina, por lo que tienden a la descomposición y a su necesaria recomposición: “Siempre me he hecho la pregunta de qué sucede cuando la idea fija de que vamos a desaparecer se apodera de nosotros como si estableciera un sacerdocio, una vocación por destruir todo lo que dura y muchas veces he pensado que es el lenguaje quien se niega a hacer un relato coherente, enloqueciendo ante esa certeza. Como ya no existiremos para la vida concreta, el lenguaje es como una casa vacía, un ser social, ermitaño, violento.” (Ellos dos, p. 37).
La propia Patricia ha declarado su propósito de hacer una literatura subjetiva e intimista, si bien, y siguiendo de nuevo una idea de Olle-Laprune, al llevar al colmo la subjetividad, se logra la objetividad. Patricia tiene en común con Úrsula haber experimentado parálisis, en su caso, a consecuencia de una fiebre reumática con otro virus que la dejó como en estado de coma a los diez años. También el abandono del padre que le dejó por única herencia algunas novelas de García Márquez, Unamuno, Vargas Llosa y la poesía de Vallejo, que su abuelo materno le enseñó a recitar de memoria. A los dieciocho años concretó su primer libro de cuentos, Casa de espinelas, que representó a un tiempo su primer logro y su primer fracaso, y “(...) el cual nunca publiqué porque el editor me envío sorpresivamente una carta a París (donde radica actualmente) diciéndome que no publicaba el libro. Nunca adujo razones, creo es un como hecho consumado, pero en un momento me dolió mucho porque yo había hablado del libro publicado como un hecho consumado (...)”. Me pregunto si esta experiencia será la causa de que Patricia haya renegado del género cuentístico, aunque reniegue también de la novela. Ella escribe Textos.
Sin embargo, como bien dice Patricia, era tarde para detenerse, ya la escritura había sido inoculada en su sangre como otro virus, ya la corroía hasta los huesos, como si su sangre fuera tinta y su dolor perfecta página en blanco, satinada y suave. Necesitaba dominar el lenguaje del mismo modo que había llegado a hacerlo con un cuerpo que aparentemente dejó de pertenecerle en algún momento, “Quizás lo más duro para un autor sea no estar seguro de lo que se está haciendo, y al mismo tiempo esa sea su mayor fuerza y hasta su pureza”, lo que le ha permitido dar vida a los personajes violentos pero conmovedoramente humanos que pueblan sus libros. El haber descubierto la propiedad terapéutica del lenguaje para paliar el dolor, le ha llevado a escribir una novela excepcional como El último cuerpo de Úrsula.
Patricia, escritora latinoamericana con ímpetu francés, enumera como principales influencias, en primerísimo lugar, a Virginia Woolf, “por enseñarme que con la prosa también se hace poesía”, a Onetti, a Celine y a Dostoievski. En París ha realizado estudios de Literatura Comparada y está por obtener el doctorado. “Mientras he escrito —escribe en la parte final de La mentira de un fauno —, he tratado, entre otras cosas, de comprender. Y, a pesar de eso, siempre me queda la impresión de haber besado el viento. Escribí bajo una tensión constante con la ilusión de que, después de ese largo padecimiento, aparecería una pequeña luz. No sé si es sólo un espejismo, pero, mientras esa sensación dure, escribiré y quisiera acaso aspirar a la arrogancia de tener siempre algo que decir...” Nada que no hiera, que no cimbre, que no dañe, que no sacuda, que no espante, que no ultraje a la conciencia, vale la pena escribirse para Patricia de Souza.
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