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Escritoras para el Nuevo Milenio XXIV

Un lugar en el mundo
Por: María Dolores García Pastor
Volver a Tecuán después de tantos años, tras haber recorrido tantísimos caminos que lo alejaban de allí, fue una experiencia inexplicable para Andrés. Sus pasos lo llevaban de aquí para allá como si estuviera poseído pero, en realidad, no sabía a dónde se dirigía. Tiempo atrás hubiera encontrado gente por la aldea que lo hubiese reconocido, pero ahora, entre que ya quedaban muy pocos habitantes y que hacía tanto que no se habían visto… En fin, que el tiempo había continuado su imparable carrera aunque en su memoria Tecuán permaneciese inalterable e idéntica a como él la dejó.
Andrés se fue de la aldea cuando apenas contaba con diecisiete años. Se escapó de allí huyendo de un futuro al que le habían condenado por haber nacido en su familia, por ser quien era. Los Saldés de Tecuán eran una familia trabajadora que siempre había vivido del pastoreo. Su padre y el padre de su padre y el padre del padre de su padre, y así desde hacía muchas generaciones, habían llevado sus ovejas a los mejores pastos arriba en las montañas. Ellas a cambio les daban una estupenda leche, la mejor de la región, con la que las mujeres de la familia elaboraban los más exquisitos quesos y una amplia gama de productos lácteos.
Andrés no deseaba pasarse el resto de su vida mirando como rumiaban las ovejas de la familia. Tampoco quería tener que buscar una esposa a sabiendas de que lo único que tenía para ofrecerle era un futuro lácteo en el seno de una familia cuya vida giraba en torno a las ovejas. Así se imaginaba frente a la mujer de su vida diciéndole: “Tendrás buenas prendas de abrigo y todo el queso que quieras”. Y no lo podía soportar.
Y es que desde muy tierna edad sus intereses habían sido bien diferentes a los de su familia. El culpable había sido su padre. Andrés, el de las ovejas, pensó que su hijo se merecía lo mejor, todo lo que él nunca pudo tener. Lo mejor empezaba por una buena educación. Así es que cada mañana el padre llevaba al hijo con su tractor hasta el pueblo vecino para que pudiera ir a la escuela. Y Andrés, el chico, aprendió a leer y a escribir. Y cada día que pasaba deseaba saber más cosas. Y le pedía a su padre libros que él le compraba y que traía el cartero trastabillando por el camino que llevaba hasta su casa subido en su vieja y destartalada bicicleta.
En unos años la habitación de Andrés se llenó de libros que nadie más de su familia podía leer. Entre lo que su padre nunca pudo tener y también deseaba darle a su sucesor estaba el lujo de poder tener unas vacaciones al menos una vez al año, en el verano. Así, el hijo de la familia de pastores de ovejas se iba de su aldea una vez al año, cada verano desde que cumplió los ocho años. Su padre lo llevaba con el tractor a unos cien kilómetros de distancia, donde estaba el lugar más cercano en el que había una estación. El viaje se hacía interminable por lo lento del transporte y por lo malo del camino.
Una vez en la estación de tren, con todo el cuerpo dolorido y esa sensación de que aún no te has dejado de mover, su padre le compraba un billete rumbo a la ciudad. El niño viajaba solo, con un cartel cosido en la chaqueta en el que habían escrito su destino. Una vez en la ciudad un familiar, una prima lejana de su padre que se había marchado de la aldea para ponerse a servir, lo recogería y se lo llevaría a su casa.
La prima lejana de su padre que aparecía año tras año para recogerlo en la estación era Marcela. Aquella mujer bajita y un poco fea, con algunos pelillos en el bigote y cierto aire despistado, le abrió a Andrés la puerta hacia un mundo desconocido. Un mundo lleno de manzanas caramelizadas y algodones de azúcar, un mundo de paseos al parque y baños en el mar, un mundo en el que no pasaba un día que fuese igual al anterior y en el que no había lugar para el aburrimiento. Pero lo que Andrés nunca llegó a pensar fue que aquella no era la vida normal de Marcela si no que ella también estaba de vacaciones.
En su inocencia, el niño llegó a creer que aquel era el devenir habitual de la vida en la ciudad. Por eso, desde su primer viaje a la ciudad aquel verano en el que tenía ocho años, decidió que se iría de Tecuán en cuanto le fuera posible. Se iría a vivir con la prima Marcela tan pronto como convenciera a su padre y ya no volvería más a la aldea. Y así fue como empezó a forjar un plan para conseguir su sueño. Se jugaba mucho y lo único que dejaba atrás era un montón de ovejas.
Eso era lo que pensaba entonces, pero se equivocaba. Ahora, de regreso a su aldea muchos años después, treinta exactamente, Andrés sentía nostalgia de todo lo que se había quedado en Tecuán tras su partida. A la vuelta de sus primeras vacaciones en la ciudad, en la casa de la prima Marcela, se pasó un tiempo bastante largo hablándole a todos de lo bien que lo había pasado. Les explicó que tenía agua corriente, que de uno de los grifos salía fría y del otro muy caliente. Les dijo que apretando el extremo de una especie de pera se encendía una luz en el techo. Les relató también las exquisiteces de un invento llamado calefacción central… Estaba tan sorprendido y encantado con todo que no paraba de parlotear siempre de lo mismo.
Tan pronto regresó de la ciudad, Andrés empezó a buscar la manera de volver allí en cuanto pudiera y quedarse para siempre. Sus padres pensaban que era cosa de niños y que se le acabaría pasando, pero no fue así. La euforia del regreso se fue aplacando y, aunque dejó de hablar tanto como lo hacía antes, pronto su familia se dio cuenta de que no le habían hecho ningún bien enseñándole cómo se vivía en la ciudad para después hacerlo regresar a las estrecheces y a la humildad del campo. Era como haberle puesto la miel en los labios y luego habérsela quitado.
Ahora, muchos años después, Andrés paseaba sintiendo nostalgia y cariño por aquel lugar que en otro tiempo había odiado. Llegó a sentirlo como una prisión, como una imposición de sus padres. Tanto fue así que pronto empezó a discutir con sus progenitores por ello. Y es que a sus padres les causaba dolor ver el poco afecto que sentía su hijo por la tierra de sus ancestros. Si le hablaban de su futuro como pastor de ovejas él les respondía que no quería ser un pobre muerto de hambre. Si le regañaban por ese comentario diciéndole que ellos no eran pobres ni pasaban necesidad, él les decía que no tenían ni idea de lo que era vivir sin estrecheces, que siendo tan conformistas nunca llegaría a saber lo que era la verdadera comodidad. Para todo tenía respuestas y jamás pensó en el dolor que aquello les causaba, sobre todo cuando insistía en sus planes de vida futura lejos de la aldea, en la ciudad.
Poco a poco su madre fue aceptando que era imposible luchar contra la firme voluntad de su vástago. El padre, sin embargo, no se resignaba a que se perdiera aquel modo de vida secular por una chiquillería. Las discusiones se convirtieron en peleas cada vez más violentas. Se dijeron palabras muy duras y se hicieron muchos reproches hasta que al final, un día, Andrés se marchó con la intención de no regresar. Su padre entonces lamentó haberle brindado la oportunidad de ser letrado, de haber conocido la ciudad… y se sintió un estúpido por haberle dejado ir allí año tras año de vacaciones, por no habérselo prohibido. Llorando a solas, porque los hombres de su generación no podían llorar, se preguntaba por qué no había acabado con aquellas visitas cuando se dio cuenta de lo que el chico planeaba. La única respuesta que fue capaz de darse fue que sabía que eso lo hacía feliz y nunca pudo negárselo.
Pero el hijo jamás pensó en la felicidad de sus padres. Con apenas diecisiete años y después de una discusión se marchó de casa dando un portazo. Recorrió a pie los cien kilómetros que lo separaban de la estación más cercana, tomó un tren con el poco dinero que había conseguido guardar y se marchó rumbo a la ciudad a la conquista de sus sueños. Cuando llegó a casa de la prima Marcela ella no estaba, así es que tuvo que esperarla en el rellano de su casa. La mujer había salido a trabajar y al regresar por la noche se quedó sorprendida de encontrarse aquel regalo sobre el felpudo de la entrada.
Marcela hizo pasar al chico y le preparó una taza de café para hacerlo entrar en calor. Tras darle a beber el negro brebaje intentó convencerlo de que regresara a casa pero no lo consiguió. Entonces le dijo que ella no podía mantenerlos a los dos y que se tendría que poner a trabajar. Pero ni con esas logró asustar al muchacho que al día siguiente se colocó de aprendiz en una panadería. Ganaría dinero para poderse costear el próximo curso y trabajando y estudiando conseguiría ir a la universidad.
Su prima lejana pasó gran apuro para hacerles llegar a los padres la noticia de que Andrés estaba allí con ella, a salvo. En un telegrama que envió al día siguiente y que el cartero en bicicleta les hizo llegar, les explicaba que no se atrevía a echarlo de casa porque lo veía tan resuelto a quedarse que no creía que ni con esas volviera. Pero estaba convencida de que en cuanto se diera cuenta de lo duro que eran el trabajo y la vida en la ciudad no tardaría en regresar con el rabo entre las piernas.
Pero Andrés no se rindió a pesar de que comprobó que la vida en la ciudad era tan dura como en el campo y para colmo de males no tenía a su familia para que le echara una mano y le apoyara. Marcela apenas estaba en casa. Se pasaba el día fuera trabajando para poder mantener aquella cómoda casa y cuando llegó el invierno, la moderna calefacción central no se pudo poner en marcha porque la caldera se había estropeado durante los meses de verano y como nadie en la finca tenía dinero para arreglarla no se reparó. Andrés empezó a echar de menos el calor de las ardientes ascuas que chisporroteaban en la chimenea de su casa, el queso y la leche fresca, el paisaje de la mañana al despertar y, sobre todo, el sonido del silencio.
La ciudad era sucia y ruidosa. No había amaneceres ni atardeceres que contemplar porque los edificios no dejaban verlos. Todo estaba sucio y descuidado y apenas había árboles. Pese a todo eso, Andrés no regresó. Por un lado estaba el orgullo, el tener que tragarse sus palabras y reconocer delante de todos que se había equivocado. Pero por encima de todo estaba el saber que ya no pertenecía a ningún sitio. No era de aquella ciudad pero tampoco podía regresar al campo porque esa no era la vida que él ambicionaba.
Y así empezó una particular búsqueda que debía descubrirle cuál era su lugar en el mundo. Andrés se embarcó en un mercante y se alejó de la ciudad. Visitó muchos puertos y vivió en otras tantas ciudades, conoció a miles de personas y de nuevo se embarcó. A veces se acordaba de sus padres, de su casa, de los pastos allá arriba en la montaña, pero siempre pensaba que aún era pronto para regresar. Algún día.
El tiempo fue pasando y aquel chico se hizo hombre. En su continuo viajar estuvo en sitios en los que pocos hombres pueden decir que han estado. Aprendió algunas lenguas y celebró ritos de algunas religiones. Comió y bebió experimentando sabores, aromas y texturas de diferentes procedencias y no todos le proporcionaron placeres por igual. Vivió y amó. Y un día, cuando paseaba por los bosques de una pequeña isla en la que su barco había anclado, se encontró con un pastor que veía pacer a sus cabras. Aquel pastor, según le habían contado, era el hombre más sabio de la tribu. Conocía los secretos del mar y de la tierra. Era capaz de guiarse en la oscuridad siguiendo las estrellas y le había puesto nombre a cada una de ellas. Conocía un montón de plantas medicinales con las que ayudaba a sus congéneres a sanar sus enfermedades y era el chamán de la tribu, el que organizaba y celebraba todos los rituales.
Andrés quedó impresionado ante tanta sabiduría. Al hablar con él comprobó que aquel pastor era en realidad un hombre inteligente y cultivado, aún viviendo en aquella isla casi desconocida, aún sin haber tenido un libro en las manos en toda su vida. Aquel hombre le contó que le gustaba su oficio porque le dejaba mucho tiempo libre para pensar. Le costaba poco vigilar aquellas cabras que como habían venido de allende los mares a bordo de los barcos de los primeros exploradores no contaban con ningún enemigo natural ya que en la isla no había depredadores.
Fue entonces cuando decidió regresar a Tecuán. Sus padres seguían vivos y sabía por los telegramas que a veces le mandaban, que ya le habían perdonado. Treinta años es demasiado tiempo para pasarlo fuera del hogar, se decía Andrés ahora que dirigía sus pasos por la aldea en dirección a la casa de sus padres. No vio a nadie conocido por el camino o, al menos, a nadie que fuera capaz de reconocer. La puerta de su casa estaba abierta y al entrar vio a su madre sentada al lado del fuego. Un perro salió a su encuentro y empezó a ladrar.
La mujer hizo callar al can y tardó unos segundos en reconocer a su hijo. Luego los ojos se le anegaron en lágrimas y casi no fue capaz de articular tres palabras seguidas. Sólo consiguió decirle que su padre había subido con las ovejas a la montaña y que estaba en la zona del cerro del manantial. Andrés supo enseguida adónde había ido su padre y corrió en su busca. Pisó cada piedra del camino como si fuera la primera vez que lo hacía, pero al mismo tiempo reconociéndolas como parte de sí mismo, como pedazos de aquel lugar de su infancia al que al final regresaba. Le parecía curioso observar que allí prácticamente nada había cambiado. Los árboles debían haber crecido igual que los matorrales y el resto de la vegetación pero, como él también lo había hecho, tampoco lo notó demasiado.
Mientras subía la montaña oía los sonidos del silencio. El viento jugando entre los árboles. La vegetación crujiendo al paso de algún animal. Los trinos lejanos de algún ave. El suave murmullo del pequeño arroyo que nacía en el manantial del cerro… todos aquellos eran los sonidos de su pasado que por fin hoy era capaz de apreciar. No tardó en divisar a su padre a lo lejos, sentado en un repecho de la montaña. Estaba fumando su pipa mientras acariciaba al perro pastor. Apenas se movió cuando lo vio acercarse, tampoco se incorporó. Andrés tragó saliva preparándose para darle una explicación.
- Qué bueno que hayas venido – le dijo el anciano.
- Verás… yo…- intentó disculparse el hijo.
- Sabía que regresarías algún día, aunque fuera para decirnos que no pensabas volver.
- He venido para quedarme – continuó Andrés medio suplicante.
El anciano dio una nueva calada a la pipa y aspiró el humo. Lo retuvo unos segundos en la boca y luego lo soltó.
- ¿No vas a decir nada? – le preguntó su hijo.
- ¿Qué debería decir? – se extrañó el padre.
- ¿No quieres saber por qué me fui?
El pastor meditó la respuesta unos instantes y luego se encogió de hombros.
- ¿Tú me lo quieres decir?
Andrés asintió.
- Pues adelante, dilo.
- Yo no me sentía bien aquí, sentía que este no era mi sitio. Por eso me fui a recorrer el mundo para intentar saber dónde encajaba yo, dónde estaba mi lugar.
- ¿Y lo has encontrado? – preguntó extrañado el padre.
- Creo que sí. Me he dado cuenta de que mi lugar estará siempre en el interior de mis zapatos, donde yo desee estar.
- ¿Y no has sido capaz de encontrar un sitio mejor que este para recalar finalmente?
- Supongo que no se trata del lugar, sino de dónde quiera estar tu corazón y el mío quería regresar.
El anciano puso cara de perplejidad, de no entender nada. Siempre había creído que su hijo era un muchacho inteligente, que se había cultivado de tanto leer y estudiar. Pero ahora se daba cuenta de que había necesitado treinta años para darse cuenta de algo que él había sabido desde siempre.
- Yo siempre tuve claro que este era mi sitio, que aquí quería vivir y morir, permanecer siempre en este lugar.
- Debo parecerte un estúpido.
- No, no, nada de eso, qué va.
- Supongo que lo he sido, pero si me hubiera quedado siempre hubiera pensado en lo que me estaba esperando ahí fuera, en lo que nunca iba a alcanzar.
- ¿Y ahora?
- Ahora estoy cansado y quiero volver a casa.
- Pues bienvenido a tu hogar – dijo el viejo.
Permanecieron un buen rato en silencio, mirando a las ovejas pastar. Oír sus balidos era reconfortante, quién se lo hubiera dicho. Estaba relajado y se sentía a gusto consigo mismo. Pasado un rato el padre dijo que no tardaría en anochecer y que debían regresar a casa. Se pusieron en movimiento jaleando a los calmosos animales para que aligeraran el paso. Mientras descendían el cerro en dirección a la aldea el anciano se dirigió a su hijo con un tono de satisfacción en la voz:
- ¿Te dijo madre que tenemos luz y agua caliente?
Andrés sonrió.
Nacida en 1970 en Barcelona, se licenció en Periodismo en la Universitat Autònoma de Barcelona en el año 1993 y desde entonces ha colaborado en diferentes publicaciones así como en el medio radiofónico y en gabinetes de prensa. En el año 2005 decide dar el salto a la literatura después de toda una vida de escritos en la oscuridad. En el año 2006 se alza con el primer premio de la modalidad de relato breve en el IV Concurso Literario La Rosa de Barcelona que organiza el PSC de Barcelona. En abril de 2008 su novela “El susurro de los árboles” resulta ganadora del VII YoEscribo.com de Novela y en junio del mismo año recibe el premio de relato breve del II Certamen de Escritura Scream “Cielo Abierto” que organiza la OIT.
También ha publicado diversos relatos en revistas digitales como Palabras Diversas o Cañasanta y otras impresas como Parteaguas, del Instituto Cultural de Aguascalientes, México. Ha militado en algunas asociaciones ecologistas y de defensa de los animales, es feminista y su libro de cabecera es el "Todo Mafalda" de Quino. En la actualidad compagina sus colaboraciones en prensa escrita con sus incursiones en la literatura y el cuidado de su hija Lluna que nació en marzo de 2007. Su novela “El susurro de los árboles” se publicó en septiembre de 2008. Recientemente ganó el VII certamen de novela de
YoEscribo.com