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Manos frías

…yo imaginaba que Dios era un libro.
J.R

Leyendo las cartas reunidas de Jean Rhys por Francis Wyndham y Diana Melly (Fondo de Cultura Económica Lengua y Estudios Literarios, México, 1990, traducción de Carlos Valdés), uno no puede evitar preguntarse cómo es posible que esa mujer a la que, durante la década de los cincuenta, en que están fechadas sus misivas, se le consideraba una escritora decadente, haya escrito, justo entonces, una obra de la envergadura de Ancho mar de los Sargazos. La Jean que firma estas cartas, unas patéticas, otras ingeniosas e irónicas, pero siempre, siempre elegantes, es una señora que ha pasado por Holloway (“La Castañeda” de Londres), tras agredir a un vecino que, jura ella, la abofeteó primero. Ha quedado viuda recién de su agente literario, Leslie Tilden-Smith; se ha casado casi de inmediato con el primo de este, un estafador neófito que pronto pisará la cárcel. Evita mencionar su alcoholismo aunque lo sugiere cuando habla de las propiedades curativas del whisky, y se regodea en la remuneración de sus defectos entre los que destaca la falta de confianza en sí misma. Jean Rhys, como suele suceder, era más famosa por haber sido amante del también novelista Ford Maddox Ford, cuya tormentosa relación consigna en Cuarteto, la cual se leyó más por morbo que por reconocimiento al talento de su autora. Jean estaba convencida, al momento de escribir estas cartas a diversos destinatarios, entre ellos su hija, de que había dado cuanto podía: “(…) para mostrarte lo inútil que soy, te diré que no sé escribir a máquina, ¿se puede ser más inútil?”
Ella Gwendoline Rees Williams, “Gwen”, nació el 24 de agosto de 1890 (se manejó inicialmente el año de 1894, hasta que Diana Melly, su última editora, dio con el pasaporte que revelaba la evidencia de que, coquetamente, se había quitado seis años), en Roseau, Dominica, Indias Occidentales, un rincón casi imperceptible en los mapas, punto luminoso en el gran mapa de la literatura. Para una muchacha que suspiraba por ser negra, llevar un nombre eminentemente rubio como “Gwen”, que significa “blanco” en galés, era una lata. Adoptaría diversos alias hasta que, ya como escritora, adquiriría el que conocemos: Jean Rhys: “Al mirarme en el largo espejo –escribirá en su autobiografía inconclusa, Sonríe por favor- sentí verdadera desesperación. Había crecido hasta ser una niña delgada, alta para mi edad. Mi cabello lacio había sido recogido con severidad y atado con un listón negro. Yo era casi rubia, con piel pálida y enormes ojos fijos, sin ningún color definido. Todos mis hermanos y hermanas tenían cabellos y ojos color café, ¿por qué me había escogido el destino para ser la única rubia, que me llaman Gwendoleen (…)? (FCE, Col. Popular, México, 1998, traducción de Juan José Utrilla, p. 22).
Jean, que entonces era Gwen, se cría en un medio familiar cuyo conservadurismo contrastaba fuertemente con la fogosidad y altanería de los criados de color (por cierto: a Jean le causa risa el término “de color”, no le falta razón). Su padre, un médico galés de nombre William Rees, aunque no originario de la isla como sí lo era su primera esposa, perteneciente esta a la cuarta generación de una familia de esclavistas, adquirió dos hermosas fincas que procurarían a la futura Jean Rhys los bellísimos escenarios de su obra maestra. Desde la ventana de su habitación en Bona Vista, la pequeña Gwen contemplaba una cordillera de montañas y el revoloteo de unas enormes aves negras llamadas diablotins. En su casa se hablaba correctísimo inglés británico, pero Gwen no tardaría en aficionarse a hablar en el patois (una suerte de francés corrompido) en que se comunicaban los criados negros cuya amistad se desvivía por ganarse. Amaba comer calabaza con los dedos, cosa que su madre consideraba una porquería digna de salvajes (léase: negros) y cada cumpleaños recibía, perfectamente bien envuelto, un libro que su abuela paterna le enviaba desde Irlanda, alimentando así la afición por la lectura de la rubia negrita: “Nadie me aconsejó qué leer ni me prohibió leer algo. A veces echaba yo una ojeada al estante más raro y curioso, pero no recuerdo que me causara mucha impresión. Me gustaban los libros acerca de prostitutas, y había muchos de ellos, y recuerdo vivamente una novela llamada The sand of pleasures, escrita por un hombre llamado Wilson Young. Debía de estar bien escrita, porque de otro modo no la recordaría tan claramente hoy. Era acerca de los amoríos de un inglés con una costosa demimondaine en París…”
Continúa Jean: “(…) Los libros, especialmente los de Dickens, hablaban de hombre, miseria y pobreza, pero muy rara vez de frío. Concluí entonces que, o bien los ingleses no sentían el frío, lo que sin duda no era posible, o que todos tenían una chimenea (…) El frío: no podía imaginarme sentir frío, pero detestaba la palabra (Sonríe, por favor, p.p 68 y 69).
Jean, a la que le prohibían terminantemente emplear ligas para sujetarse las calcetas, creció idealizando a las prostitutas y a Inglaterra. A lo largo de Sonríe, por favor, autobiografía inconclusa que, inconclusa quedó debido a la absurda caída que le costó la vida, y que dictó a su amigo, el novelista David Plante (por entonces Jean era capaz de tomar una pluma apenas), detectamos a los posibles modelos de sus personajes negros en Ancho mar…Inevitable no relacionar a la siniestra niñera Meta con Christophine, la sirvienta que desde niña cuida de Antoinette Cosway y de quien no se sabe si ama a su joven ama o la odia lo suficiente para querer destruirla, aunque en el caso concreto de Gwen, se libra muy pronto de la amenaza que representa Meta con sus horribles historias de zombies y licántropos y sus bofetadas: Christophine también tortura a Antoinette con relatos y la abofetea, aún de adulta.
En su autobografía Jean menciona la práctica del obah, una suerte de vudú muy común en su isla y que tiene lugar relevante en Ancho mar…Menciona también a la bella amiguita negra que la desprecia y es reproducida en algunas narraciones. Cosa curiosa: Jean desarrollaría complejo de inferioridad por ser rubia, montaría incluso el más terrible berrinche de su vida cuando en la repartición de muñecas, a su hermanita le toca la morena (más bien, se la arrebataría a Gwen) y Jean tuvo que conformarse con la rubia: “Salí al sol y luego bajo la sombra del gran mango, tendí a la muñeca rubia. Tenía cerrados los ojos. Entonces busqué una gran piedra, la dejé caer con todas mis fuerzas en su cara y oí, encantada, el sonido que hizo al partirse (…) –La enterraré en el jardín (…) pondré flores en su tumba.” (Sonríe, p. 43 y 45). Pese a sus complejos y a su familiaridad con los libros, Gwen, ya pronto Jean, optaría por salir de su mundo para triunfar en los escenarios ingleses. Tras estudiar, como Antoinette, en una escuela de monjas, pasaría a una escuela para señoritas en Cambridge y de ahí, a una academia de arte dramático. Se supone que solo había ido a Inglaterra, chapetoneada por cierto por una tía, a estudiar, pero tras ser informada de la muerte de su padre opta por permanecer allá, no obstante su proclamado odio por el clima que la mantiene agripada y casi la pone al borde de la muerte. La mantiene también con las manos heladas. La nostalgia por la Isla donde nació y vivió hasta los dieciséis años, y a la que regresaría solo una vez, en 1936, surca toda su obra: “Tenemos unas noches de luna preciosas. Deberías verlos. Las sombras que produce la luna son tan oscuras como las del sol (…) A veces tiembla la tierra; a veces puedes sentir como respira. Los colores son el rojo, púrpura, azul, dorado, todos los tonos del verde. Aquí (en Londres) los colores son negro, marrón, gris, verde apagado, azul pálido, el blanco de las caras de la gente… como cochinillas.” (Viaje a la oscuridad, Grijalbo, Col. El espejo de tinta, Barcelona, 1990, traducción de Gracia Rodríguez, p.p 65 y 66).
La muchacha protagonista de Viaje a la oscuridad, y que como todas las novelas de Jean es en mayor o menor medida autobiográfica, presenta rasgos de valor y dignidad que se diluyen en la frase que cierra la novela, proveniente de los labios del médico que salva a Anna de morir desangrada por un aborto: lista para empezar de nuevo. La sociedad parece haber condenado a la muchacha de la Martinico a prostituirse y ella lo asume… ¿con abnegación? ¿Con filosofía? Como la propia Jean, Anna ama leer novelas donde las prostitutas son las heroínas, como Naná. Cuando llega a Londres, a los dieciocho años, Jean, como Anna Morgan, acarrea una cabecita colmada de sueños faranduleros. Ya ha participado como corista en una compañía teatral, con la que incluso ha realizado una gira por Inglaterra. Y Jean, como Anna, despierta curiosidad malsana en Londres. Muy bonita, sí, pero en conjunto un animalito salvaje y friolento. Era, para ser exactos, lo que en Ancho mar… denominan “blanca negra”, característica que se refleja nítidamente en su escritura. A Anna Morgan constantemente le reprueban sus modos de hablar y de gesticular, indignos de una guapa damita rubia. En sus cartas, Jean repite, una y otra vez, que “tengo cara de loca, dicen”. Pero no, no es locura: es asombro. Es horror. Es desconcierto. Jean nunca dejó de sentirse extranjera en Inglaterra. Diana Melly, sin embargo, asegura que Jean Rhys era, incuestionablemente, una dama, y yo agregaría: una dama negra: “Ser negro es cálido y alegre, ser blanco es frío y triste (…) Cuando niña quería ser negra, y solían decirme: “Tu pobre abuelo se revolcaría en su tumba si te oyera decir esas cosas (…) En cierta ocasión vi en Constante un viejo inventario de esclavos. Todo eso estaba en columnas: los nombres, las edades y lo que hacían y luego Comentarios Generales (…) Todos aquellos nombres escritos. Es gracioso, nunca lo he olvidado (Viaje…p.p 63, 64) ¿Cómo es que la joven y guapa corista de manos gélidas (¿y corazón hirviente?), abandonada por el primer amante, que sin embargo pretende resarcir el abandono ofreciéndole una pensión que ella, en un rapto de dignidad, rechaza, se transforma en escritora?
La Anna Morgan de Viaje… se entrega a una vida disoluta tras el abandono de Walter Jeffries (que en realidad se llamaba Lancelot Hugh Smith), del que por cierto se enamora al percatarse de que este ha cuidado devotamente de ella durante una de sus fiebres. Él es rico, poderoso al parecer, pero Anna no está con él por dinero. No hay fuego ni pasión tampoco. Parece más una relación entre padre e hija y Anna actúa con él como una niñita abandonada deseosa de afecto. Cuando Jean-Gwen termina con aquel primer amante, se traslada a Holanda en busca de olvido. Casi en el acto se casará con Jean Lenglet, compositor y periodista francoholandés al que había conocido dos años antes (1917), en Londres. Apenas casarse se trasladan a París. El primer hijo de la pareja, William, nacerá muerto en 1920. Lenglet recibe un cargo diplomático como secretario de un funcionario japonés en la Conferencia de Desarme Interaliada, por lo que la pareja mudará constantemente de residencia, aunque la que sería su única hija, Maryvonne Lenglet, nacería en París, en 1922. Al año siguiente, una amiga presentaría a Jean como el connotado novelista Ford Maddox Ford. En carta a Peggy Kirkaldy, fechada el 6 de diciembre de 1949, Jean rememora el episodio: “Ahora me estoy apoyando realmente en mi creencia del destino. Nunca quise escribir. Yo quería ser feliz y vivir una existencia pacífica y oscura. Me vi obligada a escribir por una serie de coincidencias: la señora Adam, Ford, París, la necesidad de dinero.” (Cartas, p. 83) La explicación es vaga, como todo cuanto Jean aborda en esas cartas respecto a su vida íntima. Ella se había acercado originalmente a la señora George Adam, esposa del corresponsal en París de The Times para ver la posibilidad de publicar unos textos de la autoría de su esposo que ella se había encargado de traducir del francés al inglés, pero por alguna razón la señora Adam terminó más interesada en la propia Jean, quien le mostró un Diario que había escrito entre 1910 y 1919. Tan absolutamente fascinada quedó la señora Adam con la escritura doméstica de la rubia melancólica, que mostró este a Ford. El Diario no era publicable puesto que no estaba escrito con voluntad literaria, pero Ford hizo ver a Jean-Gwen que no podía seguir ignorando su potencial como escritora. Jean, deslumbrado, acató el consejo del afamado escritor y escribió un relato titulado “Vienne”, firmado con el seudónimo Ella Lenglet, que se publicaría en diciembre de 1924 en el que sería el último número de Trasatlantic review. Nunca una mujer descubrió más a tiempo su vocación: Jean Lenglet fue extraditado a Holanda, acusado de haber entrado ilegalmente a Francia, dejando sola a su mujer con una nena de dos años. Fordo sintió la obligación moral, como sin duda la sintió Jeffries respecto a Anna, de cuidar de la frágil Gwen por lo que la convirtió en su amante: es un hecho que Jean no pudo o no quiso hacerse cargo de sí misma, al menos mientras fue joven, y siempre hubo un caballero andante dispuesto a sacarla del atolladero. De su relación adúltera con Ford, quien también era casado, surgió la novela originalmente titulada Postures, finalmente titulada Quartet, la más difícil de publicar para la ya entonces Jean Rhys pues Ford era un personaje muy respetado en el medio editorial y todo mundo sabría que él era el protagonista varón de dicha obra. Quien lograría hacerla publicar varios años más tarde (1928), sería Leslie Tilden-Smith, quien se convertiría en el agente literario de Jean y, a la larga, tras ser abandonada por Ford, saldría al quite por la salvación de la dama convirtiéndose en su segundo marido. Es en tiempos de su amasiato con Ford que Jean adapta su Diario y lo convierte en la novela Viaje a la oscuridad.
Ya casada con Leslie, con quien permanecería casada cerca de quince años, convertida ya en respetable abuela (Maryvonne se había casado muy joven y emigrado a Indochina junto con su hijita Ruthie a la que Jean adoraba), emprende la escritura de “(…) algo extraño. Si pudiera hacer un esfuerzo más podría terminarlo (…) Pero me he sentido tan mal que no sé si estoy loca o todo el mundo lo está (…)” (Carta a Evelyn Scott, 1933, Cartas, p. 25). No ha escrito nada desde Dejando al Señor McKenzie, publicada en 1930. Ha sido tal el retiro de Jean que hay quienes especulan sobre su muerte, cosa que le cae en gracia sin tomarle importancia. De hecho no serpa sino hasta que una afamada actriz de radio, que ha realizado una adaptación de su novela Buenos días, medianoche la busca para solicitar su autorización para dramatizarla, que el público inglés (1939) se entera de que Jean Rhys no estaba muerta… aunque duerme más de lo que escribe (Anna Morgan duerme muchísimo también), ha pasado por el manicomio y mira desesperada como las paredes de su cocina son devastadas por la humedad. Llama la atención la indolencia de Jean, como cuando Leslie sufre un ataque cardiaco y se queda sentada sin saber qué hacer: una abnegación casi voluptuosa ante la adversidad. Viuda de Leslie, será rescatada una vez más por un primo de este que, como Lenglet, terminará en prisión… y en medio de todo esto Jean escribe la que será su obra definitiva. Lo que no la abandona es el sentido del humor, según se advierte en esta carta que escribe a Maryvonne el 9 de noviembre de 1949: “Me asombra mucho que a la BBC le guste mi obra (en especial Good morning) pero al parecer creían que yo estaba muerta, lo que desde luego cambiará las cosas. De hecho iban a continuar la lectura en un programa de radio, “Averiguación sobre Jean Rhys” y me siento falta de tacto por estar viva aún.” A Selma Vaz Dias, su “resucitadora”, escribirá el 12 de noviembre de 1949: “(…) Usted debe imaginarme en un camino alejado, en una casa destruida (diría que una vez fue hermosa), con un jardín abandonado y el teléfono público más cercano significa una caminata larga y fría. Bien, es más larga cuando uno se siente enfermo.” (Cartas, p.p 78 y 79).
Ancho mar de los sargazos se publica con fulgurante éxito en 1966, justo cuando Jean desespera por no encontrar un nuevo paladín. Su propia obra habrá de salvarla de la miseria y de la angustia. Pero si bien obtuvo importantes premios que se tradujeron en ganancias económicas, las cuales le permitieron, entre otras cosas, hacerse de una casa a su gusto (¿por qué presiento que continuó al acecho de machas de humedad en su nueva cocina?), detestó ser una celebridad. No desdeñaría, sin embargo, acudir en 1978 al Palacio de Buckingham a recibir de la mismísima reina Isabel la dignidad de Caballero del Imperio Británico. Al parecer nada la emocionaba. Esa capacidad la había dilapidado en la maravillosa Ancho mar…, cuya protagonista es nada menos que la esposa loca de Rochester, protagonista masculino de Jean Eyre, oculta en el sótano. Antoinette Coswat, más tarde renombrada Bertha Mason (“Mason” es el apellido del segundo esposo de la madre de Antoinette) por su nunca nombrado esposo que no es otro que Rochester.
Lo más extraordinario de esta suerte de precuela de Jane Eyre, de Charlotte Brontë, que nos muestra a un Rochester nada noble, lleno de arrogancia, ambición y crueldad, más del lado del Heatchliff de Cumbres borrascosas, es que no sentimos estar leyendo a Charlotte sino…¡a Emily Brontë! Aunque la mayor parte de la acción transcurra en una isla antillana devorada por el calor y los mosquitos, Ancho mar… pertenece sin duda a la genealogía de Cumbres… Me hubiera encantado saber si Jean pretendió emular a Emily aparentando que honraba a Charlotte, pero a nadie se le ocurrió preguntárselo. Esta obra contiene toda la crueldad y la pasión animal que caracteriza a Cumbres borrascosas, si bien Jean recurre solo a dos narradores que son la propia Antoinette/ Bertha y su innombrado marido-comprador. “Mejor que la gente”, es la frase de Antoinette, rica heredera que maltratada hasta la ignominia por sus propios sirvientes (Amélie incluso seduce a su marido): “Aquí no hay espejo y no sé que aspecto tengo ahora. Recuerdo que me miraba al espejo mientras me cepillaba el cabello, y recuerdo que mis ojos me devolvían la mirada. La muchacha que veía yo, aunque no del todo. Hace mucho tiempo, cuando era niña, sintiéndome muy sola intenté besarla. Pero nos separaba el vidrio, duro, frío y con la niebla de mi aliento. Ahora se lo han llevado todo. ¿Qué hago en este sitio y quién soy?” (Anagrama, Col. Compactos, traducción de Andrés Bosch, Barcelona, 1998, p. 178).
Jean, asaltado acaso por un puritanismo senil, hizo agregar a su testamento un inciso donde se estipula que nadie será autorizado a escribir biografía alguna de su persona. Quizá por eso se apresuró a dictar su autobiografía Sonríe, por favor. Su vida, sin embargo, se haya diseminada en todas sus novelas y armar el rompecabezas no ha sido tan difícil. Ella Gwendoleen Hammer muere en Exeter, el 14 de mayo de 1979: “Recé, pero las palabras cayeron al suelo, sin significado.” (Ancho mar…p. 63)