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Una frontera propia

En la foto: Rosina Conde interpetando el performance "Miss Maquiladora".

Mi padre me ha corrido de casa
(me negué a bailar el vals primaveral
Y a probar la hostia sagrada
En cambio
He decidido tener un hijo).
Rosina Conde
Bolereando el llanto

Un reproche unánime hace eco en cada simposio sobre literatura de la frontera norte al que he acudido: ¿Por qué la mayoría de los escritores fronterizos que han destacado en el ámbito nacional han emigrado a la ciudad de México? Los inquisidores se responden a sí mismos, en un tono que sugiere que no hay vuelta de hoja: “Para triunfar”. Toda generalización corre el riesgo de volverse juicio sumario, y si bien es posible que algunos hayan abandonado su terruño específicamente para triunfar (aunque la sola suposición me produce risa, ¡en este país donde, dicen, se lee un libro y medio al año por cabeza!), hay que señalar que no es el caso de Rosina Conde, quien a través de la Luisa responde a sus detractores: “Cuando decidí venirme a estudiar a la ciudad de México, lo hice huyendo de la familia y de los chismes del trabajo. Y si bien al llegar a México me rodeé de amigos, estaba tan resentida que necesitaba aislarme para estar conmigo misma. Yo no sabía que era ahora que estaba sola.” (La Genara, pág. 117) Nacida en Mexicali, B. C, el 10 de febrero de 1954, no deja de sorprender que esta autora cuya narrativa está escrita casi totalmente en caló fronterizo, tenga una maestría en Literatura Española y sea especialista en literatura medieval, aunque como ella misma nos lo hace ver, la influencia de Bocaccio y de Chaucer se advierte en el carácter hasta cierto punto paródico de sus personajes varones, inmiscuidos casi siempre en negocios turbios con ánimo más bien quijotesco.
Rosina ha construido una sólida obra literaria que se presta a cualquier tipo de análisis, literario, histórico o sociológico. Autores como Daniel Sada, Luis Humberto Crosthwaite o Federico Campbell, han recobrado en forma admirable los paisajes, las atmósferas, esa belleza violenta del desierto así como los rasgos de esa particular forma de humanidad que caracteriza al hombre fronterizo. Rosina Conde, sin embargo, es por hoy el único espejo que refleja la muchas veces dolorosa realidad de las mujeres de aquellos lares, donde a veces pareciera que los únicos destinos posibles para una mujer pobre son los reinados de belleza (que equivale, las más de las veces, a engrosar el harem de algún narco) o la confinación a una maquiladora. Su discurso irónico, punzante a veces, rompe con el de otros que han abordado exactamente lo mismo pero desde una óptica academicista: para los investigadores, las obreras de la maquila son cifras, no seres humanos, mientras que para los escritores de ficción, son figuras decorativas o meras alusiones para “ambientar” al lector. Rosina retrata fielmente el estilo de vida de estas mujeres, en su mayoría madres solteras y/o abandonadas por el esposo que, ante la falta de educación y estudios tienen que resignarse a ser explotadas de una forma que en mucho recuerda a la dizque abolida esclavitud: “(…) cuando estuve ayudándole a mi papá en la maquiladora –escribe Luisa-, mi relación con las obreras frecuentemente me recordaba mi vida de casada. Éstas, con frecuencia, llegaban los lunes con traumas del fin de semana. Un día dos chavas no se presentaron a trabajar. El martes llegó una pidiéndome dinero para ir al doctor y, agregando acción a la palabra, se desabotonó la blusa de su vestido frente a mí (vi sus senos morenos amoratados), se bajó el vestido y se volteó para mostrarme su espalda. ¡Ay, mi querida Genara, las pinturas más morbosas de Jesucristo no despiertan tanto horror… ¡ Los corriazos a carne viva, profundos, no supe cuántos… La otra trabajadora mandó el certificado médico con una compañera: costillas rotas (a patadas por su hombre), y las radiografías que le tomaron para ver si le había afectado los riñones. Ambas volvieron una semana después; pero la de las costillas rotas se presentó un día y no regresó por los dolores. A la semana siguiente, otra trabajadora me pidió una venda para su dedo gordo. Le pedí que se quitara la que traía, pues se le notaba bastante inflamado. Tenía una laceración muy profunda e infectada, que se notaba que no se la había hecho con los utensilios de cocina. Le pregunté qué le había pasado y no supo contestar. Inventó mil pendejadas. Entonces le pregunté si se lo había hecho su marido y se soltó llorando (…)” (La Genara, UACM, 2006 p.p 198 y 199). Explica Rosina: “Trabajé mucho el tema de las maquiladoras en los años ochenta. En mi oficio de editora, haciendo corrección de estilo, haciendo trabajos sobre estructuración industrial en la maquiladora de la frontera norte cuando trabajé para el Colegio de la Frontera y luego con el Colegio de México. De alguna manera tengo una necesidad de que las cosas que leo, que no son literatura, me reditúen en algo, que no se queden en el vacío, que me nutren para crear otros textos ya que no escribo sobre el tema desde el punto de vista social o económico. “El rap de la maquiladora” lo escribí a partir de una tesis que realicé sobre contaminación industrial en la frontera norte, aunque ahorita ya estoy obsoleta porque no he vuelto a leer nada al respecto.”
En La Genara, que ha conocido dos ediciones (de 1998 la primera, publicada por CECUT) cuyo título alude a la muletilla en el habla norteña que antepone el artículo “la” o “el” al nombre propio, echa mano de un recurso escasamente socorrido en la literatura de fin de siglo: el intercambio epistolar, si bien la autora va más allá al mezclar diversos remitentes y destinatarios (Genara, Luisa, Francisca, Fidel, Eduardo y un anónimo) y alternar los medios: la carta tradicional, el e-mail y el telegrama. Esto permite no sólo delinear el perfil psicológico de cada personaje sino además, jugar con los diversos tonos, talantes, humores y condiciones de escritura. La acción —que se desarrolla entre 1989 y 1991, según las fechas señaladas en cada mensaje— involucra la correspondencia entrecruzada de varios personajes, aunque son las hermanas, Genara y Luisa, quienes aportan la información que constituye el hilo conductor de la trama. Genara ha descubierto la infidelidad de su esposo y no está dispuesta a perdonarlo pese a que aquellos que componen su círculo social y familiar (sus padres, sobre todo) la exhortan a hacerlo y actuar así “correctamente”. Recurre a Luisa, su hermana mayor, en busca de consejo. Siempre la ha visto con admiración por haberle exigido el divorcio a Martín para luego marcharse a la ciudad de México a cursar una maestría. Es la encrucijada de Genara, elegir entre su dignidad como mujer o quedar bien con la sociedad tijuanense, lo que da origen al intercambio epistolar a través del cual se desmenuzan las subtramas que tocan temas como la violencia conyugal, el narcotráfico, el sexo, la cultura, la anorexia, todos ellos abordados con seriedad aún cuando el tono sugiera ligereza. Vale la pena puntualizar que esta novela inspiró a las editoras de una revista para feministas universitarias que lleva el nombre de Las Genaras.
En 1993, Rosina obtuvo el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen, trayendo tras de sí los libros El agente secreto (UABC, Mexicali, 1991), De amor gozoso (Textículos, Desliz, Tijuana, 1992) y Bolereando el llanto (CNCA, México, 1993), de los cuales hizo una selección personal que apareció bajo el título de En la tarima (Ediciones Ariadne, 2001), que alude a otras facetas de su actividad artística: cantante de jazz, performancera y diseñadora del vestuario de la también cantante Astrid Hadad. Su libro, Embotellado de origen, pasó a engrosar la selecta nómina de autores compilados en la colección Los cincuenta (Coordinación de descentralización/ Instituto de Cultura de Aguascalientes) que reunió a escritores mexicanos nacidos entre 1950 y 1959, e incluyó un texto publicado con anterioridad en El agente secreto: “Sonatina”, de sus relatos más transgresores, incluido asimismo en su antología personal. Narrado en primera persona, se plasma la vorágine pasional entre dos mujeres: una prostituta y una exitosa empresaria refinada y elegante; sin embargo, Rosina cede a la prostituta de escasa cultura las riendas de la narración. De manera por demás ingeniosa, alegoriza la pugna por el poder ancestralmente observado entre hombres y mujeres, transmigrándola a una relación entre mujeres donde Sonatina asume el rol femenino y pasivo, y Pilar, la empresaria, el de protector-proveedor, asociado con lo masculino, pues, “Así me lo hizo saber ella cuando se apoderó de mí; así me educó desde un principio para que no me le fuera; para asegurarse de que me tendría aquí, como uno de sus bellos y lustrosos muebles, esperándola y sirviéndola y desvistiéndola cuando llega borracha por las madrugadas y acostándola y mirándola dormir...” Rosina ha preferido dar voz a mujeres socialmente vulnerables: prostitutas, meseras de bar, obreras, adolescentes desorientadas, modistas explotadas y amas de casa, las cuales repentinamente cobran conciencia de su lugar en el mundo e incurren en rebelión, situación eje de la mítica novela, Como cashora al sol (Desliz Ediciones, Edición Fósforo, 2007), y digo mítica pues si bien se publicó en forma de libro hasta el 2007, había sido tema para tesis de maestría y doctorado desde hace casi veinte años, cuando se publicó por entregas en un diario tijuanense, lo mismo que La Genara. La narradora de “¿Estudias o trabajas?”, ejemplifica, a través de una narración plegada de aventuras picarescas, cómo la sociedad hermética de la frontera norte fuerza a las mujeres a retroceder en sus propósitos emancipatorios, cuando no a claudicar definitivamente, “Finalmente es con ellos con quienes te realizas y te relacionas, y eso de navegar con bandera de liberada o inteligente no te conviene. Por eso, ahora, cuando conozco a un chavo y me pregunta “¿estudias o trabajas?” yo le contesto como pendeja: “¡Ay!, ¡pues ni estudio ni trabajo!”. Las madres son protagonistas recurrentes, aunque tratándose del ejercicio de la maternidad el tono de Rosina se vuelve sombrío: el hogar como cadena perpetua; los hijos, grillete entrañable; el esposo celador, tanto afectiva como carcelariamente. “Por alguna circunstancia”, coloca a la protagonista, también narradora, en una situación límite que remite al relato “Cuarto número diecinueve”, de Doris Lessing: “Me daba cuenta de que estaba envejeciendo a los veinticiocho”, el personaje se reconoce aburrida, decepcionada, asqueada, pero no reacciona hasta el final del monólogo, de efecto noqueador, efecto que, como veremos más adelante, se le da a Rosina Conde en forma espléndida. La coincidencia en sus relatos “Gaviota y letanía”, se da en la asfixia de sus protagonistas y el hecho de que las protagonistas sueñan esta condición subordinada para, finalmente, despertar. “Señora Nina” está construido con base en diálogos donde no hay acotación que valga. Los tres personajes: un modisto, su explotada costurera y una no menos sojuzgada novia que a su vez se ensaña con la costurera. Mucho colorido y dinamismo en este ingenioso relato que esgrime una feroz crítica social: por un lado, la explotación que por necesidad sufren las mujeres, particularmente si son madres y proveedoras exclusivas de su prole, por otro; el requerimiento social de fingir que no se es consciente de la mediocridad del “superior” ni de sus abusos. La crítica vestida de sarcasmo está muy presente, asimismo, en “El cable”, donde la desacreditación del desempeño femenino está íntimamente vinculada con los ancestrales vicios de la burocracia. La autora monta el escenario de una oficina gubernamental con la misma destreza con que antes armó un taller de costura, un cabaret de mala muerte o el hogar de una familia clasemediera. Incluso, me atrevo a sugerir que la destreza narrativa de Rosina es simbiótica con respecto a su oficio de costurera: sus textos se sienten más bordados que escritos. La complicidad masculina, muchas veces atentatoria de la dignidad femenina; el acoso sexual y el redundante menosprecio hacia la capacidad intelectual de las mujeres, son las constantes en la vida laboral de la narradora de “El cable”, abordado con humor ácido. “De infancia y adolescencia” es casi una nouvelle inserta en El agente secreto donde una vez más retrata Rosina –quizá con más saña de lo habitual – la realidad de la mujer fronteriza. Una adolescente setentera, clasemediera, anota en su diario sus íntimos progresos como mujer y sus palabras traslucen una no pertenencia al entorno, así como familiaridad no exenta de desconcierto respecto al rol que la sociedad le ha asignado: “Así es que unos tenían su novia en el Colegio de la Paz o en el Abraham, y su araña en la Poli”. Previamente, ha explicado la narradora que araña se llama a esa especie de “amiga-con-derechos” que todos los chicos tienen; la que permite ciertas libertades que las novias formales insisten en reservar para después de la boda: “La preocupación por tener a los hombres en la federal era una ventaja oficial y como a las mujeres no se les preparaba para cursar una carrera universitaria, eso no importaba mucho, ya que a ellas se les elegía una carrera corta en el magisterio o alguna rama comercial, o se les metía a trabajar en un banco o en una tienda importadora mientras conseguían marido, y mientras que, socialmente, se les hacía propaganda comprándoles ropa y anunciándolas como embajadoras en los elegantes bailes en los diferentes clubes de la ciudad. Lo que la Rosina denuncia entre líneas, es que en esta región la inteligencia femenina sigue siendo ornamental, un atributo accesorio de las reinitas, y Rosina lo repite en el lenguaje de esa misma inteligencia reprimida, sacrificada en aras de la frivolidad de los bailes de salón y las coronas de plástico, “por eso me da risa cuando alegar si lo que escribió Fulano es o no autobiográfico, lo más chistoso, es que esto lo es, y nada es cierto.”
Como cashora al sol es probablemente la más brutal representación de la cotidianidad de la mujer fronteriza en la narrativa de Rosina Conde. Una novela incómoda, in-co-mo-dí-si-ma, que si bien recurre, como La Genara, al humor para atenuar ciertas situaciones que, narradas con seriedad, resultarían sumamente desagradables, plantea la situación de forma mucho más directa y llana, introduciendo el punto de vista masculino que vuelve todavía más chocante la realidad expuesta. “Cachora”, que en el título se escribe con “sh” para imitar la fonética del clásico acento norteño (toda la novela, de hecho, está escrita en caló), es lo mismo que una lagartija, aunque en el norte el término tiene implicaciones peyorativas: “cachoras” se les llama a las mujeres de “mala reputación”, por tanto, una cachora al sol, tumbada de panza al sol, sugiere entrega u holgura sexual. En efecto, las tres protagonistas femeninas de la novela, que al contrario de la Luisa y la Genara no son universitarias, las hermanas María Antonieta y Cristina y Cecilia, se caracterizan por su franqueza respecto a la sexualidad, la cual es con frecuencia enarbolada en contra de ellas para justificar violencia intrafamiliar o tratos denigrantes. “Todas son iguales”, piensa Pedro, perpetuamente en guardia gracias a sus preconcebidas y estereotipadas ideas respecto a las mujeres que lo lleva a “defenderse” todo el tiempo del amor de su esposa y la pasión de Cecilia, su amante, y es que “(…) eso no es normal, no puede ser normal (…) Namás a una puta puede gustarle (…) Namás a una puta, pagándole, puede gustarle mamarle la bishola a alguien…” (p. 91).
Ojo: estamos en la Tijuana de los años sesentas, en pleno auge de la guerra de Vietnam (uno de los personajes, Miguel, ha renunciado a la nacionalidad estadounidense con tal de no enrolarse en la guerra y todos a su alrededor ven esto como un innombrable acto de cobardía: ¡perder tantos privilegios con tal de no incursionar en Vietnam!); una Tijuana boyante donde la vida transcurre con una calma por hoy impensable. Al interior de los hogares, sin embargo, dicha calma no encuentra cauce. La violencia intrafamiliar es socialmente aceptada, ya ni siquiera como un mal necesario sino como una circunstancia que una buena esposa está obligada a sobrellevar “por el bien de sus hijos” Veamos este diálogo entre María Antonieta y su mamá, cuando la joven se atreve a llamarla en busca de consuelo y consejo ante los malos tratos que recibe por parte de Pedro:

-Al marido no se le cuestiona.
-Sí, mamá
-Es el jefe de la familia.
-Sí, mamá.
-Si no, tu propio hijo te lo va a reproshar después. Él es hombre, y finalmente, se entienden entre ellos.
-Sí, mamá.
(p. 187)

A nadie sorprenda, por tanto, que tanto María Antonieta como Cristina, su hermana, se vean inmersas en un círculo de violencia con sus respectivas parejas. Curiosamente, tanto una como la otra tienen carácter fuerte y en más de una oportunidad hacen gala del mismo: María Antonieta, pese al miedo que le tiene a su esposo (que tiende a desahogar su violencia más con el pequeño hijo de ambos que con su mujer, a la que sin embargo llega a violar) reacciona enérgicamente ante los ataques verbales de Pedro, quien deja caer la guardia siempre que María Antonieta se defiende (es decir: si siguiera al pie de la letra los consejos de su madre, los daños serían mucho mayores). Cristina, por su parte, es agredida por Miguel en pleno “trip” (como coloquialmente se le denomina a los efectos de la droga, que Miguel consume con singular alegría) mientras comen unas pastas que ella ha preparado amorosamente y a él se le figuran gusanos. En el acto toma por la nuca a su mujer y le sumerge la cara en la pasta hirviendo, lo que obviamente tendrá consecuencias fatales. Cristina permanece al lado de Miguel, aunque con cicatrices en el rostro, pero aborta sin notificárselo a él y no hace mayor escándalo cuando se entera de que amigos de su familia la han vengado desfigurando a su vez a Miguel (el exacerbado machismo los fuerza a imponer su fuerza sobre la del agresor de Cristina). En esta telaraña viven inmersos los personajes de Como cashora al sol que, contrario a lo que pudiera creerse (y aquí me permito revelar la clave de la maestría con que Rosina desarrolla esta historia) no son precisamente normales, mucho menos decentes: la autora logra hacérnoslo creer a través del recuento de las bodas, los trabajos, los paseos, los planes en familia, para de pronto enfrentarnos a una penosa realidad que terminará minando la cordura de la inocente María Antonieta. Así entonces, lo que pareciera el recuento de una cotidianidad provinciana culmina en matanza... aunque presiento que a los editores mexicanos continúa pareciéndoles chocante la idea de la violencia ejercida por una mujer, violentada a su vez.
No por nada, Rosina Conde es, a un tiempo, una autora de culto de la reciente literatura mexicana y una autora sumamente incómoda, principalmente para sus paisanos que se resisten a mirarse reflejados en el provocador espejo de su irreverente narrativa.


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